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Narrativas nómades: el proyecto estético-político de Guadalupe Santa Cruz [*]

Nomadic narratives: the aesthetic-political project of Guadalupe Santa Cruz

Por Carolina Escobar
Publicado en REVISTA NOMADÍAS Diciembre 2016, N°22


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SÍNTESIS
La narrativa de Guadalupe Santa Cruz combina y recrea una serie de códigos visuales, históricos, poéticos, ensayísticos y modalidades enunciativas que hacen de su producción literaria un espacio de múltiples lecturas. Atendiendo a estas especificidades, este artículo aborda el carácter autorreflexivo y nómade de sus novelas a través del cual es posible develar las dinámicas de poder del sistema sexo/género. Desde este particular modo de narrar, emerge un proyecto estético-político que posibilita repensar y desarticular los binarismos genéricos que se reproducen en el imaginario cultural construyendo desde allí, además, saberes feministas situados que proponen otras formas de relaciones sociales.

Palabras claves: sistema sexo/género, narrativa nómade, escritura autorreflexiva, conocimiento situado.

ABSTRACT
The Guadalupe Santa Cruz´s narrative mixes and recreates a visual, historical, poetic, essayistic and enunciative modalities codes that make her literary work an space of different readings. In response to these, this article discusses the selfreflective and nomadic way in his novels to reveal the power relationships and dynamics of sex / gender system. From this particular way of narrating, emerges an aesthetic-political project that allows think about and disassemble the generic binaries that replicated in cultural imaginaries to building, from there, feminist knowledges that propose other forms of social relations.

Keywords: sex/gender system, nomadic narrative, auto-reflexive writing, situated knowledge.

 

1. Presentación
Guadalupe Santa Cruz (1952-2015) ha sido una de las escritoras más prolíferas de la escena narrativa contemporánea chilena. Su trabajo literario potenciado por el arte plástico-visual, constituye un fructífero espacio de discusión sobre los efectos de las prácticas simbólicas que definen y condicionan a los sujetos y sus cuerpos en el imaginario cultural de las últimas décadas. Haciendo una lectura histórico-contextual en la que es posible incluir su narrativa, se puede constatar cómo, tras la instauración del modelo neoliberal, no sólo se neutralizó el pasado traumático, sino también se reconfiguraron las relaciones sociales citando el ordenamiento producido durante la dictadura militar[1]

Raquel Olea señalaba años atrás que “la dictadura tuvo un discurso de género y realizó una administración de lo femenino que ha marcado la negociación de género en transición” (2000, 54). Para la autora, la dictadura reorganizó lo femenino en función de su carácter reproductivo; donde “[…] la sexualidad femenina es productora de armas de trabajo, por un lado, y de personal disponible para llevar a cabo su ideología” (54). Este modelo, sin embargo, no fue cuestionado ni debatido públicamente durante el periodo de transición.

Algunos hitos de negociación ocurridos durante la década de los 90 entre sectores progresistas y conservadores, evidenciaron cómo el signo mujer, lejos de haberse impregnado del espíritu democrático, siguió reducido a las imágenes de esposa y madre reforzados durante la dictadura: la declaración de una “crisis moral” de 1991 por parte del arzobispo de Santiago, la importancia otorgada a la familia por Aylwin en 1992 y el caso de la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer en Beijing 1995, cuando el Senado chileno censura la palabra género, son hitos que marcaron un retroceso para los movimientos feministas que trabajaron activamente durante la década de los 80[2].

Ante estos repliegues, el feminismo cultural se ha proyectado como un espacio clave para la elaboración de lenguajes que resisten a estas ideologías dominantes. Siguiendo a Olea, las escrituras feministas que comenzaron durante la dictadura con la “[…] búsqueda de lenguaje para decir el autoritarismo de forma que exhibiera una institucionalidad históricamente excluyente para las mujeres” (2000, 58), constituyen espacios de resistencia a partir de una escritura “[…] antiedípica, ilegítima, sin reconocimiento de padre ni de madre, oscilante en múltiples (des) identidades, buscando asumirse en lo oscuro de un signo interrogante de las verdades y genealogías dominantes” (58). Escrituras necesarias hoy frente a los vaivenes de una política que visibiliza a los sujetos desplazados de las hablas públicas y luego los borra.

En este sentido, desvelar y reafirmar de la dimensión política de la subjetividad y el lenguaje ha permitido a las mujeres atender a la importancia de la escritura como espacio de subversión a los códigos dominantes que restringen las relaciones sociales. En el caso específico de la narrativa de Guadalupe Santa Cruz, es posible dar cuenta de un proyecto escritural que atiende a múltiples preocupaciones: las políticas de la memoria, los sentidos del arte, la construcción de los espacios y la ciudad, la intensidad de la escritura o las políticas de género, permitiendo que su trabajo no sólo pueda ser entendido como producción artística sino también como lectura crítica a las prácticas culturales hegemónicas que sustentan el modelo social chileno.

