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Trazos de poder y resistencia en El conventillo de José Santos González Vera [1]

Por Mario Rodríguez Fernández
Universidad de Concepción Chile
mariorod@udec.cl

Pablo Fuentes Retamal
Universidad de Concepción Chile
p.fuentes.retamal@gmail.com

En LETRAS 85 (121), 2014
http://letras.unmsm.edu.pe/rl/index.php/le/index


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Tras deliberar en un restaurant santiaguino Ernesto Montenegro, Francisco Walker, y Juvenal Hernández deciden otorgar por una unanimidad el Premio Nacional de Literatura de 1950 a José Santos González Vera. Tal distinción no fue bien recibida por la crítica literaria, pues ésta se mostró más interesada en criticar la determinación del jurado que en abordar la obra literaria del autor.

Las divergencias suscitadas tras la distinción entregada a González Vera provocaron según Raúl Silva Castro “una especie de estupor en el circuito literario nacional” (p. 194). Entre quienes sintieron estupefacción tras hacerse pública la resolución del jurado hallamos a Neftalí Agrella quien sostuvo que “ni en serio ni en broma se acepta que se haya premiado con 100 mil del país a un autor que sólo ha publicado dos libros” (p. 107). En la misma línea Francisco Dussuel afirma que “la obra de González Vera carece de continuidad […] de trascendencia y de importancia” (p. 13). Por su parte Luis Durand manifiesta su disconformidad al sostener que “las obras completas de González Vera caben en un cuaderno de composición” (p. 118). De esta manera podríamos seguir precisando una veintena de juicios condenatorios que parecen haber bastado para soterrar y dejar en el olvido a una de las grandes figuras de nuestras letras nacionales.

Afortunadamente algunos críticos actuales han sabido dejar atrás tales prejuicios para reconocer el valor de la prosa gonzalezveriana y así restituirle el sitial que se merece dentro de las letras nacionales. En esta postura se inscribe el poeta Armando Uribe Arce al sostener que “en todos los libros de González Vera no hay desperdicio posible. Hay que leerlos de principio a fin” (p. 9). En la misma línea se encuentra Camilo Mark al plantear en el prólogo a Grandes cuentos del siglo XX (2007) que González Vera es un autor “sacado de circulación e injustamente olvidado” (p. 14).

Consideramos que es imprescindible hacernos partes de aquellas proclamas vindicativas releyendo y volviendo a pensar la obra de González Vera. La manera más adecuada para abordar aquella tarea es mediante la novela breve El conventillo (1918), ya que ésta no sólo fue la opera prima de nuestro autor, sino que además fue -en gran parte- la responsable de aquel polémico Premio Nacional de Literatura [2].

Un joven González Vera de tan sólo veintiún años de edad publica la primera versión de El conventillo en el tercer número de la Revista de Artes y Letras (1918). En aquella edición el autor sólo da cuenta de la primera mitad de su texto, pues la versión definitiva saldrá a la luz cinco años más tarde en Vidas mínimas [3].

La importancia de tal novela radica en los esfuerzos de González Vera por convertir a las comunidades más carenciadas de la sociedad en los ejes temáticos de su narrativa, los cuales según Manuel Rojas estaban “hasta entonces ausentes del cuento chileno” (p. 87).

Es indispensable distinguir las pretensiones de nuestro autor en la búsqueda por representar a los sectores más desposeídos de la sociedad respecto de lo que habían propuesto sus pares realistas decimonónicos. Mientras estos últimos se amparaban en una mirada omnímoda que se situaba “por encima” de las clases populares, nuestro autor se sumergió en esa realidad y en ese espacio popular. La vinculación de González Vera con el bajo pueblo queda en evidencia en su texto autobiográfico Cuando era muchacho (1951) en donde nos habla del transcurso de su infancia en un conventillo capitalino:

En marzo fui admitido en la segunda preparatoria del Liceo Santiago. Sin perjuicio de estudiar, vagué por el barrio y no dejé rincón sin conocer. Existían calles formadas únicamente de conventillos, que se comunicaban por el interior y permitían hacer viajes pintorescos, sabiendo orientarse en la red de puertas y pasajes (p. 67).

La vinculación de González Vera con el mundo popular también se evidencia en el texto periodístico Cuadros de vida (1914) en donde el autor denuncia las graves carencias con que lidian aquellos que viven un conventillo: “cuando llego a la inmunda pocilga que tengo por refugio, y contemplo la miseria que encierra, siento el germen de la rebeldía en mi ser” (p. 18).

