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CAPITALES DEL OLVIDO(*) [1]

Guadalupe Santa Cruz



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Presiento que el lenguaje no tiene justicia propia.

El cuerpo de las palabras se vuelve a veces una ciudad arrasada. El lenguaje se asemeja a una ciudad en razón del crimen que funda y alimenta a ambos, de las lagunas sobre las cuales ciudades y lenguas se construyen. La perspectiva que buscan establecer las ciudades, el ojo que desean despejar los dibujantes de ciudades está reñido con las formas abultadas de la memoria, con sus paroxismos, con los paradójicos relieves que son suyos. Me gusta pensar que la memoria no fija, sino que hace vibrar sus objetos, juega a desplazarlos. La inmovilidad es nuestra, que nos resistimos a esta rotación. Que creemos poder trocar, permutar lo perdido, como si una falla en el paisaje no trastocara todos los lugares posibles que éste paisaje compone.

Las palabras –ciertas ingenierías del lenguaje– y las ciudades de la Transición han sido el blanco de estas economías de la permuta, a fin de fijar, de cerrar los sentidos. El afán por introducir la precisión en el discurso, hasta construir un léxico público finalmente ruinoso (no todas las ruinas se presentan como ruinas), habla de la compulsión por suprimir el polvillo de los remanentes, por descartar todo aquello que flota fuera de lugar.

Sabemos, en nuestro continente, que vivimos en ciudades-archipiélago, con el frenesí y la dispersión de espacios que son diariamente refundados. Que estas ciudades alimentan la deuda perenne de una historia poblada por nombres tan imprecisos como múltiples. Que entre nombres y cuerpos se ha constituido y se constituye un trecho, una distancia, que ha hecho constantemente rebalsar lo posible (esta capacidad de permanente invención de nosotros mismos), que ha hecho también estallar lo posible: el horror de la realidad de los Desaparecidos. Los hiatos, las trizaduras, el doblez de las palabras han permitido –en los muchos tráficos en y con el edificio institucional de La Gramática de Bello– una feliz ingobernabilidad de los cuerpos en América Latina, pero aquel mismo forado en el lenguaje ha abierto, hace mucho tiempo, pienso, un hueco por donde el hacer desaparecer un cuerpo, un nombre, una biografía, sería imaginable y, por sobre todo, tolerable; tolerable hasta el punto de pensar que podemos seguir hablando luego de que esto haya ocurrido, como si junto a aquella realidad no hubiese desaparecido, también, parte del sentido, de los sentidos, de nuestra lengua.

El lenguaje no tiene justicia propia, pero tal vez se deje acosar por la memoria. La memoria traumática, más que cualquier otra, conmina al lenguaje a hacer de su delirio una composición, a dar vida a nuevas narraciones. No se trata de una carrera, mas, de alguna forma, el tiempo sin forma del trauma, el tiempo alucinado del trauma puede tal vez ser alcanzado en el tiempo que se fragua en y por el relato: tiempo en el cual se reinstaura una autoría –autoría desquiciada, puede ser, que se autoriza lo inverosímil y otros imposibles para confeccionar desde la voz propia lo que fuera pieza de sombras, escena “sin órganos” o, parafraseando a Carlos Ossa, “ciudad sin cuerpos” [2].

La inestable –impracticable– geografía de la memoria (y es precisamente en esta inubicuidad que reside su resistencia, su propia política, tan alejada de la geopolítica y de la disputa por las posiciones) está poblada en Chile de estos sitios que se agazapan fuera del lenguaje, que se alojan fuera del marco de la fotografía. Es de uno de estos sitios que quisiera hablar: forzar las palabras, devolverles tal vez la violencia que ellas encierran.

Hay nombres, nombres de lugares, que obligan a la lengua a tomar aliento. Nombres que no son sinónimo de nada, sino de la memoria que los deshabita y los rebalsa, sino de los sentidos que desperdigan y concentran, del vacío que dejan en la frase por venir. Pisagua es uno de estos, nombre fondeado en nuestro alfabeto, en nuestro paisaje; nombre que sobresalta, que deporta los otros lugares donde creíamos estar situados: nombre sin piso, que nos deja suspendidos –que nos introduce en otra cartografía.

