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No toda velocidad
Extracto del libro Lo que vibra por las superficies de Guadalupe Santa Cruz

(Sangría Editora: Santiago, 2013)

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¿Cómo se escribe, cómo poder escribir hoy? Digo, ¿sobre qué soportes escribir cuando todo parece en huida? ¿Está todo huyendo, o es solo la circulación –de mercancías, de imágenes, de datos– que transmite este vértigo? ¿Puede la escritura interceptar la concentración que mueve y sostiene este vértigo? Porque todo circula, pero no todo circula. La velocidad no es una sola.[1]

Está la velocidad que denuncia Paul Virilio como «alucinación de historia»[2], como remedo de acontecimiento. Esta velocidad simula avanzar, aplanando la distancia entre partida y llegada, privilegiando los puertos de llegada: suprimiendo el trayecto, la trayectoria. Podría también jugar con su proposición: tal vez la propia supresión del trayecto, la inexistencia de trayecto, construye de ahora en más una alucinación de velocidad.

Y está también la velocidad que percibe el artista visual chileno Claudio Herrera en el escape de los presos políticos de la Cárcel de Alta Seguridad para el año nuevo de 1998, velocidad que según él los fugitivos recogieron de la Historia (de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, de la Semana Roja de Santiago, de las concentraciones populares multitudinarias en los años sesenta y setenta, entre otras).

Y está, asimismo, la velocidad que subraya Richard Sennett al hablar de ciertas estrategias individuales ante las actuales condiciones de las trabajadoras y los trabajadores presos de la pérdida de sus derechos, de la “flexibilidad” laboral, cuya carrera –competencia que se ha vuelto, precisamente, mera carrera, mero currículum, devaluando y suprimiendo la noción de experiencia–, cuya carrera física este autor compara a la «atención focal» de la liebre huyendo del zorro por fijación de la mirada en las patas del perseguidor[3]. Tal velocidad traumática y de corto plazo acompaña y adelanta, levemente, la velocidad de estos cazadores; presión que oprime a las subjetividades de manera solapada, que apura los productos y deja en la sombra las “trayectorias” –término caído en desuso en nuestro lenguaje común, que nombraba años atrás en este país una cierta riqueza, diversidad y singularidad en las experiencias de vida de una persona, y que englobaba al campo laboral–; signo de este mismo tiempo globalizado, varios autores –entre ellos Julia Kristeva[4]– vienen planteando que asistimos al ocaso de los sujetos respecto de quienes se puede decir que poseen una biografía.

Luego, la velocidad del urbanista Robert Moses, que despedazara barrios enteros –Marshall Berman describe este violento ahuecamiento del paisaje, los cortes realizados en el Bronx, su barrio de infancia[5]– para abrir las ciudades a la lógica de las vías rápidas, graficando aquella primacía del tiempo sobre el espacio que permite a los pasajeros inmóviles seguir las pistas de su destino sin conmoverse, arrasar con la experiencia del paisaje, atravesar sin conflicto los nudos viales.

Y, siempre en la autopista, la velocidad de los motociclistas alucinados en el paisaje de Busco mi destino [Easy Rider], la película de Dennis Hopper y Peter Fonda, viajeros que corren hacia su fin, hacia el fin de un cierto relato de la experiencia.

Y también, también la imperceptible velocidad del deseo, las exploraciones y los intercambios sexuales de las y los jóvenes –que según la hermosa perspectiva de la psicoanalista y escritora chilena Francesca Lombardo son quienes lanzan y constituyen el lazo social en el Chile de hoy–; ellos van más rápido, pienso, que las proscripciones y los mandatos familiares, institucionales y religiosos.

O la bella velocidad de algunas obras escritas a destiempo en tiempos pasados, que nos alcanzan recién o de nuevo hoy: las de María Carolina Geel, las de Marta Brunet (como tantas otras obras de escritoras), las de Juan Emar.

