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Una parcela

Guadalupe Santa Cruz
Publicado en Mar con Soroche, N°5. Santiago-La Paz, enero de 2008



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Todo está suelto. Y chueco, por todos lados.

Se mira el cuerpo, se mira la piel como un jardín.

Seguro que ha experimentado cómo las cosas, sobre todo inmóviles, son recorridas por un estremecimiento. Ella misma se sabe un campo estriado, mecida en el oleaje, no hay tal quietud. Cada cosa en la otra, unidas, cojea el aire con una rareza que le acerca estas mismas cosas. Su jardín es un trozo de América, la ciudad también lo es. Pero en cada lote, predio o manzana, en cada patio, más aún en cada ventana, balcón, terraza o azotea, se asoma distintamente el pedazo de cielo que le corresponde.

Cuesta, cuesta escribir en la superficie delimitada de la pantalla, no es un patio, no lo es solo porque no la puede tocar y que no tiembla. No sabe escribir y está en el jardín de un apartamiento de la ciudad.

Todo se encuentra desencajado salvo el parrón, puede ser visto desde cualquier perspectiva, incluso la foto satelital da con él en las coordenadas de su domicilio, la manzana de casas y edificios vistos desde el aire y en su achatada planta un diminuto cuadrado de bordes irregulares (es verano y las hojas de parra difuminan la figura geométrica). Pero los apartamientos de cada edificio no se ven en la foto satelital, se aplastan unos sobre otros en una sola imagen rectangular. Desde este jardín suyo hay más de cinco cielos bajo el parrón y las nubes han sido rastrilladas en lo alto. Del cielo cuelgan unos pájaros.

Cree que se ha instalado un secreto entre la natura y ella, la naturaleza de la copa de los árboles que circundan desde otros patios de edificios y casas este jardín, la recortada copa contra lo alto cuya nitidez eleva vertiginosamente y de azul el cielo.

En el jardín cepilla la cabellera, extiende el cuello, levanta una y otra vez el brazo plegado que sostiene el cepillo y arrastra la masa de cabello hacia atrás, desde la raíz y cerrando los ojos, desde el casco del cabello entornando los párpados, echándolo por encima de los hombros como si pestañas y mechas se dejaran acariciar en el sentido de la piel, un lomo enorme que se inicia desde que inclina el cuello por sobre la espalda y peina esas crines suyas en dirección inversa a cualquier acción, que sería hacia delante. También rastrilla las hojas del patio como si fuese su cabellera. Desanuda, no sabe si es eso lo que hace, desanuda o abre la maraña de brotes, ramas estériles, quebradizas, hojas amarillentas que van pardeando y hojas verdes, blandas y frágiles, como si fuese ese enredo una intrincada relación que precisa volver a tejer. En el suelo las hojas están secas y encorvadas, rotas algunas o resquebrajadas, crujen cuando las arrastra con el rastrillo y el sonido se entremezcla al roce de los dientes de metal sobre la tierra dura. Huele a parra y a lavanda. A flor de la pluma. A orégano. Cepilla su cabellera, se les rasgan levemente los ojos con este movimiento. En el jardín están pariendo los bambúes, recoge los largos capullos secos arremolinados al tallo para liberar su contacto con la tierra húmeda. Ahí han caído los restos de su placenta, la corona que envuelve el verde fresco del tallo nuevo. Se despliega un código, se abre una figura con aspecto de piel y la piel imita el diseño trenzado de una piel de serpiente, una trama en cruz, un enjuncado. Hacia el alto se lanza el bambú, desprendiéndose de su bulbo, criando ramas y un desorden hirsuto.

Ahora rompe el tallo de los geranios allí donde la flor se ha vuelto pelusa incolora e introduce la mano en la hiedra que cuelga para remecer las hojas caducas que asoman, sombrías, tras la frondosa cortina jaspeada verdiblanca. Se desprenden, tiesas en su consistencia de barquillo, y rotan en su caída. El sol las machaca, tritura su tiempo que está acabado.

