TERREMOTO: Un panorama de la poesía chilena actual
(Asunción, Felicita cartonera, 2008)
[Primera tentativa de prólogo a una muestra]
Por Héctor Hernández Montecinos
4.1
Cuando uno dice poesía y a su lado va un adjetivo, como chilena, joven, femenina, académica, entre muchos otros, debiera señalar, porque nunca se entiende, que no es la poesía la que padece ese calificativo sino justamente hace referencia a los sujetos que la escriben, y ese remarque nunca es casual, pues en esa adjetivación suele esconderse, con pluma y garra, un estilete político que sólo se vislumbra al contraponer estas obras en un marco o campo cultural específico para que su generalidad subrayada sea un llamado de atención, y una señal de alarma, para leer corpus anómalos, negados, sobrecodificados o, clara y llanamente, institucionalizados.
Con esta breve anotación me permito, entonces, abrir una mirada a un panorama de la poesía chilena actual, o dicho de la manera antes expuesta, escrita por poetas chilenos (nótese que el plural gramatical hace referencia al femenino expósito) en un espacio de tiempo que podría ceñir desde el Golpe Militar hasta el día de hoy. Sobre esta misma datación, no quiero dejar de señalar que esta línea histórica e imaginaria la he pensado en una tripartición pólitico-social. Esto es que desde 1973 hasta ahora, creo ver tres segmentos históricos que me servirán para contextualizar de mejor manera las obras que aparecerán en esta muestra.
La Dictadura Militar fue el gesto más sangriento y desolador que tengamos recuerdo los chilenos del siglo pasado y este, en ella el arrebato a los derechos personales y colectivos fue el paso inicial para un genocidio real y simbólico del cual aún no se curan las heridas. Pensando que este texto será leído principalmente por extranjeros me permito señalar las fechas con mayor precisión, esto es, desde 1973 hasta 1989. Mucho se ha escrito sobre este negro período de nuestra historia, y todavía demasiado poco, pero sólo quiero señalar que la palabra clave será Libertad.
Es importante remarcar un fenómeno que aún no ha sido muy indagado y es la privatización que se hizo de las industrias y empresas del Estado chileno, pues será la llave para que un nuevo sector civil se enriquezca y expanda sus negocios, por lo cual la Dictadura ya no le sirve como carta de presentación comercial en el proceso de globalización, por tal genera y pacta un negocio democrático para que la centro derecha (y luego la centro izquierda, o el socialismo neoliberal) gobierne en un marco institucional de derecho y el mercado se abra de manera brutal y para “todos”. Nace así desde 1990 hasta el año 2000, más menos, una sociedad del Bienestar, en la cual se inaugura una fase de consumismo ensordecedor. Lo que en Dictadura fue el puntapié inicial del neoliberalismo, acá en esta época, la Postdictadura, se consuma como triunfo capitalista. La sociedad chilena promedio se endeuda y el nivel de vida “mejora”. La tecnología, computación y telefonía, son unas de las áreas que más crecen, junto con las universidades privadas, todos estos sectores en manos de los mismos empresarios, militares y opus dei, que se adueñaron del Estado chileno. No hay recambio, son los mismos nombres, los mismos negocios.
En este feliz “país de juguetes” como diría Agamben, este era el cuadro hasta cuando la caída de las Torres Gemelas devolvió el sentido de catástrofe y tragedia que se había hecho olvidar desde la Dictadura. Nuevamente muertos, cadáveres, gente llorando, buscando a sus seres queridos aparecían en la televisión o como tema global. El mundo entero enjuiciaba a los responsables que el Estado norteamericano culpó, a los talibanes, y por extensión a los pueblos árabes. De manera personal, creo en la tesis del autoatentado como un modo de “legalizar” la invasión a países de Medio Oriente tras la búsqueda del petróleo. Desde ese momento, se expandió por todo el mundo una ola de terror, de paranoia y de pánico. Ese fue el inicio de la Hiperdictadura. Triplicar los sistemas de control, los presupuestos para fuerzas especiales de las policías mundiales. Se trabajó en una Vigilancia, pero que en realidad resultó ser una concretización del hipercontrol total y de la disminución de las autonomías y derechos personales en resguardo de esta seguridad en la cual tanto los Estados mundiales como sus aparatos policiales se empeñaron. En Chile, el fenómeno se dio de manera ejemplar, se llenó la ciudad de cámaras de seguridad, se endurecieron las leyes con respecto a los gustos individuales, y se inventaron dos nuevos enemigos internos: la delincuencia y los “terroristas” mapuches.