Al tener presente la ascendencia popular de González Vera no debiese suscitar mayor extrañeza que el narrador de El conventillo haya optado por asumir una perspectiva endógena de enunciación respecto de los circuitos culturales representados en el relato. Tal situación queda en evidencia cuando el narrador da inicio a la diégesis mediante la frase: “Vivo en un conventillo” (p. 20)

De acuerdo a lo propuesto por el crítico Alone en el prólogo a Vidas mínimas, el narrador gonzalezveriano en sus intentos por representar con exhaustividad a todos aquellos sujetos que pululan en el universo narrativo de El conventillo se vale de “un espíritu muy curioso […] que mira minuciosamente, estudia con ojo atento y describe detalle por detalle” (p. 12). Coincide con aquella apreciación Fernando Alegría al sostener que el narrador gonzalezveriano emplea “una penetración fina y profunda [para revelar] las pequeñas miseria humanas” (p. 81).

Podemos apreciar que ambos críticos concuerdan al sostener que los detalles y la fineza en la mirada son recursos narrativos privilegiados en la narración gonzalezveriana. Este hecho nos conduce a pensar que la manera más adecuada para ingresar a El Conventillo es el análisis de aquellas unidades de la narración que Roland Barthes denominó “rellenos o catálisis”. (p. 179). Tales aristas del relato son definidas por el crítico francés como “detalles superfluos” que no afectan las acciones que estructuran el relato por lo son consideradas, a primera vista, como inútiles y carentes de sentido. Aunque parezca que aquellas unidades no tienen más valor que completar los espacios vacíos entre las funciones cardinales [4] del relato, siguiendo al propio Barthes en El efectos de realidad (1987) podemos señalar que tras dichos rellenos o lujos de la narración se esconde y anida el poder.

Por consiguiente, en el presente artículo nos hemos propuesto pesquisar aquellos detalles en apariencia “inútiles y carentes de sentido” en la narración de El conventillo, para luego preguntarnos de qué modo el poder deja sentir sus efectos en el universo narrativo representado en el relato.

Tentativamente consideramos que no sólo el poder se vale de este recurso para construir cuerpos dóciles en El conventillo, sino que además el narrador gonzalezveriano utiliza este mismo mecanismo narrativo para resistir al poder.

La concretización de tal óptica de trabajo será doblemente provechosa pues nos permitirá mostrar aristas de la prosa gonzalezveriana que aún permanecen inexploradas, y además podremos dar cuenta de diversos aspectos de relato estudiado, que erróneamente han sido catalogados como superfluos e irrelevantes, a pesar de estar repletos de significación y sentido, en relación al poder.

Para comenzar con esta tarea, en primer término hemos decidido abordar el espacio novelesco de nuestra novela, pues tal como sostiene Michael Foucault en El ojo del poder (1980) esta es una “forma económico-político que hay que estudiar en detalle” (p. 12).


Trazos de poder en El Conventillo de González Vera

La totalidad de las acciones narrativas de nuestra novela transcurren en un conventillo cuya disposición espacial es puesta en evidencia por el narrador gonzalezveriano en el primer párrafo de la narración:

La casa tiene una apariencia exterior casi burguesa. Su fachada, que no pertenece a ningún estilo, es desaliñada y vulgar. La pared, pintada de celeste, ha servido de pizarrón a los chicos de la vecindad, que la han decorado con frases y caricaturas risibles y canallescas (p. 20).

El color celeste con que se ha decorado la pared es un detalle que se explica a partir de la fachada exterior de la casa. En dicha asociación la apariencia “casi burguesa” del inmueble nos entrega las pautas para comprender la predilección del celeste -entendido más bien como un azul desvaído- por sobre otra tonalidad.

Si hacemos una genealogía del detalle podremos notar que el color azul ha sido empleado por las clases burguesas para distinguir su ideario político. Por ejemplo, en el siglo XVII los tories [5] utilizaron el azul para diferenciarse en el espectro político británico de aquellos entonces. Más tarde en el siglo XX la División Azul [6] española se vale del mismo color para representar su ideario político, al igual que el Partido Demócrata en los Estados Unidos. En lo que respecta a nuestra Latinoamérica podemos mencionar la novela Amalia (1851) de José Mármol en donde el azul adorna la habitación de su acaudalada protagonista:

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado […] que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas […] al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul […] a los pies de la cama se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. (p. 18-9).

