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Soberanía sin cálculo. Georges Bataille en El contagio,
de Guadalupe Santa Cruz

Por Áurea María Sotomayor
(Revista “Hotel Abismo” Nº4, 2009, Puerto Rico)

 

La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas por el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de oro bajo y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada…

Clarice Lispector.(1)

A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Osvaldo Lamborghini.(2)

 

Si de algo se emancipan ciertos intelectuales es de su servidumbre al poder estatal. Ya Ángel Rama anunciaba la nueva sensibilidad del artista moderno cuando aludía a Rubén Darío, quien a través de un narrador, describía la pesadumbre en que se hallaba el poeta de “El rey burgués” al convertirse en un sujeto a quien se le dictaba: “Habla y comerás”. Georges Bataille diría que el artista que responde al “habla y comerás” se halla inmerso en el servilismo al poder, lo cual significa su negación como artista. Ser soberano en sentido bataillano exige rechazar todo vasallaje, inclusive el político, y afirmarse en un presente de goce y entrega que suspenda la ambición de poder y de cálculo. La subjetividad servil o la soberanía tradicional hobbesiana subsume al gobernado respecto al gobernante, a diferencia de la soberanía bataillana, la auténtica, según la cual ambas partes se equiparan, privilegiando ya no la jerarquía, sino un diálogo despojado de todo pensamiento teleológico. El espacio de la soberanía auténtica trasciende lo utilitario. Al distinguir jerárquicamente entre el rey y el mendigo, o desde otro ángulo, al distinguir entre el soberano convencional y el obrero, el primero se dedica al consumo mientras el segundo es obligado a la producción. Haciendo desaparecer las antítesis, Bataille propugna que seamos soberanos de nosotros mismos entregándonos a una vida en el puro presente o a un tiempo sin previsión, a un gasto festivo, a una donación infinita, al no-saber:

En principio, un hombre sujeto al trabajo consume los productos sin los cuales la producción sería imposible. Por el contrario, el soberano consume el excedente de producción. El soberano, si no es imaginario, goza realmente de los productos de este mundo más allá de sus necesidades: en eso reside su soberanía. Digamos que el soberano (o que la vida soberana) comienza cuando, asegurado lo necesario, la posibilidad de la vida se abre sin límite. Recíprocamente, es soberano el goce de posibilidades que la utilidad no justifica (la utilidad: aquello cuyo fin es la actividad productiva). El más allá de la utilidad es el dominio de la soberanía.(3)

El ser humano aspira a la divinidad, la cual consiste en la sensación convertida en milagro o aparición, sea por el placer que provoca embriagarse, por la sencillez de disfrutar un paisaje, por asumir el erotismo o la práctica estética. De ahí que Bataille señale que esencialmente el obrero disfruta efímeramente de esa sensación cuando halla en el vino el milagro del sabor, “que es justamente el fondo de la soberanía”, siempre y cuando lo que halle sea el principio de la embriaguez y no como figura de la necesidad: “[e]se milagro al que aspira toda la humanidad, se manifiesta entre nosotros bajo forma de belleza, de riqueza; también, bajo forma de violencia, de tristeza fúnebre o sagrada, en fin, bajo forma de gloria. ¿Qué significaría el arte, la arquitectura, la música, la pintura o la poesía sino la espera de un momento fascinante, suspendido, de un momento milagroso?” (65)

Por el movimiento anti-teleológico que suscita el pensamiento de Bataille, la idea de duración, por ejemplo, respecto al conocimiento o al lenguaje mismo se suspende o quiebra, se interrumpe, para dar paso a la plenitud creativa del no-saber, del no servir, de una comunicación secreta que transita por la sensación y por lo ininteligible. Esta forma del derroche, por no estar atado a lo útil, procura alejarse de la acumulación y asume una presencia continua y un silencio que habla, expresivo. Algunos de sus lugares son el éxtasis, la poesía y el erotismo, según señala Bataille. Pretendo atisbar en la novela El contagio, de Guadalupe Santa Cruz, una parte de la economía general de Bataille al enfatizar el tópico de la violencia y la sedición.