En varios de sus ensayos la autora realiza lecturas al contexto social para desvelar ciertas prácticas como el ordenamiento del sexo y el género. Por ejemplo en “El discurso público sobre la moral sexual” (2003)[3], advierte en los discursos públicos un deseo de moldear y vigilar las subjetividades y las sexualidades y, en especial, las de las mujeres, mediante “políticas del miedo” que hacen creer que en una pérdida del orden doméstico, el que “[…] más que amenazado por la delincuencia, se ve amenazado por la deserción de las mujeres de su puesto de vigías. Y allí reside una ínfima y portentosa hecatombe. Para el poder de género y para los otros poderes que se anudan en él” (Santa Cruz, 2008, 155). Este tipo de reflexiones también se encuentran en sus novelas, reafirmando el potencial crítico de su trabajo literario.

Hoy, cuando las discusiones feministas y los estudios de género se han perfilado como marcos teóricos claves para comprender las relaciones entre los sujetos, me parece necesario preguntarme desde qué otros espacios de saber se inscriben y problematizan estas relaciones. Sin ánimos de caer en encasillamientos que puedan derivar en nuevas totalizaciones ideológicas me arriesgo a afirmar, sin embargo, que producciones literarias como las de Guadalupe Santa Cruz son fundamentales para realizar lecturas a estos dispositivos.

Su narrativa, gestada desde dos momentos históricos –dictadura y postdictadura– realiza profundas críticas a prácticas culturales como la división genérico-sexual. En este artículo me propongo, por tanto, evidenciar las estrategias a través de las cuales es posible dar cuenta de esta lectura/escritura crítica: a través de las novelas El contagio (1997) y Los conversos (2001), intento desvelar las nuevas subjetividades que tensionan categorías como lo femenino o lo masculino reproducidas como sistemas de identidades dominantes. Para ello utilizo como marco de referencia algunas reflexiones sobre la escritura metaficcional, la teoría feminista nómade y las prácticas feministas situadas. Dicho apoyo teórico permitirá reafirmar el carácter político y epistémico de su proyecto literario.


2. Hacer (se) en la escritura
Una primera aseveración que puede realizarse de las novelas de Santa Cruz, es que todas sus personajes escriben.[4] En este sentido y siguiendo también las investigaciones de Olea, el quehacer narrativo de la autora se sustenta en el deseo de territorializar la escritura, la que “[…] se propone como voluntad de inscribir la marca enunciativa de una sujeto que traza un recorrido, que busca sus territorios. Necesidad de marcar territorialidad, de territorializar la escritura, que puede leerse como gesto político de recuperación de lenguajes y espacios usurpados” (1998, 83). Esta necesidad de territorialización se materializa en las escrituras de las propias personajes que protagonizan sus novelas, dejando en evidencia la modalidad autorreflexiva de su narrativa.

Desde la teoría literaria no son pocas las definiciones y propiedades que se les han otorgado a las escrituras autorreflexivas o metaficcionales. Lucien Dällenbach (1977) la llamó mise en abyme para caracterizar a una narración que ocurre dentro de otra. Linda Hutcheon (1980) propuso el concepto de metaficción historiográfica para nombrar a un tipo de relato híbrido que mezcla autorreflexividad e historia, cuyo fin es relativizar y poner en tela de juicio los discursos historiográficos hegemónicos. Por su parte Robert Scholes (1970), uno de los precursores del estudio metaficcional, la definió en términos de ficciones que “[…] incorporan dentro de sí las perspectivas características de la crítica” (Navarro, 2002, 34). También Genette (1972) habló de metalepsis para señalar la intrusión del narrador o del narratario extradiegético en el universo diegético.

El estudio actual de la metaficción la ha situado como una de las estrategias artísticas claves para problematizar el binomio realidad/ ficción. Una obra metaficcional al evidenciar su artificialidad, explica Carmen Bustillo, puede reafirmar el carácter construido del mundo empírico; “[…] lo que hemos tenido por realidad no es más que los discursos que lo nombran: discursos sociales, religiosos, filosóficos, científicos, políticos” ( 1998, 13), vale decir, continúa la autora, “[…] en la metaficción se representa –en un proceso que se explícita a sí mismo–la representación de los discursos sobre la realidad dentro de una auto-conciencia del lenguaje como estructurador de nuestras percepciones”(13). En este sentido, es posible hablar entonces de textos capaces de instalar contradiscursos que desestabilizan esas construcciones de mundo.

