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Leonardo Valencia, escritor
“Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene frente a la realidad”

Gabriel Ruiz Ortega





 

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En la presente entrevista converso con el reconocido narrador ecuatoriano Leonardo Valencia sobre su excelente libro de ensayos El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008).


- Los textos que conforman
El síndrome de Falcón fueron escritos y publicados entre 1994 y 2007. El libro se publica en 2008. Se colige entonces que hiciste una selección, y también una especie de depuración, puesto que se ubican lejos de la noticia efímera.
- Sí, hubo una selección de los escritos que me parecían menos ocasionales. En realidad cuando los escribí, incluso el artículo más sencillo y digamos ocasional, siempre me preocupó que pueda ser leído con el paso del tiempo. Debe ser un defecto de oficio literario. A veces hasta en una columna de opinión, planteada la reflexión, reviso que cada párrafo esté ceñido. Esta especie de poda es provechosa, primero porque se percibe el alcance de la puntuación necesaria. Segundo porque el lenguaje, al revés de lo que parece, tiende a la expansión, prolifera que no hay manera de pararlo. Más allá de esto, la selección de alguna manera era una forma de hacer una revisión y balance de una etapa y, sospecho, mi perspectiva frente a lo que había escrito en ficción hasta ese momento. El libro se publicó el mismo año que Kazbek y con la que siento que se abrió una nueva etapa luego de El libro flotante de Caytran Dölphin.

- Ahora, me resulta patente la distancia que marcas con respecto a la literatura de tu país, Ecuador. No reniegas de ella, pero dejas en claro que la narrativa de tendencia realista no ha permitido, por generación, la realización de otras opciones de narrar. Lo explicas muy bien en el ensayo que titula la publicación. La figura de Falcón, que tenía que cargar a Joaquín Gallegos Lara, figura máxima del realismo en Ecuador, por el solo hecho de sentirse importante ante los demás, deviene en una proyección brutal.
- Ese fue el planteamiento de fondo que me di cuenta que subyace en todas mis reflexiones de esos años. Cuando empecé a hacer la selección de los textos constaté que los autores que abordaba –novelistas, poetas o cineastas- habían tenido una gran libertad de desplazamiento en distintas tradiciones culturales. No tuve claro desde el principio que el libro se titularía como está ahora. Fue cuando lo revisé completo que me di cuenta de esa coincidencia. Y una vez publicado entendí que, esencialmente, El síndrome de Falcón es una crítica, desde mi experiencia ecuatoriana y latinoamericana, a los nacionalismos y a sutiles formas de autocensura de corrección política. Esto me entusiasmó porque a partir de la crítica de lo propio, no del correcto elogio de la tradición nacional, pude entender mi relación con el resto del mundo. Aunque esta reflexión solo es una tercera parte del libro, en realidad es el eje central. Desde esa perspectiva mi acercamiento a la obra de autores no ecuatorianos, como Ishiguro, Ribeyro o Vargas Llosa, pasó por ese filtro. Sigo convencido de que el problema es utilizar o entronizar el realismo literario como vehículo ideal para la representación nacional. Sirve para la sociología y la historia, incluso para la historia de la literatura, pero socava esa extraña libertad del escritor que, en última instancia, no tiene una dependencia de tales ámbitos, aunque se nutra de ellos. Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene frente a la realidad.

- Algo que me ha gustado bastante es el tono autobiográfico que empleas. Esto no quiere decir que los textos adolezcan por su susceptibilidad. Los acercamientos que realizas de Juarroz, Vila-Matas, Westphalen y Ribeyro, por ejemplo, están signados por la experiencia directa.
- Es que mi punto de vista, limitado o parcial, es el de un escritor. Mi reflexión está mediada por mi propia emoción. El aparato teórico siempre es fascinante, pero es parcial y neutro. A veces la teoría levanta muros por los que no se puede ver esa verdad pequeña pero propia. Es una verdad frágil, por supuesto, pero esa fragilidad es la que le puede dar un brillo en la oscuridad de lo correcto, de lo que debe ser, de las representaciones instituidas de la cultura o la literatura. Leer, además, es una experiencia vital. No puede ser menos vital entonces reflexionar sobre la lectura.