En su difícil acceso y breve geografía, acorralándose entre el mar y la Cordillera de la Costa –vuelta allí montaña de arena–, duerme Pisagua el insomnio de su nombre. Las capas de historia sacuden el temblor de su nombre, la historia lo ensalza y lo sepulta a la vez. Lazareto en el siglo pasado, penal para “La Ley Maldita” de González Videla, cárcel y Campo de Concentración bajo la dictadura militar, emplazamiento de una fosa común puesta a la luz poco tiempo después de instalarse lo que ha sido llamado la Transición Política. Vuelven luego las capas de historia (¿quién, quién escribe la historia hecha jirones?) a acercarlo a la memoria oficial, como campo de batalla y gloria de la Guerra del Pacífico, como gloria del Salitre, como puerto principal. En su seca angostura, Pisagua concentra fragor y silencio, lepra, combates, trabajo de extracción del abono y de la pólvora, tortura y horror, desapariciones. La misma historia la hace vivir y la suprime. Y ante su callada manera de sustraerse, uno sabe estar frente a un enclave cuyo dolor ha organizado el relieve de otras ciudades -que parecen remotas desde allí- y los estratos de otros poderíos -que parecen no incumbirle en su borrosa y descuidada apariencia. Por ello, Pisagua no es un monumento y Pisagua tampoco es un pueblo.

Pisagua, a la inversa de la pasión operática nacional por el decoro y las apariencias, semeja el decorado en desuso de una película que ha sido abandonado a su suerte. Parece escenario de una obra atemporal, a punto de caer al mar, de ser recubierta por la arena. O copia en miniatura de esta frágil y angosta franja de tierra que es la carta del país. O réplica del estrecho y quebradizo discurso nacional que, a fuerza de omitir la violencia de las desigualdades que constituyen y han constituido su historia, precipita el horror en los mismos blancos (en las mismas lagunas): así, al otro extremo del país y espejeando a Pisagua, la isla Dawson, escenario de una parte de las políticas de exterminio de los indígenas de la Patagonia para hacer posible la “colonización” de aquella zona, y lugar de reclusión bajo la dictadura militar. Hay entonces cuerpos y experiencias que son desaparecidos físicamente y, luego o simultáneamente, un relato extinguido en la palabra común. El ensañamiento, la repetición de los mismos gestos en los mismos sitios estaría hablando de esa voluntad de desconocer.

No es que Pisagua se encuentre en los extramuros del mapa, alejada más que otra ciudad por invisibles aduanas: este pueblo, que no es tal, se haya cruzado por una frontera, la misma que recorre las ciudades chilenas de hoy y que no deja nada en su sitio. Capital –entre otras capitales, a las que remite o por las cuales es remitida– del no-lugar, del una cosa por otra, de las coordenadas fugaces.

Para la azarosa visitante que yo fuera, y sólo en tanto tal, en tanto mirada ahíta desde el afuera, se me hace imprescindible intentar realizar una titubeante topología de Pisagua, escarbar ya no en el suelo mismo, sino en los nombres, en el uso de suelos y nombres que vienen a golpear el sentido. (Los sobrevivientes de Villa Grimaldi, en Santiago, nos han enseñado que es posible hacer una topología de los lugares-límite, que es incluso posible bautizarlos, otorgarles nombres mediante los cuales no sólo ellas y ellos mapearon lo indecible, sino que reintrodujeron el afuera, la memoria política del afuera que los condujo al encierro, ampliando de este modo sus sentidos[3] ).

En su acceso por tierra, desde la altura de los cerros, Pisagua aparece como irrisoria materialización de un nombre, como ruinas insignificantes, pueblo fantasma, o, simplemente, como una pequeña y caótica ciudad latinoamericana (que, al decir de Joaquín Velasco[4] , engarza casas, edificios, eriazos, corral de cabras y gasolineras según un principio de vecindad, más que de continuidad). Una angosta calle de tierra sujeta su dispersión, al fondo de la cual se ubica la antigua Cárcel, a su vez ex-Penal. Apegado a ésta, la antecede una casa colonial, con un patio central de exuberante vegetación, que fuera el Cuartel de la guardia y que ha sido hoy, luego de la compra de todo el recinto por particulares, convertido en Hotel.

