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José Santos González Vera | Autores |






 




González Vera, narrador

Por Emir Rodríguez Monegal
Publicado en «Narradores de esta América». Ensayos.
Editorial Alfa, Montevideo. 1969



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Cuando se concedió en 1950 el Premio Nacional de Literatura a González Vera, fueron muchos los que se preguntaron en Chile de dónde había sacado tal nombre (y hombre) el jurado. Entre los que plantearon la pregunta —desde la prensa, en cartas abiertas, en artículos de insulto premeditado— había muchos colegas del autor premiado, muchos críticos que no vacilaban en postergarlo ante valores que, según ellos, eran mucho más escritores; había, es claro, muchos autocandidatos impacientes. González Vera no tomó demasiado a pecho sus objeciones, aunque por razones de discreción social debió dar de baja a algunos de ellos en la lista de amigos. Aún hoy, al reconocer en la multitud que llena diariamente Ahumada o Huérfanos la cara de uno de esos ex, su primer impulso es sonreír y preparar el saludo —hasta que la memoria viene a poner las cosas en su sitio y exigir la cara de piedra, inescrutable, que se ofrece a los nuevos extraños. En cierto sentido, la pregunta de unos y la indignación de otros tenía algún fundamento (así fuera la ignorancia). En 1950 González Vera era únicamente el autor de dos libritos: Vidas mínimas (dos nouvelles, 1923) y Estampas de una aldea, Alhué (1929) agotados ya por la usura del tiempo más que por la avidez de los lectores, olvidados y hasta sepultados por la masa de nuevos escritos con que infatigables escribas locales aumentan las faenas de los críticos literarios. Es cierto que para los entendidos era también autor de los divertidos y nostálgicos capítulos de un libro de memorias que la revista Babel —que dirigía Enrique Espinoza y en cuyo consejo asesor figuraba González Vera— estaba publicando hace algún tiempo; también era autor, en la misma revista trimestral, de algunos cuentos y relatos de indiscutible originalidad. Para la mayoría que sólo sabe de grandes volúmenes y del halago de la prensa, González Vera había muerto para la vida literaria desde 1929, es decir: hacía unos veinte años.

El lector común, el escritor común, sólo cuentan la obra cuantitativamente. Y cuantitativamente, González Vera (a pesar de haber nacido en 1897), parecía un novel, un recienvenido al mundo de las letras. Pero esta vez el jurado (integrado por un crítico tan fino como Ernesto Montenegro) había sabido distinguir la nueva producción de González Vera y había visto en las páginas de la madurez de este escritor —tan sobrio en la administración de su talento— un auténtico Premio Nacional. La publicación en 1951 de Cuando era muchacho restableció un poco la balanza hacia la reclamada cantidad y dio, a posteriori, razón al jurado. También promovió un movimiento de relectura (y lectura, en muchos casos) de la obra de González Vera. Hoy, su nombre es de obligatoria mención en cualquier examen de la prosa chilena y americana de este medio siglo.

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No abundan las memorias ni las autobiografías en las letras hispanoamericanas. Por eso mismo, una obra como Cuando era muchacho —aunque sin las pretensiones de documento histórico exhaustivo— viene a cumplir una función descuidada y necesarísima: la de ilustrar sobre nuestro pasado inmediato. Lo que González Vera quiere contar son sus recuerdos del mundo chileno de las dos primeras décadas del siglo. Nacido en 1897 en El Monte y en un hogar humilde, José Santos González Vera (tal es su nombre completo) se crió en contacto directo con la naturaleza y en una sociedad sencilla cuyo encanto ha sabido recoger en estas páginas. En 1903 la familia se traslada a Santiago y el niño conoce el deslumbramiento de la gran ciudad y, luego, el estudio secundario en el Liceo Santiago, No concluye, sin embargo, sus estudios. Cierta natural disciplina, cierta tendencia incurablemente autodidacta, lo arrastran a la calle en que ejerce los oficios más dispares e increíbles, hasta descubrir, emergente y segura, la vocación literaria. El muchacho es aprendiz de pintor, aprendiz de anticuario, mozo de sastrería, empleado en una casa de remates, agente de suscripciones y (también) vendedor callejero de la revista Selva Lírica, corresponsal de un diario de provincia (que no le pagaba), empleado en la clínica de los Ferrocarriles del Estado y director-fundador de La Pluma, revista de literatura y como todas efímera. González Vera estuvo vinculado a los movimientos estudiantiles del año 1920 (los evoca en los capítulos más vívidos del libro) y cuando se iniciaron las persecuciones debió huir a Valdivia. Al regresar a Santiago colabora en la revista Claridad, órgano de la Federación de Estudiantes de Chile.