La narrativa metaficcional ha sido también una estrategia enunciativa fundamental para otras disciplinas científicas como la Semiología o la Antropología. El académico Lauro Zavala, explica:

Estas disciplinas –a las que podríamos llamar ciencias de la comunicación– comparten con la escritura metaficcional la presuposición de que es el lenguaje mismo, y en particular las convenciones que le dan forma, lo que nos permite construir el conocimiento. De hecho, junto con las teorías contemporáneas del lenguaje, esas disciplinas parten del supuesto de que el conocimiento (y el concepto mismo de “verdad”) son siempre una construcción sujeta a sus propias condiciones de convencionalidad (2010, 355).

Bajo estas resignificaciones, dicha estrategia textual permite releer (y reescribir) los diversos discursos sobre identidades y representaciones de la subjetividad que se problematizan en la literatura. Un texto metaficcional permite ingresar una nueva mirada crítica a ciertos paradigmas discursivos que totalizan, por ejemplo, la ideas de sujeto, de sexo o de género. Considerando estas reflexiones, las novelas de Santa Cruz al mostrar el proceso de creación escritural con la que sus personajes se construyen a sí mismas, permiten desmontar el sistema sexo/género que les ha definido y marcado[5].


2.1 Memoria minoritaria, cuerpo y escritura en El contagio
En El contagio, Apolonia es una cocinera que trabaja en el Pedro Redentor, hospital-ciudadela que delimita los cuerpos y posiciones dentro de éste: las manipuladoras de alimentos están en las calderas y subterráneos– “Arriba manipulan el recetario, en el subsuelo manoseamos las recetas” (Santa Cruz, 1997, 19)[6] – en la superficie está Luciano, autoridad médica del recinto, en los pasillos las enfermeras y en las habitaciones los enfermos como Elías, fotógrafo hospitalizado en la habitación 83, quien, avanzada la novela se revela como perseguido político de la dictadura militar, abriendo el relato a la cita histórica[7].

Esta cita recuerda claramente a las políticas higienistas de la dictadura: el hospital Pedro Redentor hace alusión al discurso médico de la patria enferma que fue “curada” durante el régimen militar. Así lo reafirma Cecilia Ojeda: “El proceso de desmitificar la imagen oficial de la nación se desarrolla mediante la figura metonímica hospital-nación. La descripción del hospital “Pedro Redentor”, marco escénico del relato, presenta una imagen degradada de un territorio donde la recuperación de la salud perdida evoca el proyecto-mito de la dictadura” (2004).

Al sistema autoritario, se unen las relaciones de poder que avalan el ordenamiento de la ciudadela hospitalaria convirtiendo a Apolonia en una mano que da de comer y en alimento para los otros. Apolonia debe alimentar a Elías, el enfermo/detenido, desencadenándose un vínculo amoroso que la convierte en doblemente traicionera: a Lázaro, su pareja, y a Luciano, el médico y amante. A través de estos vínculos se asume como una mano que sólo sirve. Con la llega del perseguido, no obstante, esta forma de comprenderse comienza a tomar nuevos sentidos. Apolonia se deja contagiar por el enfermo: “[…] estamos atrapados en la misma letra, en un mismo secreto decir” (140), “su contigo es contagio” (140), señala, reafirmando que la figura del contagio en la novela significa lo que Olea ya ha advertido: “[…] el último síntoma incurable que acecha lo humano, el lenguaje” (1998, 97).

El contagio producido por la figura disidente del perseguido político, se materializa en dislocación de la lengua de Apolonia. Mientras realiza sus labores diarias de cocinera, la personaje se va despojando paulatinamente de su habla: “Es corpe humanido cariñaban partías de un mío. Ser. Fragaban den disconcierto, fregatas, friegando alanzas de nochizo jurare: tambala mandibuleo y el simiento” (141). A esta descomposición del lenguaje se suma la renuncia a los sueños, único medio a través del cual la personaje lograba pensarse, para reemplazarlo por el acto de viajar: “Deseo viajar relatándome, para contar historia propia yéndome de mí. No estar más de sobra, entrar en soberbia apegada a mi cuento, a cómo palpo, miro y taladra sobre mí el paisaje que invento al moverme” (140)[8]. Desde este deseo de viajar, se va desvinculando del paisaje represivo de la ciudadela para imaginar un lugar otro desde donde mirar y re-inscribirse[9]. Hacerse un paisaje se traduce en la escritura de un proyecto de autodefinición, transgrediendo, de este modo, el sistema hospitalario/ genérico que le ha recortado metonímicamente el cuerpo –la mano femenina que sólo alimenta –y le ha impuesto un lenguaje. Como señala Ojeda: “Es con su cuerpo y escritura que Apolonia resiste y formula una utopía de mujer pobre y explotada: crear a la medida de sus fuerzas una historia en la que pueda figurar. Con el material orgánico del cual dispone –su cuerpo, la comida–, ella ansía la representación y el saber” (2004).

