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Carlos Orellana
INFORME FINAL, memorias de un editor
Santiago, Catalonia, 2008

Por Hernán Castellano Girón

 

I. Las memorias

En los muy difíciles días de nuestro regreso definitivo a Chile y habiendo fijado nuestra residencia en el “Litoral de los Poetas” de Isla Negra, nos hemos topado con Informe Final,  Memorias de un editor  (en adelante IF)de Carlos Orellana (CO)  a quien me tocó conocer personalmente en 1994 después deveintiúnaños de exilio en los cuales intercambiamos correspondencia relativa a mi colaboración en  Araucaria de Chile.

Más tarde nos tocó negociar la larga  y a menudo engorrosa y también desconcertante tratativa que culminó con la publicación de Calducho o las serpientes de calle Ahumada en julio de 1998, más de diez años después de iniciar su escritura entre 1986/87.

Bajo este título de connotación lapidaria o al menos inquietante, se percibe agazapada la ironía o el sarcasmo del memorioso que relata haberse jugado  la vida por los libros de autores cuya gestación siguió e incluso admiró durante gran parte de su vida (con algunas excepciones entre las que ahora estoy seguro de contarme).

Por las razones anotadas al principio, este libro se prometía como un boccato da cardinale para un lector que también ha vivido sus últimos cincuenta años de vida inmerso en el mundo literario.

El resultado de la lectura de IF es decepcionante pero no estéril ni tampoco irritante, lo  cual no deja de ser un logro especialmente porque su autor declara —no explícita pero sí indirectamente— su intención de saldar cuentas con el mundo editorial  (y los autores que lo componen, a veces como convidados de piedra, aunque debiera ser al contrario) al que dedicó su vida por todo ese tiempo, culminando con su tenure en el omnívoro gigante editorial Planeta.

El mundo de la literatura se ha vuelto —local y globalmente— un salón donde los contertulios autores generalmente (porque siempre hay excepciones honrosas) son lobos que ni siquiera se toman la molestia de buscar un vellón espesado con el cual disimular sus fauces arriscadas por la envidia y las ansias de notoriedad y poder. 

En contraste, el mundo de los editores  y especialmente el suyo, CO lo pinta como un Campo de Criptana, donde al final los gigantes bien disfrazados de molinos de viento, adquieren grandes dimensiones y una poderosa capacidad triturante. Tanto es así, que el mismo fiel funcionario Orellana sale despedido por el nuevo e implacable estilo managerial de Planeta.

Este episodio da comienzo a la narración de su picaresca libresca (perdónese la cacofonía) desde aquel fatídico 26 de noviembre de 2002 en que salió despedido de Planeta.

Orellana se inició en el trabajo asalariado siendo un adolescente, primero como junior en una empresa inmobiliaria, luego como empleado de banco, para finalmente arribar al mundo libresco en la Editorial Universitaria, punto de partida de su carrera. Como bagaje traía su cultura literaria enfocada en la llamada literatura social en resonancia o paralelo con su toma de conciencia y militancia política, fidelidad que aparentemente ha mantenido hasta ahora. Su puesto en la Ediitorial Universitaria lo puso en el centro del pequeño tráfago de editoriales nacionales como Zig-Zag, Nascimento o Del Pacífico.

Comienza así el desfile anecdotario donde CO pasa revista a sus años y sus contactos, amistades y frecuentes desencuentros con gran variedad de escritores que, muchas veces sin méritos relevantes, fueron protagonistas del “ambiente” literario nacional y especialmente santiaguino. Curiosamente (o tal vez no)  el corpus central de IF se inicia con la conexión de las Editoriales del Pacífico > Nuevo Extremo > Pomaire,  donde tuvo un papel central el escritor José Manuel Vergara, quien habría iniciado el curioso fenómeno acústico  más que literario (boom), de la novela hispanoamericana, con Daniel y los leones dorados (1956). Este libro iniciaría (en forma rudimentaria) esa fase de fenómeno mundano que se explotaría mediáticamente a fondo en la década siguiente.

También aquí se inicia el tema central de IF: la saga de los “inmortales” que fueron y los que pudieron ser pero no lo fueron, por razones que Orellana expone como inevitablemente ajenas a las editoriales y su política comercial, siendo el resultado fruto del destino y el carácter individual de cada autor.

Con Isabel Allende inicia Orellana su tan particular historia de amor/odio (mucho más amor que odio, en todo caso) con los llamados Superventas. Relata como José Manuel Vergara contrató a José Cayuela, quien en la filial venezolana de Pomaire tuvo la oportunidad “dorada” de publicar la famosa Casa de los espíritus, sindicado como el libro más vendido en idioma español, junto con los de su hermana morganática Corín Tellado.

Vemos que la honestidad e integridad intelectual de José Cayuela, al rechazar ese libro, merecerían algún aplauso, alguna frase meritoria. Orellana no se la otorga, y en cambio se expresa como si aquella supuesta afrenta hecha a la muy astuta periodista de Paula, le doliera en carne propia.

Carmen Balcells, la tigresa agencial, se engulló la manzana de oro y devolvió al mundo —al menos, al mundo de los que consumen los  libros, no el de los que los leen y disfrutan la literatura con pasión intelectual— este producto de seudo realismo mágico que según CO “ha alcanzado en el mundo una difusión sin paralelo en nuestro pasado literario y que seguramente tampoco logrará ningun[o] en el futuro” (sic, 110).

Son palabras que al principio me parecieron risibles, pero que a una segunda lectura aparecen como absurdamente trágicas —sobre todo viniendo de un editor como CO— puesto que en realidad no hay límite para crear productos para el mercado librario, pero la verdadera literatura puede tener y tiene serios problemas para alcanzar esa “difusión sin paralelo”.

A medida que CO va cambiando de una labor digna en el ámbito de la cultura literaria tradicional, y pasa  a la farándula editorial del producto mercificado con la consecuente creación y clonación de seudogenios i/letrados, parece sufrir.  Su estoicismo a toda prueba lo lleva a resistir lo que sería una traición a sus principios, pero muy pronto demuestra haber asimilado y finalmente adoptado esta segunda postura como filosofía propia, hasta que le llegó el temido cuanto inesperado premio con el  sobre azul.

IF muestra,  en sus densas cuanto sucintas páginas,  detalles del mestiere  descritos con gran minuciosidad y conocimiento de los hechos, personas y empresas editoriales. La tónica con estas últimas se asimila a la de sus desventuras, en las que inevitablemente se ven comprometidos los autores cuya filosofía, ética y hasta praxis política, CO invariablemente termina por comparar con la suya.

