Este texto fue preparado para el Coloquio Internacional sobre Violencia y Traumatismos Históricos, que tuvo lugar en Montevideo, Uruguay, del 7 al 11 de diciembre de 1994, reuniendo a terapeutas, sociólogos, historiadores, politólogos y artistas de Europa y del Cono Sur de América Latina. Lo movilizaron preguntas acuciantes tales como: la reformulación del espacio público, en tanto espacio de representación y conflicto, luego del Terror: las posibilidades de comprensión de la Violencia Política desde los códigos teóricos de las distintas disciplinas convocadas; la memoria colectiva y transgeneracional —ni delegación vicaria de la abominación, ni sacralización del pasado—; intimidad y escena pública; la necesidad de revisar las tradiciones del heroísmo en sus múltiples facetas de fiesta, duelo y nostalgia; la psicología del Victimario Funcionario; la violencia de Estado y la violencia subversiva: los fundamentalismos locales e internacionales; la manipulación mediática...
HABLAR A TRAVÉS DE LA COSTRA
"Un país en paz no es un cementerio en orden" decía un grafiti en los muros de una arteria principal de Santiago, pocos meses después del término del gobierno militar.
No sabemos qué escribiría hoy aquella misma voz en las paredes de nuestra ciudad. Si acaso la voz fue a su vez sepultada —sin estruendo. bajo la arenilla de un tiempo sigiloso—, mutándose aquella voz en costra.
Costra es la imagen a través de la cual habla la poeta Nadia Prado.
Costra ha sido, en mi trabajo con mujeres dirigentas de organizaciones, la metáfora que nombra el poder: "costra que se rasguña".
Sugiere, en el cuerpo propio, la existencia de un daño pasado y reciente a la vez, producto de un roce violento con el afuera. Como proyección en lo ajeno, sugiere más bien distancia: el poder, que involucra aquí al cuerpo, se presenta como una imberbe y condensada membrana, difícil de traspasar.
He retenido estas figuras para intentar desentrañar uno de los efectos que pienso ser más solapado y perverso en el traumatismo posterior a la dictadura chilena: la fóbica relación con el nombrar la violencia vivida, este recelo y nudo tornándose a su vez nueva violencia, por la erradicación de las voces descompuestas de la discursividad circulante. El silencio que teje el consenso —y a la inversa, el consenso que teje el silencio— tendría algo que ver con una implosión, con un exceso forzado a restarse.
Se trataría entonces, para mi, de abrir fuego. De irrumpir en esa costra mediante la palabra que nombra y delira —tal como lo señalan Monique David Ménard a propósito de las formas posibles de sobrevivencia a los campos de concentración nazi.
CUERPOS EMPACHADOS
El delirio que propondría hoy es visualizar el traumatismo de este tiempo blanco de post-dictadura como un empacho que vive nuestro cuerpo cultural. (Esta figura, confieso, surge a partir de la escritura de mi última novela, la cual se instala en las diversas formas de oralidad que nos son propias a los chilenos, propias a nuestras formas de encierro).
Para ello habría que abandonar la metáfora de la herida, que compromete sólo un fragmento corporal —del mismo modo parcelado en que se nos presenta hoy como única secuela del gobierno militar las víctimas directas de la violación de los Derechos Humanos— y asumir aquella de la alimentación, que involucra intercambio y metabolismo, comprometiendo por lo tanto a la comunidad y a la palabra.
Empacho, en el lenguaje popular nuestro, alude a un estado de saturación por los alimentos que se ha ingerido, ya sea que el exceso fuera por cantidad, o por repetición y redundancia de un mismo elemento. El empacho alude a una incapacidad de seguir recibiendo alimentos, suerte de punto cero, de paralización en el proceso de nutrimento. Es un "no quiero más". (Otro graffiti recurrente bajo dictadura: no +).
El diccionario define el empacho en diversas acepciones: como "cortedad, timidez, vergüenza"; o bien como "embarazo, estorbo, impedimento"; finalmente, como indigestión o ahíto". El verbo empachar sugiere connotaciones más complejas: se lo traduce en la acción de "estorbar, impedir; causar saciedad; disfrazar, encubrir; y, finalmente, de "avergonzarse y cortarse".
Personalmente, lo concibo como una crispación en el diálogo secreto que instituye el compartir los víveres, matar el hambre juntos: hay un ritual que no puede ya ser llevado a cabo.
¿Qué fue aquello que pudo conducirnos, en tanto comunidad, a este empacho cuyo síntoma seria la falta de relieve —por ausencia de deseo y las ubicaciones que éste concierta— en los discursos que son nuestros hoy?
Aquí yo suscribiría la tesis de Willy Thayer, según la cual la transición más significativa no ha sido ésta, de instalación de una institucionalidad democrática, sino aquella que propulsara la dictadura para abrir camino, sin censura alguna, al neo-liberalismo más desenfadado. Vinculando esta proposición a la metáfora que hemos propuesto, ¿a través de cuáles procesos fuimos preparados a devenir trabajadores y consumidores vacíos —lo lleno colindando siempre con lo vacío: carentes de palabras para moldear aquello que nos rodea, lo que nos rodea no constituyendo más un espacio de interés (como lo entiende H. Arendt)?