Este proceso de autodefinición hacia el final de la novela, se complementa con el sueño epistemológico del Primero Sueño (1692) de Sor Juana y la deconstrucción de los espacios a través de Las ciudades invisibles (1972) de Ítalo Calvino. “Tengo muchos lugares marcados en un mapa. Subrayo nombres de sitios, de regiones, de ciudades que deseo conocer cuando leo un libro, después que Lázaro se ha quedado dormido, cuando ojeo los diarios, cuando veo programas de televisión” (92), señala Apolonia, convirtiendo las lecturas de Sor Juana y Calvino en otras rutas posibles para construir su proyecto de autorrepresentación: la voz desengañada del sueño sorjuaniano que no logra ascender a las pirámides del saber– “[…] hasta que fatigada del espanto, no descendida, sino despeñada” (181) –la convierte en una sujeto capaz de cuestionar los marcos ideológicos que le impiden su acceso al logos[10]; mientras que en la dislocación tiempo-espacio de la ciudad que se monta y se desmonta como en la novela de Calvino, “[…] reconoce una forma discursiva de su deseo: la imagen de hilos tendidos que presenta como metáfora una historia diferente de aquélla que ha conocido en la ciudadela-hospital. […] Apolonia se convierte en otro de los habitantes de Ersilia cuando dirige la mirada de su memoria al tejido del pasado, rehusando olvidar su forma” (Ojeda, 2004).

Estas intertextualidades se cruzan con las escrituras intratextuales de Laura, voz que se con-funde con la de Apolonia a lo largo de la novela. Laura, pareja de Elías, ha sido encerrada y torturada por la DINA. Desde la correccional donde se encuentra escribe una serie de cartas que la cocinera va leyendo y en las que va reconociendo a otra mujer consumida por los sistemas ideológicos que naturalizan la violencia del cuerpo y la palabra:

Escribo, y esta página tiene lisura de semejante luz.
Algo recóndito, una oculta concavidad que se despliega.
Me junto con las letras y va punzante mi locura.
Aunque me asusta el pulso se va aliviando mi propia sangre en este espejo de agua. Las páginas me viajan sin vejarme.
Se han tornado el único reposo.
Y no debo beber de él, de este mar-lenguaje que engaña.
Sólo ir a la vela por su ilusa piel
(110).

Este acto de escribir con el que las personajes se desmarcan de los sistemas represivos de la violencia física y simbólica, puede comprenderse entonces como la posibilidad de hacer y hacerse en un relato que disloca tanto la memoria dictatorial como los ordenamientos del sistema sexo/género, haciendo del cuerpo y la escritura un medio de oposición, vale decir, un ejercicio de memoria minoritaria

Esta forma intensiva, zigzagueante, cíclica y desordenada de recordar, ni siquiera apunta a recuperar la información de una manera lineal […] Desestabiliza la identidad abriendo espacios donde las posibilidades virtuales pueden actualizarse, concretarse. Se trata en suma, de una suerte de empoderamiento de todo lo que no fue programado en la memoria dominante (Braidotti, 2004, 171).

Las memorias minoritarias o contramemorias de Apolonia/Laura, revelan un nuevo tipo de sujeto que emplaza los discursos dominantes, tomando conciencia de sí y su lugar en la historia. Al decir de Braidotti, se trata de un proceso de resistencia a la asimilación u homologación con las maneras dominantes del yo, donde el cuerpo y la escritura son medios de representación vitales.


2.2 Mal de espacio: sujetos nómades en Los conversos[11]
En Los conversos (2001), Nesla es hija de migrantes que han abandonado el pueblo de origen para buscar nuevas oportunidades en la Gran Ciudad[12]. Si bien el tiempo de la novela no se especifica, puede comprenderse como una cita al contexto inmediato de la ciudad moderna amparado en el desarrollo de la técnica, la ciencia y el capital; contexto en el que “El ganado desconoce el trabajo que esperan de él, se somete a su asiento, al tiempo regido por los mercaderes, al uso que le atribuyen” (42).

Nesla es hija de Lara, madre loca e interdicta que nunca logra convertirse a la nueva cultura de la urbe, refugiándose en una lengua propia con la cual se desmarca de los sistemas de codificación hegemónicos de la moderna “capital del olvido”[13]. Nesla, quien lleva el signo de la madre, es también una sujeto incómoda que no puede asumirse parte de una lógica socio-cultural que la define y la nombra. Para resistirse a la conversión escribe El libro de carne, obra teatral con la que decide denunciar los modos en que la ciudad moderna limita los cuerpos y subjetividades, situando al lenguaje como medio de oposición.

Si bien la descripción de la puesta en escena de la obra es breve, es necesario atender a dos documentos que allí aparecen: el primero, es un archivo de prensa que señala “Escenificación sensual y abstracta de la crueldad y el odio en las familias […] La actuación de la tropa se mueve en una ambivalencia que no da pie a esquematismo alguno […] Provocación a la moral […] Insultante puesta en escena por la actriz y dramaturga Nesla Phebe […] Obscena, inadmisible teatralización del incesto.” (147). Un segundo documento, es una orden judicial firmada por el alcalde en la que solicita al Tribunal encarcelar a Nesla, argumentando que “la creación teatral, inspirada y dirigida por su persona, lesa las costumbres y morales en boga, de hecho y por cultura confirmada” (148).