Esta primera parte fermental de la vida de González Vera es la que pretexta los capítulos de su libro de memorias, aunque el escritor no se cure mucho de cronologías ni de minucias bibliográficas. Escribe como el que evoca, no como un erudito. Sin embargo, el trazado es nítido y fuerte. Una infancia en el pueblo, una adolescencia de estudios y trabajos variados (aunque sin llegar a la picaresca), una juventud en que el ejercicio literario alternaba con la vocación libertaria tal como se la vivía en los románticos primeros años del siglo. A través del relato llano que esconde cuidadosamente sus pretensiones literarias, va acercando González Vera a su lector a un mundo de personajes vivos, de costumbres que conservan el sabor que les ha preservado el tiempo, de anécdota reciente pero ya prestigiada por el recuerdo. Y como este narrador no es ningún vanidoso, como sabe retroceder a último plano cuando así lo exige la circunstancia, la obra adquiere un peso de objetividad, de verdad dicha sin artificios, que encarece su valor documental. Los ambientes estudiantiles y políticos de principios de siglo parecen descriptos sin hipérbole; el lector siente no sólo el entusiasmo y la retórica inconsciente con que estos anarquistas desafiaban una burguesía pacata y reaccionaria, sino su misma fe ingenua, su mismo aire inequívoco de redentores del mundo, de reformadores de cuajo, de teóricos entusiastas.

Y no sólo los ambientes estudiantiles. También evoca magistralmente González Vera la literatura de la época. En sus páginas desfilan los creadores y los plumíferos, los que dejaron bien alto su nombre y los que se malograron o se desvanecieron en el anónimo. Y todos presentados con respeto a su valor humano, aunque el literario haya sido efímero, haya sido imaginario. En su evocación encontrará el lector a Manuel Rojas dirigiendo un teatro de aficionados; al grupo de los Diez que presidía señorialmente el recién fallecido Pedro Prado; a los Hübner, a D. José Toribio Medina, erudito y casi diría bibliófago; a Pablo Neruda en sus varios avatares: el muchachito medio aindiado e incontenible poeta, de Temuco; la voz, sólo la voz, que después de escuchada una vez parece surgir siempre con sus tonos apagados y blandos cuando se leen sus versos; el joven triunfante que impone su poesía entre los noveles, que se rodea de una cohorte en la que también sobresale Alberto R. Giménez (para quien Neruda habría de componer su gran elegia); y finalmente el audaz poeta que se embarca para el Oriente, para un pésimo consulado en una posesión holandesa, como si supiera que de allí traería la renovación total de Residencia en la tierra. Y también, es claro, Gabriela Mistral, a la que González Vera evoca en el Liceo cuando se niega a recibir a un impertinente que se atrevió con su poesía, y de la que también recuerda un paseo en auto con Jorge Hübner.

No sólo importa su memoria de personajes ilustres hoy; también dibuja González Vera, con igual precisión y cariño, a quienes no dejaron nombre, a quienes s6lo supieron vivir su vida, curiosos o vulgares, pero únicos como todo hombre. La simpatía con que González Vera repasa un dicho o una anécdota o una figura no excluye, sin duda, la perspectiva delicadamente irónica que le facilita la distancia. Pero este memorialista no se ha propuesto obra de dispensador de justicia póstuma Y por eso todos tienen cuerpo en su evocación y hasta sus enemigos parecen verdaderos.

