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Apuntes para un “pequeño dios” (Pequeño Dios Editores, 2019)
de Héctor Hernández Montecinos.

Por Francisco Ferrer
Universidad Austral de Chile



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1

Escribo estas líneas en un bus camino a un pueblo chico de esta zona del sur del país, eligiendo los vocablos como palabras recortadas de periódicos para ser pegadas en una carta anónima que nadie recibirá. A través de la ventana el cielo se abre de luz, pero entre mis dedos y la sombra de los árboles va fraguándose otra historia. Sospecho, como en Twin Peaks, que detrás de su apariencia los seres y las cosas poseen un fuego que nada tiene que ver con la inocencia.

2

Me aproximo a la idea de un dios pequeño, sin hallarlo en las primeras páginas de mi lectura. Sí me encuentro con personajes envueltos en una atmósfera de sueño, en la que se respira un aire de temor y mortandad. Como en un mundo maravilloso que puede tornarse pesadilla, una voz va desenrollando una madeja que exhibe crudeza y enuncia el secretismo que ocultan ciertas oscuras relaciones familiares. Todo registro de la violencia debe desear la desintegración. La escritura y el papel son materialidades que anhelan ser incendiadas.

3

Un niño se ahogado en el río, seducido por una fantasía de la naturaleza o engañado en un juego por otros de su edad. Nos habla desde un espacio intangible. El padre busca a su hijo, pero es víctima del mismo destino. En su curso el río carga con la vida y la muerte. La madre, presencia ausente, es perseguida por fuerzas que la dominan o es, quizás, cómplice del crimen. No se puede estar seguros, aunque hay algo de delirio y mucho de fatal en esta historia que coquetea con la ambigüedad y no quiere revelar su misterio.

4

Miro hacia afuera. Confirmo que el cielo y el lenguaje se nutren del mismo vacío, de espacios indeterminados. Vuelvo al texto y un coro de voces que gritan al unísono me hace dudar de la existencia del yo. Entre alusiones al relato bíblico, la figura de un niño maltratado, que recuerda a Tommy de The Who o a Danny de The Shining, se asemeja cada vez más a la de un ser elegido por el universo para reescribir el mundo.

5

«Todo sueño es a la vez un poema». Y todo poema es a su vez un sueño. El final es el silencio absoluto: dejar de soñar. Dejar de escribir el enigma que es la muerte. Por medio de su espejo observamos las posibilidades de la vida. El cielo. Un astro y constelaciones ignotas vienen a iluminar la página para producir en ella un diálogo cósmico: una escalera entre la Tierra y el infinito.

6

Héctor Hernández Montecinos nos devuelve a la patria de la infancia, de una niñez compleja y sufriente que nos advierte que «cuando llora un niño llora un país». ¿Cuál país? El de los vivos y los muertos: el mundo entero. En su territorio el niño polifónico que emerge en el relato parece tener un carácter mesiánico. ¿De dónde habrá surgido?, nos preguntamos. “De Marte, probablemente”, respondería David Bowie.

7

Podría aventurar algunas conclusiones: decir que el niño es el poema, que la poesía espejea los extremos de lo humano, que la escritura es un oficio que busca burlarse de las leyes del tiempo y el espacio; pero no: como afirmó Lihn, «las profecías me asquean y no puedo decir más». Ahora es mi rol escuchar.



 

 

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Apuntes para un “pequeño dios” (Pequeño Dios Editores, 2019) de Héctor Hernández Montecinos.
Por Francisco Ferrer