En el mismo relato las vestimentas del comandante Ciutiño se tiñen de tal color, pues éste siempre lleva puesto “un poncho de paño azul” (p.41); al igual que al jefe de la policía de Rosas que utiliza una “una chaqueta de paño azul” (p. 46).

De esta manera es posible sostener que la pared celeste del conventillo no es un detalle superfluo en la narración, sino que por el contrario tal elección cromática cobra sentido al plantear una lectura política del color. Tal análisis del poder nos permite consignar aspectos de la narración gonzalezveriana que erróneamente han sido catalogados como carentes de sentido, por ejemplo Ester Ljungstedt se equivoca al sostener que:

Los colores juegan un papel insignificante en la obra [gonzalezveriana]. No se encuentran ejemplos donde el color ponga especialmente de relieve las ideas del autor […] éstos no tienen un gran valor estilístico en su obra. Más bien se puede decir que brillan por su ausencia (p. 19).

Al hacer una analítica del espacio en El conventillo se aprecia cómo tras su disposición arquitectónica se esconde y anida el poder:

La puerta del medio permite ver hasta el fondo del patio. El pasadizo está casi interceptado con artesas, braseros, tarros con desperdicios y cantidad de objetos arrumados a lo largo de las paredes ennegrecidas por el humo. Hay en el fondo del patio un hacinamiento de muebles (p. 20).

La disposición de la puerta principal que permite “ver hasta el fondo del patio” revela una arquitectura panóptica mediante la que se genera un estado consciente y permanente de visibilidad en los residentes del conventillo. En razón de tal distribución del espacio nos remitimos a lo propuesto por Michael Foucault en Vigilar castigar, en donde el investigador francés sostiene que en el edificio panóptico es indispensable que “las aberturas estén bien dispuestas” (p. 206).

La funcionalidad del pórtico principal se ve potenciada con la distribución de las habitaciones del conventillo, las cuales son asimilables según el narrador gonzalezveriano a “una colmena” (p. 21). Jeremías Bentham también se vale del mismo símil para referirse al correcto ordenamiento del edificio panóptico, señalando que éste debe constituirse “como una colmena, cuyas celdillas todas pueden verse desde un punto central” (p. 36). De esta manera la distribución espacial del conventillo facilita el ejercicio de la vigilancia, ya que a la mirada titular del vigilante se añaden una serie de observadores anónimos.

Las delgadas paredes del conventillo obligan a sus moradores a ser parte en las tareas de vigilancia. En tales labores se ve inmerso nuestro narrador cuando oye -sin desearlo- cómo sus vecinos dan sosiego a sus deseos carnales:

Cierta noche […] mientras yo escribía, sentí un forcejeo, complementándolo con gritos ahogados y risotadas […] la pareja se movía de un punto a otro. Tan pronto se estrellaba en la pared como iba a chocar contra el armario, remeciendo tazas y cucharas; hablaban jadeando, sin perder el buen humor, hasta que caían al catre, en donde continuaba algo semejante a una lucha. (p. 34)

En este caso las delgadas paredes del conventillo responden a la lógica de la vigilancia, pues tal como sostiene Jeremías Bentham en el edificio panóptico se busca “dar transparencia a las paredes” (p. 70) para que así sean sus propios moradores quienes ejerzan control sobre los demás. A su vez Michael Foucault propone en Vigilar y castigar que los temas de vigilancia han de estar inscritos en la arquitectura, pues tal como ocurre en la Escuela Militar las paredes deben ser capaces de hablar en contra de la homosexualidad y la masturbación (El ojo del poder, p.13).

Si fijamos la mirada al interior de las habitaciones del conventillo podremos advertir que el poder también deja sentir sus efectos en ellas, al modo de lo ocurrido en el cuarto de Bautista:

Su cuarto es hondo […] hállase repleto de cajones y tarros. En la pared hay oleografía brumosas y, sobre la cabecera de su camastro, un retrato de Balmaceda. Además, garfios, embutidos aquí y allá sostienen extraños envoltorios. (p. 51-2)

La figura del presidente José Manuel Balmaceda (1840-1891) es un aspecto ambivalente en la narración de El conventillo, ya que puede ser comprendida tanto en su relación con el poder, así como desde una perspectiva historicista. Respecto del primer enfoque debemos remitirnos a lo propuesto por Michael Foucault en Vigilar y castigar en donde el investigador francés sostiene que sobre las paredes del edificio panóptico se hallan escritos mensajes como: “Dios os ve” (p. 273). Tales sentencias no sólo obran sobre la moral sino que además pretenden encauzar la conducta.

