“Veo a la ciudad acelerada, ajena, difusa, amorfa”, dijo la dirigenta.
“En la noche las llamas crecieron/al arrojar al fuego las tablas/de la
casa que no levantamos”
G. Valenzuela
Los huecos, a pesar de la apretada frase de la actualidad, también forman parte del tiempo. Así como los vacíos construyen historia, y el baldío —el espacio no considerado: terreno en abandono, casa, zona ciega— hacen parte de la ciudad. Los silencios ritman, dan sentido, al discurso.
Es difícil hoy distinguir el desconcierto que atraviesa los ruidos que nos rodean. Es difícil escuchar las formas de la diferencia, de los conflictos que subyacen a la llamada “transición”. El murmullo de fondo del consumo, el aplanamiento producido por el mercado, parece sintonizar una concertación —más amplia que la formal— que propulsa hacia adelante, que promete llenar las lagunas del relato que aun no terminamos de contar, el convulsionado relato de este último cuarto de siglo en Chile. Algo corre en la ciudad. Corremos detrás de algo, corremos de algo, en una ciudad deshabitada por falta de sedimentación de nuestro transcurso. La ilusión de velocidad de esta “transición” parece dirigirse a otro destino que aquel que estamos construyendo en este hoy en el cual no nos queremos detener.
Las propias palabras sufren este vaciamiento de la velocidad —como si al cogerlas, nos encontráramos solo con la piel desechada de algo que ya mudó, se mudó de lugar y significación—. Son ellas por sobre todo que se hallan suspendidas, en transición. Cualquier intento por hablar se ve forzado a atravesar el pequeño desierto que las ciñe: pareciera cada una de ellas encerrar aquellos desaparecidos que recorren también este último cuarto de siglo en nuestro país.
Autoras como Geneviève Fraisse[1], Françoise Collin[2], han señalado un atraso, un destiempo entre las mujeres y la historia: lo han hecho para referirse a atributos, cualidades y categorías que codiciamos o que nos son atribuidos con tardanza, cuando se han vuelto obsoletas o han sido despotenciadas. (En particular, nuestro deseo actual de constituirnos en sujeto, en circunstancias que ya han hecho estallar esta noción). Quisiera indagar en la ambivalencia de aquel mismo destiempo, no ya como falencia, sino como atalaya. Como libertad que puede otorgar, finalmente, el hecho de conjugar mal los verbos, y recorrer los hechos y la memoria de una época en Chile sin avanzar necesariamente en la dirección única del tiempo instituido.
El telón de fondo de nuestro pasado reciente descansa sobre varias trizaduras, algunas de ellas como presente que se repite.
Claudio Durán[3] ha resaltado de qué manera la insistente figura del descuartizado recorre la polarización social y política en nuestro país a partir de la UP. Detrás de la contingencia, el descuartizado me parece sacar a la luz aquel cuerpo social que ha malogrado su vínculo: que viene, desde su fundación, desmembrándose —o amenazando hacerlo— y que, una vez desatado de una institucionalidad que no le hace de columna vertebral, sino, en palabras de Cecilia Sánchez[4], de epidermis, retorna a la violencia que lo constituye, a la imposible diferencia, a la imposible igualdad: al ninguneo, al carnaval de las máscaras, a la fuerza siniestra del más fuerte. Sabemos que nuestro modo de ser ciudadanos, más allá del texto de la ley —"esa señora que llaman Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas” declara Diego Portales—, se afirma en aquel pantano, en el descalce del nombre con el nombre, de la palabra con el texto, del texto con los lugares que, finalmente, son dirimidos en un cuerpo a cuerpo con el otro y con las instituciones. Sabemos que en el paisaje que es nuestro identidades y derechos son objeto de transacciones cotidianas, la Historia viene escasamente en su auxilio y el peso de las escrituras no es definitivo. El descuartizado habita una ciudad del descampado: aquella que escribieron décadas atrás Emar, Donoso, Droguett, la de la Taberna de los Descalzos y su zigzagueante recorrido hasta la guillotina, la del Convento tapiado y el cuerpo-embunche del Mudito, la del Patas de Perro. Ciudades todas de difícil tránsito entre un recinto y otro —dificultad no física, sino simbólica, donde el desplazamiento implica riesgos para el precario orden que se vislumbra y peligro para la propia identidad. El descuartizado es también esta identidad atravesada por fallas: fallas felices que confluyen en una multiplicidad, en la identidad como “suma hipotética” en el decir de Julio Ortega[5]; y fallas como identidad nunca “ganada”, a ser producida y confirmada constantemente en los lugares esperados por los órdenes de la dominación: el orden de las clases, de las familias, del género (entre otros).
