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BABEL ENTRE EL UKU PACHA Y EL WENU MAPU: MAPUDZUNGÚN Y RUINAS

Por Héctor Hernández Montecinos

 

 

 

 


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EL DÍA DE LA LENGUA: CONSIDEREMOS ESTE DESASTRE

Le he dado muchas vueltas a la lengua. No sólo anoche sino desde hace más de una década que es cuando comencé a escribir literatura, esto es, a pensar como sujeto cultural en mi materia prima: el lenguaje. No he dejado de cuestionarme muchas de sus incógnitas, paradojas y aberraciones con fervor y como devenir. Creo que bajo esa conciencia todo texto es metaliterario aunque uno no lo quiera o no se dé cuenta. Leer una lengua es cercarla a sus límites de legibilidad y en ese gesto, ciertamente desesperado, las palabras comienzan a subdividirse como átomos o células, es decir a tener una existencia.

El concepto de Lengua, así con mayúscula, tiene un vecindario sintáctico (Real Academia de… o Historia de…) bastante hostil con los vecinos y más aun con las visitas. Cuando pienso en ella pienso en su parentela popular que son las palabras, o en el lenguaje como materialidad o incluso en la noción misma de idioma ¿Son sinónimos? ¿Cuál es la diferencia entre idioma y lengua por ejemplo? ¿Cuáles son los subrepticios detalles que se escapan entre uno y otro? ¿Qué se fuga y qué no?

Por mi parte, suelo usar la lengua como término, pues me gusta su referencialidad más concreta y literal: el órgano. Recuerdo que cuando niños jugábamos a sacarla y ganaba el que la mantenía sin mover durante más tiempo. Era un juego sencillo, pero me fascina hoy ese carácter incontrolable, móvil, indómito e inconsciente de esas pequeñas convulsiones. Es interesante la metáfora de esa lengua como órgano rebelde en su relación con el lenguaje, por ejemplo poético, siempre fuera de control e insondable aún.

Luego, en una mirada un tanto más genealógica es que pensé en la lengua bajo la metáfora de un río. Un río que acarrea guijarros, piedras, ramas, escombros, cadáveres de animales, pero que debajo oculta la existencia de las famosas pepitas de oro, tesoro alquímico de la naturaleza. Así es como entiendo a la lengua en su voluptuosidad hiperbólica, en los rizomas sintácticos y semánticos que van de la jerga castellana a la árabe y de ahí a la India, o del quechua que halla correspondencias con el mongol y el chino o el caso del rongo rongo y el eusquera donde se pierden sus orígenes en el aura de los tiempos. Cada lengua es una zona abisal y oscura, pero con una reluciente superficie que brilla bajo la luz de la civilización en pleno flujo y pliegue como las olas del mar.

La lengua como la acumulación de desechos es el modo en que me interesa pensarla como escritor. En un poema hacía referencia a ese mismo río pero trayendo a cuestas televisores, lámparas y computadoras. Es la misma imagen. Los desechos culturales que la lengua trae consigo. Pensemos en la lengua castellana que en su caudal cuenta con innumerables escombros no sólo del latín, sino también del árabe, del provenzal, galicismos, anglicismos, etc, y un sinfín de palabras de origen vernáculo.

Un ejemplo que ilustra este carácter de remanente son las dos siguientes palabras que han perdido semánticamente su raíz primera, pero que permanece ahí de manera aurática. Me refiero a las palabras ‘considerar’ y ‘desastre’. La primera viene del considerare latino, en el cual se encuentra ese sidus, que significa ‘estrella’, de allí que considerar signifique actuar según los astros, en una hermosa filiación entre la astrología y la lingüística. Del mismo modo, en ‘desastre’ que nace del provenzal antiguo encontramos ese origen astrológico que nos lleva a definirlo como el resultado de la mala o nula influencia de las estrellas.

La historia de las lenguas es la historia de las ruinas que trae consigo, los escombros de civilizaciones que ya no existen, las reliquias lingüísticas que servían para llegar con trigo a casa o emprender una sangrienta guerra. De allí que al pensar en el día de la lengua como la celebración de un monumento, más bien haga una torsión simbólica para leerla como las ruinas de la humanidad. Sobre lo mismo y acercándome a la segunda parte de esta ponencia, el mapudzungún, es que quiero volver a preguntarme y cuestionar lo que hemos entendido como lenguas muertas, sobrevivientes y vivas.