Hay aquí una violencia fundadora que nos remite a Un decir de la violencia de Walter Benjamin, una fuga que coloca a los protagonistas en el umbral de un tiempo nuevo, también en el pórtico de “otra” comunidad. Se trata de una tonalidad que emana del cuerpo que se multiplica erótica, social o metafísicamente: la aprehensión de la conciencia de sí en medio de los acontecimientos, lo cual coloca a los personajes al borde de una opción respecto a una comunidad, al borde de su soberanía. ¿Cómo definir la actitud soberana(4) en este texto? ¿Puede resolverse paradójicamente? ¿Excluye la conciencia de sí la pertenencia a una comunidad?

En El contagio, de Guadalupe Santa Cruz,(5) la narración se remite a un espacio que es un hospital, un laberinto casi un panóptico, donde los cuerpos de los obreros se desplazan entre los niveles, comentando con ello el ir y devenir de las funciones que se les asignan.(6) El texto depende de una sinécdoque. La protagonista, de nombre, Apolonia, es una mano que se dedica a nutrir a un enfermo que la “contagia”. Presuntamente, la enfermedad es la sedición, y la comunicación emana del amor que surge entre un enfermo (Elías) y ella, que lo nutre en todo el sentido de la palabra, entregando y entregándose al paciente como se ha entregado anteriormente al médico, Luciano, de quien es su asistente. El médico le llama al enfermo “delincuente” marcando así la distancia política que lo separa del enfermo. El enfermo, a su vez, al saber que su nutridora se marchará, la insta a leer los fragmentos del diario de su amiga, Laura, recluida también en otro espacio igualmente perverso, una prisión. En su relación, ninguno de los amantes (Apolonia o Elías) espera nada del otro y sus encuentros furtivos ocupan espacios de evasión psicológica y física, pues al ocultarse evaden la vigilancia que se produce en el hospital público, otra ramificación del Estado. Es decir, pese a ser espacios diseñados estrictamente para promover la visibilidad, sus operadores van descubriendo o recreando otros desconocidos por el panóptico, una primera forma de acceder en la sedición que vendrá posteriormente, aunque con otra pareja. El cómo descubrir un espacio dado de forma creativa es parte del esquema de la transformación. La reclusión del paciente, Elías, parece responder a una forma diferente de la prisión, es medicado y se le intenta extraer información indirectamente a través del médico, Luciano, quien al concluir la novela también visita a Laura, antigua enamorada de Elías, en la prisión de aquélla. Este intercambio entre parejas intenta reproducir una utilidad, y responde al cálculo que orienta la relación dirigida por Luciano, un médico que le sirve a la dictadura: extraer secretos o información valiosa al régimen. Nada de eso se dice directamente, sino que es producto de una lectura entre líneas.

La novela, narración en primera persona de Apolonia, la protagonista, es una suerte de viaje interior a través del cual va emancipándose de lo circundante con ayuda de la sensación, la observación y la introspección. Apolonia se mueve, acciona, se desplaza, reflexiona, pero sus movimientos no obedecen el cálculo ni tienen fines previstos. A veces, si no fuera por su intensa y permanente introspección, se confunde con los objetos. Tampoco se apropia de los espacios por los que transita. Este no ser poseedora ni dueña de los espacios la convierte en un personaje en perpetuo movimiento y, sobre todo, apunta al no tenerse. No poseer, no poseerse, no poder.  Ésta sólo intenta viajar, su única idea de futuro palpable en la novela pues reprueba el soñar porque la obliga a regresar al pasado.