Me excuso por extenderme en el paréntesis político en este texto sobre literatura, pero creo necesario este panorama, pues justamente ha sido la experiencia literaria, y en especial, la poética la que más ha dado señales de alarma sobre estos fenómenos históricos, pero sin darse cuenta o sin saber cuáles eran sus implicancias. Chile en su trágica historia ha sido un proyecto piloto para (post)colonialismos y sus respectivos experimentos económicos, tecnológicos y ecológicos. Y quizá sea ese sentido de lo experimental, como clima social, una de las razones por las cuales su literatura ha tenido ese matiz mayoritariamente, ya sea desde inicios del siglo pasado con autores como Pablo de Rokha que ya bramaba contra la “bestia fascista” o Vicente Huidobro que veía por sus propios ojos el nacimiento de la globalización, y de ahí en adelante hasta llegar a un Raúl Zurita o un José Ángel Cuevas, que de manera absolutamente distinta, retrataron la tragedia patria de la Dictadura, o una Carmen Berenguer o un Antonio Silva que denunciaron el comienzo del milenio con sus fascismos camuflados y convertidos en fobias sociales, y de ahí hasta las más nuevas generaciones donde aparece un Pablo Paredes o un Diego Ramírez, los cuales además de ser testigos de esta triple partición histórica han enarbolado sus poéticas colectivas como un llamado a las armas, de la rebeldía, del deseo y de la honestidad.
6.7
Una nueva forma de escribir se inaugura a fines de los años setenta, y ahí está el cruce del escenario político de censura institucional, represión (y del yo), y una presencia que definitivamente marcó una cicatriz en la poesía chilena hasta hoy y fue la entrada de una serie de escrituras teóricas que llegaban de mano en mano, en las cuales se analizaba el poder, los totalitarismos del signo, la representación y la indagación en el propio sujeto como obra de arte. Empezaban a circular de manera tránsfuga autores como Deleuze, Foucault, Blanchot, Kristeva, Derrida, Guattari, Barthes, y este gesto crítico sirvió de alguna manera para problematizar el lastre lárico, panfletario o situacionista de ciertas escrituras que en dicha época ejercían autoridad y señorío. Tal vez el caso más claro sea lo que se llamó “la escena de avanzada”, en la cual poetas como Juan Luis Martínez, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Gonzalo Muñoz o Carlos Cociña, entre otros, exhibían en sus obras una densidad simbólica que actuaba como contragolpe al status quo de la época, y que a la vez inauguraba una nueva sensibilidad escritural, también compartida por narradores como Diamela Eltit y Pedro Lemebel, quien será tiempo después uno de los mejores cronistas de dicha época. Paulo de Jolly y Rodrigo Lira son dos casos insólitos dentro de la poesía chilena, pues sus obras son sumamente delirantes, pero alejadas de las tendencias más visibles de la época. Otros dos autores llamativos son José Ángel Cuevas y Bruno Vidal, unidos por un mismo desgarro político, pero separados por la misma marcha. En todos estos poetas que escribieron en Dictadura, la Libertad, aparece como utopía, como estrategia textual y como una poética de vida, en la cual aún pareciera leerse la consigna poesía o muerte.
Siguiendo esta vertiente radical en la palabra y la obra como un work in progress integral aparece un conjunto de escritoras que no sólo toman el signo como operación de destrabazón, sino como ‘ampliación del campo de batalla’, pues la lucha por la Libertad no sólo es vertical, sino también horizontal, es decir, que los espacios democráticos y libertarios no sólo eran para el sujeto político con deberes sino que también para la sujeto mujer con derechos. Poetas como Eugenia Brito, Soledad Fariña, Verónica Zondek, Carla Grandi y Carmen Berenguer, entre otras, ponen en circulación estas microresistencias dentro del mismo bando de los oprimidos. Algo parecido sucedió con la irrupción homosexual de escritores y artistas visuales como Pedro Lemebel y Francisco Casas que dieron origen al colectivo “Las Yeguas del Apocalipsis”. El travestimiento no sólo fue una de sus armas, sino que además resultaron ser el síntoma de lo que se dio en el trasvasije de los géneros y su proliferación arborescente.
La experiencia del exilio fue uno de los gestos más significativos, como lectura el día de hoy, pues lo que acá significó la Postdictadura a inicios de los 90, los escritores exiliados en Europa la vivieron mucho antes, pues eran sociedades del bienestar y en conformación del éxito económico. No obstante, muchas de esas obras presentan escenarios radicales de escritura en las cuales la nostalgia nacional no es fundamento, pero sí la melancolía en el sentido histórico. Poetas como Claudio Bertoni en Inglaterra, Enrique Giordano en Estados Unidos o Roberto Bolaño en México y España comparten enormes diferencias, pero se distinguen en lo común de sus obras, no sólo como lectura sino como experiencia nómade del cuerpo, de sujeto del mundo a través de la ironía, el deseo y el viaje como leitmotiv.
