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“SIEMPRE ME HE RECONOCIDO COMO UN RESENTIDO”
Héctor Hernández Montecinos y su nueva novela Los nombres propios
Por Macarena Gallo
Culto, La Tercera,12 de marzo, 2019
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El escritor, poeta, ensayista y editor acaba de publicar Los nombres propios bajo el sello RIL. Se trata de la continuación de Buenas noches luciérnagas, un libro que definió al igual que el de ahora como “Materiales para un ensayo de vida”, donde narraba sus primeras andanzas para convertirse en poeta y sus críticas al medio literario noventero como una especie de SQP literario. Ahora en este libro, que surge tras una carta de despedida de un ex pololo, polemiza consigo mismo y muestra, entre otras cosas, su infancia y adolescencia en la Chimba cuando era conocido por llamarse Adrián.
— ¿Cómo se gestó Los nombres propios?
— Si Buenas noches luciérnagas (2017, RIL) se trataba del nacimiento de un poeta a los 19 años y de ahí una vida loca en la propia literatura, Los nombres propios es el nacimiento de la persona real que es ese poeta. Es su precuela y un largo racconto que nace del quiebre de una relación sentimental con un poeta ecuatoriano. En ese momento sentí la necesidad de volver a recorrer mi propia historia, mi sexualidad, mi clase social, lo bello y lo atroz que me hizo poeta. En ese viaje me encontré con mi escritura de cartas, diarios, poemas, relatos desde que tengo nueve años, que al fin son los mismos materiales con los que trabajo tres décadas después, es decir, hoy.
— Los nombres propios habla también de tu infancia en la Chimba que coincide con la dictadura.
— A las personas de mi edad nos tocó vivir la infancia en plena dictadura militar, la adolescencia noventera en la posdictadura, y lo que fueron mis años en la universidad en lo que he llamado la hiperdictadura desde lo de la Torres Gemelas. Si en un momento lo importante era la libertad, luego fue el bienestar y ahora es la seguridad. En sí es muy poco tiempo, pero las transformaciones culturales han sido enormes. Por ejemplo, el hecho de pasar del teléfono fijo de la vecina que te anota el recado a que niños de cinco años tengan celular. Lo mismo en la historia de la homosexualidad desde que la izquierda oficial quiso desterrar esa “enfermedad burguesa” hasta hoy que vemos cómo l@s jóvenes tienen herramientas más autónomas, e incluso políticas, para decidir qué son o no, cómo quieren ser llamados y para qué.
— ¿Cómo eras cuando niño?
— Lo que más me di cuenta al escribir el libro es que nuestras infancias eran más libres, más autónomas, menos adultocentristas, por más que parezca lo contrario. Los niños nos juntábamos en la mañana y volvíamos a casa sólo a comer y luego a dormir. Mis compañeros de la escuelita pasaban todo el día solos porque sus padres trabajaban y andábamos en micro sin mayores precauciones. La calidad de vida era peor que la de hoy, pero se era más feliz.
— Partes el libro hablando de tu padre, a propósito de una foto familiar donde aparece él, tu madre y tú de niño. A él le gustaba escribir poemas, tenía una micro llena de flores y lo molestaban por eso, luego desapareció de tu vida. ¿Cómo ha sido crecer sin la figura del padre?
— La figura del padre sirve para darte la vuelta larga para no ser él y esa vuelta larga es la vida hasta cerca de los 40 años más o menos. En mi caso fue hasta los 30 que es la edad que tenía cuando nací. Uno llega a ese momento y se pregunta si sería peor o mejor que su padre. Esa respuesta creo marca la segunda mitad de la vida. Es difícil ser hombre en un mundo donde se lucha a muerte por demostrarlo. El mío no tenía interés de demostrar nada. Los padres y las madres hacen siempre todo mal y creo que en ese fracaso es que la humanidad sustenta su evolución. Los niños son cada vez más inteligentes, y sus padres menos.
— Los nombres propios, dices, “es también ‘un libro que narra mientras narra’, pero sobre todo es un ajuste de cuentas conmigo mismo intentando ser otro”. ¿Quién has intentado ser?
— Esa frase la dijo Mike Wilson en la presentación de Buenas noches luciérnagas. Es una lectura brillante que él hizo del proyecto total de estos “materiales para un ensayo de vida”. Lo del ajuste de cuentas tiene que ver con lo mismo. El modo en que monto y desmonto esos materiales en ambos libros tiene que ver con lo que uno cree que es y que fue. La infancia, la vida en general, es una reconstrucción de esos materiales, pero también de esos vacíos, esas fisuras. Ser uno y ser otros es la enseñanza quizá más compleja de la poesía y es de donde partí para llegar a estas novelas-ensayos.
— También en otra parte del libro, escribes: “A partir de tu carta donde me mandas a la mierda comencé a escribir un libro, un libro duro, difícil en donde de algún modo repasaba mi infancia y adolescencia desde lo que ha sido para mí la homosexualidad. Un intento de entenderme y por qué no, de perdonarme”.