Se trata de una mujer que alimenta con una cuchara a un enfermo, pero no logra “alimentar su sobrevida”(15), y que narra lo ocurrido para liberar un exceso, como “intentando macerar la leche vertida”. (16) El recorrido espacial de ésta entre la parte de arriba visible y el subsuelo de la institución, manipulando o manoseando la receta, la hace parte consubstancial del propósito higiénico que mantiene el ciclo del poder en las entrañas del monstruo. Al principio, Apolonia (torre, según Elías) tiene una tendencia a distanciarse y una insistencia a inquirir sobre la sexualidad clandestina de las alimentadoras. El nuevo enfermo-internado-prisionero violenta la refocilación de esos cuerpos en el “esófago del hospital” (22) y ahora el foco será nutrirlo como una forma de sanación. Lo más interesante de él es su retraimiento hacia un mundo interior, su dócil fuga. Sin embargo, “algo se encuentra fuera de proporción en aquella masa acurrucada entre los límites del catre clínico, algo amenazante se deja doblegar por las inofensivas sábanas que lo envuelven. Lo siento tan denso como ausente. Su silencio, su fijeza, tienen forma de insulto” (25-26). Ese algo que intuye la nutridora es similar al algo que va creciendo dentro de ella a medida que crece la relación entre ambos: tiene que ver con el secreto, la “enfermedad” del ser antisocial, según los demás, tiene que ver con el exceso. Desde la perspectiva del médico, Elías es un fotógrafo que manipula las fotos, un terrorista, un maleante: “Póngalo en estos términos; su ángel podría ser un caníbal, se come la imagen de la gente. Y usted, reina, que es tan perspicaz, ¿se va a dejar embaucar?” (67) Esa relación creciente entre Elías y Apolonia opera en relación inversa y decreciente respecto a Luciano y Apolonia. La distancia de clase entre estos dos últimos incrementa, a la vez que los cuerpos de los primeros se aproximan, pero la economía de Elías, aspirante a un fin y obsedido por Laura, es rígida y se lanza por necesidad a acciones pasadas, ya concluidas, mientras que Apolonia desconoce hacia dónde va, así como la narración va incrementando hacia un instante decisional y su “economía de vida” desconoce el cálculo. Hay una escena fundamental en el texto que cifra la diferencia entre ambos personajes y ambas economías, la actitud utilitaria frente a la soberana. Justo después del último encuentro sexual entre Apolonia y Elías, dice ella:

La cosa, Elías –arrastré levemente las palabras mientras extendía el recorrido de mis dedos desde la barbilla hasta su pómulo, siguiendo luego la misteriosa espiral de la oreja- la cosa es que usted consigue hacer de todo un relato limpio. En lo que vive y cuenta nunca sobra nada, no hay desperdicio ni vergüenza. No hay merma ni hilachas: aquellas pequeñas mugres que duelen más que el dolor.(7)

El rastreo minucioso de lo que se da y de lo que se retiene, de los alimentos, sus porciones y destinos, va articulándose a lo largo del texto en vista a 1) la producción de información que pueda extraérsele forzosamente a Elías por Luciano, 2) el posible intercambio de información entre Laura (antigua enamorada del enfermo) y Apolonia, ambas trabajando en un texto, el de Laura -el análisis de una evocación-, el de Apolonia -la producción de un paisaje-, 3) la formulación inconsciente de una rebelión y 4) la imposible apropiación del movimiento de una colaboradora activa.

Recordemos que Elías es un fotógrafo y, en tal sentido, reproduce lo real, aunque produciendo un exceso o una manipulación que el régimen es incapaz de descifrar. En un sentido, lo ininteligible no sirve a la moral utilitaria. De otro lado, la captura de imágenes, de información, de cuerpos, suscita la distorsión, la evasión y la fuga. El discurso dominante no puede apresar lo que se fuga en la foto, como tampoco puede aprehender los manuscritos indescifrables, por existenciales, de Laura; la metáfora se les escapa y los cuerpos dejan de ser huellas a seguir, evidencia contundente. La conclusión flota y a final de cuentas no hay certeza sobre los actos ejecutados por Apolonia, es decir, quién causa el estallido del coche de Luciano. El sujeto a quien debe imputársele el llamado “acto terrorista” está ausente y queda sobre las cosas reflexionando sobre ellas. Aunque alguien, los miembros del grupo sedicioso, le imputa la acción, ella apenas recuerda y carece de motivo político alguno. Lisa y llanamente, Apolonia no se puede consumir, aun cuando es ella quien provee literalmente de alimento. Si bien Apolonia es la mano que nutre y a veces es también la mano que cocina, a lo largo del texto va rebelándose contra su función utilitaria para realizar su revolución interior, es decir, para hallar su soberanía. Casi podríamos leer la novela desde la perspectiva de la aventura del comer y del no querer comer, de la servidumbre y su rebelión, tanto con respecto a Elías como a Apolonia. Pero la aventura mayor atañe a Apolonia. 