Por el contrario, si abordamos el retrato del presidente Balmaceda desde un enfoque historicista notaremos que el mandatario significa en el imaginario de las clases populares una víctima de la oligarquía.

Según el historiador Patricio Bernedo durante el gobierno del presidente José Manuel Balmaceda se propiciaron fuertes políticas públicas enfocadas en mejorar el acceso a la educación [7], modernizar el equipamiento urbano de las principales ciudad del país [8], e incrementar la conectividad a lo largo del territorio nacional [9]. Todos aquellos adelantos se consiguieron gracias a la nacionalización de las salitreras y de ferrocarriles. Dicho proceso despertó un fuerte “rechazo en los capitalistas extranjeros” (Bernedo, p. 336) a los que se sumaron prontamente banqueros y oligarcas. Debido al descontento con las políticas impulsadas por Balmaceda los sectores acomodados de la época decidieron boicotear el gobierno apoyando económicamente a Jorge Montt en la organización de un ejército capaz de derrotar las fuerzas leales al presidente.

Tales sucesos terminaron por desatar la Guerra civil de 1891, y por conducir al presidente Balmaceda al suicido.

Al consignar una lectura histórica del presidente Balmaceda se abren nuevas brechas interpretativas que nos permiten sostener que el retrato situado sobre el camastro de Bautista significa desde la óptica del poder una figura representativa de los sectores populares, que tal como ellos, fue víctima de las clases dominantes. Es decir, es una forma simbólica de resistencia.

En el conventillo la señora Paula es la titular en el ejercicio del poder, ya que el dueño del inmueble la ha investido con el cargo de mayordoma: “esta mujer es la arrendataria más antigua: el propietario, burgués caritativo por aburrimiento, la hizo mayordoma cuando murió su marido” (p. 25).

Las razones que motivaron al propietario del conventillo a otorgar la categoría de mayordoma a la señora Paula pueden ser explicadas mediante el funcionamiento de la industria metalúrgica del siglo XIX. En las factorías de aquellos años la autoridad patronal delegaba su poder sobre un jefe que “era generalmente el obrero más anciano o más cualificado” (Foucault, El ojo del poder, p. 11). Por consiguiente, la elección de la señora Paula se explica al considerar su antigüedad como inquilina del inmueble.

Si prestamos atención a la descripción física de la señora Paula notaremos aspectos de su constitución que nos permiten distinguir la presencia del poder:

Son las siete de la mañana. La Señora Paula empieza a barrer. Es alta, flaca, arrugada, la ofende hacerlo. Tiene hermosos ojos de expresión algo salvaje. Lleva la cabeza envuelta en un pañolón desflocado y negro como su vestido.

El centro y los rincones del patio, llenos de papeles, cascaras, cenizas y hasta piedras, dificultan el barrido. Ella anuda sus manos ganchudas al mango de la escoba y empuja los desperdicios, que apenas se mueven (p. 24).

La descripción de la mayordoma parece agregar detalles superfluos a la narración, sin embargo al valernos de una mirada acuciosa podemos consignar que tras su altura, delgadez, y ubicación se esconde una alegoría al edificio panóptico. Recordemos que Jeremías Bentham propone que en tal estructura “una torre ocupa el centro, siendo ésta la habitación de los inspectores; [los cuales] están dispuestos de modo que cada uno domine sobre las líneas de celdillas” (p. 36). De esta manera la descripción de la señora Paula nos trae a la memoria la torre de observación del edifico panóptico, ya que desde su ubicación central puede ejercer la vigilancia por sobre todos los arrendatarios del conventillo.

También es necesario prestar atención a la temprana hora de la mañana en que la mayordoma da inicio a sus actividades, pues al igual que el carcelero debe asumir su puesto de vigilancia antes que los prisioneros den inicio a su cotidianeidad penitenciaria.

