Se nos plantea el problema, el problema sustantivo, reiterativo, de buscar la unidad entre las muchas bocas que besan y que son en el fondo una sola, y en las cuales el cuerpo ha descansado por años y años y donde el alma ha echado su respiro que también ha servido por años y años: vallejamente podría decirse "quién fuera el bruto libre que goza donde quiere, etc..." El problema del hombre masculino —se perdone la redundancia, que no es tal— son las generalidades a las cuales aspira por hábito. Y lo son también los sueños recordados de prisa, sin objeto ni razón.
Cada mujer es una música diferente, pero los instrumentos son los mismos, en su esencia. Así caemos en el error de creer que estamos cantando la misma canción. Nuestra alma, de todos modos descansa en la tierra de su alma y la cruz de sus brazos, se redime de tanto en tanto y poco a poco. Cada beso es robado al anterior, se encabalgan como los vagones de un extraño convoy que estuviese perpetuamente sufriendo un accidente monstruoso, en la proximidad de ese rostro que duerme junto al nuestro. En su respirar monótono y herido —donde, sin embargo, cruzan los delfines, las sirenas y otras potencias azules— encontramos no pocos recuerdos.

Hernán Castellano Girón
Pero ese recuerdo en sí es una trampa, un espejismo del yo que se extravía. Cada redondez es idéntica muy a pesar suyo. Cada jugo tiene el mismo sabor, también los vellos coriáceos pegados a nuestros labios, se parecen. Cada beso repite lo recibido en años anteriores, en vidas anteriores. En cambio nuestro cuerpo sí que es diferente para cada amor que nos acaricia. Y nuestro cuerpo es único, para cada minuto de la eternidad.
Nuestra mente, despiadada como solo ella suele serlo, se impone a sí misma esas analogías y emprende el camino falaz de la constatación experimental en la dolorosa identidad de los deseos: el cántico de los cantares, los cabritos mellizos de gama nos aparecen como espejismos originados en el recalentamiento del cuerpo y el alma, idénticos en lo esencial a pesar de la esgrima de los años y del llanto que nos corroe, asiduamente.
Amar es el vicio cuya expiación nunca termina, nunca se acaba de curar porque el único remedio posible consiste en el propio vicio y nos encontramos —para colmo— a cada rato con el instrumento amatorio intacto y ansioso de disparar. Un poco más largo —por supuesto— un poco más lleno de cadáveres exquisitos compuestos de los actos y también de las frases —tomadas sintagmáticamente enteras— hilvanadas por el cuerpo de cada amor que nos atendía, nos nutría los viernes, pero sobre todo los sábados por la noche.
Y cuando por fin, en la hora decubitus, ejercíamos sobre esa tierra madura el vicio dialéctico e íbamos abriendo sin esfuerzo alguno las entrañas ardientes —por algo amábamos a las hembras que, como nosotros, habían sufrido repetidas caídas amatorias— solo después de muchísimas tentativas, como alumnos definitivamente porros, entendíamos la ecuación. Todo el cuerpo, y la boca impregnada del sabor y el perfume de la vulva, los labios resucitando fuera de la palabra, fuera del maldito lenguaje, en el vacío conceptual, para escarmiento del intelectual y del perro de presa. La maquinación perfecta concebida de prisa: nuestro rostro asomado por el periscopio. Era el libro de los libros abierto en la página final, y el silabario en la primera, en el 0-J-0.
El dulcísimo reencuentro, diapasón de avecillas y su canto sin angustia y la nata que se rompía para descubrir la leche: así de frágil nos sorprendía la imagen, así la idea.
Estábamos dispuestos a seguir a otra muchacha. Ya lo sabíamos todo, pero se volvía necesario establecerlo de nuevo, confirmarlo en otras aristas y de punta a punta. Viejos, viejos sin ojos pero con el corazón atrevido, ignaro,
perseverante en su antiguo vicio, amando siempre a destajo, de espaldas al cielo o al revés, descubriendo lo que creíamos saber y olvidando lo que dábamos por olvidado, así, asá, el código se devoraba y se reconstituía desde el semen glorioso de la primera eyaculación en un alma nueva: un sorbetón de sangre a través de lo intemporal, a través de la gran boca que besa con los ojos cerrados para no dejar de ver la realidad ni siquiera por un segundo, por ningún motivo. A través de ese hueco milagroso, entre dos hemisferios peludos y rosados por dentro donde nuestro cuerpo y nuestro rostro se hundían y se desfiguraba el miembro, renacía con otros rasgos —rasgos de embrión y de esqueleto fiel— así, así, gloriosamente agonizando, sin vergüenza alguna.
Irresistiblemente, irremisiblemente vamos borrando todo rasgo diferente, vamos desarrollando el texto que creíamos deliciosamente sabido, vamos descartando de prisa y vamos clamando solo por ese agujero que no es tal sino —al revés— sustancia, desde el momento que hace desaparecer a todo lo que lo rodea, la fruta anhelada donde se encuentra todo el presente, toda ella es presente y nada más, presente radioso como un cuchillo de plata.
