Guadalupe Santa Cruz
Quebrada. Las cordilleras en andas.
Santiago: Francisco Zegers Editor, 2006.
Por Isabel Baboun Garib
Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago,
Chile
ijbaboun@uc.cl
Revista Aisthesis N°45. Santiago julio de 2009
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Quebrada. Las cordilleras en andas, piensa en la hoja como paisaje abierto, con chiflones, con abismos y rutas color rojo, color negro. Una pintura. Piensa en la hoja como el largo más largo, como el trazo angosto, como la ruta más triste, el trauma de quienes hablaron, caminan, viven en Tierra Amarilla o el camino del Inca. Quebrada del Loa, Fiesta de San Lorenzo. Son rutas, son éstas, las que nombra, las de Chile, visitadas, visibles por nueve pasajeras, varios nombres, muchos cuerpos. Narradores distintos. Distintas Quebradas. Son voces desplegadas, que se despegan y desapegan, apartan, descentran para hablar desde otro cuerpo, acudiendo al mismo que escribe, confluyendo todas en ella, como unísono perfecto. En el texto, no hay un uno que hable, son muchos, siendo ella, siendo él, siendo en sí misma todos lo que se alcance, y los que no totalmente. Personaje y pasajera, testigo y documento. Las voces, son parte del proyecto estético de la que escribe. El texto se construye y desarma por partes, capítulos a cargo de quien viaja, de quien habla o relata, de quien mira, de quien escribe y describe el suelo, el tajo, la mitad del cerro, lo que todavía no se conoce como cerro.
Guadalupe Santa Cruz escribe de Andacollo Quebrada del río Hurtado Pichasca Quebrada de los Choros Quebrada del Carrizal Quebrada de los Loros Quebrada de Chañaral El camino del Inca Quebrada del Salado Calama Quebrada del Loa Quebrada de Tarapacá Quebrada de Codpa Quebrada de Camarones Cuya, y dice «¿Qué significa emigrar? [...] Es cuando mi padre estuvo cesante, dijo el niño. / Es cuando cae la quebrada, dijo la niña» (Santa Cruz, 2006). La autora ha escrito Cita Capital (1992), El contagio (1997), Los conversos (2001), Plasma(2005), y en Quebrada, las cordilleras en andas, escribe lo que mira, lo que escucha, graba lo que sueña mientras viaja despierta, dormida. Graba porque lo hace en metales, en planchas de aluminio, despertando la imagen, con el ácido que «carcome hasta perforar. Su ebullición acelera el desgaste que se concentra en las zonas permeables» (Santa Cruz, 2006). Es la brea, el barniz, la manteca que trabajan como punto, coma, como punto y coma. Es también el texto realzando la geografía visitada, memoria de aluminio en intersección constante con la palabra, la verosimilitud de herramientas que obedecen al mandato de quien las usa. Guadalupe Santa Cruz escribiendo, en el intento de acertar con el río correcto, la chilca, dando con las algas, los huecos.
El libro, aproximadamente ochenta páginas sin número, sin índice, donde se escribe la ficción y no ficción de un relato instalado en las quebradas del Norte Chico, del Norte Grande, empastado, mostrándose a veces vacío, a veces demasiado completo. Escribe conquistando el borde izquierdo, o lo de más abajo, en la hoja que permite el entremedio para intervenciones de grabados también hechos de «su puño y letra», homologándose con la escritura, con el cuerpo como código y letra, grafía de la ficción que relata. Es técnica mixta para la imagen/texto que ambivaliza el libro, siendo entonces grabado y relato, manipulación estrecha de la hoja y las manos que obran, convirtiendo el trabajo en objeto, más allá de un texto, caracterizándose como miniaturización del Chile que se expande, que la autora inscribe a lo largo, a lo ancho.
Lo hace en imágenes, en textos, quebrada y desdoblada en hablantes que son más de uno, siendo suelo, a veces quien viaja o transita, también la memoria de los Nombres que dejaron de ser paisaje, la Memoria definiendo cerros, La Matriz imprimiendo detalles exactos, «Signos que se pueden ir, como las pequeñas tumbas del cementerio indígena de Calama dibujado en el mapa de las mujeres. He impreso en una misma hoja de borrador un tumulto de planchas de aluminio como <copia de estado>» (Santa Cruz, 2006), juntando por economía de papel grafías de distinta procedencia, la que luego aparece dentro del libro que hace, como la abundancia del antes visto, la rapidez exacta de la mano que calca, de la mano «que se sube por minerales, por metales» (Santa Cruz, 2006). Fotograbados que también son letras, que imprimen la sal de pies sin arco, planos todavía porque son parte de lugares impregnados por primera vez por quien los viste, los mira en asombro, conquistados como epidermis seca y reseca descubierta por la que escribe, la que obstruyendo la hoja avanza, abismando terrenos omitidos, poco circulados. Bellos, apasionados, preludio y anticipo del propio camino.