A instancias de unos amigos compuso González Vera su libro de memorias. En unas palabras liminares, que titula Origen, cuenta la historia del libro. "Había publicado en Babel dos o tres relatos, y el doctor Udo Rukser creyó que eran partes de un libro. Me dejé ganar por su creencia. Casi a la vez Enrique Espinoza me expresó que trabándolos con otros de esa índole, podría salir algo. Y como continuara en esa prédica una vez por semana, resolví acatarlo y no sacar del error al primero". Estas mismas palabras explican el desarrollo por yuxtaposición de capítulos que presenta el libro a una mirada aún superficial. No ha tratado González Vera de dramatizar su vida o sus recuerdos. Cada episodio, cada persona, encuentran su sitio, es decir, el sitio que les da la evocación. En este sentido, nada más distinto de la calculada, de la estudiada evocación de Marcel Proust, autor al que González Vera tardó en acostumbrarse pero al que acabó haciendo justicia. No hay aquí orquestación o (si se prefiere otra metáfora) estructuración. Es libro escrito sin plan, guiado su autor únicamente por la tenue línea cronológica. Es libro, también, para ser leído sin prisas, para saborear en su medio tono, en su prosa llana y sin artificio, en la felicidad con la que, ocasionalmente, se fija para siempre un hecho, un retrato, una buena frase, una anécdota.

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González Vera sigue siendo, sin embargo, casi un desconocido en otros medios literarios del Continente. Cuando publiqué en Marcha una reseña de su libro de memorias (abril 22 de 1952) muchos lectores uruguayos vieron su nombre por primera vez, por vez primera supieron de este escritor que es coetáneo de nuestros Oribe y Sábat Ercasty, de Juana de Ibarbourou y Fernán Silva Valdés. González Vera era, o parecía ser, un raro. Lo mismo podría haberse dicho de él en México o en Buenos Aires, en Caracas o en Lima.

Su arte, sin embargo, está lejos de toda exquisitez deliberada, de todo cultivado enrarecimiento. Es un arte de la inmediatez y de la síntesis, de la sobriedad más cortés. González Vera parece haber padecido mucho como lector y quiere ahorrar al suyo toda flaccidez, todo relleno. Al reeditar hoy sus dos primeras obras no olvida advertir que son ediciones nuevamente corregidas y disminuidas. No hay aquí sólo un rasgo de humorismo. (Ya se hablará de esto). Hay también un verdadero pudor de decir con veinte palabras lo que cabe en una, de multiplicar las letras y fatigar las prensas.

Al hablar de sus propias ambiciones literarias, no deja de señalar González Vera su insatisfacción. Sabe de cuánta materia superflua o meramente circunstancial está hecho el arte. Y él sólo busca lo perdurable. Cuando relee sus obras (y la tardía popularidad lo ha obligado a este examen de si mismo), siente que hay frases —una o dos— que están bien, que no traicionan, que merecen conservarse. El resto habría que dejarlo caer (para usar una palabra favorita de su amigo y editor Espinoza). Sin embargo, también sabe González Vera que un texto no está hecho sólo de momentos felices. Esas mismas frases de sostén o apoyo deben cumplir su parte con mesura ; preparan el terreno para la fórmula condensadora, para el giro exacto. Cualquier página de González Vera puede ilustrar esa condición de prosista reticente pero no seco, esa cualidad de elipsis intencionada.

Queda en pie un problema. ¿Cómo un hombre que escribe tan poco, que durante tantos años pareció guardar silencio, pudo convertirse en estilista, es decir, en maestro de la técnica? La respuesta habría que buscarla en la naturaleza misma del estilo: es un estilo escrito que habla, que tiene la sobria inflexión (aunque no las vacilaciones) de la palabra dicha oralmente. Sin escribir, sin tocar un lápiz o una pluma, González Vera está constantemente redactando, ensayando sus temas, contando y recontando sus cuentos, corrigiendo sus borradores orales, hasta alcanzar la perfecta precipitación. Sólo hace falta luego transcribir, poner en letras, lo que está ya perfecto en sonidos.

Su conversación es su ejercicio, su taller.

Esa condición oral de sus escritos se revela en algunos rasgos perdurables. Ante todo (y empezando por lo más externo) en la presencia de un relator, un yo al través del que se comunica la aventura y se reflexiona sobre ella: autor, espectador y (a veces) protagonista. En segundo lugar, y ya en forma más honda, en las inflexiones de la frase. Cuando se lee a González Vera hay que advertir los énfasis, tan finamente pedaleados, que van pautando la lectura: una frase redonda que interrumpe el curso sobrio, informativo, del relato sirve para denunciar ese énfasis irónico, esa guiñada en la voz, del que cuenta. También el vocabulario —en su mezcla del término preciso, literario, con el oportuno coloquialismo— denuncia esa modulación hablada del estilo.