Sobre los roqueríos altos, la precaria Torre Reloj custodia el no-paso del tiempo. Al extremo sur, rodeado por muros de piedra, el llamado “edificio ex-hospital”, erigido el siglo pasado.

Al extremo norte, el cementerio, la fosa común excavada hace pocos años, recién descubierta (como sólo puede serlo semejante hallazgo, siempre recién, más allá del entendimiento, en el crujir de la cronología). En su entorno, los carcomidos mausoleos señoriales, talladas en madera al modo de un corral, adornados de vez en cuando con flores de metal o papel. Sobre un pomo tallado, en la esquina de una tumba, se halla posado el cráneo de un esqueleto. Pocos metros más allá, al levantar una calamina oxidada que cierra una pequeña fosa abierta en la tierra, el cadáver intacto de un inglés de la burguesía del siglo pasado, ataviado con su traje de fiesta.

En la parte baja del pueblo, restos de las construcciones del Campo de Concentración.

Entre la calle central de Pisagua y el mar, sin transición –las olas golpean contra las calaminas de su muro trasero–, el más imponente de los edificios, el Teatro Municipal, que fuera ocupado como cárcel bajo la dictadura.

Todas las imágenes de este pueblo se agolpan en una frase escrita a pulso sobre un muro interior del segundo piso, que fuese el recinto de cautiverio de las mujeres: Adiós, suerte para los que lleguen. Este diminuto jeroglífico que nadie visita, como huella no dispuesta a la vista, contrasta con los petroglifos gigantes extendidos sobre la loma de las montañas en el camino hacia Pisagua. Rasgado, grabado en el yeso o adobe por una presidiaria, es custodiado ahora, así como el resto del Teatro Municipal, por una mujer retornada de exilio, suerte de ermitaña de los signos. Se accede a él tras un laberinto de escaleras que hay que subir y bajar evitando las vigas podridas, luego de atravesar la nave central del Teatro, donde los palcos y la platea de pino oregon reflejan el indemne y lejano esplendor del salitre. Sobre aquellas tablas vacías, que miran ahora de vuelta al espectador, realizaban los presos sus espectáculos teatrales. En un ala del Teatro, habilitada para el público, la mujer retornada ha confeccionado, con un proyecto financiado por Fondart, un Centro Cultural que reúne algunos libros clásicos y videos de Walt Disney, para los ciento cincuenta habitantes de hoy que luchan contra la mar mala y la memoria[5].

Un folleto de Sernatur (Servicio Nacional de Turismo) –“Pisagua Excursiones”– presenta cada uno de estos edificios como monumento, sugiere la visita de promontorios y acantilados y agrega a sus fotografías imágenes de la caleta de pescadores, de la actividad náutica en Pisagua –el esquí acuático y una bañista en bikini–, del surfing en las playas de Pisagua Viejo y, respecto de estas últimas, recomienda promover el respeto a las numerosas evidencias arqueológicas desprotegidas en dichas áreas.

Es este un sitio, entonces, donde los lugares se desplazan, huyen: la cárcel es hotel, el teatro es cárcel, el cementerio fosa clandestina (o fosa abierta), las playas canchas de deporte y zona de vestigios precolombinos desperdigados.

Si no supiera que Pisagua abriga una imposibilidad de decirla, si no supiera que yace allí la palabra fisgándonos desde el ojo desorbitado de su abandono, arrastraría el silencio, una y otra vez, como aquel loco[6]  que cubriera los muros de Santiago escribiendo 400.000 veces de poder2.000 veces de poder,  6.989 años de circo: permanecería muda.