Más perniciosa e indirecta, la manipulada celeridad de algunos procesos de crianza de animales para atender y surtir la velocidad en serie que proponen los locales de comida rápida. Las cadenas de restoranes de algunas de estas industrias no solo cultivan el ágil ritmo del consumo gracias a las características de su atención y la estética de los locales –la demora es “expulsada” por el mobiliario liso y chillón, por el refractario piso embaldosado, y toda posibilidad de rincón suprimida por la iluminación blanca, pareja y moralizante–, sino también las porciones –la palabra porción fue, en momentos precolombinos, otro modo de decir nombre, señala Cecilia Vicuña– de carne que sirven envasadas, ni frescas ni añejas, sin tiempo, son una masa –no hay huesos duros que roer– proveniente de animales que se busca mudar en invertebrados, con el mínimo de piezas o presas inútiles (huesos y esqueleto, por ejemplo). Son masa de vacuno, masa de ave. Son cuerpos –en el caso de los pollos– inmovilizados para su engorde en los estrechos nichos, o por fracturación de sus patas. Los crían ya sobre una bandeja. Si somos lo que comemos –o hablamos como comemos–, si nos nutrimos también del proceso de producción que traen incorporados los alimentos, ellos nos comunican modos (modos de hacer, de sentir, de pensar) o adelantan para nosotros la forma que nos depara, en tanto consumidores, la mercancía: blandos, compactos, invertebrados, de rápida y fácil digestión, en un paisaje de invisible violencia.

Todas estas velocidades nos atraviesan hoy. Algunas han despedazado el tejido social que era el nuestro: la velocidad del capital y la del acelerado discurso mediático –no son palabras las que se come, son sujetos–, que atomizan las voces, los relatos que eran colectivos, reemplazándolos por las “instrucciones de uso” de las mercancías, que ya no parecen llevar incorporadas la historia del trabajo (que es siempre historia de clases e historia de los cuerpos). A ello hay que sumar el no-relato de la institucionalidad que, a fuerza de suspender la palabra, de mantenerla cautiva de los consensos durante dos décadas, tronchó la velocidad que venían acumulando las múltiples narraciones tramadas en las formas de oposición y movilización bajo la dictadura militar.

Si la historia de la lengua es aquella de las convulsiones en las formas de dominación, cuando se estrechan los escenarios políticos oficiales –como ocurriera para la democracia pactada por la Concertación–, sucede lo mismo con el canal de la voz: el poder precisa disciplinar lo que hay de suelto en el cuerpo6, lo que se fuga en la lengua. Esta época escasa que vivimos fue preparada con larga violencia; lo fue también por los técnicos del lenguaje. La promesa era trocar la impotencia –esa impotencia que no habría que olvidar, que sigue presente, que es actualidad en su reverso–, trocar la impotencia de la palabra en particular por su gestión.

Esta blanda inocencia sobre un trasfondo de intercambios duros, como lo son la competencia sin ciudadanía, el éxito sin igualdad, la movilidad sin memoria, el futuro sin historia, es el trabajo de los ingenieros del lenguaje, el fruto de las “licitaciones” de la Transición. Hacer del país una empresa, usar el lenguaje como instrumento de adecuación –suprimir la distancia entre los hechos y las palabras, como si no fuese en aquel mismo trecho que titubea el sentido, es decir, que los vocablos hacen política– es hacer del país una represa que retiene y ahoga. (Y las palabras que ya no dicen, las palabras vaciadas, vuelven a hablar bajo la forma de los platos rotos con que los Pehuenches concluyeran el diálogo en la Mesa de negociación oficial.)

Tal vez nuestra historia sea aquella misma necesidad repetida de recurrir al concierto de objetos (los cacerolazos, los bocinazos, el ronroneo de la hélice de los helicópteros) como sonido que suplanta el significado que restamos a las palabras. Somos hijos del mestizaje, de lenguas encontradas, y somos hijos de la gramática de Bello, de su “lengua depurada”. Buscamos solo bordear el riesgo que encierran las palabras –esas que Armando Uribe dice que «no son de algodón». La Postdictadura suscitó un despliegue de estrategias para sobrellevar aquel peligro, para impedir la detonación de la lengua y tornarla en gramática eficaz mediante la cual se remodelaron –“se rediseñaron”, dice la empresa comunicacional de Fernando Flores– los lugares sin reinventar las cartografías.

El rostro que nos mira ahora de vuelta tiene ese algo inexpresivo y decoroso de la imagen photoshopeada.

