El yeso de la
poesía
Por Alejandra
Costamagna
El Periodista, (Santiago,
Chile) 9 de diciembre de 2002.
Hace ocho meses a Héctor Hernández le preguntaron qué
era para él publicar. Tenía 22 años, estaba a
punto de egresar de Literatura en la UC y acababa de editar su primer
libro individual: "¡NO!". El poeta dijo entonces:
"Publicar es irse enyesando. Hay que tener cuidado con eso. Cuando uno
ya está con la pata enyesada, se le empiezan a enyesar los
brazos y el resto del cuerpo. Yo tengo unas pocas cosas publicadas,
pero me imagino que en algún minuto de la vida uno dirá
basta".
Pero la vida, que cosa, lo mandó a enyesar cinco
meses más tarde, un fatídico viernes 13 de septiembre.
Iba por la vereda, con su cabeza verde castaña puesta aún
en la felicidad del rotundo siete de su tesis y de los comentarios
esgrimidos por los evaluadores ("agudo, contundente, y que contribuye
con seriedad al desarrollo de la actividad crítica"),
cuando un auto lo arrolló y lo dejó con yeso en las
manos y fierros internos en una pierna. El poeta pasó una semana
en un hospital y salió en una silla de ruedas. La recuperación
tardará varios meses, dijeron los médicos. Pero él,
que llegó a la adolescencia con la transición, que desconfía
de los puntos, las comas y la clasificación de los géneros
literarios, sabe bien que la vida está en la calle. Y entonces
tomó su silla de ruedas y se dejó conducir por sus amigos,
fieles aliados y neomilitantes de este juego poético visual
que los ha sindicado de golpe en la novísima generación
poética.
Así lisiado y resuelto, apareció un día
en la Feria del Libro. Alguien comentó entonces que el atropellador
había sido un famoso empresario enriquecido en la dictadura
y que la indemnización sería contundente. Algo que paguen
estos magnates, agregó el comentarista. No estaba diciendo
que el hombre fuera un asesino ni mucho menos. Pero a lo mejor alguien
-Dios, el destino, el inconsciente- lo había castigado. Desde
la silla de ruedas, exhibiendo su pata lisiada tan flaca como la de
una gallina, el atropellado oía los diálogos de los
visitantes y aprovechaba de anunciarles la pronta aparicion de su
nueva obra, un contundente volumen titulado "Este libro se llama
como el que yo una vez escribí (o las categorías visuales
de la gloria trágica I), que recoge casi todos sus textos.
El lanzamiento estaba fijado para el 25 de noviembre: el día
de su cumpleaños.
En un rincón del Cine Arte Alameda se distinguía
esa noche el mechón verde apoyado en un majestuoso sillón
rojo. Los 23 años habían llegado con el libro de tapas
blancas y el poeta agotaba su mano buena en las firmas para los fans.
El hall comenzó a llenarse. Alguien podría especular
que a partir de ese cuadrado comenzarían a encenderse las lámparas
del recambio generacional. Lo post de lo post. El eco del libro anterior
ya se filtraba en el salón: "No a las respetables putas
de la belleza/ No a los distinguidos perros de la poesía/ Nosotros
hemos cantado a nuestra generación sin lograr/ despertarlos
del miedo/ Nosotros hemos jugado a ser palabra derramando a tiros
el/ desenfado sobre las cabezas de los boquiabiertos que nunca/ imaginaron
un arrebato como éste para la poesía y para lo que se/
vive de ella".
Esa noche era el turno de los novísimos. El festejado
se anunció sin vacilar: "Soy Tito Putamadre y vengo en
representación de Héctor Hernández". Su
madre lo miraba con una expresión entre orgullosa y asustada.
De repente el hijo estaba ahí, jugando en serio a cambiar el
estado de la poesía, y ella era su apoderada, su devota y su
agente. Aunque Héctor Hernández seguía lisiado,
ya no tenía yeso. Esta era su segunda publicación de
el año y para qué iba a acordarse de que publicar es
irse enyesando. Eso lo había dicho ocho meses antes, pero quizás
era mejor no hacerle tanto caso a las palabras.