- Te acabo de hacer referencia al tono autobiográfico, lo que me lleva a saber en qué momento de tu experiencia de lector empezaste a forjar tu tradición literaria personal. En tu tradición, como se ve, hay poco lugar para los escritores ecuatorianos.
- Bueno, no es tan cierto. Sí que hay espacio para escritores ecuatorianos, pero porque me fascinaron siempre y no porque necesariamente fueran ecuatorianos. Me habrían apasionado igual si hubieran sido de otros países. Mis dos autores ecuatorianos fundamentales son Juan Montalvo y Pablo Palacio. Con Montalvo hay un aspecto biográfico y cultural con el que me identifico a mi manera, pese a la distancia, por tratarse de un autor del siglo XIX. Su desarraigo, su apertura cultural, su independencia, y ese plano consciente de que estaba entre dos aguas: su naciente país y la tradición de la literatura lo sometió a situaciones que no dejan ser inquietantes, como que su libro mayor, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, lo mantuviera inédito tantos años. De hecho, terminó siendo póstumo. El siglo XIX, y el caso de Montalvo, dicen tanto de la cultura latinoamericana, que no se puede pasar tan rápido por ese siglo. Con Palacio en cambio el aspecto biográfico no me interesa tanto, pero sí su sentido literario: esa escisión que está en cualquier párrafo suyo, una especie de ironía permanente que te deja ver distintos niveles que no lo agotan simplemente en lo que cuenta sino en cómo lo cuenta y la libertad frente al medio del que cuenta. Y a quien le debo mucho es a la poesía ecuatoriana. Muchos de los poetas ecuatorianos fueron buenos traductores y por ellos empecé a leer, muy joven, poesía traducida de Verlaine, Valéry, Baudelaire, entre otros. Si tuviera que fijar un momento en el que se empezó a perfilar mi perspectiva de una tradición literaria personal, quizá el momento ocurrió a los veinte años, cuando me marché a vivir a Perú. Tenía que elegir que autores llevaría. Fueron muy pocos. Los que te he mencionado. Y entre ellos un autor con el que siempre he discutido en mis escritos: Jorge Enrique Adoum y su novela Entre Marx y una mujer desnuda, que ejemplifica el momento más crítico del síndrome de Falcón.

- En “Fragmentos para un adiós a la novela” de la sección ‘Sobre la escritura’, declaras tus principios creativos en tu faceta de creador. No he leído tu novela El libro flotante de Caytran Dolphin, a la que te refieres en “Fragmentos…”, mas sí Kazbek. Sin embargo, ello no es óbice para calificarte como un narrador que avanza desde los costados, en su sentido de exploración por nuevas formas.
- Es poco profesional lo que te voy a decir, pero no veo a la novela como un trabajo que hay que acabar y pasar a otro asunto. Me cuesta deshacerme de lo que escribo. Para mí una novela es una experiencia vital, incluso luego de concluirla. Envidio la capacidad de escritores que publican muchos libros, pero no es mi caso. Quizá tendría que ser más exacto: escribir es un ritmo de vida, un espacio secreto al que remito mi rutina. Sin él, no encuentro sentido. Hasta debo sentir ese extraño dolor de no haber podido escribir durante un día para sentirme vivo y reaccionar. Y cuando escribo, cuando he escrito al menos una página o un párrafo tolerable, puedo vivir mejor. Pero no puedo pasar tan rápido por lo escrito. Esto significa que cada libro es un correlato de la vida que voy viviendo, y por lo tanto repetir una forma sería hacer que mi propia vida se convirtiera en un calco de etapas anteriores. No sé si me he explicado lo suficiente, pero solo después de mucho tiempo he entendido que es cierto que escribir es una forma de vida. No sólo es cuestión de que me pueda aburrir repetir una forma –cada una de mis novelas es formalmente diferente– es que desde las entrañas me debe salir algo distinto, porque algo en mí también ha cambiado. Es una dualidad la que vivo: por una parte me interesa la reflexión minuciosa del mecanismo de cada novela, pero por otra necesito “sentir” o “emocionarme” con una forma nueva para poder pensarla y comunicar a través de ella.

