Proyecto Patrimonio - 2020 | index   |  José Santos González Vera  | Autores |
        
        
          
          
          
          
        
         
        
        
        
        
        González Vera, narrador 
        
          Por Emir Rodríguez Monegal
          Publicado en «Narradores de esta América». Ensayos.
          Editorial Alfa, Montevideo. 1969          
          
            
        
             
            
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          Cuando se concedió en 1950 el Premio Nacional de Literatura a González Vera, fueron muchos los que se preguntaron en Chile de dónde había sacado tal nombre (y hombre) el jurado. Entre los que plantearon la pregunta —desde la prensa, en cartas abiertas, en artículos de insulto premeditado— había muchos colegas del autor premiado, muchos críticos que no vacilaban en postergarlo ante valores que, según ellos, eran mucho más escritores; había, es claro, muchos autocandidatos impacientes. González Vera no tomó demasiado a pecho sus objeciones, aunque por razones de discreción social debió dar de baja a algunos de ellos en la lista de amigos. Aún hoy, al reconocer en la multitud que llena diariamente Ahumada o Huérfanos la cara de uno de esos ex, su primer impulso es sonreír y preparar el saludo —hasta que la memoria viene a poner las cosas en su sitio y exigir la cara de piedra, inescrutable, que se ofrece a los nuevos extraños. En cierto sentido, la pregunta de unos y la indignación de otros tenía algún fundamento (así fuera la ignorancia). En 1950 González Vera era únicamente el autor de dos libritos: Vidas mínimas (dos nouvelles, 1923) y Estampas de una aldea, Alhué (1929) agotados ya por la usura del tiempo más que por la avidez de los lectores, olvidados y hasta sepultados por la masa de nuevos escritos con que infatigables escribas locales aumentan las faenas de los críticos literarios. Es cierto que para los entendidos era también autor de los divertidos y nostálgicos capítulos de un libro de memorias que la revista Babel —que dirigía Enrique Espinoza y en cuyo consejo asesor figuraba González Vera— estaba publicando hace algún tiempo; también era autor, en la misma revista trimestral, de algunos cuentos y relatos de indiscutible originalidad. Para la mayoría que sólo sabe de grandes volúmenes y del halago de la prensa, González Vera había muerto para la vida literaria desde 1929, es decir: hacía unos veinte años. 
        El lector común, el escritor común, sólo cuentan la obra cuantitativamente.   Y cuantitativamente, González Vera (a pesar de haber nacido en 1897), parecía un novel, un recienvenido al mundo de las letras. Pero esta vez el jurado (integrado por un crítico tan fino como Ernesto Montenegro) había sabido distinguir la nueva producción de González Vera y había visto en las páginas de la madurez de este escritor —tan sobrio en la administración de su talento— un auténtico Premio Nacional. La publicación en 1951 de Cuando era muchacho restableció un poco la balanza hacia la reclamada cantidad y dio, a posteriori, razón al jurado. También promovió un movimiento de relectura (y lectura, en muchos casos) de la obra de González Vera. Hoy, su nombre es de obligatoria mención en cualquier examen de la prosa chilena y americana de este medio siglo.
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        No  abundan  las  memorias  ni  las  autobiografías   en   las  letras  hispanoamericanas.  Por eso mismo,  una obra  como Cuando era muchacho —aunque sin  las  pretensiones  de  documento  histórico  exhaustivo—  viene  a  cumplir  una  función  descuidada  y  necesarísima:  la  de  ilustrar  sobre  nuestro   pasado   inmediato.   Lo   que   González Vera quiere  contar  son  sus  recuerdos  del  mundo  chileno  de  las  dos  primeras  décadas  del  siglo.  Nacido  en  1897  en  El  Monte  y  en  un  hogar  humilde,   José   Santos   González   Vera   (tal  es  su nombre  completo)   se  crió   en   contacto  directo con  la  naturaleza  y  en  una  sociedad  sencilla  cuyo  encanto  ha  sabido  recoger  en  estas  páginas. En  1903  la  familia  se  traslada  a  Santiago  y  el niño  conoce  el  deslumbramiento  de  la  gran  ciudad  y,  luego,  el  estudio  secundario  en  el  Liceo Santiago,  No  concluye,  sin  embargo,  sus  estudios.  Cierta  natural  disciplina,  cierta  tendencia incurablemente  autodidacta,   lo  arrastran  a la calle  en  que  ejerce  los  oficios   más  dispares  e increíbles,  hasta  descubrir,  emergente  y  segura, la  vocación  literaria.  El  muchacho  es  aprendiz de  pintor,  aprendiz  de  anticuario,  mozo  de  sastrería,  empleado  en  una  casa  de  remates,  agente de  suscripciones  y  (también)  vendedor  callejero de  la   revista  Selva   Lírica,  corresponsal  de  un diario  de  provincia  (que  no  le  pagaba),  empleado  en  la  clínica  de  los  Ferrocarriles  del  Estado y  director-fundador  de La  Pluma,  revista  de  literatura  y  como  todas  efímera.  González  Vera estuvo  vinculado a  los  movimientos  estudiantiles del  año  1920  (los  evoca  en  los  capítulos  más  vívidos  del  libro) y  cuando  se  iniciaron  las  persecuciones  debió  huir  a  Valdivia.  Al  regresar  a  Santiago  colabora  en  la   revista Claridad,  órgano  de  la  Federación  de  Estudiantes  de  Chile.
