MI SEGUNDO EXILIO
Por Hernán Castellano Girón
En 1981, mientras vivíamos en Italia con mi mujer y nuestro hijo, entonces de cinco años todavía no cumplidos, pasábamos un momento difícil.
Se habían agotado los recursos, y los chilenos con nuestro drama ya no éramos un punto prioritario en las agendas de los partidos políticos del gobierno de la todavía actuante centro izquierda italiana, para la muy precaria ayuda que recibíamos los refugiados políticos chilenos. En Italia un extranjero no puede ocupar puestos estatales, y los privados eran y son más que escasos e igualmente asignados por clientelismo y conexiones políticas.(1) Habían aparecido prioridades mayores para los políticos italianos, como la situación de los refugiados en Centroamérica, y se perfilaba una situación en la que —como lo dijo un amigo italiano de entonces— “habríamos dejado en Italia nuestros esqueletos”.
Los últimos meses de nuestra vida en Italia fueron especialmente difíciles. Yo trataba de terminar mi licenciatura (laurea) en literatura, y mi esposa encontró un trabajo a horas como enfermera privada. Ella es médico veterinario pero nunca pudo ejercer su profesión en el extranjero. El trabajo de enfermera en esas condiciones era horroroso y deprimente, con turnos masacrantes sin ningún intervalo de descanso. Se trataba de cuidar enfermos terminales. Con nuestro hijo pequeño, la situación en casa era muy precaria, e íbamos hundiéndonos poco a poco en una depresión a la que no veíamos salida.
La razón de esforzarme por obtener un segundo título universitario esta vez humanístico, a los 40 años cumplidos, era la esperanza de obtener un puesto de lector en español en alguna universidad de provincia italiana, cosa que algunos escritores y académicos de prestigio habían obtenido, pese a ser chilenos. Pero permanecía la barrera de mi falta de militancia política, handicap que nos marcó durante todo el tiempo en que vivimos en Italia.
Era decepcionante, e irritante a veces, ver cómo los compañeros militantes de partido obtenían puestos de trabajo, muchas veces sin tener credenciales para ellos, sólo por su status político.
Cuando ya las esperanzas parecían haberse desvanecido, junto con las posibilidades de becas o grants en mi especialidad científica que me habían permitido sobrevivir desde 1973, una carta venida de los Estados Unidos significó el cambio de nuestro destino, y nos llevó hacia un lugar donde nunca antes habíamos soñado, pero tampoco deseado llegar. A diferencia de muchos de mis compañeros de generación, especialmente los científicos que deliraban por cumplir el American Dream, yo nunca me sentí atraído por llegar al país donde finalmente iría a desarrollar la parte más decisiva de mi carrera profesional y artística.
Hubo compañeros que ya desde el liceo se vinieron a los EE.UU., como Johnny Figueroa del Instituto Nacional, para quienes su admiración por este país se confundía con la idolatría. Otros emigraron apenas recibidos de Farmacia, con becas de posgrado o con contratos profesionales, así que podría afirmarse que en mi generación primaron los exilados por razones económicas, y los EE.UU. fueron el país de elección.
Esto no quiere decir que antes no hubiera proyectado emigrar de Chile, y de hecho el golpe militar sólo cambió el destino final y sobre todo, las circunstancias. Ya en 1965, con algunos años de ejercicio profesional en la industria farmacéutica, hicimos con mi primera esposa una tentativa de emigrar a Europa, concretamente a Italia. Yo tenía muy claro que la profesión farmacéutica y las disciplinas científicas no eran ni mi pasión ni mi vocación. En 1965 también se publicó mi primer libro: Kraal, relatos de inspiración surrealista, que fueron recibidos con cierto interés y hasta sorpresa en el medio literario chileno.
La carta que cambió mi vida era una invitación del profesor Ivan Schulman, el prestigiado hispanista, para proseguir un doctorado e integrarme a su equipo de ayudantes alumnos en la Wayne State University de Detroit (WSU). El contacto había sido hecho por nuestro amigo común Pedro Lastra, poeta y profesor de la Universidad del Estado de Nueva York de Nueva York en Stony Brook, donde Schulman había sido director del departamento de Lenguas Hispánicas.
La idea de abandonar Italia era muy dolorosa, porque un país tan rico de cultura y vida no se deja así como así. Además, nuestro hijo había nacido en Roma, había dado sus primeros pasos por las callejuelas empedradas de la antigua ciudad de Morlupo, y teníamos muchos amigos queridos, aunque no contáramos con los contactos políticos que valían para poder establecerse más o menos definitivamente.
A principios de 1981 obtuve mi título en la Universidad de Roma y con él en mano, decidí aceptar el ofrecimiento del profesor Ivan Schulman. Pero igual ese viaje era una difícil empresa, sobre todo porque no teníamos dinero ni siquiera para el pasaje. Varios amigos de Morlupo nos ayudaron, en especial Maurizio Munelli —entonces estudiante de psicología— que pagó mi pasaje, mientras otros como la familia de Domenico y Giulia Cecchitelli, quienes tenían una verdulería, nos ayudaban regalándonos los productos de su huerto. Muchas veces, estas verduras eran lo único que teníamos para comer y nos salvaron de haber muerto de hambre.
Por esto, los consideramos como nuestra familia italiana, y todavía estamos en comunicación con ellos, con inmensa gratitud y cariño.
Para mi graduación presenté una tesis descriptiva sobre la obra de Rosamel del Valle, la primera que se haya hecho sobre nuestro gran poeta, olvidado y ninguneado por la engolada crítica oficial de su tiempo en Chile.
La ceremonia de graduación fue muy emotiva, y a ella asistieron fuera de mi esposa María Antonieta, mis amigos italianos Claudio Ricciardi, una especie de genio rinascimentale que era al mismo tiempo biólogo, músico, yoga y escultor, Patrizia Veroli, que entonces era poeta y actriz y ahora es una reconocida historiadora de la danza, Maurizio Munelli de Morlupo que entonces estudiaba psicología, y Ana Canitano, que había sido actriz del Piccolo Teatro de Milán de Giorgio Strehler y ahora, establecida en Morlupo, se hebía convertido en la principal coleccionista de mis acuarelas nerudianas hechas en Italia. La graduación en la Universidad de Roma es una ceremonia pública, con la defensa de la tesis por parte del laureando. Me recibí con la votación máxima de centodieci e lode (ciento diez puntos y aclamación), y fuimos a celebrarlo en una pastelería cercana a Piazza della Essedra, donde hacían maravillosos mazapanes decorados, al estilo de la llamada frutta martorana de Sicilia.