La lista es larga, desde autores mayores entre los cuales destaca el mismo Pablo Neruda, a quien CO parece reprochar una suerte de falta de compromiso militante de absoluta entrega. En el relato de su relación con el Vate, se percibe un rencor antinerudiano basado en minucias sectarias.

El encono de Orellana por ciertos personajes se manifiesta en ironías bastante burdas, y desperdicia muchísimas páginas en el chismorreo que tiende básicamente a demostrar como algunos o muchos autores se desviaron de la ortodoxia marxista y su respectiva militancia.

En estas páginas también está implícita la búsqueda del “genio literario” que nunca llegó a aparecer (aunque en Bolaño los huérfanos de un padre/ídolo literario parecieran haber encontrado por fin el ícono adecuado, y para sorpresa nuestra, Orellana se autoincluye entre ellos).

Desde luego, un gigante literario como Juan Emar no encuentra cabida en estas memorias, ni siquiera como referencia.

Paulatinamente, a medida que la farándula reemplaza al oficio mayor, CO va tomando distancia de ortodoxias políticas y literarias y sus memorias toman un sesgo muy particular, tensado por el pequeño drama de su propia contradicción interna.

Desde el comienzo aparece evidente en estas memorias la intención de “destape”, respecto de los dolores morales y aún físicos, secuela de su vida como editor. Lástima que sea un destape tan medido y absolutamente condicionado por la political correctness  y por el deseo de halagar a la caterva de figurones, lechuguinos y pisaverdes que invadió el mundillo literario después de nuestro pretendido retorno a la democracia.

También frecuentemente aparece en IF la vena “criollista” o realista-socialista (de la cual también dice renegar [168]) pero sus lecturas y opiniones muestran una tendencia casi unívoca hacia el realismo social/ista como la literatura más válida, revelando que tuvo  poco o ningún contacto con otro tipo de literatura (al menos en su juventud).

Una parte sustancial del libro está constituida por descripciones escuetas, ocasionalmente malignas, hechas con un lenguaje y estilo convencional y opaco. IF se especializa en contar entretelones de la vida y figura de los escritores que el autor conoció, y donde la anécdota central casi siempre es sobrepasada por eventos periféricos. 

El capítulo siete, llamado “Encuentros con algunos grandes”  se inicia con el relato del carácter áspero y hasta violento de algunos de estos grandes.  

Coloane
El primero en caer bajo el juicio adverso del autor, es nada menos que Francisco Coloane, descrito como una especie de ogro difícilmente tolerable, un ególatra que podía “hasta convertirse en una persona odiosa” (226). Más adelante se refiere en términos parecidos a Carlos Droguett y Pablo de Rokha.

Si nos atenemos a lo referido en IF, no tuvimos la desgracia de conocer personalmente a estos últimos, pero con el primero, don Pancho —como lo llama Orellana en doble estándar que manifiesta cuando intenta o desea equilibrar la descalificación personal con algunos rasgos “positivos”— sí tuvimos la oportunidad de alternar en varias ocasiones, especialmente en Roma donde su hijo Juan Francisco vivió exiliado en el mismo tiempo que el  que escribe estas notas. Puedo afirmar que el retrato que aparece en IF nada tiene que ver con la realidad y más bien debe ser la relación subjetiva de una de las muchas antipatías viscerales registradas en estas memorias.

“Don Pancho” nos pareció entonces como una persona bondadosa, por supuesto erudito y generoso en sus juicios y del todo caballeroso en sus maneras.    

Parra
IF está plagado de afirmaciones profético-maximalistas, como que Nicanor Parra  (NP) estaría “no sé si con verdadero fundamento, a las puertas del Premio Nobel” (140). Nada nos alegraría más que Parra obtuviera un merecido tercer premio Nóbel para Chile, pero es evidente que esto es muy difícil. Nos extraña sobremanera este desconocimiento de  los “verdaderos merecimientos” del antipoeta, por parte de CO. Debe tratarse, una vez más, de una incompatibilidad ideológico-cultural.

Un tercer premio para el mismo pequeño país, en un galardón que se cuotea geográfica y políticamente, nos parece impensable para Chile y difícil para Hispanoamérica, en este momento, a menos que—en  la oscilación imprevisible de la política del Premio— se quisiera premiar el servilismo de Mario Vargas Llosa hacia la barbarie neocapitalista como una movida para equilibrar las cosas. Por otra parte, hay todo un mundo de poder económico/político y por ende cultural, emergente en el panorama geopolítico del planeta.  Un caso como el de Dario Fo para Italia, nos parece más único que raro y de hecho escandalizó a los poetas áulicos postdannunzianos, que siempre han medrado en la península y constituyeron una especie de Parnaso del Campidoglio o de la Farnesina (la Cancillería italiana).  Se escribieron furibundos artículos contra Fo, en los días posteriores al Premio (ver prensa de la época).

NP es retratado en IF como un envidioso. También hay detalles sobre la explosividad de Violeta y su horrible carácter. CO retrata a NP como un macho cabrío de múltiples entregas, en su “lado B”. 

Entre las pags.141-142 Orellana describe muy bien la ironía personal parriana que a su vez contrasta con el carácter de Neruda y de Rokha.

Lafourcade
De Enrique Lafourcade (EL), CO ofrece el retrato verosímil de un anticomunista visceral y desaforado que en sus novelas-panfleto se refiere a Volodia y Allende como “terroristas”. Es conocido el libelo difamatorio sobre la relación de Neruda con Alicia Urrutia. CO exalta en EL —lo que nos parece de justicia— sus dotes de narrador en sus novelas “buenas”.

CO denuncia a Planeta como frívola (el rechazo de Mano bendita, 149) en una maniobra descalificatoria (por parte de un informante de Planeta en Barcelona) digna de un aprendiz ratonil de Maquiavelo. 

Valdivieso
En IF se consigna generalmente como una virtud la “laboriosidad” de un escritor. Es el caso de Jaime Valdivieso (JV). Pero al mismo tiempo Orellana aparece como un gran conservador hasta en el tratamiento que da a los escritores que a su juicio se exceden en el número de géneros practicados: JV es uno de ellos  y su juicio —evidentemente equivocado y mezquino—  sobre él es el de mediocridad.  En cambio elogia a la ex esposa Mercedes y sus novelas.

CO se atribuye la responsabilidad —al parecer con orgullo—de 4 o 5 rechazos a JV,  por parte de Planeta.

Teillier
El retrato de Jorge Teillier (JT) es especialmente maligno y revelaría la incapacidad de CO de relacionarse con un espíritu tan selecto y complejo como lo fue el ultrasensible JT.