         Esta  primera  parte  fermental  de  la  vida  de González  Vera es  la   que  pretexta  los  capítulos  de  su  libro  de  memorias,  aunque  el  escritor  no   se  cure  mucho  de  cronologías  ni  de  minucias bibliográficas. Escribe  como  el  que  evoca,  no   como  un  erudito.  Sin  embargo,  el  trazado  es  nítido  y  fuerte.  Una  infancia   en   el  pueblo,   una adolescencia   de   estudios   y    trabajos   variados (aunque  sin  llegar  a  la  picaresca),  una  juventud en   que  el  ejercicio  literario   alternaba   con   la vocación  libertaria  tal  como  se  la  vivía  en  los románticos  primeros  años  del  siglo.  A   través  del relato   llano   que   esconde   cuidadosamente   sus pretensiones  literarias,  va   acercando  González Vera  a  su  lector  a  un mundo  de  personajes  vivos,  de  costumbres  que  conservan  el  sabor  que les  ha  preservado  el  tiempo,  de  anécdota  reciente  pero  ya  prestigiada  por  el  recuerdo.  Y   como este  narrador no  es  ningún  vanidoso,  como  sabe retroceder  a  último  plano  cuando  así  lo  exige la circunstancia,  la  obra  adquiere un  peso  de objetividad,  de  verdad  dicha  sin  artificios,  que  encarece  su valor documental.  Los  ambientes  estudiantiles  y  políticos  de  principios  de  siglo  parecen  descriptos  sin  hipérbole;   el  lector  siente no  sólo  el  entusiasmo  y   la  retórica  inconsciente con  que  estos  anarquistas  desafiaban  una  burguesía  pacata  y  reaccionaria,  sino  su  misma  fe  ingenua,  su  mismo  aire  inequívoco  de  redentores  del  mundo,   de  reformadores   de  cuajo,  de teóricos  entusiastas.
        Y no sólo los ambientes estudiantiles. También evoca magistralmente González Vera la literatura de la época. En sus páginas desfilan los creadores y los plumíferos, los que dejaron bien alto su nombre y los que se malograron o se desvanecieron en el anónimo. Y todos presentados con respeto a su valor humano, aunque el literario haya sido efímero, haya sido imaginario. En su evocación encontrará el lector a Manuel Rojas dirigiendo un teatro de aficionados; al grupo de los Diez que presidía señorialmente el recién fallecido Pedro Prado;   a los Hübner, a D. José Toribio Medina, erudito y casi diría bibliófago; a Pablo Neruda en sus varios avatares: el muchachito medio aindiado e incontenible poeta, de Temuco; la voz, sólo la voz, que después de escuchada una vez parece surgir siempre con sus tonos apagados y blandos cuando se leen sus versos; el joven triunfante que impone su poesía entre los noveles, que se rodea de una cohorte en la que también sobresale Alberto R. Giménez (para quien Neruda habría de componer su gran elegia);  y finalmente el audaz poeta que se embarca para el Oriente, para un pésimo consulado en una posesión holandesa, como si supiera que de allí traería la renovación total de Residencia en la tierra. Y también, es claro, Gabriela Mistral, a la que González Vera evoca en el Liceo cuando se niega a recibir a un impertinente que se atrevió con su poesía, y de la que también recuerda un paseo en auto con Jorge Hübner.
        No sólo importa su memoria de personajes ilustres hoy; también dibuja González Vera, con igual precisión y cariño, a quienes no dejaron nombre, a quienes s6lo supieron vivir su vida, curiosos o vulgares, pero únicos como todo hombre. La simpatía con que González Vera repasa un dicho o una anécdota o una figura no excluye, sin duda, la perspectiva delicadamente irónica que le facilita la distancia. Pero este memorialista no se ha propuesto obra de dispensador de justicia póstuma Y por eso todos tienen cuerpo en su evocación y hasta sus enemigos parecen verdaderos.
        A instancias de unos amigos compuso González Vera su libro de memorias. En unas palabras liminares, que titula Origen, cuenta la historia del libro. "Había publicado en Babel dos o tres relatos, y el doctor Udo Rukser creyó que eran partes de un libro. Me dejé ganar por su creencia. Casi a la vez Enrique Espinoza me expresó que trabándolos con otros de esa índole, podría salir algo. Y como continuara en esa prédica una vez por semana, resolví acatarlo y no sacar del error al primero". Estas mismas palabras explican el desarrollo por yuxtaposición de capítulos que presenta el libro a una mirada aún superficial. No ha tratado González Vera de dramatizar su vida o sus recuerdos. Cada episodio, cada persona, encuentran su sitio, es decir, el sitio que les da la evocación. En este sentido, nada más distinto de la calculada, de la estudiada evocación de Marcel Proust, autor al que González Vera tardó en acostumbrarse pero al que acabó haciendo justicia. No hay aquí orquestación o (si se prefiere otra metáfora) estructuración. Es libro escrito sin plan, guiado su autor únicamente por la tenue línea cronológica. Es libro, también, para ser leído sin prisas, para saborear en su medio tono, en su prosa llana y sin artificio, en la felicidad con la que, ocasionalmente, se fija para siempre un hecho, un retrato, una buena frase, una anécdota. 
        
