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Guadalupe Santa Cruz Ojo líquido
Santiago: Editorial Palinodia, 2011

Por Julieta Marchant

 julieta.marchant.rivera@gmail.com
Universidad Diego Portales, Chile

En Revista Aisthesis, N°51,  Santiago julio de  2012. /Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile

 

 

 

 

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«Son cuerpos incómodos aquellos que escriben textos a modo de ensayos. Ensayan una y otra vez medirse con los órdenes que amenazan enderezar su puño, rompen [...] la coraza de las palabras, esas armaduras que son las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje» (13), escribe Guadalupe Santa Cruz (Nueva Jersey, 1952) en «El espesor de las palabras». Y ésta, su nueva publicación —Ojo líquido—, es parte de tal incomodidad: escritura que ensaya su propia materia, merodeo en el campo de ciertos temas (la escritura misma y el lenguaje, la ciudad, la normatividad de la urbe), imágenes construidas desde la incertidumbre, distancia frente a las armaduras de las categorizaciones de género. La pregunta —a estas alturas, meramente paratextual— de qué etiqueta genérica podríamos «aplicarle» a este texto, se deshace en su funcionalidad y se vuelve pura domesticación de algo que sencillamente es escritura. Escritura en ocasiones desde la poeticidad más fina, otras desde el roce con una posible narración, y todas a partir de esa noción de ensayar un tejido de imágenes, referencias y recorridos que traspasan la consciencia y la inconsciencia de un yo —un ojo— que nos revela un universo que se abre en el momento en que la mano se apoya en la hoja —o en el blanco de los cuadernos, parafraseando a Santa Cruz—.

Qué es, entonces, lo que vemos a través de ese ojo o, mejor, cuál es el deseo que impulsa la mirada de ese ojo. Hay un jardín, eso es cierto. Una ciudad (Santiago), en esa ciudad un pasaje y en ese pasaje una casa; en la parte trasera de ella, un jardín. Desde allí el ojo elige ver el mundo, desde allí escribe esa mano en el blanco de los cuadernos, desde allí se desplaza por la ciudad y, sobre todo, desde allí se edifica este texto, se hace posible la palabra o, incluso, el silencio, que pareciera ser no-escritura, esto es, acallamiento del lenguaje y deseo: «Cuando no escribo, al dejar de escribir —blanco en el blanco de los cuadernos—, las cosas, como animales, me tiran de la ropa, me rasguñan» (9). La elección de este lugar de enunciación y evocación, nada gratuita, va manifestándose en el curso de la lectura. El jardín de Santa Cruz es el que se opone a la normativización: se trata de un jardín doméstico, podríamos quizá decir, en términos simples, que es un ensayo. En un extremo está la naturaleza, que, vista desde Europa hacia América, representa a la barbarie, la voracidad de un cuerpo imposible de sistematizar. En el otro, la política del jardín vinculada al paisajismo, al disciplinamiento de esa naturaleza, que, llevada a su punto cúlmine, es el jardín chino clásico —en él, la mano del artista (jardinero) sella y ordena: «Debe dar la impresión de que uno se introduce en una obra de arte» (Congzhou, 55)—. Y el yo, en Ojo líquido, se sitúa en un jardín «que construye con el tiempo una mano doméstica», ese espacio sin «miedo a la mugre, sin asear, mezcla de artefactos y cachivaches reciclados» (28). Jardines varios que componen la ciudad; «irreductibles, como un texto, [que] no terminan de dar a ver su sentido porque nadie los gobierna» (28). Irreductibles como este texto y como la ciudad que también lo es: «La ciudad es un discurso, y este discurso es verdaderamente un lenguaje» (Barthes, 260).

Entre estos lenguajes deambula la palabra de Santa Cruz: el de la ciudad, el de su propia escritura —cómo hablo de Santiago, desde qué lugar— y el de esa zona que elige para hacerlo —el jardín no gobernado, en el cual, aunque haya una mano que corrija, la vegetación se hace espacio—. Y en el cruce de estos lenguajes el ojo ensaya  mirar, pues no estamos frente a una escritura de certezas, sino ante la incomodidad; ante un pasaje tal vez: pasaje benjaminiano que no cree en el cierre de un tema y que abre la textualidad en su condición de fragmento, y pasaje en cuanto ubica en un  callejón sin salida  a la misma ciudad, la problematiza, muestra la imposibilidad de este ojo de  hacer vista gorda  frente al puño que la reglamenta.