Una lectura atenta de estas memorias muestra que el ideal de escritor para CO sería el de un realista decimonónico positivista y opaco, desplazado de siglo y de circunstancia.

En IF se ventilan entretelones íntimos y penosos de la pareja JT–Sybila Arredondo, en los que denosta a quien nunca en realidad comprendió (JT). CO en sus memorias quiere hacer creer que está por encima cualquier actitud de  “macho herido”,  como si él mismo estuviera inmune a esa actitud.

También describe el etilismo / dipsomanía  de JT con minuciosidad un tanto sádica y por demás insignificante, porque es evidente que esa pasión autodestructiva en el poeta iba más allá del mero alcoholismo y no era el centro ni motivo de su universo lírico, tal vez lo sería refiriéndonos al Yo borgiano, humano-personal del vate,  pero semejante juicio sólo cabe  dentro de los parámetros de un moralismo de cortos alcances.

El capítulo dedicado a JT deja al lector (por lo menos, al lector familiarizado con su poesía) con un regusto amargo, como de haber probado la resaca de un envidioso, haber tocado maderos devueltos por el mar y escuchado un relato sobre otro que no fue Teillier, sino un reflejo o sombra que sobrepasa el pequeño espejo retrovisor empleado por CO.  Sybila es alguien a quien él “quiso como una hermana” y su ruptura con ella —dice— fue netamente política, por no aceptar su maoísmo: “es como si escuchara a una niña [...] en su inocencia...” (162)

Orellana experimenta gran orgullo —desde luego legítimo— por su antología hecha junto a Yerko Moretic, El nuevo cuento realista chileno.

Sin embargo, este título mismo se apoya en dos cojos paradigmas, volátiles, ligosos e indefinibles conceptos.  Ellos son lo nuevo/ la novedad/ lo neo, que deben ser deglutidos por el tiempo a corto plazo,  y el “realismo” , más vago aún desde el momento que la realidad misma dejó de ser continua y dejó de ser real, tanto en la física teórica como en la literatura.

Por lo tanto es muy riesgoso apoyarse en “la realidad” bidimensional para definir el fenómeno literario. Esto lo consignamos solamente porque la relación de esta conceptualidad con la que aparece en estas memorias, es directa y resonante.

Lihn
Enrique Lihn recibe también su mención importante en IF, acaso con más empatía que con JT, pero en ellas se habla poco o nada de su poesía o sus extraordinarias condiciones de escritor polisémico. CO se refiere más a los cuentos, especialmente el legendario “Huacho y Pochocha”, que Orellana asegura haber prohijado en su primera edición. Afirma C0 (166) “haberse jugado” por Lihn, en las Ediciones del Litoral.

Lo curioso es que en medio de las páginas dedicadas a Lihn —con algunos de sus entreveros y rivalidades personales que Orellana refiere con detalle como es habitual en IF— súbitamente   las emprende contra Fernando Alegría, al que califica de rara avis (etiqueta peyorativa aplicada también al que escribe estas líneas, por parte de miembros sólidamente enquistados en el stablishment literario capitalino). Al parecer confunde Berkeley —donde Alegría se desempeñó sólo tres años (1964-67)— con Stanford,  respecto de la universidad donde enseñó Alegría por décadas. CO lo define como “académico de campanillas” de la UCB (164) en el stado de California donde vivió y murió, sin mayor reconocimiento en su país, pese a que sus novelas no son para nada despreciables.

Poli Délano (PD) obtuvo de inmediato la simpatía de CO. “Por la chuata”, expresión tan vernácula como vulgar, en el mejor sentido que la vulgaridad puede denotar, parece haber provocado la sacra ira del crítico Edmundo Concha, ya vetusto antes de envejecer y también CO toma distancia de ella, mostrando página tras página de IF, que básicamente siempre fue y es un conservador literariamente hablando.

En estas memorias grises,  CO es inigualable para consignar nimiedades y basa en ellas tanto sus panegíricos como sus descalificaciones. Igualmente y tal vez por lo mismo, es inagualable en la descripción de los “pajarracos de pluma”, críticos y criticastros que en el tiempo sucedieron a la pluma semisagrada de Alone.

Por otra parte,  Diego Muñoz, Luis Enrique Délano y Poli Délano, serían ejemplos de escritores cuya fidelidad a los principios comunistas los habría llevado a dañar su propia literatura.

En IF se afirma que el ya entonces gerente Bartolo Ortiz vetó a Poli Délano (164).

Nos preguntamos que fue lo que retuvo a Ortiz de hacer lo mismo respecto de  mi novela Calducho o las serpientes de calle Ahumada (Planeta, 1998, ver segunda parte de estas notas).

En sus memorias, sobre todo en su fase de Planeta, Orellana da la impresión de ser un “renovado” de corazón y que se creyó empresario hasta que lo despidieron. Se muestra como un revolucionario conservador o un conservador que se creyó revolucionario.

Igualmente  se queja (170 / 171) de que las (sus) amistades se resintieron con su función de editor.

También parece tener problemas con los “hombrones” a quienes describe con acritud, probablemente motivado por algún secreto complejo fundado en su más bien corta estatura.  Entre éstos, a Joaquín Gutiérrez de Quimantú le toca su andanada (183) y con razón,  porque una editorial que no considera la poesía (como se refiere en IF)  subcatalogándola como un género prescindible, es una editorial regida por patanes. Tal vez fue mejor que no apareciera una proyectada “selección poética anual” pues habría sido una selección de apitutados poetas de partido.

El exilio pareció haber redimensionado a Orellana, despojándolo de su arrogancia de pequeño protagonista o cabeza de ratón en el “mundillo editorial de Chile” (su propia definición, 171) contrapartida resonante del medio literario propiamente tal.

Pero ello no lo libró de expresar y promover favoritismos sectarios, como el panegírico a Héctor Pinochet (186), que resulta patético y sólo puede tener su origen en el sectarismo político: su elogio al funcionario dúctil, un escritor mediocre y opaco inyectado de talento por “conducto oficial”.

Esto lo puedo afirmar puesto que conocí bien a este individuo durante su asilo en la Embajada de Italia y su posterior exilio en este país.

Uno de los valores de este libro y que paradojalmente se basa o cimenta en pasiones negativas, es que el vaivén de las simpatías-antipatías de CO por los autores permite desnudar en sus frases de estilo y contenido “naive”, una radiografía de ese sottobosco  o submundo de los literatosen sus miserias humanas, al que no sería fácil acceder sin el auxilio de estas memorias felizmente indiscretas.