Nuestros días en Italia estaban contados. Con la venta de mis acuarelas, de las cuales hice una exposición en el Istituto Superiore di Sanità donde fui becario desde 1974 a 1976, y con la venta de enseres y pertenencias, pudimos completar la compra de los pasajes. Debíamos estar en Detroit a principios de septiembre, después del Labor Day (el Día del Trabajo que reemplaza al Primero de Mayo del resto del mundo). Por lo tanto había que viajar a fines de agosto y eso hicimos, por Air Canada, que era más barata, aunque debíamos transbordar en Toronto para viajar a Windsor, ciudad canadiense que extrañamente mira a Detroit desde el Sur, a través del Detroit River. A mi saber, es la única ciudad grande de Canadá situada al Sur de los Estados Unidos.
Antes de partir tuve un sueño en el cual veía a Detroit como una ciudad llena de barcos y lanchas en un ambiente lacustre y festivo, lo cual no era completamente equivocado. El sueño daba un augurio favorable, en medio del dolor que nos embargaba por tener que dejar Italia, que con todos sus defectos y lacras sociales que nos negaban hasta el pan elemental, igual era el país más bello del mundo.
Ningún personero oficial de los exilados fue a despedirnos al aeropuerto de Roma, como tampoco ningún parlamentario del centro sinistra como había ocurrido cuando había llegado hacía casi ocho años. Sólo nuestro amigo el pintor chileno Alan Jofré y su esposa Olga, tan pobres y desamparados ellos como nosotros, nos despidieron en Fiumicino.
El viaje de regreso al Nuevo Mundo fue curiosamente breve, como que íbamos viajando contra el tiempo o mejor dicho contra el reloj planetario. Después de cruzar sobre Inglaterra en el DC-10 de Air Canada —sobre la cual estuvimos volando a menos de una hora del despegue— atravesamos en diagonal el océano Artico salpicado de témpanos, remontamos la bahía y el río San Lorenzo, cruzamos sobre la inmensa Ottawa (donde se había publicado mi Teoría del circo pobre, pero donde yo mismo nunca he llegado) y finalmente aterrizamos en Toronto, entre aplausos de los emigrantes italianos que repletaban el avión. Teníamos prácticamente todo el día para esperar ahí antes de tomar el DC-9 que nos llevaría a la pequeña ciudad ribereña de Windsor.
Desde el principio y por la gente que atestaba ese gigantesco aeropuerto, comprendimos que no sólo estábamos en otro espacio, sino también en otro tiempo, puesto que ésa es la diferencia entre el viejo y el nuevo mundo: el tiempo y su corolario la historia. Era un mundo chocante de colores fosforescentes y ropas anticuadas y “picantes” para nuestro gusto acostumbrado al esplendor italiano, con una sensación indefinible de volver atrás en cincuenta años, a pesar de la tecnología impresionante desplegada en toda la parafernalia del aeropuerto.
Con mi hijo fuimos al baño y nos sorprendió que las tazas del water eran inmensas, como para traseros de gigantes o titanes, y los nuestros, sobre todo el de Hernancito, parecían a punto de ser succionados en el vórtice. Yo sostuve a mi hijo suspendido para que hiciera sus necesidades, mientras reíamos a gritos. Luego, al descargar el agua, un torrente o catarata incontenible se desencadenó por todo el Men’s Room y tuvimos que arrancar como si se tratara de una inundación o aluvión.
Luego volamos a Windsor, donde estaban esperándonos Ivan Schulman y su esposa Evelyn Picon Garfield, destacada hispanista especializada en Julio Cortázar, que también fue mi profesora y que falleció prematuramente en junio del 2000.
Los Schulman eran una pareja afable y cariñosa y desde el principio nos sentimos a gusto con ellos. Nos llevaron desde Windsor a Detroit, cruzando un túnel bajo el Detroit River, en cuya salida estaba la oficina de inmigración. Bajo la imponente bandera americana, cumplimos los trámites de ingreso al país, yo como estudiante con visa F1, y mi mujer e hijo como familiares.
El acto de entrada a los Estados Unidos —que para muchos es tan difícil y puede costar hasta la vida— para nosotros fue expedito y rápido, bajo el aval de la autoridad indiscutible del profesor Schulman. Junto al enorme rascacielos redondo del Renaissence Center había un lienzo sobre el Festival de Jazz de Detroit-Montreux que Schulman me señaló, conociendo mi afición al jazz, y que se celebraría pronto como todos los años a principios de septiembre. Esta noticia sirvió para levantarme el ánimo, porque era notorio que nos dolía haber dejado Italia, y creo que Schulman se daba cuenta de ello.
Esa noche pernoctamos en la casa de Ivan y Evelyn en Bloomfield Hills, un elegante suburbio de Detroit. La casa de Ivan y Evelyn estaba llena de recuerdos martianos, lo que me alegró el corazón, sintiéndome protegido por el que es el padre de todos los escritores latinoamericanos actuales, incluidos los chilenos, porque se trata de una paternidad del lenguaje moderno. Al día siguiente ellos nos llevaron al que iba a ser nuestro alojamiento en el primer año de estadía: los Helen De Roy Apartments, una torre de quince pisos ahora demolida, donde vivimos ese año 1981 y 1982, para después cambiarnos a un alojamiento más cómodo y barato en la misma universidad. Ellos nos habían dejado unas provisiones para ese fin de semana, y luego quedamos librados a nuestra suerte, prácticamente sin un centavo, y esperando que me pagaran mi primera cuota del sueldo de asistente alumno, lo que ocurriría solamente dentro de dos semanas.
Pronto descubriríamos que el simple hecho de aprovisionarse era una empresa mayor, con varias incógnitas y peligros diversos. La verdad es que salir a las calles cercanas al campus de Wayne State University —enclavado en el Cass Corridor, una de las zonas de mayor pobreza de todo el país— era bastante difícil y hasta amenazador.
En los EE.UU. uno tiene que movilizarse en auto: los que caminan son sólo los parias. Los joggers son cuento aparte, pero también para la actividad aeróbica hay espacios permitidos y otros prohibidos. En la desesperación por conseguir droga se encuentra la razón de la mayoría de los asaltos. Una vez nos salió al paso un negro bien vestido, exigiendo dinero y como los $5 que le di (y que era todo cuanto tenía) no le parecieron suficientes, nos siguió hasta la misma residencia universitaria exigiendo más. En otro conato de asalto nos refugiamos en un almacén pequeño (negocios que tienen rejas o mallas metálicas muy gruesas, para proteger al cajero) ignorando que si hubiéramos pedido auxilio a éste, seguramente nos lo habría negado por ser el asaltante tan negro como él.
Milonga negra en calles cubiertas de nieve sucia.