Los nombres, el poder de los nombres y de los lugares que éstos confieren, debe entonces confirmarse, asentarse, con violencia. Parapetarse las identidades en el escudo de las familias —en sus apellidos de clase, partidarios, confesionales— o derivar en el anonimato, la indefensión, los dobles y dobleces de la siempre posible ilegitimidad de “sueltas” y “sueltos”. Así como la pertenencia al colectivo masculino del poder —esta hombría forzada en permanencia a actualizarse en su “no ser mujer”, como lo plantea Celia Amorós[6]— debe, en forma literal y a menudo dramática, dar sus pruebas, en y por la fuerza. La figura del descuartizado tal vez sea también la figura de un hombre que duerme en la noche del imaginario como hombre arruinado, en ruinas, “roto”.
El descuartizado que blandía como amenaza El Mercurio ante el “caos” en la gestión de la UP apelaba tal vez a aquel trasfondo, a la par que anunciaba su literalidad a partir del Golpe de Estado.
Ya ha sido señalada la coincidencia de la dictadura militar con la emergencia del movimiento de mujeres en Chile. Ante la expropiación de la calle y la palabra, ante la clausura de la noche y su capturación por el terror[7], ante la pérdida de toda inmunidad —la violación, señalada por Jean Franco[8], incluso de los últimos espacios “sagrados”—, las mujeres sacan las casas a la calle. No solo como voz de las madres —la llamada “política materna”[9]—, salvaguardia de vida en los hijos reclamados y en la subsistencia, sino en la denuncia de la domesticación que se vive puertas adentro, en el continuo de violencia entre “afuera” y “adentro”[10]. (“Democracia en el país, en la casa y en la cama” es una de las consignas que lo ilustra). Las mujeres hablan mientras los caballeros de Chile han callado. Las mujeres escriben desde el desmoronamiento de los lugares y el desmayo de la palabra. El destiempo, aquí, permite instalarse en el hueco de las cosas, en la lucidez de los reveses. La contrariedad se muda en portar las mujeres nombre y firma propia, en una política que rebalsa clase y familia, en práctica múltiple y plural. El destiempo es tal vez aquí juntarse con la otra historia que corre en paralelo: se calza con la falla, y esta coincidencia se torna en discurso de la distancia, de lo afuerino: en discurso crítico.
¿Cuál fue, de ayer a hoy, el cambio de mando? ¿Cuál la conversión, la moneda de conversión?
¿En qué momento se estrechó el canal de nuestra voz, para ajustarlo a los imperativos de la “transición”?
¿Cómo negociaron los sexos el fin de la guerra, la experiencia traumática de la falta de inmunidad? ¿Tenía acaso el mismo sentido para hombres y mujeres?
De los múltiples silencios que amordazan la palabra en transición, puedo discernir dos de ellos, vinculados a esta pregunta.
