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RECUERDOS DE JORGE ENRIQUE ADOUM Y SU TIEMPO

Por Hernán Castellano Girón

Conocí al poeta y novelista ecuatoriano Jorge Enrique Adoum (1926-2009) en un famoso y multitudinario Encuentro Latinoamericano de Escritores realizado en Chile en 1969, en sedes instaladas en Santiago, Concepción y Valparaíso / Viña del Mar.

Recuerdo que la sede santiaguina estaba en un sector cordillerano todavía políticamente impoluto (o así lo parecía) cuya sede fue el conspicuo liceo americano Nido de Águilas.

En esa ocasión pude conocer personalmente o al menos admirar de cerca a algunos de los más prominentes escritores de lengua castellana, como Leopoldo Marechal, Camilo José Cela, Ángel Rama y la que poco después sería su esposa, Marta Traba. También a Juan Rulfo (aunque éste, como Carlos Germán Belli, por timidez misántropa estuvieron la mayor parte del encuentro recluídos en sus hoteles). Entre los chilenos participantes, recuerdo a Enrique Lihn, Fernando Alegría y Francisco Coloane, pero de seguro había muchos otros.

Algunos días antes del congreso, estando en el departamento de Monjitas con 21 de Mayo donde Braulio Arenas vivía con su hermana, al poeta mandragorista se le ocurrió llamar a Rulfo a México —después de una larga espera vía sucesivas telefonistas, ya que las llamadas internacionales entonces eran un proceso muy poco expedito— nada menos que para pedirle que trajera una botella de tequila al encuentro de cisnes de pluma. Después, al preguntarle por el ansiado licor, me dijo Braulio que Rulfo “ la había traído, pero se la había tomado en el camino”.

Ese año yo participaba en el Taller Literario que Arenas mantenía en el Instituto Cultural de las Condes y pese a la gran diferencia de edad, nos unía una buena amistad, desde cuando empecé a escribir y frecuentar ambientes literarios a principios de la década de los sesenta. Creo haber logrado el respeto de Arenas y otros escritores de su tiempo, como Guillermo Atías, Armando Menedín (que publicó mi primer libro Kraal en 1965), Esther Matte Alessandri, Alfonso Calderón, José Miguel Vicuña, y los más jóvenes Jorge Teillier y Mauricio Wacquez.

El Symposium no estuvo exento de intervenciones y episodios pintorescos, como el de un grupo de chicas que asumían con aire desafiante su papel de hippies criollas e interrumpían las peroratas de bardos y ensayistas con chillidos recurrentes de el cheeeeeeee viveeeeeeeee (el Ché vive) hasta que el público las expulsaba con gritos indignados y una andanada de bolas de papel. También ellas repartían panfletos sicodélicos donde a sus declaraciones estético-políticas —que a decir verdad eran muy poco inteligibles— se intercalaban versos de canciones de los Beatles. Recuerdo que proclamaban a los diarios del Ché Guevara como la única obra maestra de la literatura hispanoamericana, muy por encima de textos execrables como Cien años de soledad y Canto general.

También un joven que funcaba de gurú de las muchachas guevaristas en un momento interrumpió la ponencia del mexicano Emmanuel Carballo, increpándolo porque según él, todos los escritores latinoamericanos presentes (y también los ausentes) éramos “traidores a la revolución” y sólo estábamos ahí ”para vender nuestra inmunda chatarra”.

En esa ocasión recuerdo haberme acercado a Carballo con un ejemplar de El bosque de vidrio (recientemente aparecido) con la dedicatoria “a E.C.,con afecto, un poco de mi propia chatarra”.

Entre los denigrados en bloque por el jefe floral estaba Jorge Enrique Adoum, que me fue presentado por Arenas, quien se desplazaba entre todos esos grandes como pez en el agua.

Por otra parte, la furia de intelectuales e intelectualoides locales —tratando de afirmar sus personalidades embrionarias— los movía a acercarse, declararles su amor o lograr al menos ser vistos junto a los más conspicuos congresales como Vargas Llosa o Cela.

Esto podía llegar al encontrón físico o caballazo, como ocurrió cuando quise hablar con Marta Traba para que me dedicara un ejemplar de Ceremonias del verano. Una poetisa chilena “emergente” de entonces —y que nunca logró verdaderamente emerger— me dio un empellón digno de los Titanes del Ring, y a codos abiertos se puso delante de mí hasta lograr encajarle a Traba un ejemplar de un librito suyo.