El racismo en los EE.UU. existe por parte de la mayoría opresora blanca con los negros y las otras minorías, pero también entre éstas, como algo inherente al sistema de vida creado generación tras generación. En Detroit el racismo es encarnizado y violento entre los negros y los hispanos, ya que la población es un 90% negra, exceptuando los barrios periféricos donde se concentra la raza blanca y su riqueza. Muchas veces fuimos víctimas de ese racismo degradante que aplicaban los marginados negros a los otros marginados, los hispanos. Una vez en un bus el chofer negro no quiso abrirme la puerta para bajar, y me llevó como diez cuadras sin detener el vehículo, precisamente en medio del tétrico Cass Corridor. Yo tocaba repetidamente el timbre de bajada pero finalmente sólo cuando un negro pidió bajarse, abrió la puerta. Me había acercado al conductor para preguntarle por qué no abría la puerta, ignorando que podía hasta ser agredido, pero sólo obtuve la mirada de odio más intenso y gratuito que jamás nadie me ha dirigido. Otras veces, en los buses, cuando con mi mujer e hijo hablábamos en español, se volvían los negros furiosos, haciéndonos callar violentamente. Una vieja negra una vez le gritó a mi mujer Shut up! You make me sick... No sabía la pobre infeliz que, si estaba enferma de algo, su mal tenía otro origen y no era por cierto una pareja de hispanos con su hijo pequeño.
Llegar desde Roma a ese mundo fue simplemente horroroso y no sólo confirmó nuestras aprensiones, sino que las expandió a dimensiones que nunca habríamos imaginado. En una palabra, nuestra vida había cambiado radicalmente: del síndrome de Stendhal del exilio en Italia, había pasado al de Guamán Poma, en una versión moderna o parábola de la marginación total, étnica y social.(2)
En ese deprimente distrito donde la WSU estaba enclavada como un gueto bien cuidado por su policía privada, el centro polar parecía ser una clínica donde una multitud de gente reducida a la más degradante miseria, drogadictos en su mayoría, vendían su sangre por $10 el litro. Cada día la fila de esos desgraciados esperando en la nieve o el sol para vender su sangre, se enroscaba alrededor del edificio. La clínica estaba casi al frente del Burton International School, la escuela donde correspondía matricular a los hijos a los estudiantes extranjeros de WSU. Sin embargo, para ser fieles a la verdad, nunca nos pasó nada ahí, ni mi hijo fue amenazado —salvo una vez que un chico negro y mayor le dio una golpiza gratuita adentro de la escuela— en parte porque ésta era como una fortaleza para que no se colaran los locos y los drogados, pero también porque en toda sociedad humana se establecen códigos y válvulas de escape, y en ese ambiente brutal también existía una forma de fuero para los que llevaban ahí a sus niños.
Frente a la Burton International School había un restaurante o mejor dicho expendio de comida china, cuyos dueños tenían un hijo en la misma escuela, que se hizo amigo de Hernancito. Con esa experiencia él aprendió a usar los palillos chinos para comer, conocimiento para nada despreciable que yo jamás he sido capaz de adquirir.
En realidad, en el Cass Corridor se fundían lo sublime y lo abyecto, en la mezcla parriana más esencial. En plena calle Cass esquina Cobb estaba el Cobb’s Corner, un restaurante y schopería donde se hicieron por varios años lecturas de poesía y donde tocaban regularmente los Sun Messengers, un conjunto de jazz y reggae cuyos integrantes se hicieron mis amigos, si se puede hablar de amistad en los EE.UU. Más bien hay conocidos, personas que se juntan por razones específicas y por tiempos generalmente limitados.
Ahí escuchábamos a los Sun Messengers y nos entregábamos con Antonieta a un baile desenfrenado junto a otros amigos como Olivier Lavergne y sus sucesivas novias. Éste era un francés muy choro que siempre usaba un keffiyeh palestino, como solidaridad con este pueblo oprimido (lo que ahora él no habría podido hacer impunemente, sin ser arrestado, atacado o al menos vigilado estrechamente) y que finalmente se fue a España y se casó con una española de Barcelona.
Muchas veces leí mis poemas en el Cobb’s Corner, en inglés y en español. A veces llegué a sentir ahí una verdadera comunión cultural, plural, en raros momentos iluminados por la magia integradora de la poesía, pero la otra realidad brutal estaba ahí, a dos metros: miseria, racismo y marginación.
Todo esto indica que el racismo es sólo una faceta —aunque sea la más oscura— de la convivencia en una sociedad como la de Detroit. Para encontrar la ecuación, la parábola integradora, había que sumar los factores. Así, fui amigo de muchos negros como el Poeta Laureado de Detroit, Dudley Randall, el poeta Abba Elethea y los músicos negros de los Sun Messengers (que era una orquesta mixta, perfectamente integrada).
En esta misma onda de la música y la cultura, muy pronto pude contactarme con los poetas del área, que se juntaban en una organización llamada P.R.C. (Poetry Resource Center) de la cual llegué a ser miembro del directorio. El Consejo para las Artes de Michigan dio apoyo financiero para la publicación de mi libro de poemas Los Crepúsculos de Anthony Wayne Drive, con lo que se cerraban círculos de distancia y cercanía, de otredad e identidad, que han caracterizado mi estadía y mi relación con los EE.UU.
Ahora llamo The Detroit Days, a esa sensación de nostalgia indescriptible que siento a casi treinta años de llegar a Detroit, un mundo que no nos pertenecía pero que fue fundamental en la existencia: la nutrición vital y espiritual a partir de un magma visceral donde el cielo continua y cotidianamente se matrimoniaba con el infierno, según la mejor visión de William Blake.
Los cinco años de mi doctorado transcurrieron rápida y fluidamente, en medio de la miseria en que vivíamos o mejor dicho en lo elemental, espartano de nuestros recursos: menos de $500 al mes, (3) con los cuales en los EE.UU. no se hace NADA, ni entonces ni ahora. Los años del doctorado también fueron importantes para consolidar ciertas actividades artísticas, como la pintura, y sobre todo para conseguir un título sin el cual no habría tenido ninguna posibilidad de encontrar trabajo en la enseñanza.
Por lo mismo, la persona más importante de nuestra estadía en Detroit fue Ivan Schulman. Su personalidad intelectual y su inmensa sabiduría me formaron en esos años como estudioso y crítico literario, sobre todo al ponerme en contacto con las teorías de la modernidad literaria, que Schulman había desarrollado y proyectado a la literatura hispanoamericana, junto a otros grandes como Saúl Yurkievich, Ricardo y Germán Gullón, Angel Rama, Octavio Paz (el pensador genial, no el árido poeta ni tanto menos el anticomunista rabioso), su propio alumno René de Costa, y muchos otros, incluida su mujer y colaboradora Evelyn Picon Garfield.
Ivan Schulman me dio toda una visión integrada y viva de la evolución literaria hispanoamericana y por ende, chilena, y todos mis esfuerzos críticos futuros han partido de esa experiencia única.
Fue por ese tiempo que pude reencontrar a Allen Ginsberg, en uno de los festivales de poesía que se hacían todos los veranos, junto con los de jazz y de raíces étnicas. También lo había visto no hacía mucho en Roma y compartido el escenario —junto a otros poetas norte y sudamericanos—del Festival Internacional de Poesía en Villa Borghese, veinte años después de encontrarlo en Chile buscando información sobre posibles plantas alucinógenas chilenas en la Escuela de Farmacia en 1959.
