No son un texto, las listas, no constituyen un capítulo y aún menos, un libro. No son —en apariencia— literatura. No se componen como poema ni novela, su orden es dictado desde afuera. Letras que fueron precipitadas ahí, sobre el papel, y se enderezaron juntas, luego de que algo sucediera o fuese a tener lugar. Listaré algunas, para alejar, dotar de distintos modos su carga. Hay listas de:
espera
deudores
asistencia
postulantes
pasajeros
sorteados
rezagados
exonerados
etc.
Hay listas negras, hay listas de útiles, de compras y de encargos. Existen aquellas que garrapatea una mano, aquel gesto neurótico que desconfía de la memoria inmediata, que anota para luego tarjar la minucia, el deber, las tareas cumplidas.
Hay listas dramáticas —de víctimas fatales— y listas portentosas, de caídos. Ellas estampan una memoria que no puede fugarse: listas de ejecutados, listas de desaparecidos (a éstas deben haber precedido listas siniestras, comandadas por responsables cuyos nombres y autorías aún están en fuga). Por ello, nuestra historia reciente hace de aquella vertical sucesión de señas, de aquella lacónica enumeración de nombres, una violenta laguna en la cual leemos, no podemos dejar de leer, en cada línea, en las entrelíneas y en aquella caligrafía roja que se acuesta siempre bajo los textos literarios, una trizadura (para cada nombre), un forado (para cada nombre), un pozo (para cada nombre). Esta grafía se vuelve signo, signo cardíaco. Hay vida y ausencia y una interrogación que nos fisga, un piso que se derrumba una y otra vez en aquellas listas que cuelgan como cuerpos suspendidos, como historia en busca de relato. Si nos dejamos caer, junto con cada nombre, en el vértigo de su silenciosa singularidad, puede ser, no por desmedrar el sentido de las listas portentosas sino, por el contrario, para ir en contra de esta cultura que convive y tolera la desaparición de cuerpos, puede ser que leamos la guía telefónica como una novela. Como una novela inabarcable.
Las listas que escamotean esta perplejidad hacen parte del Archivo cualesquiera que administra la vida como información. La información entendida como listado, que equipara acontecimientos y experiencias, suprimiendo las preguntas de la cual cada uno, cada una, es portadora, y la particular humedad que las envuelve, no es otra que la violenta indiferenciación que manipulan los operadores de discursos, como la empresa Benetton y sus “colores unidos” o el violento travestismo populista de Lavín. Estas operaciones mercantiles y políticas invitan a alistarse, a enrolarse en un circuito que, paradójicamente y a pesar de las imágenes que sugieren lo contrario, separa a los cuerpos de su historia, les sustrae su densidad histórica, para fetichizarla en un montaje publicitario.
Se da, entonces, el ser parte de una lista, de varias listas. Es hallarse aplanada en plantillas que ordena una lógica única, la cual anota y ahíla este nombre sustrayendo los huesos de aquel apelativo. En estos huesos se alojarían, también, los otros nombres que componen y completan aquel nombre: el apellido de la población —hoy tarjado y suplantado por un número de paradero— el apellido de la zona geográfica —hoy reemplazado por un número de región—, el apellido de las pertenencias comunitarias o políticas —hoy ordenado en grupos y determinaciones socio-económicas—, los apodos, sobrenombres y chapas que quiebran y multiplican el nombre domiciliado —reducidos al “alias”—, y las entrelazadas biografías e historias compartidas, vueltas “curriculum”, informe o “memoria” de actividades. Todos los pronombres están hoy en listas, en bancos de datos que constituyen un capital. Estas colecciones se construyen en base a tratamientos de la eficacia y la precisión, que aíslan y vuelven a agrupar por categoría a los nombres. Pequeñas operaciones quirúrgicas, fríos manoseos que desagregan a los cuerpos, singulares y colectivos. Que desmigajan la historia. (No es casual que entre la noción de pueblo y aquella de la gente se ubique un tiempo de torturas y de terror. Allí se fraguaba, ya, la dispersión necesaria para establecer las listas de nadie de la ingeniería social y del mercado).
Lejos de éstas, de las listas concertadas y de las otras dictadas por la estética Benetton o por el montaje Lavín, la precariedad de las listas —ya sean las que llamé portentosas, o la lista elemental de mercaderías escrita con tiza sobre la pizarra del almacén, o las listas irrisorias que ordenan poéticamente aquello que escapa—, su temblorosa sobriedad, aluden más bien a algo que falta, a alguien que ha sido restado: enumeramos porque no tenemos.
De no ser así ¿por qué una lista alfabética, que derrama nombres, apellidos, edad y oficio, expuesta en lugares públicos de Santiago —la sala de baile del Refugio Peruano I, la boletería de la Estación Central de trenes— ha provocado el sobresalto, el desasosiego, de trabajadores y viajeros que merodeaban en estos emplazamientos? Como si ellas, ellos, fuesen interpelados por una hendidura que desde la lista los traspasa. Como si tropezaran con una ausencia. Como si aquella puesta en lista dejara a la vista la amenaza, cumplida literalmente en el caso de las y los desaparecidos, en la cual nos debatimos: ser la gente de los agentes de algún programa.
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Por Guadalupe Santa Cruz
Publicado en la Revista de Crítica Cultural Nº24, Santiago, junio 2002