En la cárcel, sin embargo, intensifica sus deseos de rebeldía: “Sin piel, sin papel, juntaré mis salivas para volver a escribir el libreto” (153). Esta práctica metaficcional, en la que la personaje es escritora y constructora de un nuevo universo narrativo, puede comprenderse como una estrategia de desmarque de las ficciones dominantes. Si, como reflexiona María Inés Lagos, un texto metaficcional se basa en una oposición en la que, por un lado, se construye un mundo ficticio y, por otro, se desbarata esa ilusión cuando se afirma que se trata de una creación, demostrando que “ […] la realidad y la historia son provisionales, pues ya no se trata de un mundo de verdades absolutas, sino de “una serie de construcciones, artificios, estructuras transitorias” (2009, 323)[14], la escritura de Nesla es un acto contradiscursivo en tanto revela el carácter provisional de la realidad genérica asignada.

Nesla muestra que el sistema-mundo de la Gran Ciudad y sus órdenes étnicos, genéricos o de clase, no son más que un simulacro; ficciones o construcciones discursivas susceptibles de ser interpeladas. Esta forma de percibir el mundo da cuenta de una sujeto capaz de mirar críticamente el espacio y el tiempo en los que se sitúa; vale decir, como una sujeto nómade, “[…] una conciencia nomádica de resistencia política ante la visión hegemónica y excluyente de la subjetividad” (Braidotti, 2000, 23)[15]. Su escritura, al igual que la de Apolonia en El contagio, es una desviación del mapa de las fijaciones y recortes de las identidades y subjetividades; de ahí que Nesla ubicada en el intersticio, entre pueblo de la madre y la urbe, se nombre desde un no origen: “No soy de costura, tengo hilos sueltos y, deshilachada, soy de allá y de aquí, y de todos los lugares que se sueltan” (79).

Asimismo, la mezcla de códigos narrativos y dramáticos presentes en la novela, permiten comprender que, como señala Manuel Oñat “[…] la identidad es una construcción que se va estructurando constantemente a través de la práctica cotidiana del sentido de la vida y de los afectos, es decir, mediante la relación que se establece con los otros integrantes de la comunidad socio-política y cultural” (2005)[16]. La autodenominación de Nesla, como sujeto descosido, deshilachado, explica este carácter construido que le hace replantearse en su condición de hija, novia, niña, actriz o cautiva, papeles que se le asigna en el reparto que da inicio a la novela.

Estas tensiones identitarias, se materializan incluso en la relación con sus congéneres. En el viaje que realiza al pueblo de origen sueña:

En el sueño era yo entera un estandarte, enhebrada y cocida en un paño harinero por las costureras de Korsta. No era yo, era el cuerpo mío bordado a la bandera del pueblo por las hilanderas de mi linaje. Habían hecho filigrana con mi cabello, parches con mi piel y lentejuelas con mis dientes. Yo era el blasón incrustado de las labores de aguja, tijeras, alfileres, dedal y carretes de hilo manoseado por las hijas de la edad, por decenios de madres, por mujeres de tiempo sin carne ni hueso que precisaban mi tegumento para salir de la rueda sin fin y empezar a contar. No sé números, decía yo enredada a la tela, mientras agitaban mi ser-estandarte contra un reloj de sol, sin punteros, dibujado en la tierra (55).

En el sueño, Nesla se ve rodeada de mujeres costureras que pretenden transformarla en estandarte; en símbolo. Este linaje de mujeres hacen las costuras con las que desean unir a Nesla al género y transformar su piel, tegumento, en medio a través del cual contar. No obstante, el sueño continúa atravesado por el conflicto que le significa transformarse en ser-estandarte:

Tonta decía Amanda; tonta pronunciaba Lara, y tonta me repetía yo en el tiempo del sueño. Ese tiempo aplastado en el paño era mudo y necio. Sentía los otros tiempos girar vanamente en el viento que mecía mi cuerpo-bandera: tiempo de enhebrar una aguja, tiempo de fundir las armas para una guerra, tiempo de perder los dientes de leche, tiempo de un beso, tiempo de cavar una tumba, tiempo de abrir un regalo” (50).

