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Prehistoria del Transantiago

Hernán Castellano Girón


En 1998 , editorial Planeta Chilena publicó mi novela Calducho o las serpientes de calle Ahumada. Por su desacostumbrada extensión (por lo menos ellos adujeron esta razón) varios capítulos quedaron inéditos.

Viendo la gran polémica y hasta el odio encarnizado con que gran parte de la población ha recibido el proyecto de Transantiago (campaña guiada por los intereses creados de los microbuseros y los inefables personeros de la Derecha económica y política y divulgada por todos los medios de comunicación escrita y televisiva monopolizados por ellos, inclusive el canal llamado nacional o TVN)  creemos interesante dar a conocer este texto “costumbrista” que muestra cómo la tortura de viajar en un medio de locomoción colectiva viene transmitiéndose por generaciones, y las lacras que hace medio siglo nos afectaban están igualmente presentes ahora, y la resistencia al cambio del chileno (retrógrado, cartucho y corrosivo en su crítica) se manifiesta en el deseo de ver fracasar a este proyecto que por fin daría una movilización civilizada a la región metropolitana.

Incluso se aguzan los ingenios para poder viajar gratis, costumbre vernácula que ahora tiene amplia ocasión de ejercitarse.

Ojalá se pueda superar el peso de la noche, y el Transantiago pueda funcionar como debiera, aunque ello sólo podría ocurrir con una red estatal de transporte, como sucede en los países más avanzados, y ello resulta imposible ahora, con los vientos que corren y cuando todas las fallas se atribuyen a la Concertación que gobernó hasta hace un año, y no al sistema que lo generó y lo mantiene en funciones.

Hernán Castellano Girón

 

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Prehistoria del gran Santiago

En realidad las micros  eran el problema mayor, piojos de la cadena de la “libre empresa” que iba desde el dueño de micro que manejaba su propio vehículo hasta el que poseía una flota de cien o más.  Generalmente un dueño poseía dos o tres micros y, si manejaba una, la otra o las otras eran dadas a uno o más choferes en un acuerdo leonino: el chofer debía manejar el vehículo por muchísimas horas diarias, cobrando una comisión por boleto cortado.  Esta comisión constituía la única entrada de estos verdaderos esclavos del volante.  Por esto las micros en las horas de punta se entregaban a una carrera desenfrenada en todas las calles principales de Santiago, mientras que en las horas de baja, uno podía emplear un tiempo indefinido en atravesar la ciudad de punta a punta, en una micro que iba a tranco de hombre.  Alguno entonces, exasperado, decía al chofer cosas como oiga iñor no vaya tan rápido mire que la velocidad me marea o bien oiga carretelero déle con la picana a los güeyses y entonces el chofer, herido por la condición carretonera que se le adjudicaba, iba a una velocidad de caracol. 

En ese tiempo sólo algunos afortunados tenían automóvil en Santiago.  En nuestro barrio sólo había una familia con auto, y eso era lo mismo respecto a muchas otras cuadras a la redonda. Yo diría que no más del uno por ciento de la población tenía un auto, al menos en ese sector de ingresos que era de medio para abajo, siendo todavía considerado decente.  Para el resto, jamás se había dado la posibilidad de tenerlo, esto es más de la mitad de la población de la capital vivía en esa condición.  Esta situación fue cambiando gradualmente, respecto de la clase media, y si en los tiempos del calducho sólo uno de nuestros amigos, Darío Miranda,  tenía auto,  después mi tío José Lorenzo Girón  se compró un Chevrolet 38 al que llamábamos El Tigre por las muchas rayaduras que ostentaba su carrocería. Mi primer auto fue un pobre Fiat 500, que en toda su estructura no tenía un solo mecanismo que funcionara al unísono con los otros, y esto ocurrió nada manos que en 1967, cuando tenía treinta años cumplidos y ya contaba con un trabajo estable en la Universidad de Chile.

