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La poesía de Gonzalo Rojas
Por Ignacio Valente
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 31 de marzo de 1991
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La memorable obra lírica de Gonzalo Rojas se remonta a evocaciones de infancia —"el río que me llama: Lebu, Lebu"— marcadas con un resello de dureza y melancolía, que arranca a su escritura un acento estoico: "Mortal, mortal error meter a nadie en esto de nacer: somos hambre". Tras la indigente niñez sureña. el poeta se harta "del Santiago-capital-de-no-sé-qué", y también "del opio viejo de esas mandrágoras, más livianas de liviandad literaria que venenosas", alusión a su paso fugaz por el surrealismo criollo. Viene luego, siguiendo los pasos de la Mistral y Neruda, el ingreso o retorno a la materia americana, con un claro matiz diferencial: si la materia, la tierra, lo telúrico, penetran en la voz misma de sus antecesores, conformando la dureza o el ritmo vital del verso, en Rojas esta presencia es más bien objetiva y externa, es lo pensado y lo cantado, con cierto grado de abstracción discursiva. La suya es una poesía del conocimiento, semejante a la del argentino Girri y del mexicano Paz.
Rojas alaba en la Mistral su austeridad frente a las modas y las vanguardias experimentales; esta loa es en cierto modo una autodefinición. Se nota su paso por esas escuelas, pero asimismo su esfuerzo por trascenderlas en dirección a un tono más directo de lenguaje y a una mayor pureza cognoscitiva. Por otra parte, Rojas se siente también lejos de la antipoesía y el prosaísmo coloquial —Cardenal y Parra—, si bien ha asimilado algo y más que algo de su desenfado y llaneza, a partir de ascendientes comunes: Catulo en la antigüedad, Pound en nuestro siglo. Pero él mismo expresa una diferencia especifica:
"No le copien a Pound, no le copien al copión maravilloso / de Ezra, déjenlo que escriba su misa en persa, en cairo-arameo, en sánscrito, / con su chino a medio aprender, su griego traslúcido / de diccionario...". Frente a la distinción de Pound, Poetry as speech o as song —conversación o cántico— Rojas opta decididamente por este último: "cántico, / hombres de poca fe, piensen en el cántico". Su cantar es válido y hermoso, se atreve con todos los temas, y no le asusta el lirismo; mi única reserva se refiere a aquellos pasajes casi calderonianos de su obra, donde prima el concepto abstracto, apenas poetizado, sobre el ritmo y la imagen, tan ricos en sus mejores momentos.
Toda la poesía de Rojas está montada sobre ciertos contrastes dialécticos como tiempo y eternidad, oscuridad y luz, tierra y paraíso. Así en este manifiesto poético: "Vivo en la realidad. / Duermo en la realidad. / Muero en la realidad. / Yo soy la realidad. Tú eres la realidad. / Pero el sol / es la única semilla". Este pero señala su constante ascensión hacia la trascendencia. Su sentido de la vida fluctúa sin cesar entre estos dos polos. El primero, la melancolía de este mundo, la miseria del tiempo: "Entre una y otra sábana o, aún más rápido que eso, en un mordisco, / nos hicieron desnudos y saltamos al aire ya feamente viejos, / sin alas, con la arruga de la tierra". El segundo polo, nuestro origen celeste: "Sólo que de lo Alto / caemos con la esperma, nos encarnamos...", y con él nuestro destino eterno: "No / somos de aquí pero lo somos: / Aire y Tiempo / dicen santo, santo, santo".
Creo posible y aun necesaria una lectura religiosa —religioso-agónica, a lo Unamuno— de la obra poética de Gonzalo Rojas. No se trata, por cierto, de ninguna ortodoxia doctrinal, sino de aquel dominio previo e innato que la antropología llama lo sagrado, lo numinoso, el misterio fascinante, la majestad terrible que la intuición poética vislumbra entre lo efímero de las cosas terrenas. Esta obra está llena de hierofanías, o manifestaciones visibles de lo divino: así, la luz, el sol, "el relámpago / único de la Eternidad". Estás presencias del Principio y del Fin confieren a sus textos cierto aire de escritura sagrada: "cuando El llamó a Pedro y vino Pedro / por esa puerta, se sentó / en mi silla, escribió / en arameo, siguió escribiendo / por mí / llorando". Algo de los Salmos y del Apocalipsis contiene su anuncio de la levedad de esa puerta que separa tiempo y eternidad, con la consiguiente inminencia de la Revelación: "Antimateria de los siete sellos, si este Vidrio se quiebra, / ¿tendrá Tu Rostro y hablará por Tu Palabra?".
Lo mismo se percibe en el erotismo místico de esta poesía que siguiendo las huellas del Cantar de los Cantares canta a la amada: "a yegua / fragante de Faraón la he comparado / por las piernas largas de su vuelo". Puede decirse que el problema del amor, central en esta obra, está planteado casi siempre en términos místicos. Es tanto la plenitud como la pobreza del eros terrestre lo que lleva al Amor absoluto: "Hartazgo y orgasmo son dos pétalos en español de un mismo lirio tronchado (...) Dios,/ ábrenos de una vez". Este es el problema temático de su famoso y bellísimo poema titulado ¿Qué se ama cuando se ama?: "¿O todo es un gran juego. Dios mío, y no hay mujer / ni hay hombre sino un solo cuerpo, el tuyo, / repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces / de eternidad visible?". La experiencia dolorosa de la pluralidad de mujeres en que se divide lo Eterno Femenino lleva al poeta a rastrear la Unidad que coincide con la Eternidad y con la Belleza: "Sólo entonces el beso: ¡te palpo, Eternidad!".
En esta misma clave religiosa podría interpretarse al moralista, al crítico social, al poeta que denuncia, y que en nombre de lo alto grita "que sería un error el que no nos amáramos". Análoga interpretación cabe de su poética: la palabra como verbo encarnado. Así ocurre con su concepto del ritmo como el Origen mismo, tanto del universo como de la poesía: esa "respiración ritual" del poema, que procede de lo increado: "Nace de nadie el ritmo", "fulgura / en el mármol de las muchachas, sube / en la majestad de los templos, arde en el número...". El espacio me impide analizar los metros breves y largos de esta obra poética, y la índole apasionadamente conceptual de sus imágenes, que, a la manera de los poetas metafísicos ingleses, constituye a la vez el límite y la singular grandeza de la poesía de Gonzalo Rojas, uno de los mejores poetas chilenos de este siglo.
Fotografía de Jorge Aravena Llanca