Tal vez el tiempo irresuelto de la memoria traumática, como lo vivimos y seguimos viviendo hoy en Chile, nos haya hecho percibir de manera más aguda estas turbulencias, estos forados temporales, la desigual valoración de las cadencias que acompañan gestos, prácticas, “desempeños laborales” o creaciones, y los ritmos de fondo que marcan el sentido de lo que vivimos.

Si en otras épocas la separación de los espacios de producción afectiva, material, simbólica impidió ver que para muchas mujeres esto significaría –sigue significando– que el tiempo propio, el tiempo como derroche, sea un bien ajeno, y si luego el capital se apoderó de las pausas y los “tiempos muertos” en las cadenas de producción[7], despertando resistencias en algunos sectores de trabajadores, las disputas por el tiempo no se encuentran hoy a la vista, parecen haberse diluido en algo que nos engloba, que ya no nos recorta en parcelas, sino que nos corta de nosotros mismos, de nuestra historia. Y aunque sabemos que el tiempo se divide y se distribuye, y que no por ello es lineal ni binario, ya no es un reloj. Es un ojo y una pantalla a la vez. Y no veo cómo escribir si no es acostada en esa líquida frontera.

De modo que se vive en pedazos de textos y se escribe de manera despedazada. Esto no es propio de Chile: la inaudita concentración transnacional deja en calidad de jirones cualquier relato que no se incorpore en sus redes dominantes de circulación. Jirones son las escrituras experimentales, que acogen y componen con los jirones, que muestran en su factura la historia de su trabajo con el lenguaje. O la historia del cuerpo a cuerpo con el lenguaje. De cómo este lenguaje, que no tiene dueño, trabaja la ciudad, de cómo trabaja los cuerpos, de cómo trabaja las leyes, de cómo trabaja los espacios y los sentidos. Y de cómo es horadado el lenguaje por la propia historia que lo construye. Algo de esto es para mí la velocidad, ir más rápido que el olvido; olvido de lo acontecido y de aquello que está por acontecer.

He escrito en el ritmo desacompasado de los recorridos en bus por paraderos santiaguinos. De hecho, ha sido ese tiempo del derroche entre uno y otro trabajo (trabajo de temporera, digo, acorde con los tiempos, con los tiempos globalizados); el momento de derrame impulsado por el pequeño viaje, por la travesía –nunca similar– entre las calles de una ciudad saturada de lenguaje; el derrame puntuado por los imprevisibles y singulares accidentes de este itinerario (nunca semejantes: las máquinas son manejadas por conductores que gobiernan los vehículos con la exacta violencia que calla nuestra sociedad). Las frases que arrancan con la aceleración de la máquina, que se tejen en los intervalos, se encuentran allí por leer. El derrame es el fárrago de lo que rueda, de todo aquello que mueve el bus: para mí es máquina de escribir, máquina vertida que arrastra distintas velocidades. La rotación de los buses no solo devora ciudad por los ojos. En su trayecto se prenden y desprenden biografías quietas y paranoicas –los ojos puestos en las patas de los zorros–; cuerpos en apariencia autistas en su otro viaje, el que pulsan los auriculares; cuerpos que vuelven glamorosa la máquina, que la suben y la atraviesan adueñándose del relato que instauran en aquel instante de la carrera urbana; cuerpos que carían los dientes de todos los pasajeros, que apuntan a sus heridas –venden parchecuritas, venden pañuelos, venden agujas, venden dipirona (la aspirina de las calles)–; cuerpos que cuelgan del bus como quien se cuelga de la electricidad del alumbrado público, como quien se cuelga de otra corriente, de otra ligereza; cuerpos que se toman el sitio (como la mole impávida de las rodillas entreabiertas de aquel hombre que ocupa dos asientos), cuerpos que se toman el sitio como mujeres y hombres han llevado a cabo las Tomas en los sitios periféricos de Santiago.

La máquina de escribir es hambrienta.