Entonces el único modo de movilizarse era con microbuses y tranvías, y uno no se subía a uno de estos últimos a menos que tuviese tiempo de sobra. Con las micros no era mejor en las horas de baja, pero al menos en las horas de punta, si lograbas subirte a una, tenías garantizada una carrera muy rápida, que era como si uno fuese en un Grand Prix para carcachas. Uno podía llegar al centro en veinte minutos, si es que se llegaba vivo.  Cuando yo era más pequeño existían las góndolas que no eran otra cosa que microbuses todavía más primitivos, con carrocería de madera que las convertía en trepidantes jaulas o cajones con  ruedas.  Los microbuses tenían una construcción un poco más sofisticada, con planchas metálicas que redondeaban los ángulos de la carrocería, que en las góndolas eran rectos como los de un cajón, porque estaban hechas con tablas y listones.  Tanto góndolas como micros eran buses improvisados, porque no eran otra cosa que el tren de ruedas o chassis de un camión en el cual se instalaba un piso de madera con los asientos y la carrocería, cuyas ventanillas al principio tenían vidrios pero luego poco a poco los iban perdiendo y nunca se les reemplazaba.  Esto era una ventaja en verano  pero no en invierno, especialmente cuando llovía.  De todos modos, se tenía que abrir la ventana en algún momento porque de otro modo los humos venenosos del escape del vehículo habrían asfixiado a los pasajeros. No había modo de evitar que se filtraran, como el humo de un fumador en una habitación cualquiera.  Creo que inexorable y lentamente, uno sufría una asfixia crónica y hasta un acostumbramiento, con todos los años en que sentimos ese olor de escape del motor metido en los pulmones.  Los dueños les quitaban la parte carguera y la cabina a los camiones destinados a la metamorfosis,  y en empresas que se dedicaban sólo a este trabajo —y que probablememente eran similares en otros países de Sudamérica— construían la carrocería, siempre sobre una base de madera sobra la cual después se remachaban y soldaban las planchas de latón que formaban el cuerpo. Había gran variedad de formas de acuerdo con el modelo y dimensión del camión y con las disponibilidades del constructor.

Acaso éste sea el origen de la palabra camión con que se designa a los buses en México, porque de otro modo significaría que en ese país se transporta a la gente como animales.  Algunas micros eran muy largas y angostas y otras, por el contrario, muy cortas y gruesas, dando la impresión de que un chistoso las había privado de la mitad de su cuerpo. Los muchos y frecuentes accidentes modificaban la silueta de la carrocería, y las latas y pedazos sueltos trepidaban con el vehículo en movimiento, en un concierto aleatorio de increíble estrépito que finalmente pasaba a ser inaudible.

Yo debí aprender a luchar por mi puesto en uno de esos vehículos para poder llegar al colegio.  El santiaguino ha crecido con ese fantasma de la movilización colectiva, que se refleja en los sueños donde siempre esperamos un micro que no llega y si llega no nos llevará nunca a destino y no tenemos tampoco dinero para pagar o no es moneda nacional ni sabemos el precio del pasaje, al menos los que hemos vivido en la pobreza relativa de todas las clases sociales por debajo de la absoluta minoría de los ricos y privilegiados.

Para llegar al Instituto Nacional yo debía tomar una de las micros Bernardo O'Higgins pero, si ellas tardaban, también era posible tomar una Ñuñoa Vivaceta que cortaba camino por Diez de Julio y salía a la Alameda en San Isidro junto al cine Santa Lucía y allí tenía que bajar unas cuantas cuadras hasta el Instituto. 

Generalmente este último trayecto era corto porque las micros no debían hacer el largo rodeo de Vicuña Mackenna y la Alameda.  Si uno tomaba las micros muy temprano (alrededor de las siete y media de la mañana) ellas iban carreteando para poder recoger el mayor número posible de pasajeros. Después, cuando la gente empezaba a afluir a las esquinas hacia las ocho, entonces los choferes empezaban a echar carreras disputándose los pasajeros. 

Ahí comenzaba el terreno de la alucinación y la demencia rodante.  Los choferes aceleraban sus vehículos hasta 80 o más kilómetros por hora (siendo 40 el máximo en toda vía urbana) en las cuadras largas, procurando adelantar al competidor, porque siempre se trataba de las mismas líneas y en general todo el que se movilizaba lo hacía para llegar al centro, esponja u hoyo negro de la muchedumbre burocrática, incluyendo los alumnos de los colegios del área y los pasajeros que irían luego a la estación Mapocho,  mientras que una minoría seguía hasta la estación Central. Las micros Bernardo O'Higgins llegaban hasta Las Rejas, en el mismísimo extremo oeste de Santiago entonces,  barriadas que entonces se confundían con los campos agrícolas que conducían a Maipú. 

Una vuelta completa en esas micros hasta llegar a Plaza Egaña por el oriente, unas treinta cuadras más arriba de donde yo vivía, podía tomar entre dos a cuatro horas, dependiendo del ritmo frenético o pachorriento fijado por la afluencia de pasajeros.  Nada detenía a las micros en su carrera,  dictada sólo por la necesidad del chofer de forjarse el mísero jornal con los centavos de comisión de cada boleto cortado y cada persona encaramada encima. 