Desde la p.191 en adelante, Orellana las emprende contra Volodia, aunque se cuida de llegar al ataque directo. Su juicio de la excelente biografía Neruda de VT es mediocre y purista, en cuanto a la requerida pureza de “crónica biográfica” (191) y curiosamente lo compara con un texto futuro, inexistente en esa época, el genial y muy diferente de enfoque, Biografía literaria, de Hernán Loyola.

Orellana llama a la obra de VT, “crítica ensimismada” tratando al parecer de operar como crítico-lector post-mortem (193). A La guerra interna, de VT, Orellana la despacha con una imagen que se lee  como muy negativa en el contexto de IF:   libro de  “sabor un tanto esperpéntico” (194).
 
Las páginas de IF denotan a un hombre que posiblemente anheló ser un verdadero protagonista, que alternó a menudo con ellos, pero que al final se descubrió siendo una pieza no esencial de un puzzle en que otros inalcanzables poderes y voluntades formaban las figuras y cortaban el paño. Ello es notorio cuando detalla, casi con regocijo, las características a su juicio negativas de los viejos “grandes” (esta vez de estatura literaria). En cambio, a los nuevos y mediocres superventas, los cubre de elogios.

Como suele suceder, terribles tragedias personales como el suicidio de su hija menor en Francia y el propio infortunio de tres meses de reclusión en un hospital del suburbio parisino de Créteil, otorgan al CO hombre un relieve desprendido como al sesgo de estas memorias, alejándolo humanamente de las miserias y bajezas del “mundillo editorial”.

Esta fase coincide con la llegada de Orellana a Planeta y su más bien áspero trato con los “tiburones”, que distaba mucho de ser el que Lautréamont estableció con los escualos de otra categoría, en su famosa estrofa 13 del Canto Dos de Maldoror.

A propósito de “tiburones” empresariales, desde la página 208 en adelante, encontramos una escalofriante y también grotesca (¿esperpéntica?) cadena de predación y codicia, paradigma de la situación del mundo, aplicada al mundo editorial.

CO describe como los grupos megaeditoriales se unen engulléndose y se separan a la vez fundiéndose con otros, en un juego que resulta tan macabro como surrealista. Orellana parece relatar esto con la distancia del naturalista/parasitólogo a su especimen, aunque en realidad es al contrario:  la presa al fin resultó ser él mismo.

La filial de Planeta chilena es referida justamente como un juguete de su casa mayor establecida en Buenos Aires, y los funcionarios chilenos le deben obediencia. CO denuncia la incompetencia y falta de idoneidad de los gerentes enviados desde Buenos Aires. Es un mundo sórdido, de alimañas, de mercachifles encallecidos, pero donde Orellana bien medró hasta su despido en 2002.

Un tal Julio Pérez (213) profiere el verbo divino: “el único libro bueno es el que se vende”. Resulta sorprendente, por decir lo menos, como Orellana relata con horror (que vivió desde dentro y lo soportó bien) los manejos inescrupulosos dentro de este gigante de la cultura mercificada, los que sin embargo,  en última instancia apoyaba. 

Los últimos capítulos de IF los dedica Orellana a la “Nueva Narrativa Chilena” (NNC) slogan que tiene varios precedentes, además de las “mega generaciones” del 38 y del 50,  en las llamadas “generaciones perdidas”, “novísimas”, “láricas”, etc.   Esta patraña —de la cual Orellana forma parte pero no es, ni con mucho, el único a sustentarla— sobre todo sirve para agrupar a los escritores en el concepto tribal que rige la vida social, intelectual y libresca del “mundillo literario chileno”, regulando/decretando presencias y ausencias, ninguneos y deificaciones cuyo denominador común es la inconsistencia desde un punto de vista crítico serio.

La fantomática NNC creció y falleció al compás de la contingencia del voluble mercado editorial chileno y la más voluble opinión pública, seguidora de las invenciones de los medios de prensa y de televisión a su vez mangoneados por las editoriales . En las muchas páginas que la conciernen  en IF, se llega a ver que en la NNC son más los que no pertenecen a ella, y ese globo lleno de agujeros, se desinfla y disipa como una ventosidad. 

CO aparece en IF como un seguidor fiel a la teoría generacional para explicar el fenómeno literario en un contexto histórico y lo demuestra a cada paso. Por ejemplo, legitimiza el mito generacional refiriéndose constantemente a  las llamadas generaciones del 38 (G38)  y del 50 (G50), resaltando sus oposiciones como si no hubiera entre ellas tanto nexos como diferencias.  Por ejemplo Guillermo (Anuar) Atías aparece en la Antología del verdadero cuento en Chile de Miguel Serrano (que representa el reverso literario de  la llamada G38, a la cual se le atribuye una unívoca tendencia “social”)  y luego reaparece en la G50 como uno de los más fuertes representantes de una tendencia realista / existencialista en El tiempo banal. La misma Mandrágora surrealista pertenecería entonces a la G38, desmoronando así la uniformidad escritural de la misma. 

Es necesario reconocer que él no es el único en sustentar esta concepción insustancial del análisis de un texto literario:  muy por el contrario, casi no existe en Chile una crítica que escape del obligatorio referente de las generaciones como norma definitoria del fenómeno literario, especialmente por haberse generalizado su uso, y por no existir tampoco una escuela local con un estudio serio de, por ejemplo,  las teorías de la modernidad.

Los críticos jóvenes a veces son peores que los viejos, en el sentido que por tener todavía menos información cultural e histórica y haber crecido en el llamado “apagón” de la dictadura —que no sólo mató individuos sino que arrasó con toda una concepción del trabajo intelectual— inventan y subdividen generaciones y subgeneraciones hasta llegar al absurdo de nombrar una generación por año.

Desde el capítulo doce en adelante IF hace el panegírico de la NNC,  tanto más que CO se atribuye una cierta paternidad en el engendro. 

Dedica muchas páginas a Fuguet y Cía. y luego a las otras estrellitas clonadas del modelo del escritor “empresario de sí mismo”.
Si es verdad lo que dice el español Javier Cercos, “el mundo literario es puro canibalismo” (234) entonces Orellana se contentó con los despojos.   CO mezcla libros realmente importantes como Machos tristes de Dario Oses o Cobro revertido de José Leandro Urbina con las obras de Sergio Gómez , creador del “ingenioso mito” de Mac Ondo del cual se duele esté “semi olvidado y un tanto desacreditado” (228) 

¿Y qué se esperaba Orellana? Las pachotadas suelen tener corta vida.