Se dice que el latín y el griego son lenguas muertas, pero seguramente más personas en el mundo las hablan con respecto al propio mapudzungún o el náhuatl. Paradójicamente, las lenguas sobrevivientes, son por ejemplo el yagán o el selknam, cuya últimas hablantes respectivamente son Cristina Calderón y Ángela Loij, fallecida ésta el año 1974, es decir, son lenguas que no sobrevivieron. Finalmente, cuando se habla de lenguas vivas se entiende que son las que actualmente están en pleno uso, ante lo cual cabe la pregunta de cómo podemos explicar la existencia de lenguajes escritos que no son orales como el binario con sus interminables series de ceros y unos o el QLanguage en el cual se cifra la información en códigos de quantum bytes, siendo que menos del 10% de la población mundial tiene acceso a una computadora.

A lo que voy es a la duda de lo qué entendemos por una lengua viva o una lengua muerta, o una lengua sobreviviente o su posible resurrección. Pareciera crearse una dicotomía que da por entendido que es el fin de una civilización la que le da el carácter de muerta a una lengua, sin observar que las producciones humanas, y más aun las civilizatorias, no se terminan, sino que se encuentran en plenos procesos de creación y transformación, digamos en constantes pliegues y fracturas. Sin el latín no habría castellano y sin el etrusco ni el fenicio no habría latín y sin el sumerio o el acadio éstos no existirían y así sucesivamente. La lengua se convierte en un agujero negro que va devorando a sus antecesoras y sucesoras. Está en un presente continuo, del mismo modo que la deriva de los continentes y los cambios fisiológicos y de adaptación en las especies vivas: cuarta dimensión.

El gününa küne, el micayac, el ugarítico no son lenguas muertas;  el guaycurú, el gaélico, el tsishima o el dodo-esquimal no son lenguas sobrevivientes, ni el francés o el mandarín o el resto de las seis mil que existen son parte sustancial de las lenguas vivas, de las cuales, por cierto, el 75% tiene menos de mil hablantes y el 80% carece de escritura. Todas las lenguas son lenguas vivas, sincrónica y diacrónicamente, y lo serán hasta que el ser humano la pierda por completo o él mismo como forma de vida deje de existir en el planeta.

HERMENÉUTICAS MAPUCHES DEL SUJETO.

La lengua mapuche fue la primera lengua de los hombres, la que les dejó Dios. Luego cuando quisieron construir un rewe (escala) que llegara hasta el cielo que los wingkas llaman escala de Babel; Dios les castigó por el olvido del mapudungun. Y por eso surgieron todos los otros idiomas de no entendimiento, idiomas de castigo […] Mis hijos míos todos están igual al blanco; no piensan en el Ngillatun, se han olvidado de su lengua. Sólo hablan el habla del blanco porque ya no se vigilan[1].

Me interesa por varias razones este texto que es parte de una conversación entre la señora Carmen Colipe Huaiquifil y Ziley Mora, quien sea quizá el más importante y profundo estudioso de la lengua, filosofía y cosmovisión mapuche. La primera de ellas es que funda la idea del origen del lenguaje mapuche, el mapudzungún, como una catástrofe y lo convierte en la ruina de un proyecto de Dios, de manera incluso más patética e intensa que el relato bíblico al cual hace referencia. Luego, la idea de la existencia de los ‘idiomas de castigo’ no puede dejar de maravillarme, pues la escritura es sin lugar a dudas la memoria artificial que devastó la ligazón del ser humano con la naturaleza y con la suya: el “no entendimiento”. El idioma es archivo: fija, detiene, historiza y sirve de control a quienes lo administran. A todas luces, fue el primer desastre tecnológico de la humanidad. Todo lo que se transmitió en su momento de generación en generación fue ‘curatoriado’ por los escribas egipcios o chinos, los sacerdotes monoteístas, los letrados coptos, árabes, minoicos, etc. al servicio de los intereses culturales, políticos, económicos e ideológicos que les eran útiles como incipientes nódulos de desarrollo urbano. Finalmente, la cita termina con una gran reflexión filosófica y biopolítica en la cual el lenguaje es un modo de autovigilarse, tema que mantuvo a Foucault fascinado hasta su muerte: la hermenéutica del sujeto y las relaciones de verdad de sí mediante diversas tecnologías como los regímenes de signos que él visualizó en específico desde la retórica estoica: ‘escribir es conocerse’.

El mapudzungún es una lengua nativa para cerca de unas trescientas mil personas el día de hoy, principalmente en el sur de Chile y Argentina. La palabra está compuesta por ‘mapu’, tierra y ‘dzungún’ que significa lengua, aunque no sólo hace referencia como idioma o habla de la tierra, sino también de los mapuches, que se reconocen como ‘la gente de la tierra’. La lengua sigue siendo considerada aislada, no emparentada o no clasificada aún y su proceso de fijación, al ser más menos reciente, ha provocado múltiples discusiones filológicas en cuanto a la transcripción fonética, su gramática y sus alcances semánticos, al igual que a la cantidad de hablantes y su origen.