Tonta, palabra que se recita performativamente, connota la violencia inscrita en un calificativo común, puesto en la boca de Amanda, la abuela, Lara, la madre y ella, la hija. Estas violentas recitaciones constituyen el efecto de las palabras transformadas en discursos, los que, como advierte Butler (2007), develan que el género es un hacer que se re-crea constantemente y, por lo mismo, puede ser resignificado y desnaturalizado, tal como lo hace Nesla ante las costuras del género estandarte: “Tonta me decían las agujas faltantes del reloj de sol mientras dormía yo apañada y lisa en la urdimbre del estandarte que las mujeres de mi linaje daban por suyo, pero que no era yo. Tonta me decía la laguna, el agujero que dejaba el reloj de sol al desaparecer” (50). Ello implica que la conciencia nomádica de Nesla la ubica por fuera del relato genérico-sexual para dar cuenta de otras posibilidades de ser y estar.


3. A modo de conclusión
Las formas narrativas nos constituyen, vale decir, nos hacemos mediante el acto de contar. Dicho acto es, por supuesto, un modo incuestionable de producir saberes. Como advierte la investigadora Catalina Gaspar “Si comprendemos la narratividad como esencial a nuestra cultura, el proceso autorreflexivo de la literatura se constituye necesariamente en un modo de conocimiento, de ahí que cuando Rincón (1995) propone que hoy la mejor manera de hacer teoría literaria es la ficción, podríamos aventurarnos a señalar que no solo de teoría literaria sino también cultural” (2001, 10-11). El texto literario como espacio en el que se conjugan imaginación, reescrituras y relecturas se convierte, de este modo, en una práctica contradiscursiva que ya no sólo nos hablan de una apuesta estética sino de un proyecto político y de una práctica epistémica.

El carácter autorreflexivo de la literatura permite desdibujar las fronteras entre los discursos y saberes que se citan en el texto; “[…] que hace de él un cuerpo híbrido, cuya productividad pone en escena la improductividad de las rígidas separaciones entre la memoria personal y la memoria histórica, entre vida y escritura, ensayo y ficción, ficción y biografía, literatura y testimonio” (Gaspar, 2001,14). Bajo estas reflexiones, los diálogos entre la necesidad de redefinir el sistema sexo/género y las narraciones de Santa Cruz, constituyen un ejemplo de esta productividad textual que densifica y desplaza la obra de la autora (reflexiva) hacia otros espacios del saber: a través de códigos visuales apoyados por técnicas como el grabado, relecturas textuales, citas histórico-políticas o reflexiones ensayísticas, su práctica literaria se convierte en un lugar de “transposiciones textuales”, que, como señala Braidotti (2009) tienen como fin último la transformación y la generación de prolíficos espacios intermedios de conocimiento[17].

Desde la teoría literaria feminista se ha advertido que muchas escritoras han utilizado sus creaciones literarias para hacer comentarios críticos sobre la construcción sociocultural de lo femenino; dicha literatura ha sido concebida como feminista[18]. A estas reflexiones habría que agregar, no obstante, cómo este impulso crítico puede no solamente emplazar las construcciones socioculturales sobre las mujeres, sino también desarticular la matriz reguladora del sistema sexo/género a través de diversas estrategias textuales y creativas que nos hablan de otro tipo de sujeto que ya no se acomoda a ese sistema. Así lo reafirma Santa Cruz en Los conversos por ejemplo, cuya personaje tampoco encuentra un origen en el linaje de mujeres que quieren atarla a un género y convertirla en sujeto-estandarte. La obra de Santa Cruz logra alterar las tecnologías sociales de producción genérica ubicando su escritura en un ir y venir que tensiona y desnaturaliza la fijeza del género, vale decir, produce saberes feministas que ya no sólo cuestionan la subyugación de lo femenino, sino que desmontan los diversos sistemas que le constituyen.

En este sentido, su producción narrativa deviene en un proyecto estético-político el que, leído desde del feminismo nómade, puede concebirse como un espacio epistemológico desde donde redefinir historias, memorias sociales, nociones de la ciencia, de la política, de la raza, de la práctica sexual, de la tecnología, de la economía, de la producción artística. Se trata de producciones parcializadas; de unos conocimientos situados siguiendo a Donna Haraway (1995)[19], pensados desde un lugar enunciativo que involucra diversos momentos históricos, la historia personal, una imaginación crítica y un férreo sentido de la intensidad y el valor de la literatura como zona de contacto y de productividad de narrativas contrahegemónicas y otras formas de subjetividad. Así lo reafirma también en uno de sus ensayos:

Pueden haberse perdido los grandes relatos, pero las “ficciones dominantes” […] están tejidas entre los noticieros y nuestra carne, entre el papel de diario que envuelve y arropa la carne (la carne por kilo, la carne por monedas) en algunas ciudades latinoamericanas, y el transcurso cotidiano de las vidas. De modo que se busca escribir otra noticia que desdice aquellas ficciones. De modo que leo de reojo, despedazando lo despedazado (Santa Cruz, 2002).