Según IF,  Gómez sucedió a CO en Planeta, pero de él sólo tenemos la información de que se sumó a la caterva de los antinerudianos locales publicando un infundio sobre Matilde Urrutia, cuando la celebración y los honores prodigados a nivel mundial en el centenario del Vate desencadenó a nivel local una andanada de diatribas e insultos a su figura y  su memoria.

Desde la 228 comienzan las páginas en las que se detallan las veleidades editoriales de Alberto Fuguet.  No parece Orellana otorgarle condiciones geniales, pero naturalmente se regocija por su éxito editorial y lamenta que lo haya “tentado” Alfaguara.  Este éxito editorial parece haber gatillado alguna fama circunstancial (como generalmente son las famas en los EE.UU) que llevó a Fuguet a aparecer en la portada de la edición hispana de Newsweek.  Este hecho parece haberle dado condición de inmortal, dentro del provincianismo que finalmente  caracteriza la vida cultural chilena como fenómeno social.

Los libros y sus autores aparecen en IF como patéticas bataclanas exhibiendo canillas y muslos más caquécticos que esculturales, una pasarela que mueve al dolor, casi al lagrimón, que muy luego es suplantado por la risa.

El libro es opaco como memorias e insignificante como crítica (función que sin duda no pretendió el autor, pero que inevitablemente resulta pellizcada en el tono lúgubre que caracteriza gran parte de sus páginas).

También a Carlos Cerda (CC) le echa su pequeño dardo envenenado: las relaciones de pareja (231), pero reconoce los méritos de Morir en Berlín, libro que muestra las contradicciones de los exiliados que no pudieron —pese a su aparente disciplina ideológica— resistir los rigores del llamado “socialismo real” que después sería reemplazado por el “capitalismo brutal”, cerrando la boca de algunos y abriéndosela con impensable admiración a muchos más.
 
Desde la p. 234 entramos de lleno en la parte más grata para Orellana: los Superventas ( o megaventas según un neologismo acuñado en las secciones faranduleras de los diarios, donde ahora se relega y hace encajar a la literatura)  y con ellos continúa el fichaje de genios en este IF:  Hernán Rivera Letelier (HRL) es el primero.

Según Orellana, HRL “llegó con ímpetu de locomotora a la literatura” (233), y se admira de su “indesmentible y excepcional señorío en el mundo de las letras”. Creemos que semejante desaforada afirmación pudiera corresponder a la de un lector con un muy limitado conocimiento literario, que se deje engatusar por el estilo facilón, los metaforones efectistas y cursis de un realismo mágico de tercera generación, pero no de un editor avezado como CO. Hay condiciones o características personales de HRL, su bonhomía y sencillez humana, que sin duda han pesado en el juicio de Orellana, como así en su público lector.

Campanas de tañir agripado lo anunciaban:  ¡he aquí a Roberto Ampuero!

Orellana elogia sin reticencias a este personaje que como anticomunista visceral y panfletario que se dedicó a morder la mano que lo alimentó y salvó su vida,  hubiera por lo menos merecido un juicio negativo desde el punto de vista moral-ideológico que sobre todo “antes” pareció preocupar al autor de IF.

Posiblemente los detectives nacionales Cayetano Brulé de Ampuero y Heredia (de la estupenda serie de Ramón Díaz Eterovic, publicada por LOM)  se remiten al Pepe Carvalho de Manuel Vásquez Montalbán, que aparece en muchos libros y películas basadas en ellos e interpretado por Juanxo Puig Gorbé.  Hay muchas diferencias entre Heredia, que se acerca más a la concepción del género detectivesco de Vázquez Montalbán, cuyo Pepe Carvalho es “un vehículo expresivo del autor para legar una crónica sociopolítica, histórica y cultural de los últimos cuarenta años [de España]“ (p. de Vázquez Montalbán en Wikipedia) y el Cayetano Brulé de Ampuero, remitido más al producto descontextualizado y adscrito a la moda y el oportunismo comercial.

Todo el capítulo 13 constituye un gran panegírico a Roberto Bolaño. Aqui el ditirambo llega a niveles sublimes. El “fenómeno Bolaño” rebasa ampliamente el alcance y propósito de estas notas pero creemos que, aparte de su enorme proyección mediática, típica de la época globalizada de la literatura, por su misma muerte anunciada en que muchos (pero no todos)  “le deben un hígado a Bolaño”, según expresó Nicanor  en uno de sus artefactos.   La acritud y el encono personal transvasijado en seguidillas de textos—como en el caso del Neruda— han sido siempre un género menor dentro de la misma literatura local y universal, y Bolaño hizo de él una especie de “marca de fábrica”.  Inclusive considerando esta tendencia nacional, los elogios maximalistas de CO nos parecen desproporcionados e incongruentes con su historia de lector/editor, en sus trabajos y sus días que le hicieron crear este IF.

Después de Bolaño, se continúa el desfile de inmortales locales o de fácil exportación.  CO parece respetar los valores literarios de “sus” autores, pero en el fondo —o al menos, esto es lo que se desprende de la lectura de IF— lo que él verdaderamente respeta es el éxito comercial.

También, como un “editor omnisciente”, decreta el olvido eterno para obras, entre las que se cuenta la mía, en una actitud que derechamente podríamos calificar de cínica, pues olvida CO que esos libros, increíblemente sometidos a la negligencia de sus propios editores, “más temprano que tarde” suelen resucitar de la catalepsia a la que los sometieron individuos negligentes e inescrupulosos.

La historia de estos casos confluye en el lado B del glamour, que Orellana en sus memorias investe a los nuevos seudomaestros de la literatura local.  Recordar esos casos de olvido y desprecio injustificable, necesitaría otro artículo.  Pero podríamos exponer un caso paradigmático, a través de la historia de mi propia novela y su saga con CO y Planeta. 
  
II  Calducho y Planeta 

“Conocido es otro caso: el de aquellos a quienes,  a pesar de sus reales valores, el medio rechaza porque los considera peligrosos, conflictivos, poco afines a los valores dominantes, nada recomendables o simplemente molestos, por su obra o por su práctica social, y son en consecuencia perseguidos, vilipendiados, despreciados o ninguneados. Hasta que fallecen y les son entonces abiertas las puertas de la gloria”  (IF, 240)

“…confirmando el pecado nacional de la desmemoria, ya nadie recuerda. Algo similar ocurre con Calducho [título incompleto], otra gran novela de Hernán Castellano Girón que también ha vivido largos años en los Estados Unidos...”
(comentario inserto en el párrafo dedicado a Muriendo por la dulce patria mía, de Roberto Castillo Sandoval, IF, 260)

Se han cumplido diez años de la publicación de Calducho o las serpientes de calle Ahumada en julio de 1998, y observado en la perspectiva  en este tiempo no parece haberse cumplido el sombrío veredicto / vaticinio de olvido expresado por Carlos Orellana en sus memorias (ver parte uno de este artículo).