Pero hay algo más que esto, estoy convencido: una especie de embriaguez criminal, una terapia inmunda le daba al chofer la ilusión de liberarse de su miseria existencial alimentándola a su vez, mientras los vehículos se perseguían y cortaban mutuamente el camino, frenando muchas veces encima de la vereda, matando perros y también a humanos de reflejos o músculos poco veloces, y a veces estrellándose por detrás la micro en carrera con la detenida y provocando una masacre.  Seguramente una  colisión micro-carretela vista una de esas mañanas se debió a que el vehículo caballar o como se decía eufemísticamente de tracción a sangre, no alcanzó a atravesar avenida Irarrázaval saliendo de Salvador, y la micro se le echó encima como una fuerza ciega de la naturaleza, que no lo era pero llegaba a parecerlo en nuestra idea del mundo. La visión de los cocheros y los caballos muertos en un lago de sangre, y cerros de papas y hortalizas que colmaban la calzada, más otros muertos tirados por la acera, ha sido difícil de olvidar. Es más: nunca la he olvidado.

Cuando se instalaron semáforos en avenida Irarrázaval, ellos no eran más que símbolos decorativos,  pues la micro  —nótese que yo hablo del vehículo como dotado de acción propia— no iba a detenerse ante una luz roja si venía en carrera desatada, y el chofer que llegaba con luz verde por alguna arteria lateral hacía bien en cruzar con toda precaución o detenerse,  aun cuando tuviese el derecho a vía, ya que un encuentro con una micro desatada podía costarle la vida. 

Siempre el chofer de la micro alegaría que tenía luz verde, y como los abogados de los micreros eran poderosos y siempre disponían de una cáfila de testigos fraudulentos pagados para respaldar sus versiones, era muy difícil poder probar en el tribunal quien tenía la razón.

Para obtener un asiento en la micro —requisito muy importante para viajar no con comodidad sino con una seguridad mínima para no romperse la crisma durante las bruscas frenadas y aceleradas del vehículo— había que ir temprano al paradero, que no era tal sino la misma esquina, o en verdad cualquier sitio de la cuadra donde el pasajero quisiera subir, y el chofer quisiera permitírselo.

Los tranvías corrieron todavía por un tiempo, por avenida Irarrázaval y luego por Diez de Julio hasta San Diego, volviendo por Arturo Prat, pero después se invirtió el tránsito en estas dos últimas calles, cuando se retiraron los tranvías. No recuerdo haber ido nunca en tranvía al colegio. Ellos eran lentos, pero en cambio tenían algo de civilizado porque había un cobrador y un maquinista. Los tranvías eran operados por la ETC o Empresa de Transportes Colectivos del Estado, y fueron reemplazados en los primeros años cincuenta por trolebuses y luego por buses Mitsubishi, que vomitaban por sus enormes caños verticales de escape el humo negro de los gases mal combustionados de petróleo y definitivamente iniciaron la era de la polución atmosférica en Santiago.  El trabajar en una empresa estatal posibilitaba una gestión más decente y abría camino a un trato más humano por parte del chofer puesto que no se debía multiplicar en dos y convertirse en un asesino del volante para poder llevar 4 ochavos a su casa al final de la jornada.

Esto por supuesto vale para todo tipo de empresa y cuando la dictadura en 1973 terminó con la ETC, siguiendo el modelo mundial del capitalismo salvaje, no hizo más que llevar el caos del transporte colectivo a un nivel de catástrofe ecológica, siendo Santiago en la actualidad una de las ciudades más contaminadas del planeta. Los tranvías, además de ser lentos, frecuentemente se quedaban detenidos por muchos minutos cuando se les salía el tomacorriente del cable y se quedaba allí azotándose, como un poste en el vendaval, y el conductor debía bajar y pacientemente acertarle con la ruedecilla al cable, mientras a cada contacto saltaban relámpagos y caían chispotes incandescentes del metal fundido. Era un espectáculo fascinante.  También, cada vez que el tranvía tenía que  desviarse de la línea para tomar un ramal o volver a los rieles principales, el conductor tenía que bajarse para introducir un bastón metálico que cambiaba la línea con un fuerte chasquido de hierros azotándose. Todo esto ponía a los tranvías como a un medio de transporte que pertenecía a otra época y a otro ritmo vital que era incompatible con la barata modernidad a la que ya estaba postulando, sin merecerlo,  nuestra capital a partir de esos años.

Si los tranvías nos remitían a un pasado del cual todavía no existía la nostalgia, los trolebuses nos remitían al futuro, porque ellos no sólo eran un medio de transporte completamente nuevo para nosotros, sino que en absoluto eran los vehículos más nuevos que rodaban en Santiago y su tecnología y comodidad no tenía paragón con lo que podía ofrecer, por ejemplo, una destartalada micro con los asientos rotos e inmundos y con la mitad de los vidrios quebrados o ausentes.