Declive, mezcla. El cuerpo como sustancia, quebrarse o lo que significa diseminar el sentido de lo visto, la palabra o lo que se dice de ella cuando se habla, cuando otro la dice más fuerte, más alto. Callada por completo. Por lo mismo, hace que existan dentro del relato tantos hablantes como posibles quebradas, testimonios reales de quienes todavía descifran la Piedra, el Cerro, hablar del río o de la tierra como sitio de habitaciones, de constelaciones que de manera intermitente se intercambian, mueven, trasladan. Podría ser el documento mejor escrito en metales que pintan hojas sueltas, el itinerario para decir lo que sigue descentrado, a punto del borde. Diario de viajes o aglomeración de sentidos y escenarios. La cita cinematográfica de Chile escrita en plano secuencia. Quebradas, tantas como todas las que permita la matriz que es grabado, estampa en cada hoja, cuerpo en el tránsito de un viaje como superficie inexacta. Viajera, Pasajera. La importancia del cuerpo presente en el texto como verbalización que deja percibir la experiencia prolongada todavía en curso, aún inscrita en cada roce nocturno, diurno, en sudores aglomerados de textos, de ojos que auscultan, merodean, en «El escorial y los pavimentos» (Santa Cruz, 2006).
Y pienso en Michel De Certau, en La invención de lo cotidiano; lo hago porque lo que leo en el texto escrito por Santa Cruz se refiere sobre todo a los caminantes y lo que construyen, según su posición, «un cerca y un lejos», «un aquí y un allá» (De Certeau, 2002: 111), manifestándose una retórica del andar, una «lengua espacial» desplazándose según el uso que se haga de ella, como enunciación lingüística y peatonal. El proceso y procedimiento del caminante, se constituye en lo escrito por Santa Cruz, en un procedimiento estilístico, en distintas formaciones lingüísticas. En distancias, materias y materiales como relación táctil para lo que toca, lo que siente, lo que se abre paso cuando cada testimonio cuenta su propio terreno como relato, y hablan del trauma, de la rabia, del odio, «del mes de Agosto a las tres de la tarde» (2006), del miedo al ridículo, del muro que se atraviesa cuando se habla. Deformaciones que difieren entre sí, tomando simultáneamente direcciones distintas de un paso, de uno a otro, de una palabra a la otra, de un territorio al otro. Son sentidos, direcciones que se deterioran al tiempo de quien las vincula en traslados de cuerpo, como diseños escritúrales, verbalizaciones minuciosas en plano detalle, atentos a los movimientos del alma de cada «personaje» que es testimonio. Detalle de cotidianos susurros caseros, detalles callejeros, de la sequedad de antes, de los zorros chilla que cantan cuando se están apareando. De los tajos que van por dentro, que por fuera se acusan como marcas que parecen normales, acentos conocidos por quienes viajan, y salen, y hablan. De los que tienen su casa en una quebrada.
Recorte y expresividad disonante, motivo triste, promiscuo cuando el relato esconde el cuerpo, lo deja coincidir empalmado en los suelos, en el mapa de lo visto, de lo escrito y juntado «como si las palabras se hubiesen abierto a esa vasta gama, lejos de lo que dicen, y yo fuese del paisaje este, acotado, cambiante, revuelto» (Santa Cruz).
En el texto, la palabra separa, fisura, se abre, como operación indisoluble entre cuerpo, territorio y escritura. Entre cabeza y los nombres inscritos, demasiado escritos en cada una. Son todos los huecos y ruinas, los recintos premonitorios, los montículos, la tranquilidad que tanto llega a molestar.
«Mi rapidez es el deseo de distinguir lo que hay de nombre en el nombre, escuchar, mirar por el nombre, saber cómo es, un nombre» (Santa Cruz) dice cuando nombra, cuando nos menciona en grabados a los que antes dijeron algo. Escribe, nos dice: Lidia Castro, Domingo Pérez Zepeda, Vilma Aguirre Campusano, Isolina Ossandón. Dice Francisco Pérez Yufla, dice su señora Irene Yere. Ana Robles Santader, dice Manuela Herrera Soriano, dice Rosa Toro Rivas, Arnaldo Buitrón, María Barrientes Barraza... Nombres reales, aparecidos a lo largo del relato, personajes/testimonios presentes como testigos que narran versiones, descifran experiencias. Modelan visiones.
El nombre, la importancia del que dice o lo que se dice del que nombra. Es el verbo la ruta, la acción y reacción de pasajes, de velocidades y atajos. Tajos que hablan y muestran la línea, la línea del quiebre que opera como frontera y margen, como territorio y periferia quedando al descubierto una vez dicho, pronunciado. Exhibido. Es Chile mencionado, incrustado, despoblado, demasiado trazado como tejido de historias recientes, pasadas, arcaicas, por hilarse, prontas a entramarse, entretejidas como textil que retorna al principio del nombre, del camuflaje que es piel en ruina, bosquejo del cuerpo, paisaje, terreno. Quebrada. De lo que se anuncia, de lo que la escritora escribe cuando nombra. Territorios mentales, que se olvidan, que nunca se han visto. Disueltos, se agarran como pueden de la tierra, de los que habitan en tramo y deseo de prolongarse en cordillera abierta. Frontera, horizonte visto y provisto de la crisis, del amor impreso, minucioso en los que aparecen, de los que se revisan, a los que se les presta demasiada atención:
Son rajaduras transversales en la verticalidad de la Via Panam,
el tajo de Tiliviche
el tajo de Tana
el tajo de Chiza
el tajo de Camarones
el tajo de Chaca
el tajo de Acha (Santa Cruz).
Trayecto porfiado, incómodo, irregular en cada superficie. Es la ruta de quienes hablaron con ella, de quienes quisieron ser nombre impreso, quebrada también. Las cordilleras en andas. Territorio. Grabado. Guadalupe Santa Cruz. Es esta, en su escritura, la propia matriz.
REFERENCIAS
- De Certeau, Michel. (2000). La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana.