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"Quebrada" de Guadalupe Santa Cruz. Oficio de cuerpo y suciedad

Por Raquel Olea
Taller de Letras N° 41: 221-242, PUC Facultad de Letras, 2007



Quebrada. Las cordilleras en andas, último libro de Guadalupe Santa Cruz, se inscribe con pertinencia en el proyecto literario de la autora. Con la particularidad de una hibridez de escritura y visualidad que pone bajo sospecha la necesidad de fijar los textos a un género, Santa Cruz multiplica registros de escritura (relato de viaje, memoria, testimonio, ficción narrativa, signo grabado). La conjunción podría situar el libro con (cierta) propiedad en el género “libro de arte” o “libro de artista”, en el que se cumple el carácter objetual de su productividad. Sin embargo, creo que en Quebrada el doble código de la imagen y la palabra abre interrogantes a las concurrencias y diferencias: en los modos de codificar significaciones en lenguaje que cruzan lo estético, lo histórico, lo fictivo; en las dimensiones más opacas y por lo tanto más espesas de una particular narrativa que reúne materiales y formas en su particular tratamiento de lo experiencial, lo social, lo simbólico.

En la reiteración de componentes escriturales propios del imaginario de Santa Cruz, como es la relación de la escritura con la espacialidad, el curso del tiempo y el movimiento, Quebrada trabaja la búsqueda del decir en la conjunción de imagen y palabra: decir lo mismo, decir lo otro, decir lo propio de cada código, decir en un lenguaje lo que en el otro no puede, o no alcanza a decirse. La lectura y la mirada se despliega, entonces, cruzada por el suplemento, como pregunta que obliga a leer de manera bizca, mirando siempre hacia el otro código, hacia el otro lado de lo recto, hacia la curva, el desvío, la sinuosidad que porta la representación del territorio y la inscripción de lo no dicho en la lengua, su entierro, su archivo.

El doble gesto de leer/mirar a que el texto apela produce la efectuación de otra textualidad que emerge del quiebre, del pliegue que construye la superposición de ambos lenguajes, en el proceso de significar, pero también de las trasposiciones en doble tránsito de uno a otro, que la lectura suscita: de la palabra a la imagen, de la inscripción a la escritura, de la incisión a la letra, de lo claro a lo oscuro, del punto a la línea, apenas insinuada, en giros y torsiones direccionales que multiplican los efectos de lectura, de los significantes sobre la página: la raspadura, el relieve, la reminiscencia del aguafuerte sobre la plancha de metal... ¿Cuál es aquí el suplemento, podríamos preguntar, cuál el signo que produce el particular modo de hacer fulgurar una posible y singular figura del mundo por una escritura que se interna y produce otros relieves de realidad? ¿Qué significaciones nuevas emergen por una conjunción que hace posible pensar lo que no sería pensado en cada una de estas prácticas, cuando se producen aisladas una de otra? ¿Qué abre y provoca, este texto, al ojo que mira y lee simultáneamente? ¿Qué conjunción produce la contigüidad de discurso y percepción visual?

Si decía, antes, que Quebrada es reconocible al proyecto de Santa Cruz, lo hacía porque en sus novelas anteriores: Salir, Cita Capital, El Contagio, Los Conversos, Plasma producen una inscripción propia y común a todos ellos y que insiste en este texto la relación con la espacialidad, el viaje y la historia como designio de la escritura.

Una de las primeras aproximaciones a los efectos textuales de la espacialidad, la temporalidad y la reflexividad presentes en la producción de un relato posible, emerge de su simultánea inscripción, desinscripción a un género específicamente estructurado, la interrogante se dirige a la relación entre los lenguajes que lo componen: confluencia de imagen y signo lingüístico, de sentidos aparentemente diversos y sin embargo convergentes en sus distintas economías, pero sin jerarquía ni oposición; los sentidos posible emergen de la combinatoria, la cercanía y contigüidad de ambos modos de representar, el tramado de signos amplía y productiviza significaciones de uno y otro en lo propio de un recorrido, del itinerario. Fuera de demarcación y de linealidad. La relación del sujeto con el espacio y la productividad del espacio como constitución del sujeto, recurrente en la escritura de Santa Cruz, tiene en Quebrada la particularidad de escindir y contaminar sentidos de ambos, de mostrar y ocultar en un juego de apelaciones a descubrir lo que se oculta (al viajero/a) en lo alto y lo bajo, la profundidad y la superficie de la geografía.

La lectura abre puntos de fuga e interrogantes hacia otras narrativas implícitas en el texto, ¿qué sabe, qué oculta el territorio del norte de Chile, de la historia que aún no se escribe –y quizás no se escribirá nunca–? Lo escrito y lo inscripto, lo tachado y lo bruñido apelan a la producción de otras topografías en levantamientos, de pasajes y paisajes que cursan tiempo y relato en el texto.

