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RESURRECCIONES COTIDIANAS
(sobre El silencio de Claudio de Enrique Giordano)

Por Héctor Hernández Montecinos

 



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He pensado mucho en la poesía este último tiempo. Pienso en ella como si no supiera que no es más que su gesto lo que alcanzamos a ver. Como las estrellas, como la vida. Destellos, vibraciones que aparecen y desaparecen. Refulgen y se apagan. Están un día y al amanecer del otro, ya no.

He pensado en la poesía a lo largo de un siglo y medio. Sigo con cierta complicidad sus logros en la página y sus patetismos en el campo cultural. Hurgueteo en la vida de los autores, en sus ambiciones, sus fracasos: su realidad que no es más que todos los poemas que no se pudieron escribir.

Pienso en la poesía. Pienso en qué nuevas argucias andará en este siglo XXI. Pienso en qué habrá visto al torcer su cuello como el más famoso ángel que recordemos, el de la historia. Tanto las vanguardias, como la tradición, dos puntos de vista de una misma traición, no han sabido más que creer en su propia existencia, sin importarles sus lectores, el entusiasmo o la abulia de esos nuevos ojos que caen en picada sobre las palabras o lo que queda de ellas.

Me doy vueltas en estas someras ideas al terminar de leer El silencio de Claudio de Enrique Giordano. Autor también del ya mítico El mapa de Amsterdam (1985), que ciertamente es partícipe de la exangüe tradición de la rara flor, metáfora de la homoafectividad a mediados del siglo pasado.

Volviendo al devaneo lírico, llámese inspiración o sugestión, en la que estaba pienso en tres momentos que han pasado las escrituras en su genealogía vanguardista, de avanzada, o las que radicalizan su propio estatuto, pero no su devenir. En tres momentos que son uno solo en el cual se da paso sistemáticamente a una nueva forma de entender y leer, o desleer la poesía.

Primeramente, el ojo estaba puesto en la escritura misma, en su desgravitación del costado izquierdo de la página, en el nuevo amanecer de aquel paisaje escritural en que una estrofa podía ser una casa desapareciendo y los versos, las huellas de una manada imaginaria. Luego, se pasó a una preocupación por desestabilizar los géneros literarios, que ciertamente no son más que una necesidad ni siquiera básica de la escritura. Finalmente, es decir ahora, creo yo estamos en la tensión de las autorías, desmontaje del yo, ficcionalización del último suspiro antes de dejar el lápiz o del punto final que es esa renuncia a seguir.

El silencio de Claudio de Enrique Giordano, (escritos post mortem) es su subtítulo, no hace más que traer a colación estos tres momentos no temporales, tampoco espaciales, sino energéticos entre lo que es un autor y una obra. Atracción y repulsión de lo creado y el creador, pero viendo como ese creador es también parte de su obra, viendo como puede desaparecer de acá y entrar allá, cruzar esa imaginaria línea que nos separa de todo lo que no es imaginación.

Sabemos que Claudio ha muerto. La fracturación del esqueleto de los poemas a lo largo del libro es a la vez el de Claudio, asimismo, las imágenes que salpican las páginas con cierta regularidad parecieran ser las imágenes de una vida caleidoscópica que en los últimos segundos antes del zarpe final aparecen como el barco que Rimbaud veía llegar entre sus alucinaciones para irse con él.

Una escalera y un espejo son las referencias duchampianas de su vida, su muerte y su resurrección. Un padre, una madre, Luisa, y un doble reflejado en la realidad, incestuoso y casuístico, le habla, se habla, hablan, porque no es uno sino varios. Hablan, todos hablan y esas voces atadas por el cordón de plata son las que en el libro se encriptan, se grafían: palabras cursivas, gemidos subrayados, susurros en negrita.

Claudio es el enigma, el Narciso a través del espejo, de la cámara fotográfica que desaparece ante el ojo que la soñó. Las imágenes de su vida salpican el desgarro del libro que nos da la impresión que no puede más y quisiera deshojarse, suicidarse también en el momento en que las palabra, el lenguajes, el idioma nada puede hacer ante un cadáver, ante el silencio de ese cuerpo que segundos antes respiraba vapor y era mamífero. Ya no.

Las tres partes del libro, “El espejo”, “Las palabras” y “La sangre”, sus respectivos “intermedios” y los cinco “epílogos” configuran casi como en El mapa de Amsterdam, un nudo narrativo, o más bien dicho, teatral donde el protagonista es el desconcierto ante lo habitual de un develamiento: un territorio, un cuerpo, un discurso.

A medida que leía El silencio de Claudio recordaba, no por su similitud, sino por su ritmo incesante y su vertiginosidad visual, el gran libro Tócala de nuevo, Sam de Nelson Correa. Ambos comparten un punto de partida, no de llegada en el cual los personajes del teatro edípico, como Deleuze llamó a la novela, son llamados a resucitar en un nuevo día que es la página en blanco. Ambos libros comparten un secreto, que es lo que une ciertamente a los grandes libros.

Mucho más no sabemos de Claudio, y Lorenzo, su otro yo, ni de los padres, ni de los padres de los padres. Alguien ha muerto y todos con él.

Como decía antes, la escritura, el género y la autoría me parecen ser el esquema base del diagrama vanguardista, y es acá que esa figura se desarrolla, se expresa, se expande y se transforma, es decir, adquiere vida, pero sin los implícitos de las vanguardias más que en el gesto natural de la desobediencia, de dejarse de llamar.

Sin más, estamos ante una novela que nos hace espectadores dramáticos de un poema, o dicho de otro modo, ante una poesía que nos hace partícipes de su propia historia, sin condescendencia, ni voyeurismo, sino que con la brutalidad que tienen todos los hechos cuando les creemos.

Un libro que nos obliga a ser impertinentes y sobre todo a preguntarnos el porqué de la cotidiana resurrección, pero más aun, el porqué no nos damos cuenta hasta que esa resurrección no tiene retorno. ¿Será una metáfora del éxito y del fracaso de la poesía? Tal vez sí, tal vez no.

He pensado mucho en la poesía este último tiempo. Pienso en ella como si no supiera que no es más que su gesto lo que alcanzamos a ver. Como las estrellas, como la vida. Destellos, vibraciones que aparecen y desaparecen. Refulgen y se apagan. Están un día y al amanecer del otro, ya no.

 

Centro Cultural Montecarmelo.
Santiago, 8 de mayo, 2014.



 



 

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