Nunca olvidaré la impresión de mi primer viaje en trolebús, viniendo de regreso a casa desde el Instituto, un día de 1950.  El vehículo aceleraba con la fuerza de un cohete espacial —que entonces no conocíamos ni siquiera por las películas de ciencia ficción— y los choferes, seguramente para acentuar la diferencia del servicio, viajaban al menos a 60 kilómetros por hora en las avenidas principales. La suavidad y belleza de los trolebuses nos tenía subyugados. Había gente que, a falta de otra entretención,  subía a ellos sólo por pasear sentados en un espacio limpio y luminoso. Naturalmente yo prefería los troles a las micros tanto para ir como para volver del colegio.  Se instalaron tres líneas de trolebuses, el 8 que iba por la Alameda hasta la Estación Central,  el 6 que iba por Catedral hasta la Quinta Normal y regresaba por Compañía, y el 4 que  iba a Mapocho por el Parque Forestal.  Cada viaje en trolebús era un viaje en otra dimensión, la del confort y la decencia en la cual los chilenos no nos sentíamos partícipes y acaso tampoco meritorios, como no fuese en la aspiración recóndita de ascensión prometeica que subyace en el fondo de todo ser humano, especialmente aquél más humillado y ofendido, por lo mismo que ha sido desposeído de todo.  Si viajar sentados en el trolebús era comodísimo, en cambio viajar de pie era muy difícil, sobre todo al principio, y requirió de un período de entrenamiento especial, porque tanto la aceleración como la frenada del trole eran formidables.

Los choferes de la ETC, por lo mismo que debían tomar exámenes y someterse a una prueba de selección, eran más educados que los otros, pero de todos modos no superaban la media del chileno y también debían cobrar el pasaje y dar vuelto a los pasajeros mientras manejaban, como los galeotes de las micros particulares. Por lo tanto había que afirmarse y apresurarse a encontrar un asiento antes que la aceleración te tumbara  o te aplastara las costillas contra las manillas de los asientos.  Fue precisamente lo que le sucedió a un viejito gordo y retaco en uno de esos primeros viajes: no pudo resistir la aceleracion del trole y se fue de espaldas, azotándose contra los soportes del asiento. El pobre quedó acezando largo rato, con la boca abierta, cuando pudo treparse a su asiento. Era un espectáculo lastimoso  e inconsecuente.  Nadie creyó necesario ayudarlo a pararse, ni ofrecerle algún tipo de consuelo, porque todos estábamos ya tan habituados a ese tipo de situaciones que nada de eso nos importaba en lo más mínimo.

La misma concepción del transporte colectivo, especialmente en Santiago, era brutal.  Todavía lo es, de acuerdo con lo que se puede colegir si se ahonda un poco debajo de la aparente sofisticación de los vehículos privados y públicos, porque los rasgos mentales de los individuos de una determinada sociedad difícilmente cambian en una o dos generaciones.  En la despiadada lucha por el pasajero se creó en Santiago una forma de manejar que despreciaba la integridad y la vida misma de los que precisamente daban el sustento a ese tipo de negocio.

Si para la subida de los pasajeros el chofer, por lo mismo que debía cortar los boletos, recibir el dinero y dar vuelto, etc., se tomaba todo el tiempo necesario, una vez que tú estabas en el vehículo, pasabas a ser un estorbo, y ojalá que te hubieras bajado en el paradero siguiente.  Pero también la bajada era un problema y un trabajo considerado superfluo por el chofer. Si en un paradero o esquina había pasajeros solamente de bajada, el chofer se enojaba y su bajada era problemática. Ahora bien, si eras el único en bajar lo más probable era que el chofer no se detuviese al primer llamado de campanilla, llevándote al próximo sitio o semáforo rojo, y cuando finalmente se dignaba a abrirte la puerta había que afirmarse bien las piernas para dar un buen salto, porque por un sólo desgraciado que bajaba, el chofer ni siquiera se dignaba detener el vehículo del todo, si no era forzado por un semáforo rojo u otra circunstancia mayor. Había que bajarse corriendo, especialmente si el chofer juzgaba que eras lo suficientemente joven como para no merecer la detención completa. Con un viejo o vieja tembloroso y trastabillante, podíase mostrar algo de compasión, pero tampoco ello era seguro. Muchísimas veces vi a ancianos quedar despaturrados por el suelo al acelerar la micro bruscamente en el momento en que literalmente saltaban a tierra.  