No escribo pues sobre Pisagua. No podría escribir sobre Pisagua. Algo allí permanece intacto, y mientras ello sea así nos veremos forzados a explorar lo dicho, lo que queda por decir, lo que hubiésemos deseado decir, hasta los confines del lenguaje. Escribo sobre el impacto de Pisagua en las palabras. Pido prestado los vocablos, no a quienes dejaron de decirlo, no a esas voces que se sustraen en medio de la frase, cualesquiera, proferida en Pisagua, sino a los libros del encierro que a veces se nos dan a leer, a su endeble caligrafía.

Fragmentos de ellos fueron pronunciados por un azaroso acompañante, el conductor[7]  del vehículo en el cual recorrimos los trozos de este pueblo y que, habiendo sido detenido allí para el Golpe Militar, no había vuelto a este pueblo desde entonces, es decir, desde hacía veinticinco años.

Todo relato es una cierta lumbre que se imprime a las sombras, una cierta inclinación para ver, una cierta ceguera. El suyo lo era de manera amplificada, pues miraba por primera vez el paisaje de un lugar de su memoria donde había sido llevado con una venda sobre los ojos. Mi propia memoria rasgada por la extrema concentración, por la desmesurada dispersión del lugar, por el relato entrecortado que se sobreponía a éste, han hecho que yo separe narración y topología, como si este escenario se tornara un filme que no puede sino escindir imagen y sonido, como si mi lengua hubiese sido alcanzada por la difuminación de aquel pueblo.

Por ello sólo hablaré del azar. De las formas del azar que, según este sobreviviente, se jugaron en Pisagua.

Los guardias del campo de concentración preguntan a los presos, en el horario de recreo, por el paseo de su preferencia, tras lo cual alinean a los hombres en dos filas. Ellos, los presos, ignoran el hecho que elegir tal o cual dirección en el angosto pueblo significa permanecer en vida o ser conducido ante el pelotón de fusilamiento, dar un paso en el juego de la muerte concebido por los guardias.

Los guardias echan a correr a los presos por las dunas de arena. Aquel que escala con prontitud y logra izarse más arriba de la línea del disparo de la ametralladora, salva ileso.

Hacinados en las breves celdas de la cárcel, los presos duermen de pie. Los guardias ofrecen una hamaca. Tras algunos días en los cuales los presos verifican que desaparecen hombres de la celda, retoman su incómoda y casi imposible postura vertical para dormir. Quienes habían tendido su cuerpo en la hamaca lo habían marcado sin querer con una cruz, con el juego tramado por los guardias. Detrás de la noche había otra noche. Y en esa otra noche un puñado de hombres en uniforme jugaba al azar.

Un golpe de dados no abolirá jamás el azar, escribió Mallarmé.

La frontera de Pisagua, una de ellas, es el más acá del azar y el allende de su gobierno.

Los oficiantes de la tortura y de la muerte se hacen del timonel del azar, organizan su circo volviendo visible lo imprevisible, haciendo girar en su ruleta monstruosa aquello que no tiene dirección, tornándose productores del absurdo, del sinsentido, a través del poder de matar dos veces, si acaso ello es posible, de ensañarse con la muerte, de escribirla con sus propios dedos.

A este lado del azar, el poema, la palabra que se busca a sí misma, que habla en el desorden, indagando en las líneas de fuga que lo salven de la muerte del sentido. A este lado del azar, en sus avatares, los cuerpos sólo corren su suerte. Y los gestos, las políticas que son suyas, intentan hacer de ello una obra, dibujar, construir una suerte de justicia en las asimetrías que les depara la historia.

¿Cómo dar cuenta de esta pequeña y extrema guerra en torno al azar? ¿Puede la historiografía incorporar estas manchas de sentido –manchas que se expanden, sensible, contagiosamente, sobre aquello que las circunda– en las grandes comprensiones de una experiencia colectiva? A los proyectos políticos en pugna en aquella época ¿se pueden sumar las borrosas figuras éticas que se desprenden de los gestos, de los incontables gestos que rebalsan las categorías más racionales de lectura de lo gobernable y lo ingobernable? ¿Está el poema sólo encerrado en los libros, o cruza éste acaso los espacios, los cuerpos, para escribirse en el desencuentro entre el lenguaje y los acontecimientos?