¿Cómo entrar a este texto?, me pregunté al abrir un libro sin páginas numeradas, sin capítulos, constituido por fragmentos nombrados fuera de cualquier orden de un posible orden causal. ¿Qué modo de narración cursa Santa Cruz en este texto, cuál sería su operación de producción de sentido, si la hay? Los significantes Matriz, Quebrada, Pasajera que nombran recurrentemente sus fragmentos (también hay otros nombres) abren ingreso de soslayo a posibles significaciones. Densificados por la visualidad imaginaria con que se inscribe la intensidad de juegos espaciales, de velocidades históricas, de signos visibles en líneas que unen puntos, en puntos ciegos, en indicios y huellas que hacen emerger texturas, relieves y hendiduras; en los matices de la sombra, en el tajo y el quiebre de la página por la costura como escisión que amplía, reduce o extiende la palabra, en la contemplación divagante pude salvar esa duda inicial.

Pasajera (numeradas de 1 a 9) Las quebrada (en número de 12) y Matriz (en número de 6) han conducido mi lectura bajo el múltiplo de 3, para pensar, una vez más, los motivos del desplazamiento del cuerpo y la escritura en el contexto particular de este libro y su forma de hablar el Norte, territorio poblado de signos y, sin embargo pobremente contado en la narrativa chilena. Santa Cruz destituye la figura de un narrador o narradora para hacer ingresar una polifonía de voces débiles (pastores, viajeras, zapateros, pescadoras, pirquineros), que al hablar su hábitat hablan su cuerpo, hablan la historia reciente y sus interrupciones, las intervenciones del poder militar, las asolaciones y resistencias, en una escritura que irrumpe intervenida y pluralizada por la doble inscripción que la singulariza. Grabar es inscribir, es escribir, La pasajera emplaza la luz, abre una claridad que delimita y produce los signos que en Matriz, como origen y quiebre de la palabra, y como soporte del grabado están sellados.

El mundo se abre a una zona inédita de paisaje, de pasaje, de fronteras de historia, de relatos no contados. La escritura vigila y protege. Los fragmentos nombrados concentran, del mismo modo, la narración del oficio materializado en la imagen que se toca, que mancha, que hace comparecer el oficio en su performatividad, puesta en juego por el ejercicio del cuerpo que en su propio movimiento se contamina y contamina, se ensucia y ensucia la relación y el trabajo de grabar y escribir; de significar. “Es distinto escribir “yermo” a pulir una superficie con la goma abrasiva, que lleva por nombre yermo” se enuncia.

Es otro el placer, grabar, “viajar pone el cuerpo en escena”. La suciedad opera en el texto como otro de los signos más productivos de las conjunciones que trabaja, “el viaje ensucia, no se sabe cómo (...) no se sabe qué es lo que adhiere y no puede ser retirado”, dice La pasajera 1. Desde el inicio se anuncia la presencia adherida de la materia extraña al cuerpo, materia que, tal como la escritura, modaliza un irreductible al sujeto que escribe, que graba; el cuerpo distingue y produce la diferencia, pero la diferencia se ha hecho parte de él, la contaminación es la “oportunidad de soltar las amarras y dejarse llevar por la materia, por lo que es sugerido en este cuerpo a cuerpo entre una mano que quiere corregir y la misma mano que hace abandono”. No hay pureza en el acto de creación, en su origen está la suciedad como imposible de la representación. El fin se designa solo por la particular relación a la suciedad. El fin vuelve al inicio, a la impureza, “La mugre que es alegría de este trabajo y cochina como los viajes, ha sido pasada en limpio”. El ciclo recomienza.

En el apartamiento de lo central, tanto de los géneros literarios como de los hábitat determinados oficialmente, la autora ha situado un ingreso oblicuo al relato de Chile. Quebrada se aleja de la narrativa que construyó en el valle central el relato de lo nacional, para abrir la fragmentariedad de lo quebrado de su escritura a otras búsquedas, otros derroteros y otros nombres.

Quebrada presenta y expone un modo de desnarrativizar que emerge de la arealidad –leo la palabra que J. L Nancy usara para designar una conjunción de área y realidad– del Norte Chileno, Chile en el afuera de la centralidad monolítica del poder que ha construido en un centro único una identidad, una medida, para hacer efectivo el desplazamiento y el viaje que nombra otros territorios (Las Quebradas, Los Deslindes, Quebrada de los Loros), emerge en este texto otro ritmo de la historia y su transcurrir. No hay cierre ni fin en este libro. Una línea roja y quebrada propone la forma de otro mapa


 


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