Por lo tanto,  estos pasajeros preferían bajarse en las esquinas más concurridas para tener más posibilidades de llegar a tierra sanos y salvos. Ser el último en bajar era muy peligroso porque cada segundo de detención acrecentaba la impaciencia del chofer y para entonces era seguro que la micro ya iba en movimiento.  Instintivamente, en una especie de respeto por la ley de la selva, si cabe (aunque Nicanor Parra dice justamente que en Chile ni siquiera esa ley se respeta) se dejaba bajar primero a los ancianos y los niños para que el último fuese un atleta improvisado, en ese degradante deporte de la miseria humana.

De nada valía alegar daños y perjuicios si por bajar de un vehículo de la locomoción en esas circunstancias te quebrabas una pierna o te rompías la crisma en la cuneta. Esto correspondió a una etapa del progreso precisamente concomitante con la llegada de los trolebuses que tenían una puerta de bajada, como todo vehículo hecho para el transporte de pasajeros.  Las micros tuvieron que adecuarse y un decreto del gobierno obligó a los micreros a instalar una puerta de bajada en la parte trasera de sus destartalados vehículos.
 
Como era de esperarlo, los empresarios desgarraron las vestiduras, clamaron por las libertades individuales  pisoteadas, invocaron el espectro del comunismo, lloraron lágrimas cocodriláceas, aducieron la bancarrota total por el gasto que les significaba esa medida indispensable para la seguridad de sus usuarios. Porque ello significaba hacer varias modificaciones estructurales en la carrocería, como instalar un mecanismo de apertura de la puerta, y una campanilla, timbre o chicharra para anunciar que alguien quería acometer el temerario acto de la bajada. 

Los agregados al cuerpo canónico de la micro funcionaron por un tiempo, pero muy pronto los cordones de las campanillas empezaron a cortarse por los tirones de los que eran llevados sin apelación más allá de su destino, y el mecanismo de las puertas se quebraba o se atascaba.  Así se terminó solicitando la bajada con golpes en el techo, y abriendo la puerta de una patada. Después, los mismos pasajeros ateridos o asfixiados volvían a cerrarla, si tenían fuerzas para hacerlo.

He dejado aquel mundo atrás por varias décadas y he usado todos los tipos de transporte colectivo que pueden existir, desde el legendario "A" Train de Manhattan inmortalizado por Duke Ellington, hasta las pequeñas micros que subían de Capri a Anacapri en una especie de montaña rusa hacia el cielo de riscos y cabras donde están las ruinas del palacio de Tiberio.

Mi primera experiencia de lo que era el transporte colectivo en otras culturas fue para mí en Italia en 1965, quince años después de mis primeras armas en Chile.  Allí la cosa era muy diferente. Para empezar, la formidable organización del transporte estatal aseguraba un servicio regular, confiable y seguro. Ahí vi por primera vez cobradores además del chofer, que yo sólo recordaba en los tranvías de mi más lejana infancia. Cada aspecto, desde la limpieza y la decencia de los vehículos y conductores, hasta la variedad de líneas y la frecuencia del servicio hacía que uno viese el estado de los transportes en Chile como pertenecientes a una sociedad todavía inmersa en la barbarie.  Sólo un aspecto bastaría para marcar una diferencia fundamental: la existencia de paraderos bien establecidos donde uno tenía que esperar los vehículos y también bajarse.  Esta era una realidad a la que no estaba absolutamente acostumbrado y  una vez me llevé un chasco tratando de pedirle a un chofer de Génova que me permitiera bajar en un sitio que no era el paradero y me preguntó si estaba loco: ma lei è matto, giovanotto? Da dove viene lei, dalla giungla? (¿Está loco, jovencito? ¿De dónde viene? ¿De la jungla?) En Chile había un tácito acuerdo de que el vehículo paraba en la esquina, antes del cruce, pero en realidad lo hacía donde al chofer le daba la gana y también si alguien solicitaba detener a una micro en mitad de la cuadra, si el chofer estaba de buen talante lo hacía y a nadie le parecía extraño. 

En Italia esa realidad de paraderos fijos era casi incomprensible para mí, todavía lleno del candor de la juventud y que aún veía al mundo con los ojos de un posible descubrimiento.  Otra vez, viajando en un autobús en Génova, pude comprobar lo diferentes que pueden ser los reglamentos y las convenciones: yendo hacia la Estación de Brignole con mi maleta para mi primer y único viaje a París, el cobrador me cortó dos boletos. Yo reaccioné muy extrañado, y casi indignado le pregunté el por qué de ese segundo boleto. E la valigia? (¿Y la maleta?) me dijo él, señalando mi modesto equipaje.  Es que en la movilización italiana cobraban por los bultos que ocupan el espacio vital, fuesen personas o maletas, lo que no deja de tener una cierta lógica.