Y ¿cómo hacer de este nombre impronunciable, Pisagua, memoria política activa, es decir, no sólo relato didáctico –Nunca Más–, sino poético, a saber, lugar que enloquece el discurso unívoco y lineal, que hace proliferar las preguntas en torno a las políticas del lenguaje, y otras, que hicieron posible aquel lugar. ¿En las políticas del olvido, es Pisagua capital de Santiago, o Santiago capital de Pisagua? (la flagrante amnesia del Teatro Municipal de ésta mostraría el encubierto abandono a la desmemoria del Estadio Nacional de aquél) ¿Podemos, en América Latina, compartir el agudo análisis de Jean-Louis Déotte[8]  según el cual  “así como todo es susceptible de convertirse en mercancía (…) todo puede convertirse en patrimonio”? ¿Cuál destino le es reservado a los objetos de la memoria, cuál destino propulsarles en nuestras ciudades que no recogen historia, en nuestras nombradías donde, pienso, no ha sido aún dirimida la pugna entre las desencontradas herencias, haciendo imposible los nombres definitivos?

No somos una cultura de memorial, a la vez que la memoria nos acecha en las esquinas de las calles, de las páginas, de los recintos, del habla. (El cuarto reservado a la fotocopiadora en la actual sede de una Escuela Universitaria de Periodismo, anteriormente Cuartel de la DINA, se superpone –¿se sobrepone?– a la antigua sala de tortura: en momentos de reocupar el recinto, todavía permanecían allí los innumerables enchufes en los muros). No posee centro, Santiago, y el museo va por fuera, mientras los habitantes son ahilados y aislados –del otro, diferente; del azar del encuentro- en Condominios y Bloques. Las eventuales piezas del museo o del memorial se desperdigan como los restos precolombinos en las playas de Pisagua. Tropezamos con ellas: no están inmovilizadas en ninguna colección, pero tampoco circulan, no circulan en los espacios públicos del lenguaje, que ha resultado ser el principal objeto en transición. Circulamos –o dejamos de hacerlo- nosotros, nuestros cuerpos, como trozos dispersos de un museo abierto, sabiendo sin saberlo que la historia trastocó profundamente nuestra propia noción de cuerpo, que la falta de inmunidad vivida bajo dictadura desplazó los límites, las fronteras de aquello que llamamos cuerpos y que ello nos confunde y nos funde a los lugares, a los recintos, a las ciudades. Esta fusión tiene diversas consecuencias: si somos las ruinas que son las ruinas que presenciamos y nos sobresaltan a diario, podemos –nosotros, este cuerpo plural[9]  que fue, en la historia, objeto de castigo- ya sea devenir los invertebrados cuerpos, individualizados por un afán pero carentes de singularidad histórica y subjetiva, que precisa el mercado (aquellos que modelara la larga transición política de estos últimos veinticinco años, haciendo del olvido un capital). O bien, estos mismos cuerpos confusos y sin puerto fijo, aparecer de manera múltiple, despedazada, en los acantilados que separan a la ciudad de la ciudad[10] , volviendo manifiestas las enrevesadas fronteras internas que la cruzan y que hacen de una urbe la capital de algún silencio.
El artista visual Juan José Acevedo ha buscado, a través de diversos trabajos, construir formas de intercepción, de rescate, de asentamiento provisorio de lo perdido. En uno de estos trabajos en torno al duelo y a lo desaparecido, este artista transcribe una taxonomía del estado de conservación de la flora: Especies en extinción, extintas, en peligro, vulnerables, raras, insuficientemente conocidas.

Revertir el olvido sería, mediante el gesto y la palabra que invita a conocer (pero ¿cómo, cómo se conoce?), impedir la segunda desaparición de lo perdido.
Tal vez haya querido aquí sólo devolver Pisagua a las palabras.

Como otros enclaves, sobre y en torno a los cuales transcurre nuestro presente, se me hace imprescindible excavar en las otras piezas faltantes que han hecho y hacen sistema con Pisagua, con su intento de apoderarse del azar, de hacerlo trabajar para sí, haciendo desaparecer al otro, haciendo del otro un juego, un ninguno.