En 1981 Ginsberg hizo un gran recital en el Detroit Institute of Arts, y a la salida fuimos al departamento de John Sinclair (poeta amigo de John Lennon) donde estuvimos conversando largamente con Ginsberg y recordando a sus amigos chilenos, como Nicanor Parra, Luis Oyarzún, y sobre todo a Rosamel del Valle, a quien Ginsberg veía frecuentemente cuando el poeta chileno residía en Nueva York como funcionario de las Naciones Unidas.
También en esa misma velada tuve el privilegio de conocer y conversar con Stella,(4) la viuda de Jack Kerouac, quien se maravilló de saber que su marido tanía tantos admiradores y seguidores de su obra en Chile, y todavía más cuando le dije que su prosa había influenciado o mejor dicho iluminado el trabajo de varios contemporáneos míos, incluyéndome a mí.
En 1984 se publicó mi libro de poemas Los Crepúsculos de Anthony Wayne Drive en edición bilingüe con mis propias ilustraciones y un postfacio de Waldo Rojas. También hice una importante exposición individual en el Detroit Council for the Arts, donde expuse todos los cuadros que ilustraban versos de Lorca, Neruda, Vallejo y Huidobro que no habían sido vendidos en Italia, y muchos otros nuevos.
Esta actividad pictórica de “traducción” de las imágenes y metáforas de otros poetas ha sido una línea complementaria a mi trabajo literario, y tan importante para mí como éste. También hacia el fin del doctorado, en 1984, cuando tenía todos los cursos completos con la calificación máxima, conseguí la ambicionada Rumble Fellowship de WSU, que permitía estudiar sin tener que hacer clases como ayudante alumno. En este caso, pude concentrarme en escribir mi tesis doctoral sobre Rosamel del Valle, que resultó completamente diferente a la de Roma, con el aporte del conocimiento y la nueva perspectiva crítica recibidos en las clases de Schulman y Garfield.
Como nada en la vida es pura agua de rosas, el permanecer en casa durante el invierno de Detroit cuyas temperaturas llegaban fácilmente a los 20 o más grados bajo cero (durante una tormenta hubo –60 y tuve que cruzar el campus a pie, mientras la cara se me cubría de una costra de hielo) me produjo una especie de estado de hibernación semejante al de los osos y otras criaturas todavía ligadas a los ciclos naturales, como si fuera un plantígrado de forma humana. Eso indicaba que ese clima no calzaba con mis ciclos vitales, provenientes de otras regiones del planeta. Así, acercándose mi graduación, concentré mi búsqueda de trabajo en regiones donde pudiera encontrar una temperatura más adecuada para nuestra supervivencia, como California o Florida.
Cuando un postulante al título de doctorado está en la última fase de su estudio (que se llama ABD: All But Dissertation: todo excepto la Tesis) puede buscar trabajo y ser contratado en estas condiciones para un puesto que requiera el doctorado. Otros empleadores más estrictos prefieren el doctorado “en mano” y excluyen de partida a los ABDs. De hecho, la selección se hace cada vez más difícil, por la implacable restricción del mercado laboral, porque ahora existe una situación muchísimo más dramática que hace veinte años. Después de la crisis mundial de 2006 en adelante, es todavía peor. Pero entonces las cosas eran más normales, y muy luego empecé a mandar mi currículo para tratar de encauzar mi futuro en algún establecimiento de enseñanza superior. Esto incluía el inevitable proceso de entrevistas que podían eventualmente desembocar en un contrato, si uno era capaz de pasar todas esas pruebas, como en los trabajos de Hércules o las leyendas de ogros y maleficios.
En este proceso, a fines de 1985 asistí al congreso anual del MLA (Modern Languages Association) en Chicago, experiencia que he relatado en “El Ilegible: las nubes y los años”, recogido en El huevo de Dios y otras historias (Santiago: LOM, 2002), donde creo haber expresado metafóricamente el ambiente kafkiano e hipócrita de estas reuniones.
Muchas veces, esos concursos eran sólo una farsa motivada por distintas causas presupuestarias como también, para cumplir las leyes que exigían al menos entrevistar a un número de postulantes de minorías étnicas (basándose en la ley de Affirmative Action, originada en un decreto del presidente J.F. Kennedy) aunque después nunca fueran contratados.
Por un lado los que han cruzado la barrera —esto es, los profesores contratados y los de planta— se pavonean ahí, frente a las decenas de postulantes que deben adaptarse a un código de vestuario y de comportamiento totalmente conservador, para impresionar a los entrevistadores.
Sobre todo, deben mostrarse integralmente como individuos que no ofrezcan ningún rasgo inquietante de personalidad capaz de desafiar la norma.
Lo que se exige es el máximo, lo que se ofrece es la precariedad más absoluta.
El postulante debe probar su excelencia, y recibir un sueldo básico como un premio dado por un dios inflexible, pero dadivoso.
Para integrarse a ese sistema que al mismo tiempo da y quita la vida, había que entrar en la cadena de montaje de la selección, proceso largo, engorroso y marcado por una ritualidad propia, afectada de una pomposidad que a veces me parecía parte de una pesadilla vivida en plena vigilia.
En ese proceso yo estaba en una situación muy especial y hasta paradójica. Por el hecho de vivir una segunda vida —habiendo sido ya profesor de planta en la Universidad de Chile en mi primera especialidad científica— ahora estaba llegando al doctorado en los EE.UU., a los cincuenta años y en una especialidad completamente diversa. No era una edad decrépita, aunque algo inusual para el que pretende iniciarse en la carrera docente. Pero a la vez era permisible, lo que es muy diferente respecto de lo que sucede en Chile, donde la edad es un parámetro inflexible y excluyente, y prácticamente nadie por encima de los 40 años (y a veces menos) puede aspirar a a iniciar una carrera funcionaria o laboral a menos que cuente con apoyos políticos o familiares (cuñas, pitutos, omnipresentes y omnipotentes). En Chile, se excluye al adulto mayor sobre todo por el sentimiento generalizado de conmiseración y aun desprecio por la ancianidad, a diferencia de otras culturas donde la edad y la experiencia son altamente respetadas.
En el contexto estadounidense en que inicié mi búsqueda de trabajo, mi propia experiencia acumulada de escritor y profesor jugaba en mi contra. Yo aparecía como un sujeto extraño, casi monstruoso. Era una anomalía que generalmente desencadenaba el sistema de alarma de los colegas encargados de la selección, estuvieran donde estuvieran, desde las universidades conspicuas de la Ivy League hasta los simples colleges de ciudades menores en los sectores rurales. Por lo tanto, la mayoría de mis cartas pasaba automáticamente a integrar la pila de los rechazados: a las pocas semanas, llegaba una comunicación fríamente cortés diciendo “su nombre no está entre los seleccionados”. Si tuviera que acumular todas esas cartas, no bastaría un container o un descomunal carro de reciclaje de papel. Afortunadamente (¿o desgraciadamente?) el olvido es más grande que la memoria.