Cuando ya a fines de los ochenta se sentía la proximidad del fin de la Dictadura, se generó en la sociedad chilena una alegría, una esperanza de un país más justo y más libre, ese fue el sueño que les tocó como contexto a una serie de poetas que quedaron atrapados en las casillas cronológicas entre fines de los 80 y comienzos de los 90. Sin duda, fueron una escena y compartieron mucho más que sus obras, entre estos autores destacan Sergio Parra, Malú Urriola, Nadia Prado, Víctor Hugo Díaz, Yanko González, los cuales fueron quizá las primeras víctimas del desencanto que trajo consigo la Postdictadura, pues no sólo siguió la misma Constitución, sino que también los mismos paradigmas, pero menos rígidos. Poetas también que de manera paralela estaban trabajando en sus obras, aunque más experimentalmente que los nombrados anteriormente son Carlos Montes de Oca, Silvia Gallo y Andrés Ajens, y más al sur de Chile puedo citar a Nicolás Miquea-Cañas y Alexis Figueroa.
Una vez que la sociedad del bienestar se afincó y las instituciones civiles fueron devueltas por los militares a inicios de los 90, por ejemplo, las universidades se empeñaron en recobrar su lugar de prestigio dentro de la sociedad nacional, por tal hubo un proceso de blanqueo e higiene de todo lo que citara la resistencia dictatorial, pues no convenía al perfil de los nuevos tiempos. El caso más paradigmático fue la Universidad de Chile, allí se dio que una serie de estudiantes comenzó a formar una escena poética, en la cual ellos al estar a la cabeza de las instituciones culturales del país tuvieron un espacio el cual quisieron aprovechar y cerrar al resto. Sus escrituras son más bien literatosas, encerradas en un culteranismo filológico, constreñidas por las tradiciones europizantes, y ajenas de toda contingencia que pudiera haber significado el nuevo tiempo que veían desplomarse frente a sus ojos. De esa generación, destaca un par de autores que supieron convertir ese lastre en un punto de fuga, como lo son Germán Carrasco y Javier Bello. Paralelos a ellos, un tanto afines poéticamente, pero de fuera de Santiago cito a Rafael Rubio, Christian Formoso y Pedro Montealegre.
El caso más anómalo es el de Antonio Silva, quien inaugura ya desde comienzos del nuevo siglo, y en ciernes de la Hiperdictadura, una estética del choque, un giro destornillado en la escritura de género (sexual y literario) y construye un imaginario que inutiliza el gesto de la vigilancia, pues expone una biografía dañada en una contingencia precaria y metafórica como el erial urbano. Entre esta escritura y la que aparece desde el 2000, a la cual se le ha llamado “novísima”, existe una delgada línea de filiación, pues ya en este escenario poético la radicalidad del gesto político es convertido en un llamado a la revuelta, al desorden público, a la inclemencia con el yo y al permiso para el delirio y la ternura como tensiones en la propia escritura. El descontrol y la pulsión, sumados al no miedo al error, permiten obras abiertas, vivaces, lúdicas y lúcidas, escritas en las calles y en los talleres de mala muerte. La honestidad y la fraternidad no son sólo figuras literarias, sino que la invitación a abrir espacios, discursos y vidas mismas que han sido clausuradas día a día por las fobias, la discriminación, la pobreza. Paula Ilabaca, Felipe Ruiz, Pablo Paredes, Gladys González y Diego Ramírez son los autores más representativos, por su parte Arnaldo Donoso de Chillán y Roxana Miranda Rupailaf de Osorno también son parte de esta órbita que celebra la diferencia crítica, tanto de sus obras como la necesaria para resistir la represión y la homogeneización de los poderes hegemónicos de turno.
8.4
Terremoto es el nombre de este prólogo, de esta primera versión, y de la muestra de poesía chilena actual en la que trabajo. Todos los autores nombrados aquí aparecen en ella. Así como si fueran grados de un movimiento telúrico, no se suman entre ellos, pero sí se potencian unos con otros. Pliegues y réplicas son casi la historia de Chile y de su poesía. Fenómenos naturales que aparecen sin previo aviso, pero que destruyen y construyen nuevos paisajes, nuevas utopías, nuevos sueños colectivos. La poesía chilena reciente participa de ese terremoto, que no es sólo acá, sino que también remece a países como Perú, Argentina, Bolivia, Uruguay, México, Brasil, Ecuador, Guatemala, Cuba, entre varios otros, porque no sólo la geografía es literatura, sino que también las manos, los ojos y las bocas invisibles que se hacen de carne y hueso por ella.