Antonio Ortuño: Ánima
Mondadori. Barcelona, 2012. 253 páginas
Por Gabriel Zanetti
El Imparcial
9 de septiembre de 2012
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Ánima es la tercera novela del mexicano Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976). Antes había publicado El buscador de cabezas y Recursos humanos, esta última, finalista del Premio Herralde. También ha publicado dos libros de cuentos. En 2010 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los narradores más interesantes de habla hispana. De sus novelas, la crítica ha extraído conceptos como irónico, implacable, venenoso, con un registro que nos recuerda a Filisberto Hernández y a Roberto Arlt. O sea, curricularmente, el autor tiene todo a su favor. O al menos, para cierto público lector.
Ese público lector -lectores de Hernández, Arlt, quizás Humpter Thompson, Bukowski, lectores de lo beat y destemplado- probablemente comience la novela con entusiasmo, con muchísimo entusiasmo y atención. Se parta de la risa. Se interese por los personajes. Por la trama. Por el ritmo. Por la voz del narrador. Por la edad del narrador. Por la soltura de la prosa de Ortuño. Pero pasadas las cien, ciento cincuenta páginas, la atención decae. Los elementos de la narración chocan entre sí. Se torna barroca, si seguimos la definición de Borges: “…es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”.
Ánima es la historia de El Gato Vera —el narrador-, un joven que se mete a un estudio de dos aspirantes a directores de cine, trabaja de utilero, ayudante —soldado, dice Ortuño- de un acabado, cochino y mal educado Animal Romo —gran escupidor de gargajos de magma-, fracasado cineasta, dedicado a las animaciones con plastilina. Por otro lado está el exitoso Arturo Letrán, quien se convierte en un cineasta reconocido, un traidor que declara a la prensa ser de izquierdas “pese a que su actitud e historia familiar le colocaran sobre el pecho número diez del equipo de los déspotas”, a fin de cuentas el malo, contra los buenos, que son los fracasados, dedicados a las películas de zombis, escritura de guiones pésimos, etcétera.
Cuesta pasar de las ciento cincuenta páginas porque el lector comienza a reconocer elementos, escenarios, personajes repetidos o exageraciones que trabajan como decorados. Látex, aliens de plástico, una camioneta sin matrícula, borracheras y drogas, un joven que se dedica a vagar por la ciudad, conjuros en los que se requiere semen de gnomo, la torpeza, vulgaridad y finalmente bondad e incluso, alguna clase de integridad morad de un Animal Romo que escupe y no para de escupir magma, la chica ciega que seduce, la cámara que estuvo en Normandía en 1944, lo malo y vendido que es Letrán, lo bueno y underground que son El Gato, Animal y sus secuaces.
La novela podría parecer una crítica al mundo del Cine y de la Cultura, pero, al final, termina siendo una crítica al cotilleo, al chisme, y eso sucede en cualquier actividad. Si ponemos atención a los epígrafes que abren la novela, luego de leerla, podríamos entender que todo estaba anunciado. “Mi método es sencillo. Hablo de lo que he amado; lo demás, bajo esta luz, se mostrará y se hará suficientemente comprensible”, Guy Debord. “Cuidado: os avisamos. Somos los mismos que cuando empezamos”, Escorbuto. Por ahí dicen que el mayor pecado de un escritor es escribir sobre sus amigos. Quizás es peor cuando se quiere defender cierto lado oscuro de la fuerza, del que, a estas alturas, es válido desconfiar.