Cuando mi tesis sobre Rosamel del Valle estaba ya casi terminada, se activó providencialmente —como había ocurrido en Italia— la conexión Schulman.
Uno de los ex alumnos schulmanianos estaba de jefe en Cal Poly, una universidad politécnica de San Luis Obispo, California, y por ahí apareció una luz. Estaban buscando un profesor asistente en literatura latinoamericana, y Schulman les dijo éste es vuestro hombre. Una recomendación tan respetable y prestigiada como la de Schulman no podía ser pasada por alto, pero sin embargo nada fue fácil ni expedito para mí, ni entonces ni después.
Su aval –basado cien por ciento en mis credenciales— fue lo suficientemente importante como para ponerme entre los finalistas, lo que indica un poder persuasivo realmente extraordinario, pero también se trataba de otro tiempo, donde ciertas cosas ocurrían, y ahora simplemente ya no pueden ocurrir.
En el medio académico estadounidense hay principios o praxis fundamentales, todos interrelacionadas entre sí. Por ejemplo, son esenciales la exclusión y el secreto. La exclusión involucra jerarquía, esto es, el estamento académico está rígidamente jerarquizado y se margina de las decisiones académicas en las unidades departamentalizadas, en primer lugar a los docentes a tiempo parcial, y luego a los que no son de planta (tenured, estado que suele traducirse como “con permanencia”). Las decisiones clave, las toman en los departamentos los distintos comités de profesores de planta, incluyendo las de selección en los concursos como el que yo postulaba en Cal Poly. Pero en realidad estas decisiones son mínimas, pues la instancia inmediatamente superior, esto es los decanos, puede objetar o anular un concurso, o como se dice en Spanglish, una “búsqueda” (search). De hecho, lo hacen a menudo basándose en las omnipotentes razones presupuestarias y en nuestro departamento lo hicieron recientemente cuando jubilaron dos profesores, entre los que me incluía. Vale decir, que nunca se nos reemplazó por otro docente capaz de enseñar un programa equivalente.
Ahora bien, en las grandes decisiones como las de presupuesto o políticas académicas generales de una universidad, ningún profesor tiene participación, son decisiones que los rectores o los presidentes del sistema, toman unilateralmente y sin consultar a nadie aunque existan organismos decorativos como los llamados Senados Académicos. Por último, quien tiene la palabra final en cuanto al presupuesto, es el gobernador del Estado. Es una estructura piramidal y perfectamente antidemocrática, si la perfección cabe en semejante monstruosidad. Es la antítesis de lo que yo había vivido en Chile después del 68, donde se implantó —por ejemplo— la elección de las autoridades mediante el voto directo de profesores, funcionarios y estudiantes, praxis que en los EE.UU. es absolutamente desconocida, porque tampoco incluye la elección del propio presidente.
La dictadura pinochetiana borró todas esas conquistas del gremio docente, junto con toda una concepción del Estado Docente, e ignoro si en la actualidad se ha recobrado algo de ellas. Además, el florecimiento de las universidades privadas destinadas a los hijos de la élite económica y la privatización y municipalización de la enseñanza secundaria, han cambiado de raíz el panorama educativo chileno.
La institución de tenure o planta es el estado más ambicionado por un docente en los EE.UU., porque le significa protección y estabilidad en su puesto. Sin embargo, la administración de las universidades busca de uno y mil modos como burlar este principio básico de estabilidad laboral. Hay universidades que ya no ofrecen más la permanencia, y si se trata de eliminar profesores de planta, simplemente suprimen el departamento donde enseñan los desdichados, y Santas Pascuas: todos a la calle y la cesantía.
Así en mi “búsqueda” yo no tenía idea quiénes eran mis oponentes o adversarios, porque otro principio fundamental aquí es el secreto dentro de la competencia, sobre todo para evitar onerosos pleitos por parte de algún postulante meritorio que se ha sentido perjudicado en la decisión.
A fines de julio de 1986 viajé de Detroit a LAX y de ahí en un pequeño aeroplano de American Eagle, a San Luis Obispo. La llegada a California fue como volver a pisar Chile, en más de un sentido: el paisaje, los árboles, los eucaliptos, los jacarandás, los aromos, y las playas, que vimos en una especie de slide show en vivo con Bill Little, el que iría a ser mi jefe en la universidad donde finalmente trabajaría y llegaría a jubilarme.
La entrevista en Cal Poly incluía una clase demostrativa de español básico, una conferencia sobre mis intereses académicos, y varios encuentros sociales. Para mí, la parte más importante y mejor fue la presentación académica, donde hablé de “La modernidad en la literatura hispanoamericana”.
Estas entrevistas de los concursos conllevan un trato en extremo cauteloso —por decir lo menos— donde nunca se destapan las cartas, tanto de uno como del otro lado. Por progresistas que sean o aparenten ser los colegas de un departamento determinado, cuando llega el momento de evaluar se vuelven todos conservadores, y el que postula, debe mostrarlo en grado superlativo.
Pero también en esto hay matices, y ellos jugaron en mi contra, en ese primer y gran desafío laboral que se planteaba con mi entrevista en California. Yo creía haberlo hecho bien, quedé satisfecho conmigo mismo, lo que muy raramente ha sucedido en mis presentaciones en público, cualquiera que sea su naturaleza, clase magistral, recital poético o actuación teatral. En ese viaje se cumplían para nosotros casi cinco años en los EE.UU. Ellos habían estado llenos de acontecimientos importantes e inéditos en nuestras vidas y tal vez por lo mismo, habían pasado con una celeridad inaudita.
Pronto recibí una llamada de Bill Little anunciándome el funesto resultado del concurso: le habían concedido el puesto a un poeta chicano, que usaba el nombre literario de Alurista también como académico.
Bill no me dio las razones de mi rechazo, porque no estaba en la norma darlas, pero igual el golpe fue durísimo. Nuestra situación se veía muy negra a corto plazo y desesperada a largo plazo, puesto que terminado el doctorado no había recurso o perspectiva alguna de supervivencia futura. Schulman ya había hecho su parte y en la academia americana ningún personero externo se puede permitir intervenir con mano pesada en las decisiones que se suponen son soberanas de los departamentos como unidades académicas, aunque la realidad sea muy diferente.
Además, al perder mi condición de estudiante terminaba mi residencia legal en los EE.UU y yo con mi familia podíamos ser deportados quién sabe dónde, o ser puestos en la frontera mexicana.