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        González Vera sigue siendo, sin embargo, casi un desconocido en otros medios literarios del Continente. Cuando publiqué en Marcha una reseña de su libro de memorias (abril 22 de 1952) muchos lectores uruguayos vieron su nombre por primera vez, por vez primera supieron de este escritor que es coetáneo de nuestros Oribe y Sábat Ercasty, de Juana de Ibarbourou y Fernán Silva Valdés. González Vera era, o parecía ser, un raro. Lo mismo podría haberse dicho de él en México o en Buenos Aires, en Caracas o en Lima. 
        Su arte,   sin embargo, está lejos de toda exquisitez deliberada, de todo cultivado enrarecimiento. Es un arte de la inmediatez y de la síntesis, de la sobriedad más cortés. González Vera parece haber padecido mucho como lector y quiere ahorrar al suyo toda flaccidez, todo relleno. Al reeditar hoy sus dos primeras obras no olvida advertir que son ediciones nuevamente corregidas y disminuidas. No hay aquí sólo un rasgo de humorismo. (Ya se hablará de esto). Hay también un verdadero pudor de decir con veinte palabras lo que cabe en una, de multiplicar las letras y fatigar las prensas.
         Al hablar de sus propias ambiciones literarias, no deja de señalar González Vera su insatisfacción. Sabe de cuánta materia superflua o meramente circunstancial está hecho el arte. Y él sólo busca lo perdurable. Cuando relee sus obras (y la tardía popularidad lo ha obligado a este examen de si mismo), siente que hay frases —una o dos— que están bien, que no traicionan, que merecen conservarse. El resto habría que dejarlo caer (para usar una palabra favorita de su amigo y editor Espinoza). Sin embargo, también sabe González Vera que un texto no está hecho sólo de momentos felices. Esas mismas frases de sostén o apoyo deben cumplir su parte con mesura ; preparan el terreno para la fórmula condensadora, para el giro exacto. Cualquier página de González Vera puede ilustrar esa condición de prosista reticente pero no seco, esa cualidad de elipsis intencionada. 
        Queda en pie un problema. ¿Cómo un hombre que escribe tan poco, que durante tantos años pareció guardar silencio, pudo convertirse en estilista, es decir, en maestro de la técnica? La respuesta habría que buscarla en la naturaleza misma del estilo: es un estilo escrito que habla, que tiene la sobria inflexión (aunque no las vacilaciones) de la palabra dicha oralmente. Sin escribir, sin tocar un lápiz o una pluma, González Vera está constantemente redactando, ensayando sus temas, contando y recontando sus cuentos, corrigiendo sus borradores orales, hasta alcanzar la perfecta precipitación. Sólo hace falta luego transcribir, poner en letras, lo que está ya perfecto en sonidos.
         Su conversación es su ejercicio, su taller. 
        Esa condición oral de sus escritos se revela en algunos rasgos perdurables. Ante todo (y empezando por lo más externo) en la presencia de un relator, un yo al través del que se comunica la aventura y se reflexiona sobre ella: autor, espectador y (a veces) protagonista. En segundo lugar, y ya en forma más honda, en las inflexiones de la frase. Cuando se lee a González Vera hay que advertir los énfasis, tan finamente pedaleados, que van pautando la lectura: una frase redonda que interrumpe el curso sobrio, informativo, del relato sirve para denunciar ese énfasis irónico, esa guiñada en la voz, del que cuenta. También el vocabulario —en su mezcla del término preciso, literario, con el oportuno coloquialismo— denuncia esa modulación hablada del estilo.
        