En los Estados Unidos hay una dimensión que no podría ser más antitética de la de Santiago, ahora o siempre.  En un lugar como San Luis Obispo, donde viví hasta 2007,  en los buses no sólo se tiene cuidado por el pasajero, puesto que no está permitido ponerse de pie antes que el bus se haya detenido completamente y puedes bajar en total seguridad  sino también,  como si esto fuese poco,  el bus se "arrodilla" (una luz con su pito especial señala kneeling bus) para que los viejos y los cojos puedan apearse tranquilamente y pisar la madre tierra que ya los reclama. Si se hubiese dicho que algo así podía existir en aquellos tiempos, solamente podría haber sido en un film fantástico.  Además, si recibes cualquier daño físico producto de un mecanismo inadecuado, se puede sacar millones con un juicio a la compañía de transporte. Así, algo tan simple como un viaje en bus está a su vez regido por la maraña de las restricciones que —en el País de la Libertad— te regulan hasta la respiración.

Por ejemplo si en los EE.UU. todos aparentemente tienen sus derechos —y sobre esto los yanquis se llenan la boca en el foro internacional— sólo es porque cada uno a su vez está delimitado en  ese espacio menos que vital por el miedo de otro a perder algo de ese elemento precioso y omnipotente, el dinero, más valioso que el oxígeno y que la hemoglobina juntos.  Si llega un minusválido a subir al bus y todos deben perder diez minutos de ese tiempo que realmente es oro, no es porque el cuchepo sea valioso como persona en sí, sino porque su presencia o ausencia son una pieza más de ese tejido casi metafísico del dinero que puede catapultar tanto la gloria como la miseria en una ecuación o ley universal, como una tortilla que continuamente creciese y continuamente se devorase. 

Los eventos y costumbres microbuseras de nuestro pasado que ni siquiera es tan lejano considerando que en diez mil años de historia el hombre no ha aprendido prácticamente nada, nos parecen a algunos —los que hemos visto sistemas de transporte más civilizados— espantosos y censurables y de hecho lo son, porque no puede suceder que un viaje en el cual has pagado tu pasaje sea poco menos que una empresa temeraria donde no sabes si vas a llegar vivo a tu destino y donde eres tratado a un nivel más bajo que la basura, y de hecho cada día alguno o más de alguno no llegaba. 

Cuando en 1953 me echaron del Instituto Nacional y tuve que viajar por las mañanas más allá del centro hasta la calle Cumming donde estaba el Liceo de Aplicación, la situación se complicó.  Por una parte, el gobierno de Ibáñez, en una de sus operaciones populistas, había instaurado la tarifa escolar  para estudiantes de todo nivel. Había que mostrar un carnet escolar —que las mismas asociaciones de micreros habían otorgado— y ello te garantizaba un viaje en las más exquisitas condiciones de inseguridad, incomodidad discriminatoria —por ejemplo, no se podía viajar sentados aún cuando hubiese asientos disponibles— y también de agresión verbal y hasta física por parte de los choferes.  Por eso, los que podíamos permitírnoslo, seguimos pagando la tarifa entera aunque ello llevaba a altercados con los que pretendían desalojarte con violencia de tu asiento al verte con bolsones o libros escolares. Además, los choferes, al ver grupos de niños en las esquinas, simplemente no paraban y pasaban de largo. Había que subir mezclados a los otros pasajeros que pagaban tarifa completa.

Había también que soportar los insultos de los choferes cuando se quería pagar la tarifa escolar, y algunas veces tiraban las monedas cuando subía un niño o niña que las depositaba en la mano del chofer, como si fuese mejor para ellos perder ese dinero que ganarlo, con soberbia de lacayos. 

Por ello era mejor pagar la tarifa normal y ponerse el boleto doblado en el ojal de la solapa, para que fuese bien visible.  Curiosa mentalidad aquella que estimaba que el viejo tenía derecho a viajar cómodamente pero un niño no, cuando su debilidad era mayor o por lo menos igual. En otras partes del mundo los niños tienen la primera prioridad sobre el asiento, porque se reconoce su debilidad, pero en Chile, al menos entonces, no era así, sino todo lo contrario. 

Pero también Chile es un país donde al  menos alguien se rebela de vez en cuando,  había madres que hacían sentar a los hijos desafiando los gritos y el abuso de la canalla, y argumentaban violenta aunque también infructuosamente contra los energúmenos que pretendían y lograban desalojar a los críos para depositar sus hediondas posaderas. 