En diversos pasajes de nuestra novela podemos hallar a la señora Paula barriendo en procura de la limpieza del conventillo. Tales anhelos de la mujer nos remiten a lo propuesto por Mario Rodríguez, quien plantea que en la sociedad disciplinaria hay un miedo constante al contagio por lo cual se anhela la limpieza y la asepsia (p. 35). Las aspiraciones de la mayordoma por conseguir un espacio sanitizado se ratifican en los momentos en que la mujer expresa su incomodidad por la tos del pescadero:

La mayordoma detestábalo (al pescadero) porqué tosía tanto. Algunas noches se desvelaba oyendo el sonido hueco y uniforme de la tos. Cuando ésta se interrumpía, aumentaba su malestar. Parecíale ilógico no oír nada. ¿Qué sucedería? Pero, de repente la tos seca y destemplada rompía el silencio con aspereza de cañón. Entonces suspiraba y seguía el ritmo hasta dormirse (p. 41).

Los efectos que suscita la tos del pescadero en la mayordoma nos retrotraen a la ciudad apestada, en donde la respuesta al contagio era la más estricta de las vigilancias. De este modo la preocupación de la mujer se asemeja a la disciplina individualizadora impuesta por el intendente quien debía localizar, examinar y distribuir a cada individuo “entre los vivos, los enfermos y los muertos” (Foucault, Vigilar y castigar, p. 201). Tal ordenamiento y jerarquización de los individuos se evidencia en nuestra novela tras la muerte de la tísica, ya que la mayordoma se preocupa por certificar el deceso de la arrendataria y por organizar los ritos funerarios correspondientes:

La mayordoma alargó su mano y la posó en la frente de la tísica, luego le palpó el rostro, meneó su cabeza y exclamo: -¡Si parece mármol!

[…]

La mayordoma, entretanto, había quitado los trastos de la mesa y la cubrió con una sábana. En seguida, ella y dos vecinas se doblaron ante el lecho, lavaron el cuerpo de la tísica, la cubrieron con ropa limpia, y tomándolo del cuello, la cintura y las piernas, lo transportaron penosamente sobre una mesa, colocaron una almohada bajo la cabeza y lo taparon con la sabana (p. 44-5)

Tal como lo hacía el intendente en la ciudad apestada, la mayordoma ejerce una severa vigilancia sobre enfermos, muertos y vivos. Estos últimos no sólo ven sometidas sus conductas y comportamientos al ojo inquisitorial de la señora Paula, sino que además sus deseos serán presa de su mirada punitiva. Dicha situación se aprecia en aquellos momentos en que nuestro narrador desiste en sus intentos por besar a la mujer que pretende, tras sentir la mirada reguladora de la mayordoma:

Intenté besarla (a Margarita) pero una sonajera repentina me hizo volver la cabeza. La mayordoma con un soplador avivaba el fuego de su cocina.

Desviamos el dialogo y esperamos un momento. La mayordoma continúo en su sitio. Después arrojó los carbones enrojecidos al brasero, se acomodó en el umbral de su puerta (p. 36).

La ubicación que asume la mayordoma en el umbral es una localización estratégica, pues desde ahí puede aprehender con la mirada a todos los habitantes del conventillo. Esta situación es asimilable a las funciones ejercidas por el inspector en el edificio panóptico, quien de acuerdo Michael Foucault sometía a una mirada incesante a los internos para que así éstos perdiesen la facultad de hacer el mal e incluso el pensamiento de querer hacerlo (El ojo del poder, p.17).

Si dejamos atrás a la mayordoma para centrarnos en el propietario del conventillo advertiremos que las prendas y colores con que éste viste ponen en evidencia su condición burguesa: “a los tres días se hizo presente el propietario, que traía una bufanda blanca en torno a su macizo cuello” (p. 61).

A primera vista pareciese que la bufanda blanca con que viste el propietario no aporta elementos significativos a la narración de El conventillo, sin embargo tal detalle refleja las contradicciones suscitadas entre las clases burguesa y proletaria. Para dar cuenta de aquella dialéctica es necesario remontarnos al siglo XIV para construir una breve historia de la bufanda, y señalar que el origen de dicha prenda se remonta a la nobleza árabe especialmente a la familia del rey Zain-ul-Ahadin. Posteriormente en el siglo XVII las bufandas se convirtieron en parte de la alta moda europea gracias a la gran cantidad de ellas que Napoleón Bonaparte le obsequió a su esposa la Emperatriz Josefina de Beauharnais. Finalmente en el siglo XX las bufandas pasan a ser habituales en los guardarropas de las mujeres burguesas francesas.