Con el tiempo, conocería algunos entretelones de mi fallido primer contrato como profesor en tenure track, término casi intraducible que significa algo así como “en vías de obtener la planta” o mejor “con posibilidades futuras de obtener la planta”, porque este elusivo status me fue negado entonces, y me resultó muy difícil obtenerlo en el futuro. Este acto arbitrario y despiadado de los colegas habría de provocarme incontables sufrimientos a partir de entonces hasta que finalmente lo logré, casi diez años después. Si se compara este lapso con el promedio en que lo obtienen los profesores de origen anglosajón, es por lo menos el doble, o tal vez el triple.
Pero muy poco después, una semana o poco más, recibí otra llamada de Bill ofreciéndome una salida (5): el presupuesto les alcanzaba para ofrecerme un puesto de lector a tiempo completo, lo que actualmente sería algo absolutamente imposible de ofrecer y por lo tanto de obtener, esto es un segundo puesto además del que se acababa de llenar con Alurista.
Las condiciones de este segundo puesto eran extremadamente pobres, no tanto por el sueldo (que lo era) sino por su precariedad. Era un puesto sólo por un trimestre con alguna esperanza, pero nada concreto, de obtener prórrogas al contrato en el futuro. Me he dado cuenta después que fue Bill quien luchó por este puesto, y que otros colegas se opusieron encarnizadamente, considerando mi presencia en Cal Poly como abusiva. Nunca sabré si después se convencieron de lo contrario. Con todo, nuestra situación no ofrecía alternativas, yo con mi familia éramos verdaderos desperados de la academia, parias que igual como habíamos sobrevivido con un sueldo equivalente a los de los más míseros de la nación, ahora debíamos soportar otras y más duras pruebas.
Había que apostar y apostamos, y los ángeles o como sea representada la fuerza cósmica que posiblemente protege a los desvalidos sin culpa, jugó en nuestro favor y ganamos, en una victoria a lo Pirro adecuada para nuestro drama.
Así, aceptamos el escuálido contrato de un trimestre, y partimos de Detroit el 11 de septiembre de 1986, día que ha recurrido en nuestra historia a partir del fatídico 1973, y que en el 2001 se proyectaría en el mundo con la tragedia por todos conocida, pero cuyo origen y real autoría se perfila como uno de los más grandes misterios de la Historia actual y de siempre.
En un sistema donde no se regala nada, y donde toda solidaridad es sinónimo de flaqueza el que gana un puesto debe absolutamente merecerlo, cuánto pudo haber pesado a mi favor pero también en mi contra —entonces y en las sucesivas etapas de mi carrera— mi condición de refugiado, de exiliado político, esto lo habrá sabido cada colega en su conciencia, en el momento de juzgarme y sopesarme, como los Cien Justos Babuinos de Anubis (¿justos en este caso?), y nunca sería revelado.
Nuestra llegada a San Luis Obispo y Cal Poly nos mostró desde el principio las contradicciones, penurias y flaquezas del sistema académico estadounidense. Tuve que aprender a superar la condición de marginado, y en cierto modo crearme una propia imagen o persona académica que no contradijera mi condición de escritor latinoamericano y que al mismo tiempo no se pusiera en una contraposición insalvable y total con el sistema que me estaba albergando y en cierto modo ofreciendo una oportunidad, por mínima que fuera.
El día de mi llegada hacía un sol esplendoroso. Era como estar en Chile, porque en general California es un Chile al revés por muchos aspectos además de la geografía.
El primer día de actividad se realiza una semana antes del primer lunes de clases. Todos los profesores se reunen en el gran anfiteatro Chumash, para escuchar el siempre retórico, redundante y a menudo insufrible discurso del Rector y luego compartir un cafecito con donuts en la terraza del Centro de Estudiantes. Este ritual se repetía todos los años, pero gradualmente fuimos abandonándolo, presentándose sólo los figurones y los que debían pasar todavía por las Horcas Caudinas de la permanencia.
El profesorado fue paulatinamente desilusionándose de esos rituales, por cansancio y porque la vida misma se ha vuelto cada vez más árida.
Ese día, Alurista me sorprendió muchísimo, porque su fama de “gran poeta chicano”, el duro entre los duros, hacía imaginarlo como un Siete Machos, fornido y barbado. En cambio era casi un enano, o mejor dicho un hombre diminuto, ratonil de aspecto, con ojos chicos y rasgados y actitudes extremadamente arrogantes. Parecía salido de una película de Tin-Tan o de Alfonso Zayas, Era uno de esos individuos que de partida te dan mala espina, una sensación de rechazo y desconfianza. Parecía un gallito de la pasión sin plumas, siempre dispuesto a engrifarse, pero que muy pronto se desinflaba. Luego me fue evidente que Alurista había sido elegido por el voto femenino mayoritario. Incluso me revelaron que las había impresionado fuertemente su presentación en inglés (la clase magistral tenía que ser en el “idioma oficial”) aunque siempre tuve fuertes dudas en su respecto.
Pero no se crea que el de Alurista era un caso aislado y no una constante del comportamiento en el voto femenino del profesorado del departamento, al contratar a un nuevo profesor. Hay otros casos para referir, que se han repetido hasta el presente, como el de un profesor que postuló a un concurso de jefe y fue votado en contra porque era demasiado gordo (parecía una versión modernizada de Fatty Arbuckle, el cómico del cine mudo): le buscaron con lupa toda clase de fallas académicas para disminuirlo y así elegir a un profesor de mejor línea, aunque no fuese un efebo.
Otra vez, el voto femenino mayoritario eligió a un polaco muy alto y apuesto, parecido al actor Tom Selleck. Ambos intentos apolíneos fracasaron, el primero porque el elegido en lugar del gordo Tripitas se viró a otra Universidad que le ofrecía más regalías, y en el caso del polaco, porque se descubrió que tenía una visa de inmigración falsa.
Cuando escuchamos recitar a Alurista, como poeta era un verdadero fiasco, panfletario y ramplón, pero resultaba evidente que en el departamento estaban muy contentos con su nueva adquisición.
Apenas integrado al departamento en su puesto de mayor jerarquía que el mío, este nuevo colega se dedicó entusiastamente a combatir mi carrera académica con actos solapados de desprestigio. El tiempo confirmó todas mis predicciones y demostró cómo el tal Alurista no era más que un pillo redomado, un chanta incubado en lo precario de la propia marginalidad chicana. Era un tirano con los alumnos, discriminaba abiertamente a los estudiantes anglosajones, y llegaba borracho a clase. Esto era más que escandaloso en un ambiente donde el puritanismo impone la ley seca en el campus, y por lo tanto su supervivencia como profesor en Cal Poly se empezó a poner difícil.
Para su desgracia, cuando llegó el momento de definir su permanencia, fue detenido por manejar en estado de ebriedad. Mientras permanecía en la cárcel, escenificó una farsa digna de Cantinflas o de Tin-Tan, llamando a Bill en su calidad de jefe y aduciendo que estaba en México para el funeral de su padre (que habría sido el segundo sepelio, si su progenitor ya había muerto, o bien anticipado si el caballero estaba vivo, pero que Alurista estuviera ausente por un funeral, eso no era cierto porque simplemente estaba en el bote).