Pero igual   creemos que vale la pena puntualizar algunas cosas y rememorar la alucinante saga de una obra que sin duda —y no es una opinión mía— ha sido un  producto excelso de la editorial, y que recibió un trato inaudito por parte de los editores, pasando por lo mismo casi desapercibido (aunque muchas veces deliberadamente ignorado por instancias externas a la editorial pero muy probablemente conectadas a ella).

Estos hechos de hace casi doce años ahora cobran un sorprendente sesgo al  recibir el decepcionante anuncio del rechazo de mi proyecto de reedición de Calducho,  presentado al Consejo del Libro  ahora en 2009.

El proyecto fue evaluado —en una participación que obviamente está completamente viciada—por el mismo Carlos Orellana de la edición original, quien adjudicó a su amaño notas muy bajas al conjunto de factores y puntos a evaluar, haciendo que el proyecto quedara muy por debajo del mínimo requerido.

Las notas siguientes tal vez pueden explicar las razones por las que consideramos viciado dicho fallo.

Mi proyecto fue sostenido por cuatro egregios intelectuales chilenos, Premios Nacionales de Literatura, los señores Alfonso Calderón (ahora fallecido), Gonzalo Rojas, José Miguel Varas y Raúl Zurita y por los profesores de reconocimiento internacional don Cristián Cisternas y Luis Andrés Figueroa, quienes han estudiando mi obra a fondo y  dieron contundentes e irrefutables razones para urgir al Consejo Nacional del Libro y la Lectura a otorgar los fondos que se necesitaban para reeditar  Calducho como obra de patrimonio nacional por parte de la muy prestigiosa editorial LOM, líder en el ámbito continental en cuanto a editoriales independientes.  El proyecto fue revisado y elaborado en conjunto con los ejecutivos de LOM en cuanto a sus aspectos técnicos y financieros.

Por lo tanto son injustificables las bajas calificaciones de don Carlos Orellana, otorgadas a un proyecto que llenaba con creces todos los requisitos para obtener los modestos fondos necesarios. 

Ignoramos las razones de tanto encono y odio discriminatorio, pero sólo podemos decir que el fallo es escandaloso y una muestra de que la vieja  actitud que no expresa fallos valóricos sino arbitrarios  y personalistas, está muy lejos de ser eliminada de entre los vicios inveterados de los concursos públicos de la cultura chilena.

Tal vez lo que siga pueda explicar en parte este rechazo por parte de un evaluador/jurado único y moralmente descalificado para actuar como tal, para empezar, con las  dificultades  experimentadas por su autor ya en 1998 con la misma persona que en 2009 aparece evaluándolo.

El veredicto final de Orellana expresa que la publicación de Calducho  es “demasiado reciente” como para reeditarse, afirmación totalmente absurda dadas las características de la novela;  que su difusión fue nula en la primera edición y que hay incontables personas que han expresado al autor el deseo de adquirirla, siendo imposible sin una reedición como la que habría hecho LOM, si la decisión arbitraria y vendicativa  del jurado menos idóneo que podía encontrarse para ejercer esta función en el caso de Calducho, no lo hubiera frustrado.

Pero describamos un poco la historia que desde sus entretelones de 1998 ha culminado con el infame fallo de 2009.

Calducho tuvo una gestación  de obra mayor: diez años de escritura propiamente tal, con seis cuadernos de cuatrocientas páginas c/u,  pero su “período de incubación”  fue de al menos treinta años. Ya en los 50 había concebido al proyecto de una novela infinita y total e incluso escribí largos fragmentos (la mayoría perdidos) pero ellos más bien pertenecen al texto que después proyecté como secuela de C, o sea En una niebla.

Estaba claro para mí que la primera parte debía cubrir los años de la adolescencia especialmente en el Instituto Nacional. Desde el principio su escritura tuvo este carácter de speculum mundi, ambicioso proyecto para un escritor también adolescente.

Pese a todo lo que considero indispensable decir aquí, y a lo mucho más que todavía podría decirse, debo gratitud a Planeta y muy especialmente a su gestor CO, porque por lo menos ello permitió que existiera como un libro real y no como un manuscrito gigante.

Dicho esto, es inevitable decir también que Planeta y sus ejecutivos actuaron en bloque como un padre desnaturalizado con su libro editado, un Saturno papelero que no tuvo escrúpulos en devorar a su propio hijo, si es que la  desaforada metáfora/parábola tiene algún sentido. 

Es extraño e incongruente que un libro calificado como “caro” en el momento de su publicación ($15.000) y “difícil” por su dimensión (a pesar de que otros autores publicaban y promovían sin problemas sus “ladrillos” y recibían un trato de respeto por parte de los editores) una vez en librerías haya sufrido un alucinante desprecio y ninguneo, incluso una actitud  negativa respecto de comercializarlo, como si la novela fuese un elemento tabú.

El episodio más increíble de todos ocurrió en la Feria del Libro de Santiago en octubre de 1998, el principal evento literario y comercial de Chile, donde caía “de cajón” que la presencia de una novela de la envergadura y características de C, merecía que la editorial le hubiera reservado un lugar destacado y ella y su autor tenían capacidad suficiente para ofrecer un más que atractivo evento para la concurrencia.

Todo esto se trató con Orellana y pese a su actitud ambigua y reticente (seguramente motivada por lo que él sabía pero no podía ni quería decirme), decidí gestionar en mi universidad Cal-Poly en California el permiso necesario para asistir a la feria, cosa que me fue concedida de inmediato, porque en este sentido los norteamericanos son muy responsables y comprendieron que era un compromiso único por estar el libro recién en librerías.

Ni ellos ni yo podrían haber pensado el alucinante cariz que iba a tomar mi participación en ese evento.

Al llegar a la Feria, el día pactado con Planeta para mi “aparición”, me llevé una mayúscula sorpresa, muy desagradable por decir lo menos. Junto al stand de Planeta estaban puestas las mesas para los escritores que firmaban libros, con sus respectivos posters de gran tamaño y había ya algunas de las estrellitas que Orellana menciona en sus memorias, instalados y vendiendo sus obras, bajo la sombra protectora de sus portadas a todo color.

Sorprendido de que no había nada reservado para mí y C, me acerqué al stand buscando algún responsable, pero no logré explicación alguna.