Uno está relacionado con la negociación que fuese realizada, antes mismo de la “transición”, entre hombres y a puertas cerradas, de las fronteras de la democracia. ¿Qué se trocó allí, y qué se sigue trocando en todas las situaciones llamadas de “crisis”, es decir, cuando el poder militar recuerda y hace visible su tutela? ¿Es acaso el riesgo de quedar nuevamente sin nombre, sin ropaje, librado al descuartizamiento, a una hombría desfalleciente? En este reconocimiento mutuo ¿no es la debilidad, la falla, el secreto que se intercambia obliterándolo, traduciéndolo en negociación, en “gallito”, en arte marcial de la palabra? (Podríamos incluso decir que, simbólicamente, el nombre de algunos, los gestores de la transición, se levanta a cambio de callar el nombre de otros, los responsables. Y que la moneda de cambio de tal comercio son los desaparecidos, recordados y reclamados por mujeres). El pacto se sustenta en un secreto de iniciados. Más allá del trueque realizado ¿no se inaugura allí el silencio como forma de la frase que rige nuestro presente? El fin de la guerra es el comienzo del silencio sobre las diferencias —sobre los lugares de la responsabilidad, sobre los lugares, sobre la responsabilidad; es decir, las primeras palabras del consenso—, el inicio de la gestión del conflicto por especialistas: ésta no solo se ha vuelto producto no tradicional de exportación, sino que parece haber permeado las relaciones sociales en los más diversos ámbitos.
En este mismo escenario ¿cuál fue el destino construido y llevado a cabo por las mujeres? Pienso que la fuerza centrípeta de la “silla musical” (este anodino y cruel juego infantil) que pusiera en obra la institucionalidad naciente, el "tener lugar" (en circunstancias de que los lugares estaban simultáneamente siendo llenados y obliterados) en el edificio por construirse —¿quién queda adentro, quién afuera?—, respondía también a un deseo de amparo proporcional a la carencia de inmunidad vivida bajo dictadura. Se hace de otro modo incomprensible la correspondencia literal entre estos recintos y la especialización de los discursos de las mujeres: su legitimidad arranca del carácter técnico de un saber profesional. Esta bifurcación de la palabra es también la bifurcación de las clases (queja repetida de las mujeres pobladoras respecto de “las profesionales”). Y tal vez se pueda pensar que el hecho de ceñirse al recinto —institucional, predominantemente—, el renunciar al descampado anterior, haya obrado simbólicamente como un llamado a las mujeres a resguardarse nuevamente en todos los recintos, el recinto de los recintos siendo la casa. La Ley de Violencia Intrafamiliar, una de las políticas más visibles del gobierno de las mujeres, puede en este sentido ser leída de múltiples formas: como conquista de la politización de “lo privado” en la larga denuncia del movimiento de mujeres en torno a la Violencia Doméstica, como traducción y desplazamiento de esta misma —que los medios de comunicación se han encargado de focalizar en violencia sobre los niños—, y como salvoconducto para reincorporarse al hogar. Como garantía para volver al orden de las familias.
Este privilegio en reincorporar la fotografía oficial como pose que consagra el orden de lo diurno —la coraza del descuartizado, aquella apariencia que se aprieta entre noche y noche—, que se fía en la superficie del texto, que se entrega a la lengua de madera necesaria a los intercambios codificados ¿no ha hecho acaso que nos encontremos cautivos entre el secreto de los hombres y la política de “plena luz” de las mujeres?
Racimos de mujeres en uniforme habitan la calle laboral. El pool del trabajo precario se halla en la trastienda, fuera del texto. El tríptico dirigido a las empleadas bancarias propone el atuendo de rigor, nominando cabeza, tronco, piernas y pies como los “4 horizontes de la mujer”.
La noche masculina elige su reina del café: “con muy poca cafeína y mucha piel” titula el matutino La Época.
El curso “Mujer y Liderazgo” convoca (a través de la imagen de la Venus de Botticelli) a contactar la “fuerza de lo femenino”, a articular la presencia corporal “con la realidad”, a administrar “técnicas para una buena comunicación”, particularmente en los medios de comunicación, los cuales constituyen en última instancia el vehículo a través del cual nos damos a conocer".
El mercado conjuga en femenino el striptís (los martes o miércoles “femeninos”) y la literatura, el esoterismo en las pantallas o el chisme social como best-seller.
Al otro extremo, en la exasperación de la frase hueca, de la parodia del diálogo, del poder desigual, mujeres pehuenches rompen los platos —y, de paso, las pantallas, como lo hiciera ante el Papa, bajo dictadura, Luisa Rivero— en la mesa de negociación en torno a sus tierras con el Estado.