Luego se supo la verdad, y aunque Alurista se las arregló no sabemos cómo para volver a sus clases, pronto le llegó la hora de su definición profesional y administrativa. Después de un debate muy cerrado (y encerrado) entre los profesores de planta, en el que increíblemente, una profesora miembro de la vieja guardia del departamento lo apoyó, buscando de seguro futuras “alianzas tácticas” de mal agüero para mis propias aspiraciones, finalmente se le negó la tenure por voto mayoritario y no le quedó más que ahuecar el ala.
Eso incidió también en mi destino, pues con el diminuto canalla votando para mi venidera permanencia, muy probablemente hubiera hubiera hecho todo lo posible por dejarme afuera.
Mis dificultades fueron muy diferentes que las de Alurista. Yo debí soportar, sobre todo en los primeros cinco años en Cal Poly, una discriminación sutil y un trato mucho más duro.
El primer blanco fue mi inglés. He estudiado inglés desde la infancia y mi primer colegio se llamaba, curiosamente, United States Academy , donde cursé hasta el primero de Humanidades de entonces. El programa de enseñanza chileno contemplaba inglés obligatorio durante todas las Humanidades (ahora Escuela Media). Mi inglés de lectura era excelente, puesto que durante los años universitarios, gran parte de la bibliografía era en inglés y durante mi vida profesional de científico, lo mismo. Luego en Detroit perfeccioné todo lo posible mi inglés hablado, porque además las clases de lengua se hacían básicamente en inglés, a diferencia de Cal Poly donde se aplica el llamado “método directo” con clases enseñadas íntegramente en castellano (o italiano, que también enseñé hasta mi jubilación en 2002).
Pero todo esto no resultó suficiente para algunos profesores de Cal Poly, tanto dentro como fuera del departamento de idiomas. Deduzco que el problema mayor era mi acento, que no era ininteligible pero sí hispánico, lo cual a mí me parecía natural, pero no a ellos ¡y se trataba de un departamento de español (castellano)!
La situación culminó cuando hice una presentación cultural de mis acuarelas ilustrando a Lorca y a Neruda. En vez de fijarse en las imágenes que yo les estaba presentando —que estoy seguros por primera vez veían en sus vidas— escuché a mis censores cuchichear acerca de mi acento. Era una presentación abierta al público, así que algunos me refirieron lo que habían oído. Como en general los gringos dan una salida formal a los problemas que ellos mismos se fabrican con sus reglas puritanas, se dispuso que yo asistiera a las clases de Bob Lint (QEPD), un profesor de inglés próximo a la jubilación. Estuve asistiendo a sus clases, y de verdad muy poco obtuve de ellas, puesto que mi conocimiento linguístico estaba muy por encima del nivel general de ese curso. Siempre he estimado y estimo ese acto como una humillación que no se ha aplicado a ningún otro docente de Cal Poly, que yo tenga conocimiento.
Esta forma de minusvalía linguística o glotológica, más atribuida que real, y basada en el juicio atrabiliario de un grupo altamente voluble, sólo fue atenuada o superada por el tiempo, al menos una década durante la cual, o yo me olvidé del problema, o los colegas se olvidaron, o ambas cosas ocurrieron en los vasos comunicantes del ser humano con su grandeza y miseria, en la inusual parábola de mi vida en Cal Poly.
Mis clases eran intachables, a pesar de que no seguía para nada los principios docentes de un profesor americano que se respete, esto es, disminuir la conceptualidad al mínimo, reducir o suprimir el pensamiento crítico, y hacer continuas bufonadas para entretener a los estudiantes. Nunca me adapté a esta praxis y algunos colegas criticaban duramente mi tendencia al discurso general y analógico en los temas tratados, porque “distraía al alumno del tema central, confundiéndolo”. El tiempo me dio la razón , y los alumnos más despiertos e inteligentes me apoyaron, porque mi forma de hacer clase les permitía relacionar ámbitos históricos, filosóficos, culturales generales y específicos en un modo que enriquecía su conocimiento y su concepción del mundo.
A pesar de las críticas, mi estilo personal y humano— en un modo que me resulta misterioso hasta ahora— se impuso, y fui superando una a una las vallas que se ponían en mi camino. En las clases se trataba de imponer una forma de obsequiosidad hacia el estudiante —el cliente manda en todo negocio— que contrastaba con mi formación de profesor en un sistema —el chileno y el europeo, básicamente el mismo— donde el docente tiene un apreciable grado de autoridad e independencia académica, tanto sobre su clase como en la forma de enseñar y en general sobre la administración del curso. Hago constancia de que no estoy defendiendo autoritarismo alguno. En el sistema de los EE.UU., el profesor está prácticamente secuestrado a varios niveles: el personal, en cuanto al método de enseñanza y a las materias tratadas, el general, por el escrutinio de los demás colegas, que se sienten autorizados para inmiscuirse en los aspectos más personales de su enseñanza, y por último por los alumnos, que constituyen la instancia crítica más impredecible, ya que el docente está obligado a practicar evaluaciones anónimas de sus clases por parte de los estudiantes. Ahí ellos pueden escribir cualquier cosa, incluso comentarios soeces, y pueden destruir la carrera de un maestro. Hay sitios web donde los alumnos pueden insultar —pero también defender y elogiar a los buenos profesores con fundamentos cuando ellos son atacados por los beocios, como sucedió en mi caso— en esa especie de muralla-papel-de-la-canalla en que se transforman semejantes instrumentos de la red.
Como son anónimas, las evaluaciones protegen al estudiante y amenazan al docente, porque pueden ser usadas para atacarlo por parte de los administradores. Las evaluaciones muy rara vez son usadas para defender a un profesor (aunque en mi caso lo fueron), sino más bien para debilitar su postura funcionaria frente a los administradores. A mi juicio, éste es el punto más bajo de todo el sistema de enseñanza estadounidense.
En general, el profesor está sometido a una presión tan brutal, para descollar y demostrar diariamente que es el mejor en su especialidad, y por lo mismo su desempeño generalmente es de bueno a sobresaliente —con excepciones como el citado Alurista y otros que no es el caso nombrar— pero las evaluaciones están siempre en el promedio, digamos en la mediocridad aunque se trate de excelentes y fogueados profesores. Esto es porque basta un solo individuo que ponga una nota bajísima en todos los parámetros evaluados, por venganza, odio político, antipatía personal o cualquier otra razón espúrea, para que el promedio se desplome. (6)
Debo puntualizar que mi rechazo a este tipo de evaluaciones no ha sido por miedo a lo que los estudiantes dijeran en ellas, y de hecho siempre han sido buenas, con la salvedad de los ejemplos citados. Yo estaba y siempre estuve contra los juicios anónimos, por principio, y cuando a mi turno me tocó evaluar a jefes y decanos, siempre firmé con nombre y apellidos esos documentos.
