“Como si nos hubiésemos enredado en alguno de sus signos y no fuesen el tartamudeo, la dislexia
y la inaudita propensión a los lapsus una intensa relación con ese orden que nos antecede, y por el que queremos
contra toda tranquilidad enhebrar palabras, enervarlas.”
Guadalupe Santa Cruz
Al escribir sobre la Lupe y su obra me invade la emoción. Recordar esa vida que fue participar, como un buen alumno repitente, en distintas versiones de su taller; todo lo que ahí aprendí y que aún no alcanzo a deglutir; todas esas conversaciones, las risas y las complicidades, adquieren en este momento un nuevo sentido y peso. Digo emoción y no sentimiento, pues como una vez me comentó Guadalupe, retomando una idea de Roland Barthes en el Imperio de los signos, la escritura debiera trabajar con las emociones y no con los sentimientos. Estos últimos son emociones que han sido previamente delimitadas por la cultura occidental, dotándolas de un marco ideológico de entendimiento. En cambio una emoción es siempre difusa, sin límites, compuesta por diversas intensidades que atraviesan y remecen al cuerpo. Asimismo, es ese cuerpo entreverado, a mi parecer, la matriz -concepto que le encantaba- de toda su obra. Cuerpo escribiente que desorganiza las categorías que se le imponen y desde ese ímpetu despliega su paisaje.
Guadalupe Santa Cruz fue una maestra y también una suerte de madre para mi en el oficio de la escritura, aunque a ella estos dos nombres le habrían desagradado profundamente. A pesar de trabajar como profesora taxi en varias universidades y dictar talleres de escritura y de liderazgo para mujeres (donde enseñaba oratoria a dirigentas de organizaciones populares), Guadalupe nunca encarnó la figura autoritaria y distante del maestro, en su lugar prefería horadar dicho rol estableciendo un dialogo horizontal, marcado por su estupendo sentido del humor, con los(as) participantes de estas instancias. Así, Guadalupe nos enseñó -a mi, a Javier Norambuena, Andrea Ocampo, Roberto Contador, Carlos Leyton, Antonia Rossi, entre muchos otros y otras (quienes también podrían estar aquí, en mi lugar)- a cultivar una sensibilidad que no se dejara atrapar por concepciones preestablecidas en torno a los textos, sino que se dejara llevar por los múltiples entramados que laten y viajan por una escritura. A regocijarse con ella, pero a través de una lectura crítica y comprometida con la vida de las palabras.
Más de una vez la Lupe me confesó que una de los momentos más productivos y gratificantes para ella era la del taller; de los diálogos y discusiones que ahí emergían. No por nada, podemos encontrar en la lista -otra de sus aficiones- de nombres a los que le dedica y agradece en Lo que vibra por las superficies a cuatro ex-talleristas. Ese cariño impetuoso que allí mostraba, su generosidad sin límites pero con buena memoria para los libros prestados, sin embargo, no era equiparable -aunque más de alguno(a) así lo hubiera querido- con el de una madre. La figura mariana, tipo de ideal materno latinoamericano, a pesar de estar presente en su biografía -partiendo por su mismo nombre- era algo con lo que no militaba del todo. Esto se debía a que dicha representación fue encarnada por las mujeres para mantener un orden, del que no participaron en su elaboración y en el cual se veían reducidas a la mera maternidad.
Sobre estos dos espinosos nombres, encuentro una posible hebra de su filo en uno de sus ensayos “Para una imposible historia de los nombres en el continente”: “Adivinamos, de alguna manera, que los nombres en América Latina poseen algo que les resta la calidad de definitivos: nombres de lugares, pronombres, apelativos individuales, nombres de sucesos. Flotan, intuimos, con un peso titubeante, sin acabar de posarse en un suelo que pueda hacerse cargo de esa nombradía. Una vez pronunciados, el sentido de aquellos nombres es recorrido por un leve temblor, dejando algo de su constitución, de su genealogía -de su geología- al descubierto. Una vez proferidos, pareciera debatirse, en sus denotaciones y connotaciones, la trama de poderes que urdió el sentido y la ubicación de estos nombres, volviendo más transparente su gestación -no transparente en el sentido de claridad, sino de “mostrar la hilacha”-, sustrayéndoles la legitimidad de todo consenso semántico.” Así, leyendo a tientas entre sus huellas, podemos decir que por nuestra geografía latinoamericana todos los significantes se vuelven, son, significantes flotantes; o tal vez, utilizando la metáfora botánica de Nicolas Bourriaud, radicantes, ese tipo de plantas cuyas raíces no crecen bajo tierra sino en el aire, adhiriéndose como enredaderas a distintas superficies. Por lo mismo, había que andarse con cuidado con la Lupe cuando uno utilizaba ciertas palabras, pues éstas -su espesor- andaban a flor de piel, exhibiendo sus hilachas-raíces y en el cualquier momento podías verte enhebrado en una larga discusión-tomadura-de-pelo.
