Todos los hijos del mundo es un libro de poesía del artista visual Paulo Cuello Almonacid (Talcahuano, 1983), editado e impreso en Taller del Libro en el año 2024. La circulación de este poemario ha sido silenciosa y ante la creciente aparición de títulos de toda índole, estamos al debe en la producción de comentarios y crítica sobre las publicaciones de los diversos sellos editoriales de Concepción. Sea este un pequeño gesto, una invitación que convoque a la comunidad de lectores.
La figura en la portada de Todos los hijos del mundo trazada con lápiz rojo podría ser una flor alada o quizá un extraterrestre. En la contraportada veo otro dibujo, quizá es una medusa, también podría ser un extraterrestre. Probablemente no es ninguna de las opciones que aquí describo porque la subjetiva imaginación es tan diversa como única y los niños ven cosas que los adultos no siempre vemos.

Paulo Cuello Almonacid
En la vasta poesía chilena no son pocos los autores que han poetizado la familia, la paternidad y maternidad. Pienso en Gabriela Mistral, Winett de Rokha (Oniromancia «Fruto maduro, caerá de mi vientre;/ palpita, se dora como un maizal en sazón/, nada le inquieta sino ser»), también en Pablo de Rokha (Específicamente en el poema “Carlitos” de Los Gemidos «¿de dónde viniste, Carlitos, de dónde viniste? ¿quién eres? ), Humberto Díaz Casanueva (La hija vertiginosa «¡Crece madre eterna hija mía crece! /Ya no distingo entre ambas/ a la mayor/ a la que huye como un nudo por el velo»), Gonzalo Rojas (El recién nacido), Nicanor Parra (Catalina Parra), Enrique Lihn (En el “Monólogo de un padre con su hijo” nos regala un instrumento mental «Nada se pierde con vivir, ensaya; aquí tienes un cuerpo a tu medida» que uno debería repetirse hasta morir), Roberto Bolaño (“Lee a los viejos poetas y no te arrepentirás” es una clave en los poemas a Lautaro), Alejandro Zambra (+ paternidad = grandes hits), se unen a ellos una lista extensa de poetas a los que se suma el libro de Cuello Almonacid que trabaja su visión con los materiales que surgen en los intercambios que se dan entre el hacer y ser familia.
Un padre observa el crecimiento de los hijos al tiempo que la naturaleza va cumpliendo sus ciclos: “Contemplando a través del vidrio/ por la delgada ventana hacia la calle/ las ramas del sauce trenzan su sombra” (p. 13). Las tareas cotidianas, los animales, los juguetes, el patio de la casa, las ventanas, la ropa en el tendedero. En lo cotidiano se teje la poética de una paternidad que se coloca del lado de las cosas sencillas. Lo que se ama y lo que ama hacer se conjugan en el libro a través de poemas que reflexionan sobre el destino, el imaginario de los niños y la memoria.
Existe una poética en la medida que diversas interacciones con el lenguaje perfilan las elecciones para escribirla, Mistral que tuvo entre sus temas favoritos la infancia y el encuentro del mundo adulto con el mundo infantil planteó que el tiempo de los niños es el ahora. Como contraparte, la escritora norteamericana Joan Didion escribió sobre la compleja relación que tuvo con su hija Quintana después de su suicidio en el libro Noches azules (2011), en el documental El centro cede (2017) declaró: "Crees escuchar, pero solo escuchas los bordes de lo que dicen" refiriéndose la comunicación con la hija cuando niña. Cuántas veces colocamos atención sólo en los bordes, cuantas veces estamos en el futuro o en el pasado, no en el presente de lo que los hijos dicen, en ciertas ocasiones, uno cree equilibrar el presente en el borde.
Los poemas de Cuello Almonacid colocan atención a la rutina en la que se hace el día a día: «me habla/ cuenta sus cosas/ lo escucho/ con todo el tiempo del mundo/ como si aquellas cosas/ sus cosas/ fuesen también mis cosas” (p. 17). El tiempo de la infancia es el presente y compartir esa experiencia nos hace niños de nuevo porque conectamos con ese tiempo que una vez tuvimos: «ya es hoy/ dice mi hijo al despertar/ con la tranquilidad de no ser mañana» (p. 79). Estos poemas, que no en su forma, pero en su fondo, juegan con el ritmo y profundidad del haiku están atravesados por una sabiduría que con ternura observa la vida de los otros: «¿los niños se quedarán en la infancia?» (p.69) nos interroga el poema. ¿Qué queda en nosotros de la niñez? ¿Qué entregamos a la niñez de los demás? Me atrevo a insinuar que se escribe poesía para responder y hacer preguntas sobre la experiencia de estar vivo y la memoria de los afectos, entre otros motivos.
Complementan los textos de Todos los hijos del mundo, una serie de fotografías intervenidas con dibujos y frases que reproducen las dinámicas de los niños. Abren la sección líneas en lápiz rojo , me atrevo a imaginar que podrían ser los primeros trazos de uno de los niños que se referencian en los poemas. El patio, las ventanas, el living de la casa, las bicicletas, de nuevo los juguetes: “El dinosaurio es el mejor amigo del niño” (p. 125). He conocido niños y niñas fascinados por el mundo prehistórico cuando aún no existían reglas, ni horarios, solo naturaleza y dinosaurios de todos los tamaños habitando el planeta y las formas de los seres evolucionando en el Precámbrico. Por ejemplo, Dickinsiona era un organismo pluricelular, mero alcance con el apellido de la poeta norteamericana Emily Dickinson. En este periodo comienza la diversidad genética que abre la vía a todos los seres, vegetales y animales que aparecerán después..
Los niños y niñas son capturados por la fascinante imaginación de un mundo vacío antes de habitarlo nosotros y como ese vacío que los niños y niñas pueblan de objetos e historias encuentra un punto en común con el relato del origen, el mito. Cada libro es una experiencia y la poesía es un hilo con el que tejemos los afectos en el lenguaje: «a mi lado dos pequeños dinosaurios rumian las épocas [...]no quiero que se diluya este momento» (p.53) .
En el libro, las notas integradas a las fotografías invitan a deducir que los poemas fueron escritos en el invierno de la cuarentena entre 2021-2022 y recogen un momento de las vidas que continúan su curso y a veces, la poesía, nos ayuda a acercarnos a ese otro mundo el de los hijos y las hijas, a la vez desconocido y familiar: «un niño señala el viento/ algo intenta decirme/ se precipita al patio» (p.49). El libro de Cuello Almonacid nos invita a estar atentos en la escucha, en el juego y en las pesadillas. El tiempo de los adultos se integra al tiempo de los niños en unos poemas que abrazan la memoria para unirse al continuo canto del ser humano.