Años más tarde, en Roma o Perugia, durante uno de los congresos del sindicato de escritores italianos a los que era regularmente invitado, logré finalmente hablar con mis admirados Angel Rama y Marta Traba, y ella me dedicó el libro sin caballazos o yeguarizos involucrados. Tanto Traba como Rama y el novelista peruano Manuel Scorza (autor del extraordinario Garabombo el invisible) a quien también pude conocer en aquella ocasión en Italia, morirían trágicamente junto a otros 181 pasajeros y tripulantes del vuelo 11 de Avianca, el 27 de noviembre de 1983 (cuando mi familia y yo estábamos radicados en los EE.UU.). Scorza se había quedado a vivir en Roma, prendado de una preciosa muchacha argentina. En realidad eran dos mellizas, una de las cuales vendía títeres en la Fontana di Trevi romana, y junto a esas mágicas aguas, donde Anita Eckberg se bañó en la célebre escena de La dolce vita, fue donde Scorza conoció e instantáneamente se enamoró de la niña argentina. Todo indica —por informaciones de los compañeros que permanecieron en Italia— que ella murió también en ese horrible accidente donde ambos viajaban (que podría haber sido evitado, pero errar es humano) en la vía de aproximación a Barajas, Madrid. También perecieron ahí el escritor y dramaturgo mexicano Jorge Ibargüengoitía y la pianista española Rosa Sabater.

No sabemos que en otra ocasión haya desaparecido al unísono una mayor concentración de inteligencia y pensamiento verdaderamente revolucionario, en un solo minuto fatal.

Volviendo al Encuentro de 1969, evoco una imagen bizarra: el Cura Valente enfrentado (por una coincidencia espacial, no por otra cosa) con Mario Vargas Llosa, entonces muy joven y apuesto, como en una rara medalla especular en la que sus perfiles aquilinos se destacaban sobre un fondo oscuro.

Los años han transformado esas visiones en fotogramas que parecen recortados de un sueño, ya que no exactamente de una pesadilla. También Adoum aparece ahí, con su nariz prominente como pilón de azúcar morena y sus ojos que perfectamente podrían haber sido los de Simbad el Marino o del Califa Harun-al-Rashid.

También recuerdo haber compartido una mesa en el restaurante El Pollo al Coñac, cercano al evento, con Adoum y mis amigos Arenas, Menedín, Atías y el legendario “Chico” Eduardo Molina Ventura. El sabor de ese pollo como así del caldo criaturero que servían en una taza junto a las presas del ave, es una sensación que permanece en la memoria para siempre.

Tanto Adoum por su lado, como yo y otros chilenos conocimos la experiencia de largos años de exilio. De hecho, Adoum estaba ya exilado en París en tiempos del Encuentro de 1969.

No podría haber imaginado, en ese espacio atestado y delirante del evento, que poco más de 10 años después compartiríamos con Adoum un escenario romano recitando nuestros poemas.

Adoum recitó al menos dos veces en festivales internacionales de poesía celebrados en Roma en dos años consecutivos (1979/80). También un grupo de los poetas de la Beat Generation, encabezados por Allen Ginsberg, leyeron en esos Festivales, invitados por la Municipalidad de Roma, incluyendo a su amiga y traductora Fernanda Pivano (que hace muchos años había sido cuasi novia de Cesare Pavese).

En el Festival celebrado en Ostia, una multitud de “indios metropolitanos” (tribus urbanas), desnudos como arenques, subieron al escenario cargando una descomunal olla de fierro repleta de tallarines al sugo, gritando que ésa era la verdadera poesía y haciendo callar a los bardos, beatniks incluidos. El peso de la olla gigante y la pastasciutta era tan grande, que el escenario se hundió con todos, poetas e indios entremezclados esta vez por la ley de la gravedad.

No recuerdo la intervención de Adoum en esa ocasión, pero sí y muy bien la del año siguiente, celebrada en la Piazza di Siena de Villa Borghese.