“Yo ya me estoy cayendo del mapa, ya no quepo en ningún lado”, dice una dirigenta poblacional. Me gusta pensar que una democracia debería —para todos, pero particularmente para las mujeres, en razón de la fijeza de los confinamientos históricos—, jugar de otro modo con las distancias topológicas: acortar aquella entre la casa y la calle, entre la calle y la plaza. Introducir, tal vez, una mayor distancia entre la casa y las mujeres, construir mayor cercanía entre las palabras y el cuerpo de experiencia, el cuerpo del imaginario, entre los órdenes diurnos y nocturnos, para irrumpir a partir de allí en las plazas.
Es precisamente a partir de mi práctica con dirigentas en torno a las dificultades discursivas de las mujeres que se me presenta esta imperiosa necesidad.
En los talleres de oratoria más recientes, ha llamado mi atención el hecho que el polo de atracción simbólico entre las participantes lo hayan constituido, en una de las formaciones una representante de las trabajadoras sexuales, y en otra una dirigenta de las mapuches urbanas. En ambos casos se trata de expresiones de una identidad que se halla en los extramuros de nuestra ciudad, en las zonas de sombra de las relaciones de poder, en su multiplicidad de pliegues.
Esta constatación me ha sugerido el olvido de la noche que atraviesa actualmente la discursividad pública de las mujeres. Como si el encontrarnos dentro del tiempo (tiempo que es también aquel de los recintos y su dialecto) hubiera debilitado nuestra habla. Como si en este espejismo de futuro que conforma el matrimonio de la transición y el mercado, desconociéramos ahora esta noche de los tiempos que son la memoria y el duelo. Como si la experiencia pudiese volverse relato sin las manchas y perforaciones que oscurecen su claridad. Como si bajo la aparente limpieza y nitidez de los albos textos —legales y otros— no yacieran las caligrafías encontradas de los trozos del descuartizado: la violencia de nuestras diferencias vueltas aparente deferencia. Como si entre los textos y la experiencia no mediara aquel bulto arrastrado por la Historia que aun miente, difiere, habla su lengua propia o está buscando sus palabras. Como si hablar no constituyera el costado nocturno de aquel otro escenario sobreiluminado en el cual se administra el lenguaje.
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Notas
[1] Fraisse, Geneviève, “Une enquete philosophique sur l'historique différence des sexes", ponencia al Coloquio Internacional de Filosofía, Santiago, 1990.
[2] Collin, Françoise. “Praxis de la différence. Notes sur le tragique du sujet” en Provenances de la pensée. Femmes/Philosophie, Les Cahiers du Grif N°46, 1992.
[3] Durán, Claudio. El Mercurio/ldeología y Propaganda 1954-1994/Ensayos de interpretación bilógica y psico—histórica, CESOC, Santiago, 1995,
[4] Sánchez, Cecilia. “A la espera del milagro. Naturaleza, Soledad, Mesticidad e Intrahistoria en el mundo social Latinoamericano”, en Ossandón, Carlos comp. Ensayismo y Modernidad en América Latina, ARCIS-LOM, Santiago, 1996.
[5] Ortega, Julio. “La Identidad Revisitada”, en Revista de Crítica Cultural N°11, Santiago, noviembre 1995.
[6] Amorós, Celia. “Violencia contra las mujeres y pactos patriarcales”, en Violencia y Sociedad Patriarcal.
[7] Darío Oses ha señalado así mismo la reducción a la que fueran sometidos los hombres bajo dictadura, al ser confiscada y monopolizada la noche por los militares. Oses, Darío. “Los alardes de la virilidad" en Montecino, Sonia y Acuña, María Elena comp., Diálogos sabre el Género Masculino en Chile. Bravo y Allende Editores, Santiago, 1996.
[9] Montecino, Sonia. Madres y Huachos. Alegorías del mestizaje chileno. Ed. Cuarto Propio, Santiago, 1991,
[10] Stephenson, Marcia. “Hacia el análisis de la relación arquitectónica entre género femenino y raza en Bolivia”, en Debate Feminista N°17, México, abril 1998.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La noche de las palabras
Por Guadalupe Santa Cruz
Publicado en "Escrituras de la diferencia sexual". Raquel Olea, Editora.
LOM Ediciones, 2000.