 

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Notas

[*] Este artículo es una adaptación de mi tesis titulada Otras metáforas que cuentan: cyborgs y nomadismos en la narrativa de Guadalupe Santa Cruz, para optar al grado de Magíster en Literaturas Hispánicas de la Universidad de Concepción, 2012. Cuando fue escrita, Guadalupe Santa Cruz aún estaba entre nosotras alentándome y recordándome la importancia de arriesgarse en la palabra y en la vida. A ella dedico estas reflexiones.

[1] Para un análisis de las reconfiguraciones simbólicas y materiales producidas por la dictadura, véase Políticas y estéticas de la memoria (2000) y Pensar en /la postdictadura (2001), Nelly Richard, editora.
[2] Puedo citar aquí la figura paradigmática de Julieta Kirkwood, quien tuvo una importante participación en el activismo feminista en plena dictadura militar.
[3] Utilizo aquí la versión que aparece en el volumen 1 de Debates Críticos en América Latina (2008).
[4] Apolonia y Nesla, protagonistas de El contagio y Los conversos respectivamente, descubren en la escritura un modo de hacer (se); de autonombrarse. En su primera novela Salir (la balsa) (1989), la protagonista sin nombre “Escribe para acompañarse” (11), en Cita Capital (1992) Sandra reescribe con su cuerpo la ciudad, en Plasma (2005) Rita descubre en la escritura la posibilidad de autodefinirse y en Quebrada. Las cordilleras en andas (2006), las pasajeras, son grabadoras que inscriben la oralidad de las hablas desplazadas del relato nacional, por lo que se puede señalar que el acto de escribir o en su variante, el de grabar, atraviesa gran parte de la poética de la autora.
[5] El sistema sexo/género corresponde a lo que Gayle Rubin llamó el “[…] conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (1996, 97). Este sistema se sustenta en las construcciones y convenciones que una determinada cultura reproduce sobre el sexo; “[…] tecnología de dominación que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder entre los géneros (femenino/masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con determinados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones anatómicas” (Preciado, 2011, 17). Esta reducción metonímica del cuerpo marca al sujeto incluso antes de nacer, asumiendo un esquema identitario basado en relaciones jerárquicas.
[6] En las citas de las novelas se utilizará desde ahora en adelante solo el número de página.
[7] Recordemos que hasta 1997, año en que se publica la novela, sólo habían pasado 7 años desde “la recuperación de la Democracia” en Chile. Pongo esta expresión entre comillas para recordar que si bien el plebiscito de 1988 permitió el llamado a elecciones no fue sino hasta 1990 cuando Pinochet abandona el poder. Sin embargo es necesario afirmar que desde el ascenso de Patricio Aylwin, la llamada transición a la democracia se convierte en un proceso que no deja en claro si ésta ha sido recuperada o aún las políticas gubernamentales y los imaginarios sociales conservan y reproducen la herencia de la dictadura. Al respecto el filósofo Willy Thayer, señala: “No entendemos aquí “transición” como el progreso postdictatorial de redemocratización de las sociedades latinoamericanas; sino, más ampliamente, el proceso de “modernización y tránsito del Estado nacional moderno al mercado transnacional post estatal. En este sentido, para nosotros, la transición es primordialmente la dictadura. Es la dictadura la que habría operado el tránsito del Estado al Mercado. Tránsito que eufemísticamente se denomina “modernización”” (Citado en. Avelar, 2000: 85). Más adelante el mismo Avelar profundiza: “El regreso a la democracia no implica en sí un tránsito a ningún otro lugar más que a aquel en que la dictadura nos dejó” (85).
[8] Ojeda señala con respecto a los reiterados sueños de la personaje: “El acceso corporal al logos se complementa con la actividad de soñar, de permitir que el subconsciente de Apolonia la lleve al conocimiento prohibido y deseado” (2004).
[9] El viaje, como tópico literario, es releído por Santa Cruz, en todas sus novelas. En, Salir (la balsa) (1989) se cuenta la historia una mujer que ha sido exiliada, en Cita capital (1992), Octavio, su protagonista, regresa de un viaje para retomar el territorio perdido. En Los conversos (2001), el viaje es nuevamente exilio, pero ahora de sujeto que emigran a las grandes urbes y tanto en Plasma (2005) como en Quebrada. Las cordilleras en andas (2006), las personajes protagonistas se desplazan y camuflan sus cuerpos entre las quebradas nortinas.