Si seguimos estas señales de ruta, ese apelativo con que se ha solido identificar su obra, me refiero al de literatura de mujer o femenina, aparece como limitado. Lupe a pesar de haber sido una destacada feminista, comprendía que la escritura -la suya- desbordaba esta problemática, o mejor dicho, se inscribía al interior de un entramado mayor, en donde la ciudad, el grabado, el desierto, la lucha de clases, los jardines, etc., hacían vibrar, entretejían o atravesaban un cuerpo otro, hecho de palabras que desafiaban al “uniforme alfabeto”. Recuerdo que una vez le pregunté a Guadalupe, si en el taller de poesía que íbamos a dictar junto a mi amigo Lucas Costa, debíamos considerar la paridad de género o no. Su respuesta me sorprendió un poco y fue algo como así: “la literatura no tiene género, no existe la literatura de hombre o de mujeres, existe la literatura a secas y ustedes deberían dejar las escrituras que les parecen más interesantes”. A lo que agregó: “la conciencia de género, su lucha, debe irrumpir en esos lugares donde menos se la espera; debe intervenir una zona en la que su emergencia ha sido previamente clausurada.”.
Así, todo escritura para la Lupe era siempre particular, subjetiva, una “violencia sin violencia, rotunda diferencia que se da siempre en el espacio, no como fondo sino en tanto materia compartida, revuelta, dispersa, acosadora y que, sin embargo, permite tocar, ser tocado y asir (no agarrar, no des-prender ni desgajar) una cosa en los filamentos que la hace materia de otras materias. Esa delicadeza, esa política radical de la «excritura» que vive y se traza en los lindes de la propia extrañeza de una cosa entre las cosas.” A mi parecer, era con esa misma coherente extrañeza que Lupe se relacionaba con sus amistades y con el mundo. Coherencia que le llevó muchas veces a no dar puntada con hilo, a pelearse con medio mundo, lo que le significó sufrir una precariedad laboral y una falta de reconocimiento que su obra si merecía. Sin embargo, la Lupe sabía -y quizás esta instancia sea una primera confirmación de su vaticinio- que su obra sería leída y valorada por lectores por venir, jóvenes cuyos cuerpos y mentes no se encuentran marcados por el fantasma de las generaciones pasadas, sino que se relacionan con las cosas con la extrañeza de la libertad. Conversando con Guadalupe, después de haber terminado mi tesis de licenciatura, le pregunté cual era su lectura favorita de Quebrada. Me respondió que era la de una niña, hija de una de las mujeres a las que había entrevistado y convivido para escribir esta obra. Para ella, esa niña iletrada era la que había establecido las mejores asociaciones; la que había compenetrado realmente con sus múltiples y divergentes sentidos. Esto, ahora que lo veo con distancia, no es de extrañar, pues la obra de la Guadalupe -tal vez con la excepción de Plasma, su novela más novela- se caracteriza por no dejarse encasillar por ningún género, bajo ningún nombre, salvo el amplio y enigmático de escritura. Escritura informe y por lo mismo capaz de asumir y desplazare por distintas materialidades y superficies, cómo el grabado, los testimonios, la escultura, el ensayo y un largo etc., todas ellas entrecruzadas por una misma pulsión vital.
La Lupe convivió por años con el cáncer y el que al final, como a sus dos amores, consumió su vida. Enfermedad que sin embargo nunca vivió como un castigo -aquí pienso en una conversación que tuvimos sobre el famoso libro de Susan Sontag La enfermedad y sus metáforas-, sino como un paisaje, con sus valles y sus ríos, con desiertos desolados y claros de bosque. Esta idea poderosa me la confesó para tranquilizarme, cuando le conté que a mi abuela también había contraído esta enfermedad. Hoy mi abuela vive y Guadalupe también, pero no en otro plano incorpóreo o supraterrenal, sino como dijo la Nadia para su funeral, en sus libros, en la huella que dejó y aún palpita en cada uno de nosotros.
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Por Cristian Foerster
Publicado en Revista Intemperie, 21 de Agosto de 2016