Cuando recordamos a las víctimas de la persecución judía penetramos en un espacio trágico. En este espacio el idioma no basta, y así, todo lo que diga está condenado al desvalimiento, a la insuficiencia: en este espacio tampoco alcanzan sentimientos como vergüenza y arrepentimiento, el duelo y el dolor no lo colman.
Queda un resto. Lo que sucedió en Auschwitz, en los otros grandes campos de exterminio, es inconcebible; ni siquiera concebible para quienes fueron testigos presenciales que escaparon al exterminio y trataron de transmitir, de aclarar el terrible misterio. Es propio además del destino de un ensayo como el mío –de cualquier ensayo de esta naturaleza– que no intente convertir a nadie. Es propio de la diabólica herencia de aquellos que desataron la desgracia, que los horrores –aun cuando están probados en todos los planos de la exactitud– se han escapado al terreno donde no se sabe sino que se cree. No tiene sentido discutir acerca de los hechos con quien no cree: cifras, documentos, destinos individuales, no cuentan como pruebas. Sólo existen unos pocos antisemitas convertidos: las excepciones son una prueba del hecho de que en este terreno no se sabe sino que se cree.
Considero una pérdida de tiempo rebatir aquí todas las recriminaciones que se suelen hacer al pueblo judío como culpa colectiva. No necesita esa defensa: ningún pueblo ha puesto de manifiesto su carácter, sus costumbres, su religión, tan abiertamente como podemos leerlo a cualquier hora en los libros de la vieja Alianza. Que la nueva Alianza, a la cual pertenecemos la mayoría de nosotros, sería impensable sin la vieja, no necesita aclaración ninguna: todos los que se llaman cristianos son también judíos. Así pues los perseguidos, los asesinados, no sólo eran prójimos, de la especie humana como nosotros; en un sentido más profundo eran, para todos los cristianos, hermanos. El papa Pío XII dijo una vez: “En espíritu todos somos semitas“. Ser antisemita y anticristiano es una sinonimia. En la Alemania del año 1933 no había más antisemitas que en cualquier otro país de Europa.
En el año 1933 pusieron el poder en manos de Hitler, de alguien que rápidamente supo transformarlo en un poder total, de alguien que nunca había dejado ninguna duda acerca de lo que pensaba sobre –así la llamaba él– la solución de la cuestión judía. Los más jóvenes conocen el clima que domina en un estado totalitario sólo de oídas: el Estado de Derecho es un concepto con el cual no pueden imaginarse nada puesto que no han experimentado lo contrario en su propia carne, no lo han visto con sus propios ojos. Intenten ellos imaginarse que hoy en día, en una ciudad alemana, fuera destruido un grupo de conciudadanos elegido a voleo –los católicos, los cristianos evangélicos, los socialistas, los comunistas o aquellos a los que se tuviese por tales–; que se rompiesen las cristaleras de sus negocios, se arrojaran sus mercancías a la calle, se detuviese, se extorsionase y se apaleara a los conciudadanos de ese grupo elegido a voleo.
Dirían ellos: Ridículo, es imposible, se propagaría una ola de indignación, intervendría la policía, haríamos alguna cosa –haríamos, decimos–. Espero que haríamos alguna cosa. Vivimos en un Estado que no tolera semejantes actos de violencia. Pero los ciudadanos de esa misma ciudad toleraron hace veinte años semejante crimen, la policía no intervino. Durante los años que siguieron, los ciudadanos de esa misma ciudad, como los ciudadanos de todas las ciudades alemanas, toleraron que a sus conciudadanos judíos se los privase de condiciones para vivir, que finalmente se los deportase a los campos de exterminio. Hubo un tiempo en el que estaba penado por la ley ofrecerle a un judío un cigarrillo o un hueco en el refugio antiaéreo. Los más sencillos gestos de humanidad contaban como delitos.
Es costumbre que al peor de los criminales, al infanticida, al atracador que se ha excluido claramente de la sociedad, antes de ejecutar en él la sentencia de muerte se le ofrezca una cierta reconciliación con este mundo, se le haga más fácil despedirse de él, se le permita recibir los consuelos de su religión, pueda ver de nuevo a su mujer y a sus hijos, pueda comer y beber lo que quiera, se le devuelvan todos sus derechos antes de consumar en él lo espantoso: despojarlo de su vida. Esta gracia, que figura entre los usos legales incluso en algunos Estados gobernados poco liberalmente, no le fue otorgada a los judíos: les robaron sus propiedades, les arrebataron sus hijos, ni siquiera a los asesinados se los dejó en paz, sus desdichados cadáveres no hallaron descanso. Nunca fueron tratados los criminales como lo fueron estos inocentes. Lo que es el derecho se nos aparece claro en el manejo de la injusticia, lo que es injusto en el tratamiento dado a los inocentes.