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        El hombre que crea esta prosa limpia y sin ornato trivial es como la voz que habla desde ella: simplicidad y emoción sostenida, cortesía apenas atemperada por el humor o por una ironía nada punzante, madurez. El centro de su actitud vital parece ser la modestia. No la timidez sino la modestia; es decir: la conciencia clara de que cuanto el hombre puede realizar es pequeño e importante. Y también (es claro) la necesidad de cumplir con su cuota de realización personal. Desde su trabajo en la Comisión de Cooperación Intelectual (iniciado en 1935) González Vera maneja los hilos de pequeñas empresas individuales que acaban por integrarse en una empresa colectiva de trascendencia. Un joven chileno se traslada a Estados Unidos a estudiar (digamos) electrotecnia y la Comisión le facilita contactos o le consigue el dólar a una cotización más conveniente; un joven brasileño viene becado a Chile a estudiar leyes, y la Comisión le resuelve el problema del alojamiento. En alguna difundida enciclopedia se asegura que el 80 % de la población chilena es negra (elijo un ejemplo límite) y la Comisión envía a los editores un informe en que se documenta la existencia y  origen de cada uno de los escasos negros (no llegan al millar) que hay en el país. Algún atareado critico literario traza un panorama de la novela en América y omite (digamos) a Blest Gana y  a Baldomero Lillo, a Manuel Rojas y  a Marta Brunet, y la Comisión le hace llegar, con un atento saludo, las obras que despejan su feliz ignorancia. 
        Toda esta actividad la cumple González Vera con la conciencia exacta de sus limitaciones y de sus virtudes, como gesto necesario. La cumple sin el empaque oratorio de los profesionales del Americanismo. La cumple con una bien administrada dosis de humorismo. Porque el centro de su personalidad (literaria y humana) es el humor. Un humor que lejos de aislarlo de las realidades, lo acerca más a ellas, lo une a ellas en forma más penetrante, le permite calar la superficie y alcanzar rápidamente el centro. 
        El humorismo de González Vera está penetrado de simpatía y de cordialidad. Jamás el ridículo de la situación convierte en objeto al personaje, jamás sirve de muro de aislamiento, jamás hostiliza. El humor restablece la circulación de la sangre y hace de todos, hombres. Por eso rechaza lo que pueda haber en él de mecánico, de fórmula infalible para hacer saltar la risa. Busca en cambio la fisura por la que es posible colarse hasta lo hondo de cada ser.
        Se ha dicho (y lo ha dicho un crítico muy valioso como Alone) que González Vera es frío, que redacta su sentimiento y no se da. En cierto sentido, es verdad. Su cordialidad, su humorismo, son máscaras de una timidez auténtica, de una reserva necesaria. Pero no debe verse en esta distancia insensibilidad o indiferencia. Hay una necesidad de preservar ciertas zonas del alma, de no abaratarlas con el uso. Y también una capacidad de sufrir, de ser herido y   quedar expuesto que parece más evidente en los relatos iniciales, de Vidas mínimas. El humor sería entonces la clave: una reserva y, a la vez, un acceso. Quienes superen la barrera alcanzarán al hombre entero. 
        Para su arte mismo tiene González Vera esa mirada compasiva e irónica. Tratando de definir su ambición —en coloquio llano y sin ningún empaque profesional, el cigarrillo en la mano derecha y en los ojos un destello de inteligencia— dice un día González Vera la fórmula que lo encierra todo (o casi): "Escribo por si acaso". Por si se logra asir una vez la belleza y la verdad. Más profunda que la autoburla es la sinceridad de las palabras apoyadas en esa mirada vigilante, abierta y compasiva pero honda también, que revela una ambición nada vulgar.