Es más: mi libro, aunque parezca y de hecho es increíble, no estaba a la venta en la Feria.  Me dediqué a recorrer la Feria y más tarde me topé con Bartolo Ortiz en el stand de Planeta  y le reclamé por lo que estaba pasando. Manifestó su extrañeza y me dijo que “todo estaría listo para el día siguiente”. Imaginaba que por ese “todo” se entendía los libros en buena cantidad, mi mesita con el poster, anuncios, etc.

¡No podía imaginar lo ingenuo que estaba siendo!

Al día siguiente  tampoco había nada, C no aparecía y como reclamara bastante airadamente a los encargados —que tampoco tenían culpa, obviamente todo era una orden dispuesta desde arriba— llamaron a las bodegas y trajeron un paquete que dejaron botado debajo de un mesón.

Entonces perdí la paciencia, yo mismo abrí el paquete y puse ejemplares entre los libros dispuestos en el mesón delantero. Pregunté cuando sería mi turno para firmar y si iban a ponerme un escritorio como a los otros escritores (algunos estaban ya firmando bajo sus posters emblemáticos) se miraron desconcertados porque al parecer yo era ahí un pájaro más raro que pinguino en el Sahara. Hubo otras llamadas y entonces se me señaló la mesa de Ariel Dorfman  —ahí tuve el gusto de verlo y hablarle después de veinticinco años — donde habían puesto una sillita a su lado y algunos ejemplares de C.

Pasé un par de horas junto a Ariel que firmaba y firmaba sus libros, porque evidentemente todo había sido anunciado y preparado con dedicación y respeto, y porque sin duda Ariel es un escritor muchísimo más conocido que el suscrito. Pero ello no justifica esta acción deliberada y profesionalmente degradante por parte de la editorial respecto de un escritor y una obra que en ese momento tenía toda las posibilidades y los valores como para ser ampliamente reconocida y vendida (era lo único que les interesaba, pero hasta ahora es para el suscrito un misterio por qué esa regla básica de todo producto editorial o comercial fuera violada tan estúpidamente por razones que hasta hoy ignoro).

En los días siguientes pasé frecuentemente por la Feria sólo para encontrar que el libro desaparecía regularmente de los mesones de ventas o era exhibido en lugares poco visibles para el público.

Finalmente tuve que desistir de luchar contra esa muralla de negatividad, pero todavía me esperaban más sorpresas. Uno de estos días encontré por casualidad al director de la Feria de 1998, mi estimado amigo Cristián Warnken. Se sorprendió al verme porque me imaginaba en California, y yo le conté brevemente lo sucedido. Casi se fue de espaldas de la sorpresa, y me dijo textualmente que “jamás había sido contactado por Planeta en nada que concerniera a C y de haber sido así, ya que él conocía sobradamente la importancia y las posibilidades de la novela, habría ciertamente organizado un importante evento, una mesa redonda, etc., pero a esas alturas era ya imposible”. Cristián, con el generoso espacio que me antes me había ofrecido con un programa completo de La belleza de pensar, fue la única honrosa excepción en ese tiempo de lanzamiento, que no ignoró o menospreció mi novela como un "libro de la nostalgia".

Planeta no había hecho NADA para cumplir su compromiso conmigo en la Feria, pese a saber que yo iba a venir de los EE.UU. pagando mi pasaje y estadía.

La  discriminación hacia mi novela y la falta de respeto hacia mi persona, fue total y descarada. Además de no haber hecho el poster de promoción con la portada y un marcalibros, como había ocurrido con todos los otros libros promovidos durante la Feria, la explicación dada por Ortiz fue absurda e insultante: la portada era demasiado complicada para eso. Eso era como tratarme como a un niño o un idiota.

Al año siguiente, y sólo para el otorgamiento del premio que Cal Poly entrega a los académicos que publicaron  libros cada año anterior, se hizo un poster semejante al que Planeta se negó a hacer para ahorrarse unos pesos, como también hicieron en nuestra espartana presentación de libros “al alimón” con Roberto Castillo Sandoval y su Morir por la patria mía.

Cada día que pasé por la Feria, el libro había desaparecido de los que se exhibían para la venta y tenía que armar barullo y literalmente pelear para que lo repusieran.

¿Quién ordenaba retirar el libro, autocensurarlo, asesinarlo en buenas cuentas? ¿a qué insensata política de ventas obedecía ese acto?    

Desde el comienzo de las tratativas de publicación me resultó evidente que había una pugna entre “calduchistas” y “anticalduchistas”.¿Por qué? Misterio nunca resuelto. 

Nunca estará claro para mí quién dio la verdadera batalla para lograr la vía libre para la publicación por parte del encallecido grupo ejecutivo. Tengo entendido que el comité lector estuvo integrado por Carlos Cerda, José Miguel Varas y (posiblemente) Sergio Gómez.

El veredicto de este comité fue favorable, ya que de otro modo mi novela no hubiera existido. Por supuesto que Orellana apoyó la publicación, él había estimulado su escritura desde los lejanos días de Araucaria de Chile, y esa actitud contrasta evidentemente con la de la segunda parte del proceso, a libro publicado.

Las verdaderas razones y entretelones de todo este desastre o mejor dicho “asesinato editorial y cultural” seguramente permanecerán siempre en la sombra de  la conciencia de sus protagonistas, esto es los ejecutivos de Planeta que tuvieron que ver con ello.

Sin embargo, intuyo en base de mi experiencia al tratar esa gente,  que la presencia del entonces gerente de Planeta  Bartolo Ortiz tuvo mucho que ver con lo ocurrido Ortiz era un tipo enigmático, de mirada huidiza y personalidad insondable. Daba la impresión de ser un Fumanchú a cargo de una funeraria y parecía ser cualquier cosa, menos un gerente de sucursal en la más importante editorial del idioma español en Chile.

Orellana nos confidencia en IF, que antes de ser gerente de Planeta, era buhonero y que “sólo al llegar a Planeta supo de la existencia de los autores”. Su característica principal como persona era ser amarrete, virtud managerial por excelencia como también el arribismo, porque “le encantaba fotografiarse con personalidades” (272) .

Después de la Feria del Libro 1998 el ninguneo fue total, se dejó de solicitar reseñas y todo lo que posteriormente se logró se hizo por mi gestión personal, y no fue poco.

Nuestro recordado amigo Antonio Avaria había preparado un estudio para la Revista de los Libros de El Mercurio, pero jamás se le dio el vía de publicación por un veto que nunca supe de donde venía. 