El ojo, así, nos muestra a Santiago y su voluntad es ponerlo en entredicho: «¿No hay siempre un modo particular y propio de cada ciudad de  hacerle la basta  a la naturaleza que es suya?» (20). Lo que cuestiona es, justamente, el modo en que Santiago hace bastas, la manera de adaptar lo «suyo», la sistematización de la apropiación y del encauzamiento de los espacios y accidentes geográficos. Dicho de otro modo y enlazándolo con Barthes: Santa Cruz pretende leer el discurso que atraviesa y que es edificado desde esta ciudad. Y lo hace apelando a la incapacidad de construir como un modo de habitar, rozando quizá ciertas nociones de Heidegger, quien devela su deseo de la construcción no sólo en términos de medios y fines, y que critica implícitamente el descuido del ser humano en relación con su hábitat.

Desde esta perspectiva, Santiago sería una «ciudad árida si no es por su lengua, por sus escondrijos. Geométrica a no ser por los pasajes que introducen estorbo, disturbio en las manzanas del damero (las rompen en su centro)» (40). El damero, como indica Ángel Rama desde el término «la ciudad ordenada» incluido en  La ciudad letrada, traslada la jerarquización social al espacio. Se trata de un ideal de urbe americana previamente calculado, anticipando la posibilidad de que «leamos la sociedad al leer el plano de la ciudad» (19). Es simetrismo y centralización física del poder —de adentro hacia afuera, de más poderoso a más marginal, se regularía lo urbano y se irían construyendo las diferentes edificaciones—, que posee como objetivo adelantarse a todo desorden: implica hacer de lo americano algo controlable y controlado. Ciudad americana que, desde ese plan original vinculado al damero, subraya su normatividad, su  hacer la basta.  Damero, a su vez, accidentado por estos escondrijos y pasajes, que lo hacen respirar a intervalos de la regla. Recordemos, además, que la voz de este libro se ubica en un pasaje, he ahí su lugar de enunciación: en el estorbo, en ese quiebre del centro sólo es posible incomodar (y ensayar).

Aunque este ojo pueda confundirnos, porque parece verlo todo (mapas, ciudades, habitantes y la política que regula lo anterior) y ser incluso interpretado como panóptico —«el ojo panóptico de este libro, que sobrevuela la ciudad» (Hübner, 45)—, en realidad, su mirar nace del gesto de contraponerse a lo panóptico: habita lo que rompe la concretización del poder (el damero quebrado por el pasaje, el jardín doméstico y no la mano que cuadricula la naturaleza a través del paisajismo) y se emplaza en un potencial espacio de antipoder o, al menos, de turbulencia. «¿Son oscuros los jardines? Este jardín no lo sabe. Dispuesto en la parte trasera de la casa que pocos notan [...] dada su ubicación, detrás de todo» (21). En el patio trasero —que recuerda a los patios donosianos: cachivaches, cajas dentro de otras cajas, cachureos varios, objetos que delatan una historia privada— habla (mira) esta voz (ojo); el rumor de un lenguaje que en nada se alía al poder panóptico que analiza Foucault, sino, al contrario, que se enfila al eco de la resistencia de un pasaje que desarma la cuadriculación urbana. Y, más aún: «Los jardines permiten verificar la ignorancia de los mapas, [...] cada curvatura y sus vaivenes, una trama en cada arbusto y otra trama entre arbustos» (20). Esto es, empalmándolo a la idea de la ciudad ordenada, la pretensión de leer una ciudad a través de un mapa (o mejor, la de armar una ciudad después de la elaboración del mapa), que traduce y ordena la jerarquización social de sus habitantes. Ese orden insoportable que provoca, por momentos, el hastío en la voz de  Ojo líquido,  y que sabe agrietado: su ignorancia se cuela cuando vislumbramos un jardín, las sucesivas tramas que lo componen, la circulación de una naturaleza que se hace cuerpo y que es imposible de invisibilizar —por más que esté detrás, oculta y ocultada, acontece—.