Mediante este breve recorrido en la historia de la bufanda, podemos asegurar que la prenda que el propietario lleva atada a su cuello es propia y característica de las clases acomodadas.

El color blanco de la bufanda también nos revela las profundas diferencias suscitadas entre la burguesía y el proletariado. Mientras que el representante de las clases acomodadas hace ostentación de sus pulcra indumentaria, las clases trabajadoras se limitan a añorar tal tonalidad, ya que el hollín de sus viviendas les ha impuesto el color gris:

Al lado de cada puerta, en braseros y cocinitas portátiles, se calientan tarros con lavaza, tiestos con puchero y teteras con agua. Pegado a las paredes asciende el humo, las manchas de hollín y por sobre los tejados forman una vaga nube gris (p. 21).

El color blanco no sólo colorea las prendas de la clase burguesa, sino que además dicha tonalidad se hace extensiva a la piel de las mujeres acomodadas.

En razón de ello, el zapatero del conventillo comenta anhelosamente: “cuando uno piensa en las mujeres que tienen los ricos, tan blancas, tan preciosas, parecen hechas a manos” (p. 64).

Mientras en las clases burguesas las dimensiones estéticas son un factor determinante al momento de escoger las prendas y los colores con que se vestirá, en las clases proletarias dichos aspectos son factores superfluos pues las duras condiciones de vida y de trabajo les impiden prestar atención a tales aspectos. Las diferencias entre una y otra clase social son puestas al descubierto cuando el narrador gonzalezveriano describe el cabello del zapatero:

El zapatero habita el cuarto inmediato al de la mayordoma Trabaja cerca de la puerta. Es un hombre erguido, de aspecto vigoroso, moreno, con varios lunares en el rostro. Tiene pómulos salientes, ojos pequeños y cabellos híspidos que se deja muy cortos. Es limpio (p. 53).

El largo con que el pescadero mantiene su cabello responde a sus duras condiciones de existencia. Para entender tal lógica debemos remitirnos al texto autobiográfico Cuando era muchacho en donde el propio González Vera nos revela que durante parte de su vida se vio obligado a ejercer el oficio de peluquero:

Hízome entrar (la cesantía) de aprendiz en una barbería situada en calle San Pablo cerca de Brasil […] un sujeto pide corte cuadrado que exige gran atención. Fuera de cortar, hay que untar cada pelo con cabo hasta dejar la cabeza igual a un cepillo. Otros preferían corte redondo. Basta con disminuir el cabello de mayor a menor, y no requiere ningún menjurje. Ambos estilos, muy varoniles por cierto, hacían innecesario el peinado cotidiano (p. 172).

De esta forma saltan a la vista las razones que motivan a los varones de la clase trabajadora a privilegiar un cabello corto por sobre otro estilo, pues éste les permite dedicarse a su labores productivas sin perder tiempo en acicalarse. La predilección de las clases populares por el cabello corto es, en realidad, un imperativo laboral que contrasta con los peinados sugeridos por los estetas, quienes según González Vera preferían optar “por la melena, [a pesar de quedar] sujetos a comercio diario con la peineta” (Cuando era muchacho, p. 172). La burguesía usa melena porque es ociosa, en cambio el proletariado no puede darse el lujo de perder tiempo productivo.

El análisis que hemos propuesto de los detalles en la narración de El conventillo nos permite sostener que el poder es un tópico que cruza transversalmente el relato estudiado, y que deja sentir sus efectos desde el comienzo hasta el fin de la narración. Sin embargo en este no sólo funciona el poder, ya que también podemos hallar la resistencia a él mediante el empleo de algunos recursos narrativos.


Trazos de resistencia en El Conventillo de González Vera

Los espacios iluminados son aliados de la mayordoma en el ejercicio de la vigilancia, pues le permiten aprehender con facilidad hasta los más mínimos recovecos del conventillo. Afortunadamente los habitantes del inmueble han sabido detectar fisuras en el poder, por lo que se han desplazado hasta las zonas oscuras del relato:

Es de noche. La sombra borra la fisonomía del conventillo y se prolonga hacia todas partes; la oscuridad dilata los limites […] por los rincones del patio los vecinos charlan, formando manchas móviles […] un vecino pide una canción […] el grupo ha crecido [...] el zapatero reclama una cueca. Entonces pierde el arpa su vacilación […] su música se desgrana tumultuosamente se anima, se exalta […] el condenado zapatero saca a bailar a Juana (p. 41-2).