Durante la conquista hay registros que los españoles preferían hablar en mapudzungún no sólo para agilizar los procesos de asimilación sino porque la encontraban “más bonita”. De hecho, desde la Corona es que se prohíbe el uso de la lengua de los mapuches pues se convierte en una suerte de encanto para los colonizadores, tanto así que siglos más tarde durante los procesos independentistas el mismo Bernardo O’Higgins, considerado el padre de la patria en Chile, hablaba la lengua con sus empleados mapuches. A pesar de estos destellos, el mapudzungún y el mundo mapuche ha sido objeto de tensión bélica desde su resistencia al imperialismo inca, luego al español con la colonia/conquista y finalmente al que significan hoy el capitalismo neoliberal de mano de la democracia moderna que ve en sus tierras ancestrales la posibilidad de nuevos capitales corporativos, explotación de recursos energéticos y la desmantelación de un sustrato mitológico y sagrado.

Volviendo un poco a lo anterior, esto es, a los alcances simbólicos del ‘gobierno de sí’ del mapudzungún hay dos sentencias pertinentes que Ziley Mora recopila, traduce y comenta en Palabras mágicas para reencantar la tierra[2]. La primera de ellas es: Umawtelelu kimkülelay, que quiere decir ‘el que está dormido no sabe de sí’ y Lelikünunge mi nge!/ Llaituche leaymi, es decir ‘¡Abre tus ojos! Observarás atentamente a la gente! Agrega, Ziley que el estado de vigilia es la gran obsesión mapuche, y se entiende no sólo por ser un pueblo guerrero sino también porque su cosmovisión está profundamente enraizada en el valor ético del sujeto, en un yo que es personal pero cuyo fundamento es siempre colectivo, comunitario, plural.

El pronombre personal del yo, iñche, nace de inchen que significa ‘desde dentro’, de allí que al decir ‘yo’ se esté diciendo ‘lo que sube desde el fondo o lo profundo’, es decir el lenguaje como conciencia de sí, que es el modo en que el ser humano adquiere sabiduría, küimün,  no apelando a la moralidad de lo bueno, sino accediendo a lo profundo del ser que es la Totalidad. Este iñche es tan importante en el mapudzungún que sólo se utiliza cuando se reúne la fuerza necesaria para invocar no sólo las propias sino también las energías de esos otros ‘yo’, tanto de los antepasados como de las nuevas generaciones. El ejemplo más conocido es de Lautaro y su grito de guerra: Iñche Lautaro, apumbin ta pu hinca, que quiere decir, ‘Yo soy Lautaro que acabé con los extranjeros’.

Por razones de tiempo, sólo intento entreabrir estas puertas de sentido preguntándome por la lengua como repertorio léxico, ruina o cadáver exquisito, como tecnología de dominación, por sus usos como abusos de privilegios culturales, sus emergencias como diálogos con la globalización y el neoliberalismo o sus resistencias como reivindicaciones de las subjetividades en minorías de poder. El mapudzungún es una lengua viva, como dije antes, que en el Chile de hoy cuenta con un cruce más que le da un nuevo resplandor como lo es la poesía escrita por mapuches, en especial por mujeres. Pienso en excelentes poetas como Graciela Huinao, Adriana Pinda y Roxana Miranda Rupailaf. No discutiré acá los intereses del mercado editorial o la avidez académica por nuevos cánones alternativos que se ciernen sobre este corpus, sino sólo menciono el fenómeno pues me parece pertinente en escenarios hipócritas, como lo es Chile, donde la poesía es un patrimonio nacional exportable, pero in situ carece de presencia cultural y espesor civil.

Como señaló Neruda en sus memorias[3]: “Alguna vez veremos universidades araucanas, libros impresos en araucano, y nos daremos cuenta de todo lo que hemos perdido en diafanidad, pureza y en energía volcánica”. Ciertamente, el mapudzungún es una lengua filosófica, tal como el alemán con el que comparten el significado de ‘lengua’. Tan así que el mismo Ziley retradujo un fragmento de Heidegger con conceptos del mapudzungún. Este es el llamado: la vida de las lenguas serán sus peripecias creativas y libres, y ciertamente las nuestras también.

Jornadas Lingüísticas por el Día Internacional de la Lengua Materna
Universidad de Colima, 21de febrero del 2013.

 

 

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NOTAS


[1] Mora, Ziley. Verdades Mapuches de Alta Magia para Reencantar a la Tierra. Santiago: Ediciones Cerro Manquehue, 2005, página 88.

[2] Mora, Ziley. Palabras mágicas para reencantar a la Tierra. Santiago: Norma, 2003, páginas 88-90.

[3] Neruda, Pablo. Confieso que he vivido. Santiago: Pehuén, 2005, página 223.



 

 

 

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