Fue un festival apoteósico con cerca de diez mil asistentes, al que fui invitado a leer mis poemas junto a celebridades como el grupo de beats del año pasado al que se sumó Amiri Baraka (Le Roy Jones). Esta vez hizo excepción el poeta Evgeni Evstushenko, que entonces todavía era soviético y el año pasado había recitado sus espectaculares poemas que más bien parecían melodías, puesto que de ellos no se entendía un carajo.

A los beats se sumó un buen contingente de poetas latinoamericanos: Jorge Enrique Adoum, Juan Gelman, Carlos Contramaestre, Ramón Palomares y Gioconda Belli.

Fue un gran honor haber leído con ellos, en representación de Chile junto con el poeta chileno Eugenio Llona, que entonces también vivía exilado en Roma.

En un momento, cuando empezamos a leer los hispanoamericanos, encabezados por Gelman, que era como una especie de hermano mayor o jefe natural de los bardos del Sur, se anunció que en Bolivia había otro golpe de estado, el sangriento putsch del general Luis García Meza Tejada, del 17 julio de 1980, donde el SS y alto oficial de la Gestapo Klaus Barbie prestó su muy autorizada colaboración, junto con el asesor top de Pinochet, el ultrafascista italiano Stefano delle Chiaie, experto en asesinatos políticos tanto a nivel individual como de elaboradas masacres.

Al oir este anuncio, todos los poetas norteamericanos subieron al escenario y nos rodearon tomándose de las manos, queriendo simbolizar que ellos repudiaban la actitud del propio gobierno americano que en ese tiempo apoyaba y aun promovía los regímenes dictatoriales en la zona. Ellos, los poetas, estaban con nosotros como un solo continente, defendiendo la democracia. Una actitud bolivariana que pocas veces se ve, inclusive ahora, entre los mismos latinoamericanos.

Se puede decir que 1980 fue un año importante para los latinoamericanos que residíamos en Italia, y que sumábamos nuestras voces de poetas a las de los que luchaban por la libertad de nuestros países sojuzgados por tiranías.

Al terminar el Festival de Poesía, tuve una magnífica noticia: iba a participar en forma destacada junto a los dos mayores poetas del grupo latinoamericano, en un recital extra especialmente organizado por estos dos cumplidos caballeros de la poesía y la solidaridad entre artistas y hermanos de las letras: Jorge Enrique Adoum y Juan Gelman, invitaban al hermano chileno a compartir el escenario en el histórico Teatro Argentina donde habitualmente se dan obras clásicas y del repertorio internacional.

Me correspondió a mí abrir el recital con mi testimonio del periplo trágico y también grotesco “del incivilizado cayendo en medio de la civilización”, con mis versos que ahora puedo considerar juveniles de Teoría del circo pobre; después siguió Adoum con sus versos donde un tono sardónico se unía a una profunda ternura y a la magia de existir en este mundo, para terminar con Gelman y su extraordinaria poesía coloquial y multidimensional, con un lenguaje poderoso que comunicaba y reinventaba el planteamiento de una desgarradora protesta política.

Fue un momento inolvidable en mi vida de artista y luchador por la libertad y la justicia, que se genera y ofrece en mis textos.

La fortuna hizo que de ese evento quedara una fotografía donde Adoum, barbado y de lentes, sólo se ve de refilón, mientras que yo aparezco en el centro, leyendo versos de mi juventud, entre esos dos paladines de voz tranquila y poderosa, buceadores de sueños y de permanencias.

It was the lark, bichito, no nightingale *

Metí amor en esa habitación de cejijunto,
En esta sólida soledad que debo hacer un lado
Pues ya no cabemos los dos al mismo tiempo,
Mas parece que hubiera que aguantar toda la vida,
Hacer cola en el mundo, esperar que los demás
Pasen primero a casarse o comer o a sus negocios,
Para empezar a vivir sin sentirse culpable,
Conmutándome a tu lado la pena de durar.

* "It was de lark, the herald of the morn, no nightingale" -de la escena quinta del acto tercero de Romeo y Julieta, -de Shakespeare. De Jorge Enrique Adoum, Yo me fui con tu nombre por la tierra, 1964.

Isla Negra , diciembre 2009.

Mis agradecimientos a Juan Camilo Lorca, de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, por su ayuda en la pesquisa de hechos y datos perdidos.

 

 

 

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