— Crecimos como homosexuales sintiéndonos culpable de algo. El sistema entero te dice desde que eres niñ@ que eso no está bien, que lo que sientes, piensas o deseas no es lo normal, que haces daño a quienes te rodean. Escribir de adulto sobre las experiencias sexuales que tiene uno como niño te pone en varias disyuntivas morales, en especial sobre los límites de lo que se espera a esa edad. Se escribe un libro con la intensidad como este para no volver a recordar. Lo que estaba en uno ahora está en esas páginas. Toda culpa, todo deseo, toda pulsión pasa a la literatura y es mejor así, pues allí no hay ni bueno ni malo, ni verdad ni mentira.
— A propósito, ¿qué ha sido para ti la homosexualidad, cómo la has vivido, qué te has ido encontrando?
— La sexualidad en lo que somos como sujetos, creo, no representa ni la quinta parte del total. El mercado lo exacerba porque el deseo es un remolino que siempre quiere más y eso lo hace absolutamente rentable, es el motor del capitalismo. Ser homosexual es aceptar una negación, una renuncia que me parece interesante por las comunidades y alianzas que creas, por los vínculos sensuales, por el lastre que carga que no es muy distinta a la de ser poeta, artista. Alguien raro, enfermo, anormal, curioso, extraño, incómodo, petulante. Siempre ese repugnante y fascinante otro.
— En el mundo literario o artístico se tiende a encasillar a las personas. En ese sentido, has sentido la carga de ser un escritor gay y tener que escribir sobre la homosexualidad, por ejemplo. ¿Qué te pasa con eso?
— Siempre me sentí más orgulloso de ser escritor que de ser gay. De hecho hasta la palabra me incomoda. En lo que hice en poesía casi no toqué el tema porque no tiene mayor interés para mí. Esa obsesión en el mundo del arte por el cuerpo en el siglo XX me recuerda la que había por el alma en el XIX. El siglo XXI va hacia la mente y eso sí me importa. Es más, todo lo que hice en poesía se llama “arquitectura de la mentalidad”. Son preguntas de cómo pensamos la escritura, qué hacemos con ella, que de algún modo es lo que me incumbe de la homosexualidad: qué se puede configurar desde ahí. La poesía como el género siempre como un medio para otro proyecto mayor, nunca un fin en sí. Este libro es eso mismo, mirar una vida sentimental, sexual, erótica, afectiva y ver cómo se enfrenta al fascismo que arremete como nunca contra las comunidades de la diversidad sexual.
— En otra parte dices “cuando se instala un negocio gay o las librerías hacen rebajas y apuntan sus catálogos hacia el feminismo, eso no es un triunfo LGTB+ sino que del capitalismo neoliberal. Las libertades son un bien de consumo y no un bien común”. ¿Qué se debería hacer en ese sentido? Imagino que esta crítica que haces no debe ser muy recibida en el mundo LGBT+, ¿o me equivoco? Qué te han dicho?
— El mercado lo desea todo, sea bueno o malo, es inmoral y ese es su éxito. Incluso conoce a sus detractores y les crea negociaciones más amables con sus morales respectivas, pero siempre está ahí. En este sentido, un bien común es justamente algo en que todos ganen en las formas que cada cual estime conveniente. Las luchas contra el capitalismo han pecado, yo creo, en justamente eso, que sean luchas y no negociaciones. Al enemigo hay que combatirlo con su lenguaje, es más sensato y realista ganar por puntos y no por noqueada como añora la utopía reiterativa de la guerrilla que, por cierto, ya conforma otro mercado.
— Los nombres propios es menos cahuinero que Buenas noches luciérnagas. ¿Estás más serio, políticamente correcto?
— Los nombres propios está lleno de polémicas que tienen que ver conmigo mismo, es un modo de dinamitar la inercia a la que uno llega cuando se hace adulto. Está lleno de provocaciones que conectan no con un mundo literario sino esta vez con uno de personas que se han sentido distintas por muchas razones como la sexualidad, la clase social, la educación, el aspecto, etc.
— Eres muy activo en redes sociales. En el libro incluyes una larga discusión con Rafael Gumucio sobre la lucha de clases. Él te acusó de tener odio de clase, a lo que respondiste “tristeza de clase”. El dice que con tus doctorados y tus libros, eres parte de una élite, de los que ascendieron, que eres el traidor que habla el idioma de los poderosos. ¿Cómo recoges de esa crítica?
— Siempre me he reconocido como un resentido. Me encanta que signifique sentir dos veces, una para crear y otra para destruir, o viceversa. Lo que todos somos es lo que hemos sentido en nuestras vidas. Ojalá fuera lo que pensamos, recordamos o soñamos. Actualmente hay una guerra civil de las emociones que tiene que ver con esto. Hay muy pocas ganas de que alguien te haga ver que tus opiniones son arranques sentimentales sin fundamento. Desde ciertos privilegios es fácil confundirlos con los derechos, pero cuando te das cuenta que esos derechos no son de todos sino de una élite, es que pasan estas cosas. Las hordas no son las personas sin derecho, sino las que no quieren que otros los tengan.