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El hombre que crea esta prosa limpia y sin ornato trivial es como la voz que habla desde ella: simplicidad y emoción sostenida, cortesía apenas atemperada por el humor o por una ironía nada punzante, madurez. El centro de su actitud vital parece ser la modestia. No la timidez sino la modestia; es decir: la conciencia clara de que cuanto el hombre puede realizar es pequeño e importante. Y también (es claro) la necesidad de cumplir con su cuota de realización personal. Desde su trabajo en la Comisión de Cooperación Intelectual (iniciado en 1935) González Vera maneja los hilos de pequeñas empresas individuales que acaban por integrarse en una empresa colectiva de trascendencia. Un joven chileno se traslada a Estados Unidos a estudiar (digamos) electrotecnia y la Comisión le facilita contactos o le consigue el dólar a una cotización más conveniente; un joven brasileño viene becado a Chile a estudiar leyes, y la Comisión le resuelve el problema del alojamiento. En alguna difundida enciclopedia se asegura que el 80 % de la población chilena es negra (elijo un ejemplo límite) y la Comisión envía a los editores un informe en que se documenta la existencia y origen de cada uno de los escasos negros (no llegan al millar) que hay en el país. Algún atareado critico literario traza un panorama de la novela en América y omite (digamos) a Blest Gana y a Baldomero Lillo, a Manuel Rojas y a Marta Brunet, y la Comisión le hace llegar, con un atento saludo, las obras que despejan su feliz ignorancia.

Toda esta actividad la cumple González Vera con la conciencia exacta de sus limitaciones y de sus virtudes, como gesto necesario. La cumple sin el empaque oratorio de los profesionales del Americanismo. La cumple con una bien administrada dosis de humorismo. Porque el centro de su personalidad (literaria y humana) es el humor. Un humor que lejos de aislarlo de las realidades, lo acerca más a ellas, lo une a ellas en forma más penetrante, le permite calar la superficie y alcanzar rápidamente el centro.

El humorismo de González Vera está penetrado de simpatía y de cordialidad. Jamás el ridículo de la situación convierte en objeto al personaje, jamás sirve de muro de aislamiento, jamás hostiliza. El humor restablece la circulación de la sangre y hace de todos, hombres. Por eso rechaza lo que pueda haber en él de mecánico, de fórmula infalible para hacer saltar la risa. Busca en cambio la fisura por la que es posible colarse hasta lo hondo de cada ser.

Se ha dicho (y lo ha dicho un crítico muy valioso como Alone) que González Vera es frío, que redacta su sentimiento y no se da. En cierto sentido, es verdad. Su cordialidad, su humorismo, son máscaras de una timidez auténtica, de una reserva necesaria. Pero no debe verse en esta distancia insensibilidad o indiferencia. Hay una necesidad de preservar ciertas zonas del alma, de no abaratarlas con el uso. Y también una capacidad de sufrir, de ser herido y quedar expuesto que parece más evidente en los relatos iniciales, de Vidas mínimas. El humor sería entonces la clave: una reserva y, a la vez, un acceso. Quienes superen la barrera alcanzarán al hombre entero.

Para su arte mismo tiene González Vera esa mirada compasiva e irónica. Tratando de definir su ambición —en coloquio llano y sin ningún empaque profesional, el cigarrillo en la mano derecha y en los ojos un destello de inteligencia— dice un día González Vera la fórmula que lo encierra todo (o casi): "Escribo por si acaso". Por si se logra asir una vez la belleza y la verdad. Más profunda que la autoburla es la sinceridad de las palabras apoyadas en esa mirada vigilante, abierta y compasiva pero honda también, que revela una ambición nada vulgar.



 

 

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González Vera, narrador.
Por Emir Rodríguez Monegal.
Publicado en «Narradores de esta América». Ensayos. Editorial Alfa, Montevideo. 1969