La parra busca aferrarse a la palmera y la flor de la pluma al jacarandá. Extienden sus dóciles lianas y cortejan primero el espacio que los circunda con volutas aparentemente erráticas, círculos inútiles en la superficie más cercana, como escarmenando el aire. Tal vez esta rara cercanía con las plantas, este modo de ver, irrumpa por dejación. Tal vez expectativa. Pequeñas palabras van colgando en el bolsillo con la gravedad hacia el suelo, las retiene la costura del bolsillo, la mano en el bolsillo, como canicas usadas entonces por los niños-hombres de su calle y canicas de su hijo, palabras no redondas sino carentes de costados resbalan de tomar y son más de lo que son, palabras para recostarse y observarlas desde el suelo, palabras huevo, holgadas, vastas. Ahora remueve la tierra húmeda en el patio y encuentra un destello transparente, una esfera. Parece canica (la palabra que custodiaba en el bolsillo del pantalón), parece un ojo lúbrico e inmóvil esperando mirar entre las tierras oscuras. Parece una canica olvidada, un juego enterrado por la duración, removido una y otra vez entre las raíces y finalmente quieto. Pero no es canica. En el patio de su apartamiento hay gusanos de luz, ojos que se desarman al tocarlos. Se abren como animales y se mueven.

La oscuridad de los jardines tiene parecido con el sombreado interior de los muslos, la misma lividez. Llevan negro borracho y caliginoso esos arcos irregulares en lo bajo del arbusto, entre matas y cargadas ramas, no apagan su mancha de noche, negrura en lo negro. Parecen faldas esa oscuridad, esos arbustos llevan paños de una vestimenta que ensaya pliegues, dobladillos, bastas, para entretener su desnudez en ese denso y umbrío apartamiento resguardado de nada, sino la inclinación a la curva.

Y los bosques se alojan en la garganta, no pueden retirarse. Los bosques tumefactos, los bosques boquiabiertos y en el desmán el tronco de una lengua. Pide más lengua para pronunciar lo que sin palabras y porque al bosque la tala no llega, ni el tiempo. Necesita de la lengua que no va a modular, escoger el silencio en la lengua sin habla sino animal de amenaza y fuerza en el callar, que eso es lo que escucha en el bosque tremendo y manso, al alcance de la mano nunca. Nunca. Desea escuchar el nunca que viene de él. Convidado en él, para ella. La lengua nunca, se acurruca contra él, y duerme. (…)

Cualquier objeto, cada acontecimiento, quizás esto, puede ser un libro.

De noche en la almohada entre las páginas de algodón creo escribirlo, se inicia un movimiento de velocidad impredecible, una rueda se pone en marcha, el giro, las aspas, los rayos, hacia un lado adelante. De lo único que no hago libro es mi cuerpo, quien escribe. Quien lo es. Está atenta, yo, a esa respiración que se inicia. Me produce imágenes que llevan de viaje, movimiento alucinado y liviano. ¿De qué está hecha la sangre? La mía para desplazar esta gravedad, arquitectura reversa. Líquido que sostiene en el aire, ola lenta, airosa. La diferencia es mi gravedad. Y no era de arriba abajo vertical, sino chueco, una tangente de la que no sé, de la que sabía y solo puede lenta, la lentitud me trae un oblicuo.

Cuando no escribo, al dejar de escribir —blanco en el blanco de los cuadernos—, las cosas, como animales, me jalan de la ropa, me rasguñan. Dicen que hay páginas por todos lados, hojas, de la natura o de garrapateo, que hay superficie. Llaman mi atención en su no decir. Ni las cosas ni yo algo dice.

Pero no es el paño amarrado a la mandíbula.

Tampoco la venda en que transpira una mirada.

La natura da vuelta la saliva en su cuenca y la natura es yo, silenciosa. Ni siquiera atenta como lo es la natura feroz, no, carente de ritmo y los dientes atrás: no lee.

De ser libro ¿cuál es su acción? ¿hacia dónde desenvolverla, si todas ellas se aparecen como inocuos movimientos de aire?

 

 

Editorial Alquimia, 2015. 138 págs.



 

 

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Publicado en Mar con Soroche, N°5. Santiago-La Paz, enero de 2008