EN DEMASÍA
Un primer exceso me parece ubicarse en la violencia, intensa y repetida, de la versión única: el haber asistido bajo dictadura al despliegue de una sola narración de los hechos, a su implacable e imperturbable lógica. El desgaste de las posibles combinaciones (estoy pensando en un menú), la ruptura entre significante y significado, tuvieron como efecto, entre múltiples otros, el colocar a la palabra bajo alta sospecha. Esta se volvía ingrávida. Un poco como si esta forma de circulante no supiese sobre cuáles varaderos rebotaba, y los vocablos se fuesen entonces ahuecando, desfasados y disfrazados. De ahí que la mesa, lugar de comida posible, se sustrajera.
Sucede hoy como si, por escapar a aquel sinsentido, se buscara la palabra que no preste a equívocos, aquella del sentido común y compartido, la consensual, que por falta de tensión —"no son de algodón, las palabras" dice el poeta Armando Uribe— se ha vuelto caparazón de una versión única actualizada.
El mercado, por lo demás ¿no tiene acaso un léxico y una sintaxis seductora en su aparente e irrevocable simplicidad?
La otra violencia a la cual se expuso este cuerpo social fue aquella de presenciar —de asistir a— y experimentar, real o virtualmente, la indefensión corporal ante las sofisticadas formas de amenaza, tortura y muerte que fue desarrollando la dictadura. Pienso en las más crueles de ellas, que marcaron un hito en el horror que vivíamos entonces: los degollados, los quemados, los ahogados. Por la alta visibilidad y el carácter "ejemplar" que éstas tuvieron, dejaron consignada una intervención sobre los cuerpos que permanecería en los sobrevivientes (lo fuimos. de pronto, todos los otros oponentes al régimen) como señal: el corte en la garganta, sitio de la voz; el calcinamiento de la piel, vínculo sensible con el mundo, lugar de las huellas: la inmersión del cuerpo, asfixia de la memoria, seguirían vehiculando en nosotros un oscuro recado, aquel de una pérdida de inmunidad sin precedentes, y un oscuro mandato, aquel del olvido.
Pienso que esta experiencia ha abierto insondables preguntas: por el cuerpo y sus límites —en tanto biografía y territorio construido con otros—, por su presencia y ausencia en los escenarios —la tensión entre censura y desborde—, por los elementos susceptibles de cautelar su soberanía, lo que trasciende el ámbito de la represión, y plantea el titubeante y urgente tema de la ética en las relaciones. (No es azaroso al menos en nuestro país, que hayan alcanzado vigencia sólo en los últimos años algunos grandes temas como aquel de la violencia doméstica, la bioética. etc.) Otra, más teórica, invita a reformular la noción misma de cuerpo. (Diversas formas de arte en Chile han indagado en esta temática durante los últimos años, articulando nuevos sentidos al cuerpo, reconstituyéndolo tras los "escombros").
Esta huella, sin embargo, ha sido débilmente delirada, elaborada, por nuestro cuerpo social.
Mi pregunta seria entonces, frente a esta imperiosa necesidad de resarcirse de la traumática experiencia de pérdida de inmunidad ¿de qué forma interviene hoy el mercado en la habitabilidad. protección y proyección de los cuerpos?
Por último, y tal vez sea éste el exceso más indecible y devastador, nuestro cuerpo social experimentó el traslado de las fronteras de lo posible, forzado a convivir con el horror y el absurdo. Lo que en aquellos tiempos se llamaba entre nosotros "la pérdida de la capacidad de asombro" era su perversión mayor: instalarse en un paisaje inaceptable. Porque no se tenía la posibilidad de afirmar, como lo hiciera la población alemana frente a los campos de concentración: "yo no sabía". Las acciones represivas de la dictadura tenían blancos precisos en muchos casos, pero constituían así mismo gestos aparentemente ciegos, carentes de una racionalidad que hiciera posible ubicar una lógica discriminatoria, logrando así amedrentar al conjunto de la población. Más allá del miedo implantado en los intersticios de toda la sociedad, se trataba también de sufrir por la fuerza, de compartir tal vez, una situación degradada. (Aquí habría que acudir a H. Arendt, en su percepción del "todo es posible" como un no-mundo, como imposibilidad de diseñar una figura del mundo. En la lectura que hace de ella Etienne Tassin, éste plantea la dificultad del perdón que desde allí se desprende: puesto que en el "mal absoluto' es el vínculo humano mismo, es decir, el mundo, quien es objeto del crimen, cabe preguntarse, quién, en ausencia del mundo, podría perdonar...).