- ¿A qué crees que se deba el silencio al que estuvo sometido la obra de Pablo Palacio? Es decir, das a entender que con él se abren nuevas puertas para los narradores ecuatorianos. Las referencias a Palacio, a la fecha en Latinoamérica, crecen cada vez más.
- En última instancia lo resumiría diciendo que no sé entendió que la novela es una forma de alta poesía sin finalidad más allá que su propia expresión. El correlato desde la ubicación del lector es que éste lo que quiere es una historia y un lenguaje que funcionen por sí mismos, que lo atrapen y sumerjan en la ficción, sin que haya otros determinantes. Que en una narración están implicados muchos factores –sociales, psicológicos, históricos, políticos–, no lo discuto. Pero reducirlo a eso, es matar su ambigüedad. La escritura, la literatura, tiene que mantener su esencia de enigma expresivo, inasible siempre. Esto se malinterpreta fácilmente como una apuesta por lo lírico, por haber dicho “alta poesía”, o con lo embrollado y oscuro, por haber hablado de “enigma”. No es ninguna de estas dos cosas. Ahora bien, Palacio fue reconocido también en vida, pero fue un reconocimiento intuitivo de pocos lectores y críticos. Los dogmas lo quisieron marginar, y lo marginaron. Además de que estuvo indefenso por su final trágico. Pero sus libros demostraron que tenían ese caparazón de tortuga de la gran escritura: resistió el paso del tiempo y volvió a sacar la cabeza del caparazón cuando vinieron nuevos lectores.

- Me gustaría saber cómo ves a la nueva narrativa latinoamericana, en conjunto. Uno de los varios aspectos que me gustan de tu libro es que no necesariamente se tiene que conocer la tradición narrativa ecuatoriana para entenderla. Cada país tiene su propia tradición, sus escritores luchan contra sus propias taras, no pocas veces impuestas por el oficialismo literario.
- Me encantaría hacer un panorama tan vasto sobre la literatura de una veintena de países, pero sería inútil y terminaría remitiendo a tópicos muy conocidos. Sólo puedo percibir algún indicio, y es que mucha de la producción de novela ha caído en demasiadas concesiones al sistema editorial. Hay poco riesgo, no sólo en el ámbito de las historias, sino sobre todo en el de la textura de lo escrito. Hay novelas con historias interesantes, pero su lenguaje se mantiene en una media adecuada para un supuesto lector estándar. Pero esto ni siquiera es un problema latinoamericano, es un problema mundial debido a la conversión de ámbito editorial en empresas globales. En pocos escritores hay esa música perturbadora del estilo, y en quienes la encuentro resulta que son escritores lejanos al ruido literario. Pienso en Levrero, en las primeras novelas de Rey Rosa, en algunas de Oliverio Coelho o Alejandro Zambra, o en las de Ena Lucía Portela o Patricia de Souza, o en un librito de Alejandro García Schnitzer, Requena. Tienen una prosa que queda resonando y sabes o intuyes que en algún momento volverás a leerlos porque no escuchaste todo lo que dijeron. A veces esa pérdida del ritmo ocurre también en registros diferentes al de la novela. Otras veces renace, en cambio, en el ensayo.

