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Humberto Díaz Casanueva:
La fiesta de los abismos

Por Olga Orozco
Publicado en revista Vuelta, N°6, Año II, enero de 1987


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Las palabras que aquí se transcriben fueron leídas por Olga Orozco en un acto de homenaje al poeta chileno Humberto Díaz Casanueva realizado en el Centro Cultural General San Martín.



No estoy aquí para presentar a Humberto Díaz Casanueva. Su apasionada, vibrante, tormentosa voz, en sus altísimos vuelos y revuelos, ha avergonzado a varios mares con sus personalísimos acentos y ha humillado a más de una cordillera por su natural y misteriosa majestad. Como el gran brujo, como el distribuidor de constelaciones, como el escribiente de los pájaros, como el rayo, no necesita intermediarios ni introductores. ¿Y con qué títulos, además? Estoy aquí sencillamente para darle la bienvenida y decirle cara a cara, sin inhibiciones, en nombre de todos los que lo conocemos y sacando partido de la múltiple coincidencia, cuánto lo admiramos y cuánto lo queremos.

Al resto de los presentes, a los pocos que quizás no lo conozcan, les diré algunas cosas que tal vez les sirvan de advertencia, como esos letreros que encontramos en los caminos azarosos: "¡Cuidado! Se acerca una fisura insospechada" o "Peligro de caída inminente".

Encontré por primera vez a Humberto Díaz Casanueva en su Réquiem, esa prodigiosa corona de luces negras y de luces blancas que entretejió para la muerte de su madre, publicado en 1942, y del cual el crítico José Miguel Vicuña ha dicho sin error que es una de las más bellas elegías escritas en lengua castellana. La leí tardíamente en "Cuadernos Americanos", tal vez a mediados de la década del 50, y la conmoción que me produjo esa casi plegaria, esa infinita, desgarrante desgarradura, añadida a una extraña sensación de proximidad, algo así como un íntimo tañido semejante, como el reconocimiento de quien ha recibido una moneda menos y diferente, pero acuñada con el mismo sol o la misma luna, me incitaron a buscar los otros libros. Nunca logré reunirme con el primero, El aventurero de Saba, de 1926, ni con Vigilia por dentro, que apareció en 1931, que sé que tiene un epígrafe de Yeats ("Oh yo querría romper esta red que los dioses han tejido con voces y con sueños"), y del que en 1970 el poeta diría, sin duda refiriéndose a la diversidad de temas: "sólo tengo un libro de poemas (Vigilia por dentro). Mis otros libros son acumulaciones orquestales dominadas por una figura simbólica obsesiva, una intención dramática, un fantasma especulativo y casi imposible y que me acompaña por meses y por años". (Se refiere, claro está, al Aventurero de Saba, El blasfemo coronado, la madre muerta, en Réquiem, La estatua de sal, La hija vertiginosa). Mucho más reciente fue mi descubrimiento de los libros que les sucedieron: Los penitenciales, El sol ciego, Sol de lenguas, El hierro y el hilo y Trinos del pájaro Dunga.

Entre una lectura y otra, traté de ponerle a Díaz Casanueva un rostro definido, coincidente (¿con qué?), tal vez ese que lo defendiera del ser y del no ser, como un escudo, pero los rechazaba como a una sucesión de máscaras, tal como hace consigo mismo a través del tiempo, a través del centelleo del instante, hasta aceptar que tal vez enmascarado es más cierto, o reconocer con Gustafson que "los cráneos también son máscaras", o hasta conseguir enfrentar el espejo vacío y que su propio abismo comience a presentarlo, sin que esto altere su "secreta semejanza".

Este año, por fin, en los últimos días de junio, durante el 9° Congreso Mundial de Poetas, en Florencia, exactamente en la Abadía de San Salvatore al Monte, en pleno mediodía de bronces y de abejas —un rumor dorado que se alzó a la par del vino rubio para tan demorado homenaje—, logré habitar con la densa y real presencia de Díaz Casanueva ese gran transparente que desde hacía años llevaba conmigo. Descubrí entonces que esta noble cabeza de león blanco, esta humanidad de Prometeo absuelto, este señorío de Júpiter bondadoso y ensimismado son casi permanentes, por más que tal aparente serenidad suscite a veces la sospecha de un pronóstico reservado, de un clamor que puede comenzar a ascender con la violencia de una borrasca legendaria o la resonancia coral del primer himno de la creación.

Porque así, pendular, contradictoria, es también la poesía de Díaz Casanueva; al decir de Verhesen "oscilación entre un desmantelamiento trágico, un impulso irresistible hacia la Nada, un acceso a la Nada, y al mismo tiempo, como en el mismo espacio, una creación constante de ser". Sí, en el mismo espacio, porque es como si los opuestos se fundaran, se fundieran en el mismo lugar, unidos por la simultaneidad, en una conjunción extrañamente resuelta por el poder sagrado y afirmativo de la vida, por más que el poema aparezca así a veces como una discontinuidad, como una figura entre dos fuerzas. "Yo soy nada, nada, nada, interrogaciones, negaciones, tumbos de mi propia muerte, sombra que se desprende. Pero a la vez soy todavía yo. Estoy con las manos aferradas a un columpio vertiginoso".

Sin desligarse del ser y sin desligarse de la Nada, encuentra que vida y muerte, aunque no sean una, se integran, dejan de ser antinomias, puesto que cada una está teñida de la otra: "Resplandece nuestra muerte de vida y nuestra vida de muerte", "Y vida y muerte en la balanza forcejeando nos mantienen de pie sobre la tierra", y también "No sé si he nacido enteramente y si he de morir enteramente".