Con nosotros era diferente, éramos jóvenes y no diré que pretendíamos el mismo derecho al asiento de los niños pequeños, pero tampoco nos gustaba que algún robusto individuo pretendiese desalojarnos del asiento con modos de cogotero, así que en ese momento se le señalaba el boleto de tarifa completa en el ojal, y el individuo que fuese debía aguantarse, a menos que uno quisiese voluntariamente cederlo por ejemplo a alguna viejita o señora embarazada. No tragábamos la prepotencia, especialmente los del grupo de amigos que se formó en los viajes al Liceo de Aplicación. Todos teníamos una situación económica relativamente holgada —aunque yo probablemente era el más pobre de todos ellos— al menos para ese rubro casi insignificante de la tarifa escolar.

Mi nuevo colegio no estaba después de todo tan lejos del centro,  sólo unas diez cuadras más abajo, pero significaba de todos modos una gran diferencia de tiempo. Había que presupuestar casi media hora más para ir, y para volver, un tiempo indeterminado.   Los troles 8 - Estación Central estaban más vacíos allí, en la esquina de Avenida España donde era necesario tomarlos,  pero a veces era preciso llegar hasta la misma Estación Central para coger un buen asiento, indispensable para el largo viaje hasta el barrio alto de Ñuñoa, que demoraría entre 45 minutos a una hora, de acuerdo con la congestión del tráfico.

Los empresarios de microbuses no escaseaban de recursos para evadir cualquier tipo de control.  Precisamente cuando empecé a ir al Liceo de Aplicación en 1953 aparecieron los primeros expresos que no eran nada más que micros más nuevas y mejor acondicionadas, siempre en la base del camión transformado pero con una mejor carrocería de acero, y con asientos de cuero sintético, realmente confortables, al menos al principio.

La tarifa de los expresos era tres veces la normal y, también al principio, sólo transportaban pasajeros sentados. Como es fácil imaginarlo, no había tarifa escolar que valiera en esos vehículos y niños y adultos pagaban lo mismo, un precio que era bastante alto pero no prohibitivo para nosotros. La razón de este giro más corto era poder hacer la vuelta más rápida, sin el atochamiento de la Estación Central, para capitalizar con los pasajeros del centro, que eran los más. 

Los expresos que iban por Irarrázaval tenían su paradero final a dos cuadras del Liceo de Aplicación por la Alameda, enfrente de la Casa García, que era una especie de antepasado prehistórico de los Department Stores más modernos.  Ese paradero era muy cómodo para mí: ahí estábamos cada día a la salida del colegio esperando las micros de colores verde y rojo.  Pero los astutos empresarios poco a poco empezaron a pintar con esos colores a las viejas cafeteras y a despacharlas por expresos. Es exactamente lo que ocurre medio siglo después con las llamadas micros enchuladas del Transantiago.

Al final quedaron como micros regulares sólo las carcachas que no tenían ninguna esperanza de refacción o de cirujía estética.  A los pocos meses —aduciendo su deseo ferviente de servir a la comunidad— los empresarios consiguieron que se aprobara viajar diez pasajeros de pie en los expresos, que en poco tiempo pasaron a veinte y después se quitó el límite, igual que con las góndolas y las micros.

Los dos tipos de vehículos con sus dos tarifas convivieron durante un par de años como dos castas en la población rodante de Santiago, hasta que después toda micro fue un expreso a tarifa superior, con la complicidad de las autoridades del transporte. Así, en los veinte años que aproximadamente me quedaban por vivir en el país hubo varias generaciones sucesivas de "Expresos" que,  con mínimas variaciones de línea o estructura y un nuevo código de colores,  entraban a dividir la etnia de los microbuses con esa naciente aristocracia de vehículos recién salidos de las fábricas de carrocerías y cuya razón de existir era el alza automática de las tarifas. 

Se podría hacer una Oda al Libre Mercado con la descripción de las tropelías de estos empresarios que medraban con la necesidad imprescindible de moverse en una ciudad que ya tenía casi dos millones de habitantes, cifra que fácilmente se duplicaría en diez años. 

Santiago era un ombligo canceroso, si se permite la imagen desaforada, donde llegó a morar el cincuenta por ciento de la población del país.  De esos millones de personas,  la minoría que poseía el lujo de un automóvil propio  fue creciendo con los años, lo que también contribuiría al desastre ecológico que vive Santiago desde los años setenta en adelante, especialmente por los buses diesel y los autos con motores no catalíticos, prohibidos en los EE.UU. desde hace más de treinta años.
 