Ella fue la mano, el útil, la herramienta, el eslabón que le sirve a Luciano, el médico, para obtener información para el régimen; es también su objeto sexual. Pero la curiosidad humana, el amor humano, la mueve hacia su paciente, su amante convertido en “hijo” al ésta transformarse, dejar de ser mano, y al desplazarse al interior del panóptico que es esta institución donde descubre fisuras, quebranta la ley, es despedida, desde donde marcha hacia la liberación asesina y, finalmente, ella misma es sorprendida por un milagro, por “la apertura sin límite” que es hallarse embarazada. Más allá del acto asesino, se produce un exceso en el radio de su actuar gozoso y sin cálculo, a saber, un hijo. Apolonia se enamora, actividad inútil, prepara alimentos de forma antieconómica pues no rinde los alimentos, se arriesga con Elías. No desea cálculo ni racionalidad, sólo intenta recuperar su animalidad perdida, el retorno a su intimidad, que desconoce la ley y lo prescrito socialmente.

Apolonia no se puede apresar para cumplir con los propósitos de la organización porque ella se afirma en la soberanía que ha ido cultivando a lo largo de su relación con Elías, siguiendo el ritmo inverso de su contraparte, Laura, mujer-objeto a definir por Elías. La resistencia a ese consumo por parte de Apolonia culmina con el rechazo de la invitación que le hace Zulema para que pertenezca al grupo.(8) A ese efecto me interesa recalcar que cuando el grupo intenta reclutarla, ésta se resiste, alega desconocimiento de sus actos y se niega a pertecer a éste. Ello resulta en el apelativo de “suelta” por parte del otro cuerpo social (el transgresor). Es una “suelta” porque rehúye el afán clasificador, la asignación de una función de la que se desliga. La autodescripción confirma la ateleología de su estar en el mundo, y tiene el mismo tono del rechazo a la invitación de participar en la célula rebelde. Ello confirma nuevamente el aspecto de la soberanía personal que va ganando.

 El capítulo titulado “Mala leche” es el recuento del cálculo, a qué se destina cada porción de una res que se come, e ilumina retrospectivamente que el texto se remite a una reflexión sobre la segmentación de un cerdo: la cabeza, la palea, la pierna, el lomo, el pecho, los diferentes tipos de embutidos, las longanizas y chorizos, los patés. Termina con una clasificación de los personajes de la novela, de acuerdo con sus respectivas economías: Luciano, ‘sólo es terco su cuero’, Elías, “los ojos son duros para fijar lo que ve”, y hablando de ella misma, Apolonia, “yo, yo he sido pura pérdida, vida dura sobre esqueleto duro...”pero blandos son mis movimientos, gastados en el esfuerzo de hacerle espacio a la desdicha” y dispuesta a escapar de la clasificación, “calzar con su máscara, con los huecos y las huellas de la carne que nos lleva, con la velocidad de la sangre y su impulso hacia otros tegumentos en los cuales continúa siendo piel” (129-130).