Esta última duda, que encierra la certeza de que el hombre es inacabado, insuficiente, incompleto, aparece en otros fragmentos de su obra con distintos matices, hasta derivar al extrañamiento frente a la propia especie, al estupor ante la ignorada identidad e inclusive a la conciencia de una fortuita metamorfosis: "No puedo convertir lo que adivino en algo completamente humano", "¿Cuándo, cuándo he sido completamente humano?". "¿Seré una aparición de mí mismo?". "Nada de lo que soy me sea omitido, ni el animal que se frota con Sol".

Pero ahí está el alma, amordazada mensajera del caos divino, testigo de una luz anterior, empeñada en colocar bajo esta luz ciega testimonios de lo arcano que puestos del lado visible se disgregan; el alma, que el poeta no quiere escindida del cuerpo que la hospeda; el alma, que mezcla la carne y el espíritu y que pegada al cielo nos amamanta y continúa internándose en profundos subsuelos, en remotas y oscuras orillas, sumergiéndonos permanentemente en la certidumbre informulable de lo infinito y de lo eterno. Pues así como guarda, de alguna manera, la memoria del origen que se manifiesta en la nostalgia, guarda también el presentimiento del fin, porque "todo en todo tiempo ha sido antes, antes ha sido ya después, todo polvo tiende a ser una escultura". En este tiempo circular el hombre es como una travesía siempre renovada. una inmersión y una reascensión, un Eterno Retorno, tal vez diversificado, la proyección de un lugar donde se muere y se renace, un instante en perpetua mutación en el que "ser es una ceremonia incesante".

Tan dinámica ceremonia no supone, por cierto, ningún ritual en torno de un yo petrificado, excluyente, dominador, puesto que el yo tiende más bien a perder identidad, a recuperar su parte anónima, a ser en el otro y por el otro, porque es precisamente esta tentativa de desdibujarse en lo sucesivo, de participar en la intención común la que lo libera de su desmesura, de su exceso aniquilador, de su número que paradójicamente suele ser nadie. Es el yo de alguien arrebatado por la búsqueda, por la exploración afiebrada, alguien que sale desbocado más allá de su carne y de su alma, llevado por oleajes visionarios, hasta donde no hace pie y la tensión es extrema y todo se vuelve indicio, eco indescifrable y alusión a un enigma primero que lo sobrepasa y del cual el ser es, quizás, sombra expatriada, quizás imagen y secreta semejanza, apenas entrevista a veces debajo de la presencia, que es "sólo la cifra en que crecemos". Esa "secreta semejanza", única pertenencia que reclama y proclama Diaz Casanueva, es una posesión que transporta de tiempo en tiempo, de vida en vida, de muerte en muerte, de uno en otro, tan indestructible, tan indeleble, como para poder decir: "No soy el mismo, no soy el que creen, no soy nadie y sin embargo me asemejo". Pero este signo distintivo y revelador que atraviesa todas las posibles mutaciones desde el comienzo hasta el final —debilitado, embozado, fortalecido, cansado, trastornado, imposible, alabado, nostálgico—, fue estampado a manera de contraseña sobrenatural, ¿por quién?, ¿por qué?

Preguntas permanentes e insolubles, como las que formula, aun afirmando, aun poniendo el tablón de la fe sobre el vacío, toda poesía de la trascendencia. Cuando Adán se oculta en el Paraíso y Dios le pregunta "¿Dónde estás?", la pregunta de Dios sólo significa que Dios será en adelante "presencia que se oculta", que Adán ya no podrá verlo porque Adán se ha perdido, y en adelante esa pregunta, reflejada por la boca del hombre, se dirige a Dios, a los dioses, a la incógnita del origen, e incluye el quién soy y el dónde estoy.

La poesía de Humberto Díaz Casanueva no interroga a través de ningún dogma, de ninguna religión, sino desde las entrañas mismas del desconcierto, la pesadumbre, la atormentada comprobación que parece dejarnos desasidos de toda seguridad o enfrentados al muro ciego que tapia la esperanza, el poeta apuesta el porvenir al papel redentor de la poesía, a la fundación de una nueva ética, a la recuperación de los misterios olvidados, a la ampliación ilimitada del conocimiento, es decir, a esos valores que podrían resumirse en las nuevas posibilidades de vida a que aludía Nietszche con su proyecto de superación del hombre y a ese perfeccionamiento de la totalidad que aseguraba Heidegger cuando dijo que llegamos demasiado tarde para los dioses y demasiado pronto para el ser. De ahí el tono de celebración que toma también de pronto esta poesía, cuyo ritmo se asemeja entonces al de los himnos, al de los versículos, y cuyas amplias modulaciones parecen seguir, al expandirse y al contraerse, la respiración misma del Universo, el movimiento hacia el éxtasis de la creación.

Desde su bosque de símbolos, Humberto Diaz Casanueva emprende esta creación, su aventura órfica, su conversión analógica de los grandes misterios en envolventes encadenamientos verbales. Su canto, dionisíaco y apolíneo a la vez, se alza desde las últimas tinieblas, desde los últimos subsuelos del inconsciente como un delirio, como un trance, como un balbuceo que tienta, palpa, prueba, las posibilidades de descubrimiento a través del lenguaje, o asciende con inmensas alas abiertas hacia la lucidez implacable y extrema, para que el vocablo se ilumine con la revelación, hasta que aquel, cegado por el sol hiriente, trascendido de significación, se quiebra en el silencio.

Pero aquí estamos, listos para asistir a esta fiesta de los abismos.



 

 

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