“Noche”, “sombras” y “oscuridad” son armas detonadas por los moradores del conventillo para lograr escapar del poder disciplinario impuesto por la mayordoma, y así ejercer sus individualidades.

También podemos apreciar resistencia al poder en aquel pasaje de El conventillo en que nuestro narrador nos hace patente su incomodidad respecto de la novela leída por Margarita:

Un novelón de Luis Val la ha entusiasmado. Lee todas las noches y comenta con su madre las aventuras del conde Salvatierra […] la novela es un tejido de episodios estólidos. Los personajes producen la impresión de haber caído de otro planeta. Son absolutos: invariablemente buenos o sistemáticamente malos. No se contradicen ni se desvían. Funcionan con precisión de tornillos […] empero, este libro gusta a Margarita (p. 37).

A primera vista pareciese que la mención al novelista español Luis Val (1867-1930) no fuese un aporte sustancial a la narración, sin embargo al tener presente la significación ácrata de González Vera tal mención bibliográfica cobra un sentido de denuncia. Siguiendo a Víctor Domingo Silva los circuitos anarquistas de comienzos del siglo XX consideraban la literatura peninsular plebeya una férrea enemiga de las clases populares, pues no pretendía más que sumergir las conciencias proletarias en la somnolencia y la modorra intelectual:

Nuestras ciudades siguen siendo el mejor mercado para abominaciones […] tanto editores como libreros europeos saben que tiene en este continente un consumo vasto, seguro y permanente […] todo lo leemos lo devoramos y pagamos. No hay mediocridad peninsular que no encuentre editor, pues éste sabe que en América se recibe la mercadería a fardo cerrado […] nos llegan en cada vapor libros de 50 imbéciles […] entre esos abundan las firmas de Ponson du Terrail, de Invernizzio, de Luis de Val y demás industriales de la novelería plebeya (1912, sin pp.).

Las novelas de Luis de Val se oponen radicalmente al fin social que González Vera le atribuía a la creación literaria, ya que para nuestro autor el buen escritor debe ser capaz de “registrar los pensamientos del pueblo, todo el contenidos de su voz, y su sentir múltiple” (Eutrapelia, honesta recreación, p. 84).

Del mismo modo, tras los diseños con que los jóvenes del conventillo han decorado sus habitaciones se aprecia cierta resistencia al poder:

Las paredes hallábanse surcadas de grietas. Hasta la cal había tomado un color de madera seca, que se interrumpía en multitud de agujeros y trazos […] los tabiques, empapelados con periódicos, ostentaban figuras de personajes y caricaturas de políticos incontenibles (p. 33).

Las caricaturas de políticos que adornan las paredes buscan parodiar y hacer mofa de las clases dirigentes. El tono humorístico que éstas conllevan puede ser entendido desde la perspectiva de Maximiliano Salinas como “una prolongada resistencia de la cultura popular a la controladora rigidez de la razón instrumental moderna” (p. 192).

La crítica literaria ha reconocido el humorismo un tópico habitual en la escritura narrativa gonzalezveriana, por ejemplo Mario Ferrero subraya la agudeza mental de nuestro autor al calificarlo “maestro del entrelíneas” (p. 32). De la misma manera Donald Fogelquist sostiene “que González Vera es un humorista neto” (p. 317). Por su parte la investigadora sueca Ester Ljungstedt sostiene que en la prosa gonzalezveriana se hallan “toda especie de retratos humorísticos […] explotadas con la comicidad de la vida popular” (p. 75). Si bien las diversas apreciaciones críticas coinciden al sostener que el humor es un elemento significativo en la prosa gonzalezveriana, hasta ahora ningún estudio ha apreciado en dicha arista un mecanismo de resistencia al poder.

El humor se constituye en un arma de resistencia en los pasajes finales de nuestra novela cuando se ridiculiza la figura del propietario del conventillo:

Supe una mañana que se había presentado el propietario, un médico fracasado, gordo y colérico. Se encaró con el inquilino lo mortejó de tramposo y ladrón, y le pidió que dejara la pieza inmediatamente.