«El deseo de construir» (11) es lo que pulsa. Construir en y desde la aridez de Santiago, que acarrea la estructura del damero, su Mapocho encauzado y la estética de orden del Metro; una ciudad amurallada por la cordillera y que lotea su precordillera en condominios (35). Y la imposibilidad del contacto en la urbe donde todos están «en resguardo ante lo otro» (24), sin tocarse, en un murmullo regularizado; en lo más hondo, silencioso. Esa lógica que incluso atraviesa la superficie: «Existe una extraña coincidencia entre el despliegue del régimen represivo en superficie y la ciega obediencia, bajo suelo, a las normas y a la estética del Metro. Ausencia de rayados en banquetas, carteles publicitarios y muros. Silencio y evitamiento de miradas» (31). Todo accidente disminuido: como cientos de dameros, se despliega la ciudad. Todo acontecimiento aplacado, impersonalizado[1] . Se trata de una regulación que proviene de ese plano inicial —damero— y que a través del capital continúa permeando lo urbano.

Sin embargo, en medio de este descampado, el yo es impulsado por el deseo[2]  y, quizá, por la expectativa: «[E]ste modo de ver, irrumpe por dejación. Tal vez expectativa» (51). El lugar de esa posible expectativa lo constituye el patio trasero, el espacio indómito que el «se» no alcanza; jardín de la escritura también y, en ocasiones, edificación cuando las palabras se distancian: «No sé escribir, hago jardines» (7). Escritura y jardín son obrar, construcciones de una mano que ensaya, acontecimientos y accidentes, trazado líquido sobre el cemento.


 

REFERENCIAS

- Barthes, Roland. «Semiología y urbanismo». La aventura semiológica. Barcelona: Paidós, 1997. 257-266. Medio impreso.

- Congzhou, Chen. «El jardín chino». El paseante 20-22 (1993). 54-60. Medio impreso.

- Heidegger, Martin. «Construir, habitar, pensar». La editorial virtual. Sitio Web.

- Hübner, Lara. «La escritura reticular». Grifo 23 (2011). 45. Medio impreso.

- Rama, Ángel. La ciudad letrada. Montevideo: Arca, 1998. Medio Impreso.

- Santa Cruz, Guadalupe. «El espesor de las palabras». Separata Primer Congreso de Ensayistas Chilenos: «La vuelta de tuerca». Revista de Crítica Cultural 16 (1998). 13. Medio impreso.



NOTAS

[1]  Santa Cruz se refiere a esta impersonalización al hablar del «se»: «Se parchan con asfalto los adoquines entre los rieles intermitentes de tranvía, se prolongan las avenidas de pronto interceptadas por la amoratada franja luminosa [...]. Se tienden, se trasplantan, se parchan, se prolongan. Entre el Mapocho y el Metro: <se>. <Se> cambiando de filo en la misma impersonalidad» (42). Y más adelante: «<Se> no es todos, es nadie [...] basta de bastas hilvanadas entre todos al lugar» (52). Existe, entonces, un modo de hacer la basta que implica una impersonalidad: en esa basta lo que se recorta —se deja afuera de la tela o, llevándolo a la urbe, del mapa— es el sujeto (de la acción) —«el autor de los hechos», dice Santa Cruz citando a la poeta Nadia Prado—. Todo hecho que encauza la ciudad «se», unificándonos en ese autor de los hechos que, en realidad, en dicha unificación queda oculto, inmaterial e irreconocible, y que ejerce una política del ocultamiento: su ley elude el cuerpo a cuerpo (52).

[2]  Deseo de escritura en la era de la hiperactualidad que recuerda a este fragmento de «El espesor de las palabras» de Santa Cruz: «La presión implacable del futuro que aparece como valor dominante y que reduce los otros tiempos al silencio, el machacamiento de un futuro desgranado en actualidades [...] un tiempo que no permite levantar su relieve, es sin embargo en este espacio calcinado por aquella velocidad que es preciso escribir». ¿No sería acallar la mano un quedarse o un modo de dejarse ir en las turbulencias de la velocidad? Escribir en esa hiperactualidad es una manera de detener, de resistirse a la violencia del machacamiento y de la amnesia social.



 

 


 

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