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El espesor de las palabras

Guadalupe Santa Cruz
Publicado en
Lo que vibra por las superficies. Sangría Editora, 2013



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Cuando no hay otra manera de recorrerlo, de decirlo: el paisaje es extrañamente conocido, pero la lengua ajena. Huyen las palabras, resbalan como mercurio sobre los hechos. De los acontecimientos a la experiencia el flujo no es únicamente feliz, va entrecortado por aquella distancia. Solo se ve lo que se conoce, pero también, por cansancio, por desgaste de las cosas y de la mirada, solo se ve aquello que se inventa. La invención intentaría aquietar el espasmo, el desconcierto entre las cosas, acortar la distancia entre los acontecimientos y la falta de palabras.

Son cuerpos incómodos aquellos que escriben textos a modo de ensayos. Ensayan una y otra vez medirse con los órdenes que amenazan enderezar su puño, rompen una y otra vez la coraza de las palabras, esas armaduras que son las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje, forzadas a avanzar reafirmando su pertenencia a un linaje, deuda siempre abierta con el saber que se paga con el gesto repetido de la restitución: creer en la transparencia de los vocablos, en su falta de densidad. (Como si la escritura no debiera traicionarse a sí misma para juntarse con el engaño de los acontecimientos).

Quienes escriben ensayos tienen el pulso malo de los viajeros, mal estivados, empujados siempre a trasbordar y recomenzar sus maletas. Viaja Mistral, viaja Benjamin, viaja Martí, viaja Sarduy. Hubo y hay tal vez una noche, los focos iluminan el andén con aquella luz anaranjada de los sitios que no existen más que para los otros. El andén es igual a otros andenes, sin embargo tan distinto en la nitidez con que los ojos del extranjero intentan atraparlo. Transpira expulsado del itinerario que recorre. Huye con la espalda y de frente, viaja, ingresa en los paisajes con el semblante ahíto de la sorpresa. Su cuerpo se entrega, se defiende (nadie se desplaza sin pérdidas): secreta palabras. Los rieles bifurcan como frases iniciadas que se lanzan en diversas direcciones. Quien viaja no encuentra continuidad fuera de sí, busca un punto de unión en su cuerpo disgregado, busca la diferencia entre un lugar y otro que pueda finalmente reunirlo. El lápiz es quebradizo, como la lengua, como los sitios sin zócalo, como las bibliotecas manoseadas y leídas en desorden, como el pensamiento que quedara suspendido en cada trunco lugar. No prosigue la frase heredada, aquella que se encerró en los múltiples recintos que atravesaba. (Carl Einstein escribe rehusándolos, desde su propia intemperie). De esos recintos guarda algunos trofeos, papeles arrugados en los bolsillos, en la memoria, que atan una a otra no las materias, no la serie encadenada de la enciclopedia, sino la propia desazón, la luz, la alucinación, las heridas en los ojos. No escribe con la punta de los dedos, escribe acostado en el papel, levanta actas de aquello que lo deja fuera, bosqueja un lugar y una palabra posibles de habitar.

Ensayan escribir quienes viajan, quienes han quedado atrapados en el remolino de alguno de esos tránsitos. Algo se desliza a favor, pero algo se desliza también en contra: se abre un trazado contrariando el aire y ese aire se adhiere con un leve temblor que se agita bajo la máquina (o bajo el cuerpo, no se sabe). De noche, sobre todo, se hace más insistente. En los puentes o viaductos donde quedan revoloteando esos revuelos que trasladan los cuerpos llevados aparentemente por las máquinas. Las obras viales acortan el paisaje, salvan un obstáculo y éste se resiente, de ahí el retumbo de la velocidad atrapada entre las columnas de la baranda o entre los fierros de contención de la estructura metálica: algo se concentra y se expande (se trata tal vez de una quebrada, de la indicación de otra huella). Los neumáticos, más blandos al cruzar aquellas superficies sobre el vacío zumban marcando un traspaso, los fierros transpiran vapor, como si los artefactos lanzaran al aire el vaho que los pasajeros retienen en la cabina de las maquinarias, protegidos de la conmoción. El roce se va escribiendo a pesar de sí.