El vecino Adolfo se cortó, no supo qué contestar y salió corriendo hacia el fondo del patio, ante el asombro del otro, y volvió con un balde de agua. El dueño lo miraba con ojos de asombro y éste creció cuando aquél, sin declaración previa, se lo vació en la cabeza. El propietario, medio trastornado, formuló mil amenazas y corrió en busca de un guardián.

[…]

Cuando Adolfo y su mujer escapaban, se les cruzó el zapatero y, en forma muy solemne, le dio la mano y expresó: -¡Su acción nos ha vindicado a todos! (p. 61).

Las palabras de agradecimiento expresadas por el zapatero tras el acto vindicativo de Adolfo nos permiten sostener que en la narrativa de González Vera el humor constituye resistencia al poder. De esta manera, al seguir los trabajos de Maximiliano Salinas no es arriesgado afirmar que en la prosa gonzalezveriana el humor representa una “una suerte de contracultura […] que rebasa o rechazan la cultura oficial, no a través de ideologías o discursos culturales organizados, sino que a través de actos o actitudes” (p. 194).

Considerando lo que hemos expuesto en el presente artículo podemos sostener que el poder efectivamente se vale de las catálisis o rellenos de la narración para ejercer sus efectos en las más diversas aristas del universo narrativo representado en El conventillo. Mediante este recurso se da lugar a una microfísica del poder que se palpa en la arquitectura del edificio, en la distribución de las habitaciones, en la disposición de las habitaciones, etcétera; del mismo modo, hallamos esta microfísica en las vestimentas de los personajes, en sus corporalidades, deseos, etcétera.

El análisis que hemos propuesto de los pormenores de la narración gonzalezveriana nos ha permitido demostrar que la dialéctica de clases no sólo se deja sentir a nivel ideológico y discursivo, sino que también en detalles y aspectos tan ínfimos como el largo del cabello, las prendas utilizadas al vestir, los colores con que decoran las viviendas, entre otros.

Afortunadamente la presencia del poder no es absoluta en nuestra novela, pues el lúcido narrador gonzalezveriano ha salido a su encuentro utilizando los mismos recursos narrativos que éste ha empleado. De esta manera, tras los detalles de la narración de El conventillo no sólo hallamos la presencia del poder, sino que también encontramos confrontación y resistencia a los discursos hegemónicos.

 

 

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Notas

[1] Este artículo pertenece al proyecto Fondecyt 1121091, titulado “De la “aceptación” a la resistencia: una anatomía del detalle disciplinario en la narrativa latinoamericana de los siglos XIX y XX.

[2] Al momento de recibir el Premio Nacional de Literatura González Vera había publicado tres novelas breves: El conventillo (1918), Vidas Mínimas (1923), y Alhué, catorce estampas de una aldea (1928).

[3] Bajo el título Vidas mínimas se presentan dos novelas cortas: El conventillo y Una mujer. Producto del asalto y destrucción a la imprenta Númen durante años González Vera creyó extraviados tales textos. Según lo expuesto por Julio E. Valiente en Revista Claridad (1921) la destrucción de tal taller se debió a los sistemáticos intentos del presidente Arturo Alessandri Palma por acallar las voces disidente y contrarias a su mandato.

[4] Roland Barthes distingue dos unidades funcionales en la narración: las denominadas funciones cardinales que constituyen las verdaderas bisagras del relato; y las llamadas catálisis que no harían más que llenar el espacio narrativo vacío entre las funciones cardinales.

[5] Tories es el nombre con que se conoce a los militantes y simpatizantes del Partido Conservador Británico.

[6] La División Azul fue una fracción del ejército alemán conformada por voluntarios españoles que sirvieron al Tercer Reich en el Frente Oriental contra la Unión Soviética.

[7] Durante el gobierno de Balmaceda se incorporaron 35.000 mil niños al sistema educacional. Además se fundó el Instituto Pedagógico, la Escuela de Artes y Oficios, y en el sector privado se inauguró la Pontificia Universidad Católica.

[8] Según el historiador Francisco Encina durante el gobierno de José Manuel Balmaceda se dotó con agua potable a “15 ciudades y se dejó iniciados los estudios para favorecer con esta elemental medida sanitaria a 36 más” (p. 1814).

[9] En el gobierno de Balmaceda se construyeron alrededor de 1000 kilómetros de línea férrea, extensión que iguala todas las administraciones anteriores.

 

 

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El Conventillo en Revista de Artes y Letras
(1 de mayo de 1918)
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