Como bien señala Apolonia cuando Elías se entera de su fuga y quiere acompañarla: “No cabemos los dos para salir”. (139) Elías termina muerto por inanición. No hay lugar aquí para un encuentro sentimental, sino más bien la acción de abandonarlo sella una afirmación de vida que exige decisiones individuales, soberanas, únicas, que requieren el poder aparecer. Se trata de una decisión que culmina con un júbilo que la hace regresar al barrio natal y unirse con la gente y sentirlo todo, que la hace comer y degustar cada ápice de alimento, que la hace soñar con el primero sueño, profuso y barroco de Sor Juana, que la hace revelar que espera un hijo y que la hace escribir en una prosa voluble, alucinada, barroca, sensual:

Hice experiencia de pigmentar, de enjoyarla con colores, cada una de las partes. Provoqué las tintas que guarecían los elementos, su fulgor estallando al contacto con la luz, el oxígeno y el otro. Los enjoyé con el sol crepuscular del azafrán, con una rajadura de verde pimiento, su ojo foresto, esmeráldico, cerrado y velando por aquello que adornaba. Con el marrón ceniciento de las callampas, el collar roto de negras aceitunas, el cárdeno de boca besada en los medallones de betarraga, el albor de aclostro de la salsa blanca, del quesillo, la rubia sonrisa de la piña, el rubor de las guindas, el carbón de las tostadas. La mayor iridescencia venía con el trasvasije y la mezcla. La fiesta se iniciaba allí. De borrachera eran las tinturas y el jaspeo, de sucia y feliz promiscuidad. (182)

El desbordamiento en la escritura, la profusión de colores con que narra, la glosolalia que impacta segmentos cruciales de las escenas, forman parte del instante supremo y soberano, de un presente vivo y ebrio, del gozo y de la fiesta. Si el segundo sueño de la protagonista sintetiza un don sin posible intercambio, en el tercero se congrega en una plaza simbólica del espacio público sacrificial la totalidad de sus habitantes donde el dolor halla su resumen y donde ella hace repicar unas campanas que anuncian la epidemia, no de peste, sino de amor repartido desigualmente de acuerdo al principio siguiente: “Más que abundar dando, quien favorecía a otro lo hacía en el propio abandono, sacrificando su porción, de tal manera que era imposible, a continuación, saber por quién había abogado. También constituía cariño facilitar al amado el don de un fragmento de su ración a otro, permitir el trueque y la desaforada circulación de las sustancias.” (183) El viaje de la protagonista  es hacia el lujo, la inconstancia, la repetición, la autoreflexión, el invento de sí, su soberanía: “Deseo viajar relatándome, para contar historia propia yéndome de mí. No estar más de sobra, entrar en soberbia apegada a mi cuento, a cómo palpo, miro y taladra sobre mí el paisaje que invento al moverme”.(140) Se trata precisamente del paisaje que produce finalmente la protagonista al abrir los ojos en medio de la plaza. El producto es el paisaje, el exceso o el arte. Podríamos decir que el asesinato perpetrado rezuma de su actuar inconsciente sobre las cosas, mientras que el paisaje es el exceso de su decisión de no pertenecer, de no plegarse ni siquiera a los dictámenes de la rebelión organizada. Habría que reflexionar qué nos dice en el fondo Guadalupe Santa Cruz sobre la travesía de esa mujer que intenta crearse a la luz de un estado opresor(9) que ejerce su soberanía de forma ilegítima, y a su vez, qué significado tiene a nivel individual una organización clandestina política que se le oponga. El conflicto de la novela opera en ese orden, en el cuestionamiento de una servidumbre del ser a cualquier poder político. El don ofertado por la protagonista lo es en el sentido pleno de la palabra, se ofrece sin condiciones, sin esperar nada a cambio, y sobre todo, es manifestación de un exceso, de un regalo que le hace a la comunidad a la que pertenece. Pero la fiesta viene después, y recae sobre ella la plusvalía de su decisión. Como bien señala un crítico de Bataille, así el poder es la adquisición la ganancia, la acumulación de las propias fuerzas en la contienda económica y política con el resto de los seres, la soberanía es la donación, la pérdida, la destrucción de las propias fuerzas en la comunicación afectiva (festiva, erótica o estética) con ellos. Si el poder es algo, ‘la soberanía es NADA’. Si el poderoso es alguien, el soberano no es NADIE”.(10)