Nuestra ciudadanía se haya perforada por esta asimetría.

Tal vez la justicia, la justicia de los nombres, lugares y responsabilidades pueda, hoy, devolvernos parte de la falla que nos atraviesa: el fondear nombres, a cambio del surgimiento de otros; el desaparecer cuerpos, a cambio de la inmunidad de otros cuerpos; el trocar azar por sujeción, por subordinación.
Tal vez sea la justicia un intento por devolverle al azar su libertad.

 

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Notas:

(*) Publicado en Políticas y Estéticas de la memoria, Nelly Richard editora, Cuarto Propio, 2000, y en la revista  París, Francia, 2001.

[1] Dos complicidades recorren este texto: aquella de Sonia Montecino, con quien compartí el azar –un error de fechas que terminó conduciéndonos a otro lugar de aquel previsto por nuestro trabajo–, el silencio y las palabras en la visita a Pisagua; aquella de Carlos Ossa, con quien compartí este impacto y con quien soltamos las primeras hebras de un relato cautivo.

[2] Carlos Ossa, “La desaparición del Narrador”, en Revista de Crítica Cultural Nº14, Santiago, 1997.

[3] Los detenidos de Villa Grimaldi llamaban a ciertos emplazamientos del centro de tortura con los apelativos de las estrechas viviendas sociales de la época.

[4] Joaquín Velasco. “La mano empuñada y la mano extendida”, en Primer Coloquio Suelo Americano, América, Espacio Historizado, Espacio Narrado, Escuela de Arquitectura, Universidad Arcis, Santiago, 1999.

[5] En este Centro se encontraba a la venta, en momentos de mi visita, un texto, fotocopiado y anillado, de un nativo de Pisagua (Oscar H. Romero Gallo, Pisagua, Sus Glorias, Sus Penas, Sus Esperanzas) que, tras una larga estadía fuera del país, cuenta la historia de lo que él llama esta “caleta” y describe pormenorizadamente  su geografía y sus monumentos. Dedicado a la Marina de Guerra de Chile y a los soldados caídos por nuestra Patria en Pisagua durante la Guerra del Pacífico (1879), el texto (además de contradictorios juicios que intentan relativizar los acontecimientos de 1973 y resistir a la estigmatización –políticamente interesada, según el autor- de Pisagua) rescata distintas memorias del pueblo. Destaco una de ellas: a su regreso a Pisagua, el autor constata que “la patita” -el pie disecado de un indígena que conformaba el cementerio indígena del lugar, llamado treinta años atrás por el mismo nombre, “la patita”- ha sido enterrada y que, en su lugar, se encuentra una placa que lo marca como cementerio de los soldados caídos en la Guerra del Pacífico. Sepultar los cementerios: ¿no es acaso la misma operación que se lleva a cabo hoy, en Pisagua mismo?  Escribe el autor: “(…) puedo decir, casi con exactitud, que no son más de tres o cuatro personas, de las muchísimas que he conversado durante mi permanencia en Pisagua, quienes han tenido conocimiento que en el pasado no muy lejano hechos similares (los hechos acaecidos en 1973) habían tenido lugar en esta misma caleta”. Y, efectivamente, el sonido que más acongoja en esta “caleta” es el silencio, la mudez con la cual los habitantes envuelven a Pisagua.

[6] Registrado por Isabel Larraín, El Camino más alto, LOM, Santiago, 1999.

[7] en misión de servicio en una institución para la cual debíamos trabajar en la zona.

[8] Jean-Louis Déotte, Catástrofe y Olvido/ Las ruinas, Europa, el Museo, Cuarto Propio, Santiago, 1998.

[9] Pedro Lemebel. La esquina es mi corazón, Cuarto Propio, Santiago, 1995.

[10]Parafraseando a Guillermo Valenzuela, que escribe:” (…) en un campo de mendigos retirados del azar,/ cerca de la quebrada que separa la ciudad y la casa”. Húsar, Ediciones Bajo el Volcán, Santiago, 1995.



 

 

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