La pregunta ¿Somos culpables? nos afecta a todos los que en aquél entonces teníamos una edad en la que se es responsable. La pregunta no se puede responder ni con un claro sí ni con un claro no. Sólo para muy pocos vale el claro sí como respuesta a esta pregunta, algunos de ellos han sido declarados culpables, lo han reconocido, otros lo han negado, pocos se han convertido. Pero la cifra de los inequívocamente culpables es tan exigua que no basta como reconciliación ante todo un pueblo de muertos. ¿Somos culpables por haber sido contemporáneos, testigos, por haber sobrevivido? No lo somos sólo en un sentido moral o jurídico, lo somos ciertamente en un sentido teológico: se es culpable cuando no se ofrece uno mismo como víctima al fatal destino. Culpables porque sobrevivimos, nos convertimos en una parte del fatal destino porque no nos eligió como víctimas. Determinar el grado de culpabilidad de cada uno; para ello no existe en este mundo ninguna otra instancia que la conciencia: fue absurdo querer medir esa culpabilidad con categorías al uso, darles un nombre nacional, como fue absurdo dispensarles a los causantes de la desgracia el honor de un proceso judicial. Destino, maldición y conciencia se sustraen al vocabulario judicial: fue necio tratar al pueblo alemán como un pueblo de antisemitas, nuestra culpa consiste en que no lo éramos y sin embargo sucedió la desgracia. Debe tenerse en cuenta que Hitler, después de que tras cinco años dominó todos los medios para influir en la opinión pública, después de cinco años de persecución y redoblar el tambor, después de que ningún diario alemán pudiera publicar, ni las emisoras de radio decirla, una palabra en defensa de los judíos, después de cinco años de total dominio de los medios que forman la opinión, incluso Hitler necesitó el desdichado acto de un Herschel Grünspan para ordenar la acción que se conoce como "noche de los cristales". E incluso después de cinco años de total dominio sobre los medios de propaganda, y después del desdichado acto que fue tomado como motivo, la noche de los cristales no contó con la aprobación de los ciudadanos. No debe creerse que los transeúntes que vieron a la mañana siguiente los negocios destrozados de sus conciudadanos judíos, que vieron arder por la noche los templos judíos, aprobaran estos delitos. La culpa de aquellos que los hayan aprobado en su interior sin ensuciarse las manos, es menor que la nuestra, la de quienes no los aprobamos.
Todavía hoy se podría reclutar en cualquier ciudad una banda de sicarios pagados o de vándalos posesos que estarían dispuestos, contando con la protección del Estado, a cometer semejantes delitos. Uno de nuestros errores consiste en creer que las fuerzas que desencadenaron la desgracia han dejado de existir, o creer que la posibilidad de influir en la opinión pública se haya vuelto menor: las posibilidades son mayores, la influencia de las máquinas formadoras de opinión ha crecido. Alguien que las dominase por completo no necesitaría cinco años para dejar librado un determinado grupo humano a la difamación general, para luego detenerlo y asesinarlo. Las palabras anuncio, publicidad, propaganda, no son tan inocentes como se presentan: la historia de la influencia sobre el espíritu humano todavía no se ha escrito: no le daría buenas notas al espíritu del ser humano. Hoy se puede elogiar un detergente, mañana una marca de cigarrillos: con los mismos medios se podría dejar abandonado mañana al desprecio un grupo de personas, preparar su asesinato. Un mínimo desplazamiento de fuerzas en algún sitio invisible para los ciudadanos, y los medios de opinión se lanzan, graban prejuicios en el cerebro humano que se convierten en masa hereditaria para muchas generaciones.
Los más jóvenes, libres de culpa porque en aquellos años aún estaban en una edad en que todavía no eran responsables, deben conservar el recuerdo de la desgracia, saber de qué es capaz el ser humano, saber que la culpa no deja de serlo porque quede invisible la instancia que fijaría su medida. Los más jóvenes no son culpables por ser alemanes, tampoco como era culpable el niño judío que fue detenido en el parque infantil de un pueblo polaco, metido en un vagón ya repleto, deportado a Auschwitz, separado allí en la rampa de su madre, y asesinado.
He visto la rampa allí, una vía de apariencia inocente, recubierta por la maleza, en medio del campo, no lejos de una granja. He visto montañas de zapatos infantiles, salas llenas de maletas que se les quitaban a los recién llegados antes de asesinarlos, maletas en las que se podían leer los nombres de todas las ciudades alemanas: Berlín y Colonia, Francfort, Weimar, Brilon, Brühl, Essen, Siegburg: los rastros conducen a cualquier ciudad alemana. He caminado por las calles de esa ciudad de la muerte, he penetrado en barracas y cuarteles en el agobiante silencio del mayor cementerio que existe en este mundo. He hablado con hombres y mujeres que fueron testigos, para quienes su número carcelario, tatuado en el antebrazo, significa hoy un símbolo de honor. Sigue siendo para mí un misterio que ellos, que fueron testigos y sobrevivieron, son los que menos hablan de venganza y de culpa. La gente de allí, en cuya patria se encuentran los mayores cementerios en los que no se puede ver ninguna lápida, no piensan en la venganza, no predican el odio sino la reconciliación. Hay que aceptar esa reconciliación, que no borra el pensamiento de la desgracia sino que lo mantiene despierto, de manera más perdurable que lo haría la confesión de una culpa de la que los más jóvenes están libres. Nosotros, los que no sólo entonces éramos capaces de ser responsables, también apelamos a ella, nuestra culpa consiste en que nos faltaron el valor, el corazón y la locura para oponernos al destino.
