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ETCÉTERA…
Presentación de Nodo (Valparaíso Ediciones, 2022.
VII Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador) de Morales Monterríos


Por Héctor Hernández Montecinos


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No hace mucho tiempo en una de las ciudades del litoral chileno, Morales Monterríos dio una suerte de lectura-conferencia sobre su escritura y los proyectos que estaba desarrollando sobre todo con plataformas tecnológicas como Google. Mientras explicaba algunos de los alcances de estas operaciones creativas él mismo iba tomando apuntes como si fuera otro que se oía. Algunas de esas ideas que nos quedaron resonando a todos los asistentes fueron, por ejemplo, la noción de autoría como autofagia, un agente que no produce, o la del quipu como un sistema de información cuantificable en Qbits.

No obstante, la que me sigue pareciendo alucinante en la posibilidad de volver a pensar todo lo que nos rodea es la de hipotéticas máquinas que doten de un valor los dígitos infinitos de π (3,14159…) con lo cual se podría crear el Todo. Dicho de otro modo, si se le da un color a cada uno de esos infinitos números, sin duda, en algún momento todas las fotografías que conocemos y las pinturas aparecerían allí. Lo mismo si hiciéramos con notas musicales o sonidos: toda la música que existe y los idiomas serían posibles creaciones justamente no humanas.

Incluso, si esas variables fueran cromosomas todas las formas de vida que han tenido lugar en la Tierra también aparecerían tal como las que vendrán. En definitiva, se trata de datos y de una máquina que produciría infinito de una manera concreta y material, es decir la realidad en todo lo posible que puede ser: una máquina que cree mundos.

El verso final de Nodo (2022) es un enigma, pero también una explicación de todo lo anterior. Se dice allí “Etc., es un nodo” (55) y uno piensa en esas palabras: una abreviatura infinita, una sigla que es la suma de todos los siglos, una unidad mínima que es al mismo tiempo una síntesis del Todo. Entonces comienza a pronunciarse en voz alta: Todo y Nodo, Toda y Nada, Dato y Adán como anagramas de un comienzo y de un fin.

En este sentido, vuelve a encenderse la primera cita donde se hacen coincidir las nociones de “átomo” y “dato” a partir de la reescritura de un texto budista antiguo para luego darle cuerpo y corpus a uno de sus más brillantes neologismos: “dátomo”. Nuevamente se vuelve a la búsqueda de esa partícula mínima con que se puede explicar, y reproducir, el universo y el poema, la vida y los significados, el largo “etcétera” que hay entre una flor y la fórmula química que explica su existencia.

De allí que hablar de una mesa sea hacerlo de una casa y la casa es al mismo tiempo la ciudad que es también el planeta como una mariposa flotando entre las nebulosas que alguien sueña. Observar es medir este mundo y medir es imaginar otro que está también aquí. Entre el silencio, la sombra y el olvido, lo que no tiene palabra, se asoman los destellos de nuevos soles que tampoco nadie verá, porque “el tiempo evita que todo el lenguaje suceda a la vez” (29).

Ese es el viaje de Nodo, sus rutas de la seda y el maíz, la migración de las aves que lo sobrevuelan, su pregunta a la civilización por esa lágrima que es un mar, una semilla que es el cosmos, unas garzas blancas que son solo su imagen, un colibrí que es el tiempo. Una pregunta que cruza desde los selknam y el Popol Vuh hasta la filosofía positivista del siglo XIX y las actuales teorías del caos. Se le pide a la ciencia lo mismo que la propia literatura se ha pedido a sí misma y en ese bucle toda esta poética se articula como una sola cuestión.

En efecto, el lector es interpelado como personaje y protagonista del mundo creado a través del propio libro que adquiere una existencia, un volumen, una materialidad que solo es posible cuando se hace despertar la conciencia de que la ficción literaria es una pequeña réplica del funcionamiento de la realidad. Se trata de información, tanto con la que podemos pensar hoy desde el observatorio espacial James Webb las galaxias y el universo como la misma con que los mayas leyeron las constelaciones y los astros, los filósofos chinos calcularon las dimensiones siderales y los filósofos presocráticos como Demócrito razonaron sobre la conformación atómica de la materia.  

Morales Monterríos le devuelve a la teoría literaria una nueva mirada sobre sus propios materiales, sus fatigas y los alcances de pensar la información y el pathos como una sola unidad que se replica, produce y reproduce en una poesía que finalmente sea parte del siglo XXI y ya no del romanticismo del siglo XIX como sigue siendo hasta ahora bajo la égida de ese yo unipersonal que siente y resiente los escasos metros de lo que le rodea.

Desde esta poética los puntos al final de cada poema serán los agujeros negros que los devoran para luego expulsarlos en sus versiones del futuro y del pasado, ese “horizonte de sucesos” que, efectivamente, es la propia literatura desde Gilgamesh, El libro de los muertos, y sus remotos inicios en China y la India o, más acá, toda la poesía prehispánica.

Finalmente, el subcapítulo “Deshielo” es, de algún modo, una de las más sorprendentes teorías sobre la razón de existir de un poema, desde el origen de las moléculas de Carbono, Hidrógeno, Oxígeno y Nitrógeno que conformaron una red neuronal con la que se puede escribir la palabra “nadie” hasta las hormonas que hacen que se borre y se convierta en una palabra perdida, ese nodo que es todo el lenguaje que puede ser sustituido por un etcétera.

 

 

 

 



 

 

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