[10] Estudios como los de Georgina Savat de Rivers (1977), Josefina Ludmer (1985) Jean Franco (1993) Yolanda Martínez-San Miguel (1999) y Asunción Lavrin (2002), han comprendido la obra de Sor Juana como una de las producciones intelectuales más transgresoras de la historia. La mayoría de estas lecturas críticas realizadas en clave feminista, se han concentrado en advertir el carácter rupturista a los discursos dominantes de la época y el surgimiento de un nuevo tipo de sujeto femenino consciente de sus capacidades productivas. La utilización de diversas estrategias para enunciarse, entre ellas las “tretas del débil” planteadas por Ludmer, con las cuales podía ingresar mediante la retórica de la diminutio a las grandes esferas del saber, fueron claves para cuestionar la feminización de la ignorancia y el silencio al que estaban destinadas por “naturaleza” las mujeres y otros sujetos excluidos de la hegemonía epistemológica. Como señala Martínez-San Miguel: “En sus escritos líricos y dramáticos Sor Juana cuestiona los límites que excluyen a los indígenas, negros, criollos, mestizos y mujeres de los debates epistemológicos y de las instituciones educativas seculares y religiosas. Se trata de un cuestionamiento que surge precisamente en un momento en que el paradigma cognoscitivo ha entrado en crisis, de modo que resulta posible pensar en la entrada de otros sujetos al debate epistemológico y al sistema educativo en general. Como los versos con los que hemos iniciado esta reflexión sugieren, Sor Juana se pregunta en muchos de sus textos por la condición femenina y americana como fenómenos a partir de los cuales se excluye a ciertos sujetos del acceso al conocimiento y de la participación en los debates públicos sobre la reestructuración del sistema educativo en el contexto colonial” (1999).
[11] Mal de espacio cita a una de las reflexiones que la autora realiza en uno de sus ensayos: “Mal de espacio que no es más que las estrechas coordenadas que condenan a un lugar, a una ubicación, a un entendimiento” (2002).
[12] El texto es el resultado de una instalación artística que la autora realizó entre los años 2000 y 2001 con el título de Crujía. Una serie de fotograbados adheridos a un cubo-matriz conformaron la muestra plástica que contaba la travesía de una familia de inmigrantes hacia la Gran Ciudad. Crujía fue exhibida en Santiago el año 2000 en el “Refugio Peruano I” y durante el Coloquio Internacional Suelo Americano II: “América, espacio habitado, espacio visitado” (Escuela de Arquitectura, Universidad de las Artes y las Ciencias Sociales, ARCIS); y en el año 2001, en la antigua boletería de la Estación Central de trenes de Santiago, para la presentación de la novela Los conversos.
[13] Título que hace referencia a uno de sus ensayos “Capitales del olvido” (2000).
[14] Estas reflexiones están basadas en la traducción que realiza Lagos del trabajo de Patricia Waugh Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction (1984).
[15] Braidotti remota los postulados de Gilles Deleuze y Felix Guattari sobre el potencial disidente de la figura del nómade. En las sociedades modernas guiadas por el poder de la vigilancia y control estatal, el nómade rehúye y resiste. Profundizando en las figuraciones del rizoma, las líneas de fuga y el devenir propuestos por la filosofía deleuziana, propone al sujeto nómade, cuestionando la idea de sujeto unitario, universal, blanco y masculino del proyecto moderno.
[16] Manuel Oñat Parra en su tesis El carácter artesanal de la literatura escrita por mujeres chilenas pertenecientes a la post-vanguardia (2005), advierte que esta noción de identidad se evidencia en los diversos papeles que cada uno de los personajes representa en la novela, asignados en las primeras páginas de ésta.
[17] Las transposiciones son “[…] una transferencia intertextual que atraviesa fronteras, transversal, en el sentido de un salto desde un código, un campo o un eje a otro” (Braidotti, 2009, 20).
[18] Laura j. Beard, en “La sujetividad femenina en la metaficción feminista latinoamericana” (1998) señala, amparada en las reflexiones de Rachel Blau DuPlessis, que las escritoras feministas “[…] emplean sus narrativas para hacer comentarios críticos sobre la construcción psicosexual y sociocultural de las mujeres” (Beard, 1998, 300).
[19] Haraway propone el concepto de conocimiento situado para hablar de un tipo de saber que explicita su posición política, alejándose de la concepción moderna de ciencia basada en el principio de neutralidad. En este sentido, se trata también de una “política de la localización” siguiendo a Adrienne Rich : “ La política de localización significa que el pensamiento, el proceso teórico no es abstracto, universalizado, objetivo ni indiferente, sino que está situado en la contingencia de la propia experiencia, y como tal, es un ejercicio netamente parcial. En otras palabras, la propia visión intelectual no es una actividad mental desincardinada; antes bien, se halla estrechamente vinculada con el lugar de la propia enunciación, vale decir, desde donde uno realmente está hablando” (Braidotti, 2004: 15).

 

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Bibliografía

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- Santa Cruz, Guadalupe. “El discurso público sobre la moral sexual”. En Debates críticos en América Latina Volumen 1. Santiago: Editorial ARCIS, Editorial Cuarto Propio, Revista de Crítica Cultural, 2008.
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Narrativas nómades: el proyecto estético-político de Guadalupe Santa Cruz
Por Carolina Escobar
Publicado en REVISTA NOMADÍAS Diciembre 2016, N°22