Pero se sabe que no siempre se escribe al escribir. Pasajera del bus o del Metro, se busca en el ojo –en la esfera húmeda del ojo– esos lugares donde quedó agarrada la escritura (como podría hacerlo una prenda, una manga rasgada, los puntos corridos de una media). Se sujeta la escritura de alguna pequeña aspereza encontrada en los trayectos, de algo que quiere limar o ser limado. O puede que la escritura se abulte al cambiar el cuerpo de plataforma y, mientras descendemos, ésta permanezca suspendida al ínfimo vértigo que le producen, por ejemplo, las baldosas y el estucado carnicero en estación Irarrázaval después de la flora en los mosaicos de estación Bustamante, o el estucado verde éter –acorde con la zona de hospitales y centros médicos– de la estación Salvador luego de las brillantes baldosas tricolores de estación Manuel Montt[8]. Escapamos por la boca del Metro, pero allí, en las líneas del pegamento de las baldosas, en el yeso recubierto de látex, en el marco vacío de las vitrinas de publicidad desocupadas, permanece algo que íbamos a escribir. No sobre la ciudad, no del poema de la ciudad que se escurre a sí mismo, sino sobre otras cosas que gotean.

También se escribe leyendo en circuitos de disímiles objetos e imágenes que se presentan a la vista. Se lee por pedazos, como esos circuitos se presentan hoy, fuera de algún gran relato. (Aunque la Constitución sigue siendo el gran relato que rige este país. Y es por medio de las «ficciones dominantes» –como las llama la escritora Suzanne Jacob, quien afirma que «la realidad nunca rebalsa la ficción, porque la ficción es la condición de la realidad»[9]– que leemos lo que se llama la noticia.) De modo que se busca escribir otra noticia que desdiga aquellas ficciones. Y se lee de reojo, despedazando lo ya despedazado, intentando unir de otro modo los retazos con el deseo de que liberen nuevos sentidos, imitando la velocidad que pertenece a los sueños al asociar elementos aventurosos –nunca arbitrarios– que, no sin peligro, iluminan nuestro acontecer.

Mi escritura ha querido experimentar con distintos espacios y emplazamientos, por asistir a la palabra que secretan allí diversos cuerpos en su mal de espacio; mal de espacio que no es más que las estrechas coordenadas que condenan a un lugar, a una ubicación, al entendimiento unívoco. Tal vez piense hoy que lo que empuja mi mano desea desenvolver, para mi regocijo, los distintos tiempos que se juegan en una situación, la taquicardia de una experiencia que se encuentra aún abierta. Mi mano desea fabricar tiempo para que las voces puestas a rodar en un texto dejen traslucir el latido del lenguaje ante ciertos recintos, ante ciertas encrucijadas. Estos recintos o estos paisajes ceñidos, obturados, la mayoría de las veces retienen una cierta velocidad que podría ser la vocación de los cuerpos.

 

 

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Notas

[1] Una primera versión de este texto corresponde a la ponencia presentada en el «II Encuentro de Escritores Iberoamericanos», Fundación Simón Patiño, Cochabamba, Bolivia, 2002; fue incluida fragmentariamente en «Chile, lenguas transversales», en Construir el futuro. Aproximaciones a proyectos de país, Tomás Moulián (coord.), Lom Ediciones, Santiago de Chile, 2002.

[2] Paul Virilio. La inercia polar, Trama Editorial, Madrid, 1999.

[3] Richard Sennett. La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2006.

[4] Julia Kristeva. Sentido y sinsentido de la rebeldía, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 1999.

[5] Marshall Berman. «En la selva de los símbolos: Algunas observaciones sobre el modernismo en Nueva York», en Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Siglo XXI Editores, 1988.

[6] Celina Tuozzo lo ilustra con la promoción estatal de las revistas escolares de gimnasia para mujeres, modelo femenino y marcial de obediencia, en los años treinta del siglo pasado en Chile, en Nomadías, Monografías I, Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina (Cegecal), Universidad de Chile, y Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 1999.

[7] Un maravilloso estudio y crítica del tiempo productivo se encuentra en Benjamin Coriat. El Taller y el Cronómetro: Ensayos sobre el taylorismo, el fordismo y la producción de masa, Siglo XXI Editores, México, 1982.

[8] Estas descripciones dan cuenta de las estéticas diferenciadas –socialmente segmentadas– de estas estaciones del Metro en el año 2002. Han sido hoy remodeladas.

[9] Suzanne Jacob. La bulle d’encre, Boréal, Montreal, 2001.



 



 

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No toda velocidad.
Extracto del libro "Lo que vibra por las superficies" de Guadalupe Santa Cruz.
(Sangría Editora: Santiago, 2013)