En los años en que fui al Liceo de Aplicación aparecieron en Santiago unos buses de fabricación sueca que estaban pintados de color verde y que fueron importados para la ETC.  Por su color, la gente los llamó lechugas. Había lechugas que corrían haciendo recorridos nuevos pero pasaban obligadamente por Irarrázaval, así que yo las usaba para ir al colegio o al centro.  Todo vehículo de locomoción colectiva en Santiago tenía un horario en teoría, pero no se lo respetaba ni en sueños, así que la pasada de cualquier trolebús, micro, expreso o lechuga,  era totalmente aleatoria. 

El problema con las lechugas, que se hizo ver más lentamente en los troles, era que habían sido fabricados para un tipo de usuario, de utilización y medio que no era absolutamente el chileno, porque la cantidad de pasajeros era tres o cuatro veces la que especificaban los fabricantes en las tierras nórdicas, con choferes flemáticos y pasajeros muy disciplinados.  Las lechugas sólo duraron un par de años en estado rodante, en el masacrante tráfico y la usura de los vehículos, y de flamantes pasaron a ser más destartaladas que las viejas góndolas.  Como tenían pocos asientos, la gente se apiñaba en ellos como racimos de uvas grises y zarandeadas, día tras día.  En las micros se viajaba sentado, de pie, colgando en las pisaderas y también agarrados de las ventanas y hasta en los parachoques, donde además se viajaba gratis. A veces, el chofer se bajaba rápidamente para sorprender a esos polizontes acróbatas, y éstos arrancaban corriendo aunque no hubieran llegado a su destino.

Una verdadera revolución en la locomoción colectiva de Santiago se produjo con las llamadas liebres. Empresarios astutos una vez más quisieron jugar con nuestras vidas atadas a la necesidad del transporte, introduciendo el uso de pequeños buses que no eran tales, sino furgones de carga acondicionados para hacinar hasta quince pasajeros en los asientos originales y otros instalados en cualquier espacio viable.  Junto al chofer se apretaban dos personas y hasta más, si había niños que la madre llevaba en brazos y que provocaban polémicas porque el chofer exigía el pasaje completo y la madre se rehusaba a pagar, porque le crío no ocupaba ningún asiento, pero debía pagar o bajarse, y los mismo valía para los asientos traseros. 

El pergenio metonímico del pueblo llamó liebres a estos minibuses, porque se supone que ellas son animales muy veloces, y efectivamente estos vehículos rivalizaban en correr, añadiendo contaminación (muchos eran vehículos diesel) y acrecentando el ya muy peligroso tráfico de Santiago. En avenida Santa Rosa una liebre se estrelló contra la multitud en espera en un paradero semirural, matando a quince personas en un instante. La razón aducida: el "corte" de frenos,  no la imprudencia criminal del chofer.
Así como la gente en Santiago se enferma muy fácilmente del hígado, como si esta víscera nos viniese fallada de nacimiento a los chilenos, a los vehículos se les cortaban los frenos con una frecuencia contraria a toda estadística. La crónica desatención y falta de repuestos, unida la excesiva usura de ellos por la velocidad a la que estaban constantemente exigidos durante la jornada, hacía que esta falla fuese más que frecuente. No era raro que una micro con los frenos cortados fuera a estrellarse contra otra detenida, a sesenta o más kilómetros por hora, provocando muchas muertes y la destrucción total de los vehículos.

Se establecieron varias líneas de liebres a Ñuñoa y yo usaba especialmente la Manuel Montt-Cerrillos, que venía desde el Estadio Nacional, seguía por Manuel Montt hasta Providencia y luego hacía el largo descenso hasta Plaza Italia y por la Alameda me llevaba hasta el Liceo de Aplicación. No era fácil encontrar un asiento en las liebres, a pesar de que el pasaje costaba varias veces lo que valía un pasaje en microbús.  Cada mañana yo  bajaba hasta Irarrázaval, y luego seguía hasta Dublé Almeyda, y a veces llegaba hasta el mismo Estadio Nacional, buscando un asiento vacío, porque si no lo tenía, la liebre no paraba. 

Esta espera angustiosa de un vehículo, los minutos que pasaban y que iban contándose inapelablemente en un atraso, son una circunstancia que hoy cuarenta años más tarde permanece en los sueños,  como si en su espacio no hubiese nunca un vehículo en el cual movilizarse y como si en los sueños ese proceso fuese tan imprescindible como en la vigilia, tortura recobrada de ese remoto pasado que se confunde con el presente en términos de la historia civil del chileno, tan caótica como estática y siempre llena de esperanzas no cumplidas.


 

 

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Prehistoria del Transantiago.
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