Yo había propuesto a CO que gestionara un espacio en el programa Show de los Libros de Antonio Skármeta. Las posibilidades de hacer un programa atractivo, inteligente e interesante con C, eran muchísimas: se podía recrear una fiesta de calducho en el Instituto Nacional, hacer las mímicas de Al Jolson que aparecen en ellos, filmar el barrio original de Simón Bolívar / Manuel Montt / Antonio Varas (que incluso ahora resiste a la acción criminal de las inmobiliarias apoyadas desde la Alcaldía de Ñuñoa), etc. etc.

Cuando CO me comunicó la negativa de Skármeta a realizar algo con C, lo hizo riéndose  con sorna, como si en vez de sentirlo le provocara un extraño y sádico placer.

Tiempo después, ya en California, vi un programa del Show de los Libros donde se reseñaban algunas novelas publicadas contemporáneamente a C. En la pila de los libroscomentados se alcanzaba a ver el borde inconfundible de la portada de C: ¡lo habían utilizado de repisa para apoyar los otros libros, éstos sí dignos de mención!

Son actitudes que hasta ahora me resultan inexplicables, tanto por parte de Orellana como de Skármeta, amigo de otra época.

Entre lo que yo gestioné personalmente se puede mencionar al profesor Domenico Maceri del Allen Hancock College de California, quien publicó una reseña general en el prestigioso World Literature Today, y a través del egregio hispanista profesor José Schreibman de la Washington University de Saint Louis, Missouri, me puse en contacto con Luis Andrés Figueroa, entonces estudiante graduado en esta universidad, quien hizo un muy completo estudio de los aspectos históricos, culturales, linguísticos y sociales de la novela, que posteriormente sería publicado en Mapocho.

Luis Andrés también usó  C en un curso destinado a estudiantes de arquitectura donde pasó revista a los innumerables aspectos arquitecturales que aparecen en las descripciones del Santiago de los años cuarenta y cincuenta.

Aquí y allá, C fue recogido por comentaristas avispados como Omar Pérez, quien reseñó aspectos importantes de la “picaresca” de C, y hasta “el tren de los curados” aparece reseñado por Darío Oses en un artículo extenso dedicado a la casi desaparecida cultura ferroviaria de Chile.

El profesor Cristián Cisternas —que además de experto en literatura modernista y vanguardista es un erudito y difusor del jazz— es uno de los pocos especialistas de mi obra en general, y en sus cursos avanzados en el Departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, se ha estudiado regularmente C, y su estudiante Ana Inza realizó en 2004 una tesis de licenciatura sobre aspectos de la ciudad y la memoria colectiva en Calducho.

En este aspecto, no puedo quejarme porque eminentes académicos y jóvenes profesores de literatura han difundido mi obra, pero cabe acotar que Orellana, la última vez que conversamos, me manifestó claramente que a los responsables editoriales en Planeta la crítica académica no les importaba un bledo. La venta era para todos ellos la única medida del éxito o del fracaso de una obra. Lo trágico y absurdo es que si C no se vendió fue porque Planeta desde el principio lo condenó  a eternizarse en las bodegas, no hicieron nada para promoverla en el nivel que merecía, y finalmente, claro sólo quedaba la liquidación final, que “Fumanchú” Ortiz efectuó con diligencia extrema, el mismo día en que se cumplían los dos años que estipulaba el contrato.

De la edición original de mil ejemplares, se vendió algo más de la mitad (tengo documentación de todo eso, pero muy poco interés en revisarla) lo cual no deja de ser notable, considerando que la editorial no hizo nada para que ello ocurriera. Debo pensar, entonces, que tengo una buena cantidad de amigos y lectores fieles, a Deo gratias

De ahí C desapareció en las tinieblas librescas de Santiago. Tenía fundadas aprensiones de que los ejemplares no vendidos serían convertidos en pulpa celulósica, pero Ortiz me aseguró que nunca ocurrió ni nunca ocurriría. Igual el destino de esos más de trescientos ejemplares (yo pude afortunadamente comprar cien a mil pesos la unidad) resulta un misterio como el de las osamentas de Drácula. A veces aparecen ejemplares de C en las librerías de viejo, y me apresuro a comprarlos.

Lamento inmensamente no haber dispuesto de más dinero contante para comprar todos los ejemplares no vendidos en la liquidación, operación ésta que pareció infundir a Ortiz un placer semejante al de Gog, el personaje de Papini, que gozaba viendo contraerse corazones de cerdos en frascos de cristal.

En esta triste, mísera y también vergonzosa historia por parte de los editores de Calducho, me cabe agradecer, paradójicamente, a CO porque él fue sin duda el promotor y el que “dio la pelea” (al menos la primera y decisiva batalla) por su publicación, y trabajó incontables horas en reducir y afinar el manuscrito original —mucho más voluminoso— hasta llegar a la versión finalmente aceptada. Sobre el desastre de ninguneo, segregación y deliberado postergamiento del propia libro terminado, no puedo saber quienes fueron el o los  responsables, posiblemente estaban a nivel administrativo más alto que CO.

En una frase que pretende ser elogiosa pero en verdad es insultante, pues condena a Calducho al olvido eterno, doliéndose con lágrimas cocodriláceas del “injusto olvido” comercial de dos novelas, la mía y la de Roberto Castillo Sandoval, lanzadas al mismo tiempo para ahorrarse un cocktail.
 
La verdad es que nos proponemos, a diez años de ese nacimiento abortado, dar vida a Calducho o las serpientes de calle Ahumada, en nuevas ediciones, traducciones, lo que sea necesario, porque un libro de sus características no merece el olvido decretado en IF con palabras que se fingen melosas.

Sobre todo, sinceramente esperamos que el ilustre Consejo Nacional  del Libro y la Cultura reconsidere el injusto, arbitrario y aun  insultante fallo de don Carlos Orellana  (y de otros que pueden haber participado en él) y permita que mi obra pueda ser reeditada y distribuida dignamente.

Hay que devolver a Calducho al lugar que merece, por encima de la chatarra publicada y promovida a toneladas, las consagraciones hechas entre compinches y refrendadas por criticastros que saben menos de literatura que de videojuegos.

Deseo que Calducho sea honrosamente reeditado, en virtud de la pasión literaria, la autenticidad, la naturalidad y el honor martiano que animan todas y cada una de sus páginas.

Quisiera terminar rindiendo un homenaje a Alfonso Calderón, gran amigo y maestro quien, en  sus inolvidables talleres literarios y como consejero y mentor literario, contribuyó fundamentalmente,  a lo largo de cuarenta años de mi vida de escritor, a afianzar mi autoestima y a capear el ninguneo y la descalificación provenientes de individuos  de muy diferente calidad humana.

Hernán Castellano Girón
Isla Negra, agosto  2009 

 

 

 

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Santiago, Catalonia, 2008.
Por Hernán Castellano Girón