Comer no, tampoco dar de comer. Ambas funciones están prendidas de lo utilitario y se insertan en el ciclo del consumo. Vivir soberanamente es algo más, el impredecible vértigo del gasto y del gozo. Que a veces se desborde hacia la comunidad y produzca, como ocurre al final de la novela, la descripción de una plaza donde todos confluyen en el espacio sacrificial, y que en otras se fugue hacia el individuo que produce El Paisaje después de entreabrir los ojos, “con los signos agolpados en la nuca” (185), sólo remite a un movimiento en equilibrio que exige el vaivén entre el yo y el otro, la dialéctica de lo que se reb(v)ela.

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Texto leído como parte de la mesa “Anomia, repetición, fuga, mutación, resistencia: Nuevas formas en el escenario latinoamericano contemporáneo” en el congreso del Latin American Studies Association reunido en Montréal, Canada (3-8 de septiembre de 2007).

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NOTAS


(1) “Amor”, en Lazos de familia. Tr. de Cristina Peri-Rossi. Bogotá: Ediciones Montesinos, 1995.

(2) “El niño proletario”, en Sebregondi retrocede (1973).

(3) Lo que entiendo por soberanía. Georges Bataille. Barcelona: Ediciones Paidós, 1996, p. 64.

(4) En “Sade y el hombre normal”, se define la “actitud soberana” como una parte de lo sagrado “gratuita, sin utilidad, no sirviendo más que para lo que son, nunca subordinadas a resultados ulteriores”. El erotismo. Tr. de Toni Vicens. Barcelona: Tusquets editores, 1980 [1957], p. 256.

(5) El contagio. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 1997.

(6) La autora comenta la estructura de esta novela señalando: “Estoy actualmente terminando la escritura de El Contagio, un libro sobre la oralidad chilena (en el habla y la alimentación) y el encierro, que tenga una vez más los términos del arriba-abajo, y adentro-afuera. Mi columna vertebral al escribirla era el ascensor que venía, distribuía los distintos pisos del hospital, que es el recinto de los personajes”. En Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno. Julio Ortega, editor. Santiago: Lom Ediciones, 2000.

(7) Ibid, p. 119.

(8) “No, Zulema. No más lugurios para mí –le hablé confidente, rememorando la magia que alguna vez fue. La corriente es fuerte, ya lo sé. He soñado que veo una cadena de gentes chamuscadas por un artefacto eléctrico defectuoso, y al socorrer a uno quedo yo inserta en la maldición, pegoteada sin escape. He soñado que me ato a otros para salvarlos del voltaje que los mantiene malamente adheridos. He soñado que al permanecer contagiada me hundo con lo hundido. Que debo saltar para deshacer la trenza infernal, desovillar el nudo para soltar los encadenados que me sujetan a la vez en su red.” Ibid, p. 166.

(9) Señala Julio Ortega que no se menciona en la novela el año en que transcurre la historia. “Esto es, sin encerrar la prohibición en una lección política. Y más bien, contagiando a toda la historia actual (a nuestra historicidad, se diría), con la violencia de la disrupción irrepresentable (censura, tortura, muerte) de una dictadura que, a su vez, contagió todo el lenguaje con la reductora imposición de sus límites. Se trata, al final, de una respuesta correctiva: los límites del lenguaje no son los de la dictadura”, En Caja de herramientas, p. 83

(10) Antonio Campillo. Introducción a la edición de Lo que entiendo por soberanía, op. cit.

 

 

 

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Soberanía sin cálculo. Georges Bataille en "El contagio", de Guadalupe Santa Cruz.
Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1997. 185 páginas.
Por Áurea María Sotomayor.
(Revista “Hotel Abismo” Nº4, 2009, Puerto Rico)