Si el grado de la culpa no se puede medir a través de instancias nacionales, jurídicas o morales, tampoco se puede medir con ellas el grado de nuestra inocencia. No somos culpables ni inocentes, ni Caín ni Abel. Sabemos que se puede ser culpable no sólo haciendo algo sino dejando de hacerlo, no contradiciendo cada vez que la palabra judío se pronuncia con algún otro sentido que el honorable, cuando no contradecimos cuando se niega la desgracia del pasado. No somos dignos de la reconciliación cuando aprobamos de esta manera los crímenes del pasado. Los más jóvenes deben contradecir: a sus padres, a sus maestros, en el tranvía y en el patio de la escuela, en el taller, en la oficina. Deben contradecir en todo lugar donde se niegue la desgracia o donde –como en el balance de una empresa industrial– se le contrapongan muertos inocentes. Para los innumerables que fueron asesinados en los campos de exterminio, los muertos de la guerra, los deportados, los desaparecidos, los niños y mujeres que murieron en los caminos. Convertir los muertos en partida de esta especie de contracontabilidad nacional es una nueva forma de inhumanidad, que da por buenos los crímenes del futuro: es indigno, nace del mismo error que el triunfo de los vencedores, que dejaron a inocentes librados a la perdición y creyeron compensar así la desgracia. El niño pomerano que murió de frío en una carretera provincial: no es decoroso ofrecer su muerte como compensación por la muerte del muchacho judío que fue arrastrado al crematorio en Birkenau. No somos los contables de la desgracia y no tendríamos que dejar que nos hicieran serlo: nuestras cuentas no cuadrarían.
En los años después de la guerra no hemos aceptado el colectivo "culpable" de las instancias políticas: no aceptemos tampoco su colectivo "exculpado", sería injusto para con el adolescente judío que fue arrastrado al crematorio en Birkenau, sería injusto para con el niño pomerano que murió de frío en una carretera provincial.
Después de mi visita a Auschwitz me encontré en Cracovia con una polaca que sufrió cuatro años en Auschwitz y después diez años en prisiones comunistas. En la prisión compartió la celda con su celadora de antes, Maria Mandel, una campesina bávara que en Auschwitz atormentó durante años a las prisioneras, las condujo a la muerte. La polaca me contó que antes de que ejecutaran a Maria Mandel la abrazó y la perdonó, la perdonó también en nombre de sus compañeras.
Trato de imaginarme cómo las dos mujeres rapadas se abrazaron en la puerta de la celda: una de ellas condenada a muerte a causa de sus innumerables crímenes, condenada a muerte la otra –luego fue indultada– porque sus opiniones políticas condecían tan poco con las de los vencedores como con las de los derrotados. Creo que en semejantes momentos sucede más de lo que nunca podremos comprender, más de lo que pudiera ser concebido en categorías nacionales, más de lo que el idioma puede expresar, más de lo que contabilidades históricas, balances falsificados, pueden ofrecer como consuelo. El consuelo de ese instante –las dos mujeres rapadas que se abrazan en presencia de la muerte– sólo podemos aceptarlo si no olvidamos eso que allí se perdonó: no sólo el asesinato sino lo cotidiano del infierno, los años y años de miedo, los años y años del látigo de los sicarios del verdugo, el salvar la vida de un instante al otro: perdonar lo que los testigos mudos que se quedaron en Auschwitz pregonan mejor de lo que nunca puedan hacerlo los supervivientes: montañas de zapatos infantiles, salas llenas de maletas en las que pueden leerse los nombres de todas las ciudades alemanas.
Sólo podemos aceptar ese consuelo y esa reconciliación si estamos dispuestos a enfrentarnos con la desgracia que quizás nos ofrezca el futuro. No confiemos en la paz: las máquinas forjadoras de opinión están ahí, todavía ofrecen sólo cosas inocentes, fraguan prejuicios que es verdad que se agotan en lo comercial pero ya se graban en nuestro cerebro. Se necesita una fuerza tremenda para resguardar el pensamiento y la capacidad de recordar frente al poder de estas máquinas de opinión. Podría llegar un día en que no fuera más políticamente oportuno dar a los crímenes del pasado el nombre que les corresponde: recién entonces podremos demostrar cuánto significa para nosotros la libertad. Lo que sucedió con los judíos puede repetirse con cualquier otro grupo de personas elegido a voleo. Sabemos de lo que es capaz el ser humano, no confiemos en la paz.
Sería extraño que, después de tantos años de persecución nacionalsocialista, las semillas del troglodismo y del odio al judío hubieran desaparecido. Iniciativas positivas ya existen. Las cuestiones abiertas no se solucionan por sí solas. La generación joven tiene mucho que aprender y que hacer.
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Por Hendrik van Dam, 1961
En "Leer nos hace rebeldes", diciembre 2002