- Hace no mucho hice un post en mi blog sobre El síndrome de Falcón. En él hice hincapié en el parricidio con conocimiento de causa que se dejaba ver en tu libro. Está demás decirlo: todo escritor forma su propio canon, pero este no debe ser un salto de garrocha para con la tradición a la que se pertenece.
- Por supuesto que no se trata de un salto de garrocha. Más bien es lo contrario: hay que leer a fondo la tradición del propio país y entonces saber en qué medio has nacido. Lo que no acepto es la pacatería del escritor sumiso que no sabe decir que no está de acuerdo con lo que se quiere pontificar. Peor, claro, es el que lo dice y no ha leído nada porque lo desautoriza en bloque. De eso hay mucho en nuestros países. Una de las cosas que aprovecho al vivir casi veinte años fuera de Ecuador es que puedo leer y releer su literatura sin compromisos. Sin embargo, también por el tiempo que llevo fuera, entiendo que es inadmisible, en la tradición de la lengua castellana, pretender remitirse a una sola habitación de la Gran Casa. Sería como los hikikomori japoneses que no quieren salir de su cuarto. A mí me encanta visitar las habitaciones mexicanas, peruanas, argentinas, chilenas, colombianas, bolivianas o cubanas. E incluso es fundamental salir al barrio. Entonces también aprovecho y me voy por barrios extremos. Probablemente un escritor no es el más indicado para hacer el mismo ese panorama. Lo que ocurre es que tampoco encuentro críticos o historiadores de la literatura que lo hagan bien. El tema de lo latinoamericano no es un problema de cantidad, sino que es un gran problema metodológico.

- En ese post deslicé también una especulación en relación a los años que viviste en Lima. Quizá los motivos pudieron ser laborales, pero en este libro nos encontramos con más de una mención a Lima. Es por eso que dije que Lima te significó un lugar de escape y así puedas desarrollar la sensibilidad creadora que venías cimentando y que tenías amarrada.
- Lima fue un accidente afortunado. Lo cierto es que yo quería marcharme de Ecuador desde que tenía 18 años. Lo intenté en Colombia –casi muero en un choque de automóvil en Bogotá– y luego en Europa, pero no resultó en ese momento. Y el día menos pensado me ofrecieron un trabajo en Lima. Te confieso que estaba aterrado porque, a pesar de que habían capturado al líder de Sendero Luminoso y el país empezaba a salir del terror, no era un destino muy buscado. Para mí fue providencial, porque me permitió esa independencia que necesitas a los veinte años y además tuve la suerte de encontrar una generación de poetas y narradores brillantes. Haber escuchado a Westphalen, a Ribeyro, a Cisneros, leer los poemarios que iba publicando Watanabe, y luego la conversación con escritores contemporáneos como Thays, Helguero, Bellatin, Patricia de Souza, Ricardo Sumalavia, Eduardo Chirinos o Fernando Iwasaki, o ese joven perpetuo que es Carlos Calderón Fajardo, lo he considerado siempre mi escuela secreta. Por primera vez encontraba interlocutores que no estaban afectados por lo que yo había dejado en Ecuador. Luego encontré en mi propio país una generación mucho más joven con la que he tenido un diálogo más o menos parecido, pero nunca igual. Nunca dejaré de agradecerle a Perú lo que me dio. Y viviría en Lima muy feliz si no fuera porque la humedad literalmente me mata de asma.

- El síndrome de Falcón es, en todo sentido, un extraordinario libro de ensayos. Sin embargo, percibo que ha pasado un tanto desapercibido, como si fuera una rareza. ¿Existe la posibilidad de que se vuelva a editar?
- Puede ser culpa mía. No tengo agente literario y soy un mal gestor para enviar manuscritos a editoriales e insistir. Como mi editorial ecuatoriana estaba interesada se lo di pero no me he preocupado por reeditarlo en España. Por eso me sorprende que de tanto en tanto me escriban lectores y que el libro haya tenido un camino por su cuenta. Ahora me recomiendan publicarlo en formato e-book. Aunque precisamente por lo que hemos hablado de mi experiencia peruana, donde empecé a escribir esos ensayos, sería estupendo que se reeditara en Lima. No sé por qué ahora me acuerdo de un libro de ensayos de Ribeyro que nunca conseguí: La caza sutil. A veces es hermoso saber –ahora que hay tantos, demasiados libros– que hay un libro por el que debes seguir esperando y que quizá nunca encuentres. Pero el día que lo encuentres será algo más que un día corriente. Así que espero algún día leer La caza sutil.

 

Fotografía del autor: Albarrán Cabrera

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