Horacio Castellanos Moya: Baile con serpientes
Tusquets. Barcelona, 2012. 200 páginas
Por Gabriel Zanetti
http://www.elimparcial.es/
5 de agosto 2012
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Tenemos en nuestras manos la segunda novela del hondureño Horacio Castellanos Moya, escritor criado en El Salvador que ha habitado en muchas ciudades latinoamericanas —y europeas, pero eso para este comentario no importa-, especialmente Ciudad de México, regada de violencia, tráfico, mafia y corrupción. Lo anterior, no puede sernos indiferente. Baile con serpientes fue escrita entre septiembre y octubre de 1995 en el D. F. Puede que esta novela esté situada allí, donde tantos narradores latinoamericanos han desatado su imaginario. Pero nunca dice México, ni órale, ni cuate, ni carnal, lo que produce un efecto abismante: es cualquier ciudad de Latinoamérica.
Eduardo Sosa —narrador al comienzo y al final de esta novela dividida en cuatro partes-, un hastiado desempleado, se obsesiona con un Chevrolet amarillo destartalado estacionado fuera de la Villa donde está 
de huésped en casa de su hermana. Una Villa, por cierto, periférica, dejada de la mano de las autoridades. Dentro del coche vive un tal Jacinto Bustillo, excontable de una fábrica, ahora vagabundo, echado a la calle por un lío de faldas con una secretaria, lo que desató su actual condición de homeless —aunque el Chevrolet es su casa-, y también el triángulo que provoca un crimen pasional: la muerte de la secretaria, en apariencia un asalto, realmente un crimen encargado por su marido, jefe de la brigada de antinarcóticos.
A Sosa le cuesta hacerse amigo, generarle confianza a Bustillo, pero un día lo logra. Comparten la rutina —recoger basura, venderla, tomar aguardiente- y, aquel mismo día que Bustillo accede a relacionarse con él y casi sin proponérselo —un punto alto de la prosa de Castellanos Moya son esas actitudes que, en apariencia, no tienen explicación-, en medio de una escena absolutamente beatnick dentro de un bar de mala muerte, Sosa logra suplantar su identidad, apoderándose del Chevrolet atestado de serpientes, y de su vida. El delirio toma el relato: las serpientes hablan, dialogan, cuentan la historia del verdadero Bustillo y arman una pandilla justiciera matando con su veneno a quien se les ponga por delante. Sosa, el nuevo Bustillo, se transforma en una suerte de Travis Bickle —protagonista de Taxi driver interpretado por Robert de Niro-, pero latinoamericano, y sociólogo, profesión para Sosa sin sentido en el mundo de hoy. Eso es muy importante para el autor: el mundo de hoy o La Nueva Era, estación de radio que sirve de banda sonora para el final del relato, otra vez destemplado, ácido, beat, alucinógeno.
En medio del libro —partes 2 y 3- hay un narrador externo que cuenta las investigaciones de la policía para terminar con los crímenes perpetrados. El poder, sus presiones y mecanismos son el tema. El periodismo, la policía y sus diferentes brigadas, los políticos. Un territorio nunca emancipado es lo que parece decirnos el autor. Detectives que se contentan con Coca-colas, patatas fritas y hamburguesas. Gente importante muerta. Gente común y no tan común, el enorme abanico de la clase media —policías, vecinos, reporteros- a ratos en contra, a ratos a favor del tal Bustillo, poniendo de cabeza al poder. “Uno se pregunta si lo más conveniente no sería que hubiese varios Jacinto Bustillo para acabar con tanta frivolidad”, murmura el subcomisionado. Todo ocurre siempre bajo un sol infame y omnipotente que tanto se puede parecer a Dios. Especialmente a quienes no tienen ninguna relevancia dentro del mundo. Personas, luego personajes, con quien el autor, al menos en esta novela, se identifica y desarrolla su trabajo.