Vamos borrando al ser humano que rodea esa cavidad de la mujer, pero vamos cayendo asimismo en otra conciencia donde ella nos guía o nos telecomanda, la vamos colocando suavemente en posición horizontal para que el olvido, en fin, el presente, sea alcanzado con virtuosismo o por lo menos que el pasado se despida de nosotros con nuestra angustia así apagada, en los líquidos que gotean y en la música material que —hablando en raíces— nos enloquece radicalmente. Así vamos olvidando que somos humanos, para alcanzar un nivel más alto. Pero vamos asumiendo también la vieja, amada condición del caro antropoide, el Ello, el Cavernito. Lo demás es el puro dolor como una ecuación también perfecta. Una idea que se vuelve continua y redonda.
La sangre de los duros nos sale al paso, los hombres con mentón de granito —barbilindos pudiera ser, pero no necesariamente— los que provocan la estéril involución de los celos, esa amarra donde las venas se retuercen a sí mismas como la silueta de Gérard de Nerval ahorcado
en la Calle de la Luna, y se destacan por encima de todos esos espejos paralelos que se van multiplicando. Y hay un hombre allí, siempre un hombre con un rostro que no se parece ni por asomo al nuestro, aunque pertenezca también al yo único, indiferenciado, ése que a menudo nos asusta en el espejo, alguien que provoca nuestra ira. También en esas sábanas que nunca conocimos, las anteriores, cuyo erotismo es para nosotros un puro signo mortal, toda esa sangre, todos esos nacimientos que venían uno tras otro en años que nuestro rostro dormía lejos en una jarra azul o se deshacía en el vientre de los barcos de la Italmar, besos y cópulas repetidas por años, renovadas cópulas que no fueron nuestras, toda una edad de penetraciones y quejidos y agonías de orgasmos con petit mort, pesan sobre nuestra conciencia.
Nuestro amor quisiera ser ubicuo, y sobre todo el falo erguido, con la fuerza y tensión de una catapulta cargada, quisiera estar en todas las vulvas a la vez. Sobre todo el cojón izquierdo, quisiera disparar a mansalva. En cambio, otras noches de amor, otros sucesos eróticos nos fueron concedidos y nos despejan la mente o a menudo la perturban indefinidamente hasta el punto que nuestro anhelo se generaliza y otra vez quisiera penetrar a todas las hembras de este mundo y del otro. Pero el hic y el nunc nos hacen una mueca sardónica, demagógica al principio: la promesa de la vida se renueva a partir de esas nimiedades.
Camina el rorro y nos mira con sus ojos sin camuflaje: el rubor de esas tardes y de otras tardes exquisitas rueda bajo nuestros pies.
El rostro del simio impersonal también nos odia cordialmente, a través de la ternura que se dispersó a los cuatro vientos, y en las cuatro estaciones llovidas o lloradas de nuestra temprana locura. Sobre todo en el cuatro vientos, y en las cuatro estaciones llovidas o lloradas de nuestra temprana locura. Sobre todo en el invierno indisoluble de los amores. En las noches y los licores sorbidos junto a la chimenea encendida, inseparables de ese concepto arbitrario del calor humano. Pero el amor no es un poder inagotable. También se extingue en la carcasa humana como la fuerza de una pila seca y nuestro empedernido rostro se encuentra vagando en libertad una noche, una mañana, una tarde.
Separados del sueño, listos para la foto: el descriterio se impone como una cierta marea interna que ciertas lunas viscerales y húmedas impulsaran, lunas de los testículos, de la hipófisis, luna de vidrio inmortal. Nos creíamos invulnerables: era cierto hasta por ahí no más. Misteriosamente aparecía en nuestro diario poético-fílmico el gesto del ombligo torturado, en sus cándidas actitudes.
Quisimos por lo tanto celar hasta las últimas consecuencias a aquellos "aquí y ahora", donde lejos de nuestra alma o de nuestra sed —como en el bolero No me platiques más— otras mujeres (o inclusive nuestra mujer actual, que entonces era otro ser, irremisiblemente otra: nuestra realidad es a medias el reflejo de otro resuello) otras hembras en ellas mismas se crispaban alzando sus piernas muy abiertas hacia el cielorraso.
Estábamos reducidos, como hoy, al envoltorio de carne y nervios: el pobre charqui, al límite de sus fuerzas. Solo el ansia infinita —como la del querido Maldoror en sus mejores páginas— nos impulsaba a vivir, a seguir teniendo esa visión lacerante, ebrios del aprendizaje, borrachos ya de los sueños no soñados como de un invisible cárdex. Ese archivo aletargado en los líquidos fisiológicos, en las plaquetas, en las células muertas o a punto de morir y en los remansos —que también existen— del pensamiento, del carácter.
Todo lo que nos era ajeno, se volvía una posible salvación.
Santiago, 1972