Marguerite Duras en el atracadero. Antes, siempre y aun después, antes de cruzar el Mekong aquel día. Varias novelas, distintas posturas del cuerpo para escribirlas, un ensayo tras otro para fijar aquel tiempo que vuelve, para repetir la palabra, el momento de la palabra antes sin dejarla atrás. Río, delta o alcohol, un mismo antes, la misma travesía que detiene el curso de un tiempo ya declinado pero aún por escribir. O el intervalo, el antes y el después con que marca –no solo el espacio– la puerta de un recinto de detención. Puntuación violenta que imprime aquella puerta cada vez que es abierta y cerrada, en el recinto de detención clandestino donde impera la impunidad más radical, fuera de alfabeto. Puede ser nombrada la puerta en su esclusa temporal, en su feroz domesticidad, pero del alfabeto quedan fugados aquellos cuerpos que han sabido del antes y el después. Y, para aliento de las palabras, otros textos echarán mano a otras puertas a modo de balizas que reparten el lenguaje a orillas del alfabeto: las imágenes en La nueva novela de Juan Luis Martínez, leídas por Armando Uribe como la callada puntuación que da su forma a esta obra. ¿Puntuación que excede las palabras? Tal es la desproporción en el exilio del abecedario, en la travesía que no puede sino inventar sus propias «señales de ruta».

¿Y el cuerpo cada vez más pequeño (en el recuerdo) de la descripción del emigrante en Nueva York por Martí? ¿Y la descomunal W en el paisaje de la infancia de Perec? Todo ensayo busca devolver a las letras la dimensión que le ha sido escamoteada por el uniforme alfabeto. Como si no nos hubiésemos enredado en alguno de sus signos y no fuesen el tartamudeo, la dislexia y la inaudita propensión a los lapsus una intensa relación con ese orden que nos antecede, y por el que queremos contra toda tranquilidad enhebrar palabras, enervarlas.

Se las pone en movimiento, entonces, como quien ensaya un nuevo juego. («Elevo la apuesta», frase materna evocada por Derrida como pulso y desafío para la escritura de Circonfesión ). En el aire detenido del viaje, en la fijeza que remeda su rotación, suenan de pronto nítidas algunas palabras, como si fuesen proferidas en seco por la memoria o si las escupiera el lugar hacia la ausencia de quien escribe. Las vio colgando de un letrero, cruzando una plaza en dirección a un cuerpo como si fuese un modo habitual de interpelar, entre las líneas de un menú, en la fulgurante imagen del despertar –así Benjamin–, en el pensamiento escrito de una mirada que no le es dirigida, en la mirada que percibe en otro importando poco a quién pertenece porque lo hace mirar y escribir en un mismo gesto, desde aquel intervalo que separa y une las cosas cuando se está de viaje (cuando no hay lugar). Se aferra entonces a las cosas, camina sobre ellas para darse un entendimiento. Pero es el desplazamiento el que piensa a quien escribe, es la distancia.

Estas viajeras, estos viajeros que piensan en y por el espesor de las palabras –su último equipaje– abren con su escritura un forado en los paisajes ya conocidos porque ellos, a su vez, no han revocado, no han querido abandonar un paisaje primero que les ciñe la frente y desde el que resisten al discurso instituido. La nítida desolación de los objetos contra el desabrigo de las montañas del Elqui, su terrible desigualdad para la palabra desbocada de Mistral. El trémulo cuarto culpable de Bataille sobrecogido por los ojos vacíos del padre, por la guerra, cuya única ventana da sobre la noche por donde el derroche escapa. Las calles de San Pablo observadas y transpiradas por el éxtasis de Perlongher. La distancia entre el disfraz, la piel y el tatuaje en que desmaya Sarduy. La ciudad vuelta página sin borde, cada objeto conminando la lectura de Benjamin que de miniaturas hace monumentos y que reduce los “panoramas” a unas líneas de estenografía, con su tiempo vuelto imagen y la imagen vuelta pensamiento.

Estos ensayos que urden un pensamiento en la escritura y no antes de ella, que se niegan a limpiar la letra de la mugre y las hilachas que le adhiere la experiencia, no pueden más que desbaratar el orden del discurso, que es el orden de los lugares. Su texto es desencajado porque se desplaza entre una temporalidad y otra –esos pespuntes que duelen–, entre una institución y otra –esos tramados que restan aliento–, entre una institución y sus descampados: esos campamentos que flotan dentro y fuera de la ciudad.

En nuestro continente que ha sido viaje –viaje por un tiempo plural y simultáneo, viaje entre las lenguas, entre el acato y la evasión de sus propias reglas, entre lo denominado y el nombre–, ¿cómo dar cuenta del ahuecamiento que acompaña el corazón de nuestro acontecer? La presión implacable del futuro que aparece como valor dominante y que reduce los otros tiempos al silencio, el machacamiento de un futuro desgranado en actualidades, en instantes que se queman unos a otros como ruinas inmediatas, las pantallas reflejadas en otras pantallas por un tiempo que no permite levantar su relieve, es sin embargo en este espacio calcinado por aquella velocidad que se hace preciso escribir.

[1998]



 

 

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Guadalupe Santa Cruz
Publicado en Lo que vibra por las superficies. Sangría Editora, 2013