Las evaluaciones forman parte de un sistema orwelliano de control total —en fin de cuentas político— porque se basa en limitar la conciencia y la independencia del docente y que forma parte de la verdadera manía o paranoia estadounidense por controlarlo todo, castigarlo todo, reprimirlo todo. Y cuando se premia, se premia al que más se conforma a la norma, nunca al innovador. Así como en el Imperio Romano y otras sociedades antiguas se asignaba a los esclavos libertos la misión de la enseñanza, también el profesor moderno pasa por una condición semejante, en los EE.UU pero también en otras partes del mundo donde se ha exportado el sistema de la educación como actividad de lucro.
Pero debo reconocer —o acaso deberían ser los otros a reconocerlo primero— que con evaluaciones anónimas o sin ellas, superé todos los obstáculos y vencí todas las etapas que me llevaron desde la primera y desvalida condición de lector contratado trimestre a trimestre, a lector a tiempo completo contratado año a año, a profesor asistente con promesa de pasar a planta y a profesor asociado con planta en 1995, siempre quebrándoles la mano a los que ponían objeciones especialmente basadas en mi singular y anómala persona docente e individual.
Finalmente, en 2002 —sin haber sido promovido nunca a profesor titular no obstante mi kilométrico curriculum— me jubilé con 16 años de servicio. Al oficializarse este paso, el Rector me promovió a Profesor Emérito, lo que involucra el grado de full professor (catedrático) por lo menos simbólicamente.
Este ha sido el único reconocimiento recibido de parte de la universidad, pese a que entre 1998 y 2002 publiqué un libro año por medio, tres en total. La Biblioteca, en todo caso, me otorgó diplomas por ellos, junto a los otros colegas-autores para cada año.
También la comunidad de los poetas me eligió Poeta Laureado del condado de San Luis Obispo para los años 2000/2001, esto debido a mi continua y aplaudida participación en lecturas, recitales y festivales de poesía desde 1986 al presente (2007).
Es la primera y única vez que ha sido elegido para esta distinción un hispano, sudamericano y chileno por añadidura.
Después de estos años, puedo afirmar sin duda que lo mejor de toda mi experiencia en las aulas y la comunidad californiana, fue el cariño y la gratitud de los cientos de alumnos que compartieron el relato de mi historia de exiliado en mis clases, y su proyección en su mundo de estudiantes americanos que saben de la historia solamente por lo que sus profesores les comunican mediante sus muy incompletos y polarizados textos de estudio, y muy raramente de la experiencia vivida, como ha sido la nuestra.
Mi condición de diverso, marcada desde siempre, ha jugado por turno a favor y en contra, en la rueda de la fortuna: exiliado en Italia porque mi país estaba regido por manu militari, luego emigrado a los EE.UU., doctorado a los 50 años, jubilado por adelantado, y finalmente el presente me ha deparado un segundo exilio (viviendo ya mi octava década de vida), esta vez volviendo a Chile, puesto que mi jubilación no nos alcanza para vivir en los Estados Unidos, donde sí pude cumplir una carrera docente, mientras que en mi país la barbarie fascista la truncó en sus comienzos.
Al revelar estos hechos no me mueve ni el resentimiento ni menos la voluntad de hacer alguna impropia o extemporánea denuncia.
De lo negativo expuesto culpo menos a los individuos que al sistema que los ha albergado. Me mueve ciertamente el deseo de que el periplo inusual de vida de un escritor, artista y profesor latinoamericano y chileno, sea conocido en sus vastas miserias y sus pequeñas grandezas, porque muchas veces el amor de algunos pocos pudo cubrir y hasta borrar las sombras de todo un mundo que ya se encaminaba hacia entonces impredecibles tinieblas, culturales, políticas y sociales y ecológicas, amenazando, como sucede ahora, hasta la misma supervivencia de la vida en el planeta, mientras las mayores autoridades a nivel mundial —que se supone representan el interés de sus pueblos, o sea la población del planeta— no hacen nada por impedirlo y su posición invariablemente apoya el statu quo, la carrera hacia la muerte.
Los Osos, California, septiembre de 2005
Isla Negra, Chile, octubre 2009.
* * *
NOTAS
(1) Es posible que con la institución del mercado común europeo esto haya cambiado respecto de los ciudadanos europeos, pero para los latinoamericanos la nacionalidad extranjera se mostraba entonces como una barrera casi insalvable, al menos para los ciudadanos comunes y corrientes.
(2) El llamado síndrome de Stendhal—referido por este escritor— es la intensa impresión de shock que recibe el extranjero al llegar por ejemplo a Florencia, que con su belleza lo anonada y a veces lo deja en estado de inconsciencia temporal.
El síndrome de Guamán Poma, muy por el contrario, se refiere analógicamente a la situación de un indígena discriminado y humillado en su propia tierra por otros de su misma condición o por los invasores españoles.
(3) US $450 mensuales como ayudante alumno en el Departamento de Lenguas Romances y Germánicas, pagaderos en dos cuotas quincenales. Como a principios de mes se pagaba el arriendo (alrededor de $135, no recuerdo la cantidad exacta) nos quedaban sólo $100 para sobrevivir quince días, dos adultos y un niño, lo que nos daba $2.22 diarios per cápita, una cifra de Tercer Mundo que obviamente era insuficiente para cubrir las necesidades más elementales. El segundo quincenio nos daba una especie de desahogo, y permitía comprar algo más sustancioso para comer, pollo y leche para Hernancito, quien a decir verdad no la apreciaba mucho.
Como esta situación era insostenible, María Antonieta empezó a cuidar niños (actividad que no era oficialmente permitida, pero sí tolerada) en nuestro departamento del Helen de Roy, que alojaba familias de pudientes alumnos graduados de todo el mundo (especialmente árabes). Con esto pudimos sobrevivir mejor hasta que ella pudo también entrar al programa graduado y obtener una ayudantía propia en Español, hacia el fin de mis estudios. Un accidente vascular, sin embargo, le impidió seguir estudiando y enseñando, cuando yo estaba abocado a preparar mi Tesis.
(4) Stella Sampas-Kerouac (1918-1990) la tercera mujer de Kerouac, quien está enterrada junto al novelista en el cementerio de Lowell, Massachussets.
(5) Para ser justos, debo expresar aquí mi gratitud hacia William T. Little, colega y amigo ya de casi treinta años, quien no sólo se jugó para ofrecerme un puesto —por precario que fuese—contra la opinión mayoritaria del departamento. También nos prestó ayuda logística para encontrar casa, poder comprar un vehículo, y proceder en el laberinto académico americano, donde en cada recodo acechaba un Minotauro mucho más feroz y artero que original.
(6) Esto contradice al principio estadístico general que indica excluir un valor situado completamente fuera de la población, porque así los valores promedio resultan falseados.