I
Cada poeta tiene sus rituales ante la página blanca. Schiller olía manzanas podridas, y Baudelaire, perfumes fuertes. La estadística de tales síntomas o hábitos es atrayente, pero insignificante.
II
La circunstancia más fortuita o el motivo más futil pueden despertar la voracidad creadora. Pero conviene no olvidar que la manzana para Newton fue sólo la gota que desbordó el vaso. El poeta logra concentrarse en el acto creador porque ya está grávido.
III
Hay que escrutar la personalidad plena del poeta y no únicamente su éxtasis creador; es decir, su sistema de creencias y valores, sus experiencias, su concepción del hombre, del mundo, de la poesía. Como se trata más bien de un proceso de fermentación que escapa en gran parte a su dominio, habrá que aplicar un sondeo parecido al psicoanálisis; pero éste, al menos por ahora, sólo ha podido encontrar en los poetas el complejo de Edipo o la regresión narcicista, determinantes simbólicos demasiado generales y que explican sin esclarecer.
IV
Lo que otros llaman inspiración y que para ellos es facilidad jugosa, es para mí plenitud tanto de mis dones como de mi impotencia. Tal vez me suceda esto porque no escribo para agradar sino para explorar. La experiencia poética me interesa como una manera de transparentar el fondo de la existencia humana.
V
A veces siento una facilidad sospechosa y me invaden ritmos y hasta rimas. Al amasar tal material que resulta de un desborde, me salen poemas que rehuyo porque no son hijos legítimos del rigor de mi espíritu. En realidad sólo tengo un libro de poemas (Vigilia por Dentro). Mis otros libros son acumulaciones orquestales dominadas por una figura simbólica obsesiva, una intención dramática, un fantasma especulativo y casi imposible, y que me acompaña por meses y por años (El aventurero; El blasfemo; la Madre muerta; La Estatua de sal; la Hija Viva).
VI
Algunos han dicho que yo transcribo filosofía en mis poemas. Jamás he podido escribir con planes abstractos e ideas metafísicas deliberadas. Todo se inicia en un estado de ánimo que se va expandiendo en asociaciones.
VII
Hay un deleite en la inspiración, pero para un artista orgulloso hay también un desafío en la esterilidad. Esta no es sólo la fuente seca: es un sufrimiento, una inhibición, una terquedad del espíritu que no quiere despojarse de sus velos. Para vencer la esterilidad he recurrido a menudo al desvarío.
VIII
El desvarío es un abandono, un método pasivo que relaja la facultad consciente. Advierto entonces mi complacencia por lo imaginativo, lo insólito, lo maravilloso y hasta lo absurdo. Intuyo extrañas analogías y me extravían presentimientos oscuros. Quiero en tal caso encaminar la espontaneidad caótica hacia zonas lúcidas. Trato de respetar la lógica recóndita que puede haber en el azar del espíritu y, al mismo tiempo, transmutar esa abundancia, esas imágenes espasmódicas en sentido y en significación. Rechazo la imagen gratuita y busco el símbolo que asocie la emoción y el pensamiento.
IX
En estas condiciones, el trabajo poético es un ejercicio órfico. Siento a Eurídice en mis brazos, pero si la miro, la mato. Huye la visión si el pensamiento ilumina demasiado su desnudez. Para mí el poema ha sido siempre una lucha, una agonía, un amargo juego dialéctico.
X
Todo se resuelve en las palabras. Cuando tengo confianza en ellas, todo va bien. Me fascina el interior de las palabras y encontrar, aun en las más desahuciadas, valores emotivos y asociativos. Las palabras me producen un frenesí casi físico: las masco, las saboreo. Creo que el lenguaje poético de mi tiempo es un poder todavía virgen capaz de producir mayor revelación del ser humano. Aunque tentación tan grande supone una constante pugna entre la ambición de revelar y la necesidad de comunicar.