Esta sutil complicidad, o contaminación —nos referimos a ella en su aspecto más general, sin desconocer los múltiples microespacios de resistencia que fueron de diversas formas constituidos— instaura una suerte de "deuda", y dificultad de separar aguas: nombrar aquello que se vivió es reeditar aquel descampado de lo humano, su ausencia de ley y la bancarrota de la palabra. Actualiza el contagio que producía la experiencia del "mal".
Pienso que esto explica de otra forma el fuerte deseo de la sociedad chilena de cerrar la puerta de un golpe y dar vuelta la página sobre un periodo que algunos quieren ver como paréntesis o accidente que no debe desasosegar la narración anterior ni el curso actual de la historia.
NUESTRO SUELO ESTÁ CARGADO DE SILENCIO
De manera intermitente, nos asaltan imágenes que remueven trozos congelados de aquel relato: no sólo el juicio seguido a algunos autores de los crímenes más crueles (cuyo desenlace se diluye y difumina en cuanto toca a los altos responsables, alcanzando allí un simbólico punto cero), con las debidas reconstituciones de escena (aquellas, escalofriantes, del caso de los degollados, con el corvo atacameño que hiciera de arma para el asesinato), los esporádicos hallazgos de cementerios clandestinos (hubo un tiempo en que cualquier manojo de cabellos traído por el río Mapocho podía anunciar la cercanía del cadáver de un desaparecido), sino este sobresalto permanente frente a un territorio que se ha vuelto campo minado, en el cual escarbar es ponerse en contacto con un substrato de aquello que hemos reprimido y nos salta a la cara como inmundicia. Pienso en las imágenes que "vomitara" hace pocos días la televisión chilena, a propósito de dos recién nacidas —mellizas, eran— encontradas sin vida en un vertedero, las cuales venían a completar una lista de cuatro casos similares sucediéndose en un breve lapso de tiempo. (Evocamos este paralelo a partir de la sugerencia de Elvira Hernández y Nelly Richard. en un reciente encuentro de escritoras e intelectuales con Francine Masiello en Santiago). Estas imágenes se iniciaban con un gesto que nos ha sido familiar: el rastreo de una zona que desemboca en un hallazgo mórbido (lo fue en el desierto del Norte, para encontrar los cadáveres intactos por efecto de la concentración salina, de fusilados del lugar; lo fue en el campo; lo fue en las cercanías de Santiago —Lonquén— y en el mismo Cementerio General de nuestra capital). Lo que puede sorprender hoy día en este paralelo es que las imágenes de estas guaguas desechadas remiten también a un tópico vedado en nuestra discursividad social: el polémico tema del aborto —así como, en menor grado, aquel del divorcio— susceptibles de provocar nuevas divisiones dolorosas, cuelgan sobre nuestras cabezas sin que se abra curso al debate en el cuerpo de nuestra sociedad.
Y allí se encuentra una vez más el vertedero, objeto de escándalo y litigio bajo la dictadura, basural "a tajo abierto" —parodiando a Chuquicamata, orgullo nacional—, concentración de desperdicios abandonados en barrios marginales, que ponían a la luz, entonces, la pobreza de sus habitantes, los cuales denunciaban a la vez que removían sus montículos en búsqueda de sobras útiles, niños y chanchos disputándose los pedazos, me relataba entonces una fotógrafa.
SALVAR LA PALABRA DE LA GRAMÁTICA DEL MERCADO
Me he referido en dos oportunidades, sin proponérmelo —la tinta realiza sus propios malabarismos— a escenografías que alcanzan un punto cero: aquella del empacho, y aquella otra de los juicios emprendidos contra los responsables de violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura. Este lazo podría sugerir, en los juegos no azarosos que construye la palabra, que ambos cuadros representan los términos tensados de una ecuación: a mayor impunidad de los crímenes —incluyo en esta categoría la necesidad de nombrar, de construir relatos de los cuales sea posible asirse y desdecirse, abrirlos a su circulación—, mayor reconducción de la pérdida de inmunidad en nuestros cuerpos singulares, y en el cuerpo social y cultural chileno. Mientras éste no procese libremente lo vivido —arrancando de la inmovilidad aquel relato único y congelado, actualizándolo y multiplicándolo—, se verá incapacitado para ingresar nuevamente en el ciclo de la alimentación, consumiéndose a si mismo en vez de emprender la consumación de su deseo. ("Hay que salir del neutro" se exclamaba una dirigenta en un Taller).
De no ser así, dejaremos que el mercado, de manera igualmente impune, se haga cargo de la ilación de la historia: su composición (en el sentido literario de la palabra) supone el blanqueamiento de todo proceso, tanto en la elaboración como en la recepción de sus productos: supone la ausencia de los cuerpos (en tanto biografía y territorio), o bien el sacrificio de algunos para "actuar" el exceso que secreta aquella comunidad.
Imagel de José Balmes (Diptico) “Septiembre del 73” (1977)
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Impunidad, inmunidad: economías de la violencia
Por Guadalupe Santa Cruz
Publcado en Revista de Crítica Cultural, Santiago de Chile N°10, mayo de 1995