Hace varios años publiqué una reseña de la edición mexicana de La Divina Revelación que publicó la extinta editorial Aldus en 2011. Ahora releo mi texto y me parece impreciso y grandilocuente. Muchas de las ideas eran obvias y, en otros momentos, mi interpretación era forzada y acomodaticia. Quizás rescato algunas partes que ahora pongo de modo más ordenado. Antes me gustaría advertirles –para quienes no lo sepan– que La Divina Revelación es una trilogía, cuestión usual en Héctor, porque su proceder poético mantiene un arrastre con la realidad desplazándose siempre en triadas sucesivas. Esta ruta imaginativa quizás estaba latente desde No! (Ediciones del Temple, 2001) y terminó de nacer en Putamadre (editorial Zignos, 2005).
En [guion], el poeta se presenta con el coraje silente de su nombre. Allí entran en juego la microhistoria doméstica, la escritura como revancha de un mundo que no comprende la belleza de la poesía y las grafías en mayúscula de una nación maltrecha por la hiperdictadura, que conjugan una vía de lucha, tanto simbólica como real, entre el sordomudo-niño y las mentalidades-centinelas, entre la poesía y los circuitos chilenos de la poesía lupanar. Ya en [coma], el poeta, para decirlo con sus palabras, “cree en el lenguaje sagrado y herido”, desplegando la “R” de la reescritura hasta llegar al espacio del Teatro Tiempo, donde los significados de las palabras se destensan y descomponen. En [y punto], los animales mueren, el mundo deja de ser mundo, los elementos naturales se subvierten; las colinas y quebradas son de agua; la sal y el hielo son las nuevas maravillas de la materia. Para contemplar estos escenarios, que se sitúan después de un apocalipsis íntimo, Héctor Hernández Montecinos tuvo que vivir reconociéndose entre sus alegrías y dolores para después escribir esos largos poemas que van de 1999 a 2011. Es una escritura que cuenta historias de personajes y anécdotas y también cuestiona símbolos, generando categorías y conceptos. Esto quiere decir que en el espectro poético caben el poema conversacional, el poema neobarroco, el poema político, el poema en prosa, el diario de viaje, el teatro, el ensayo y la filosofía.
Dirán ustedes que por qué estoy hablando de estos libros si estamos presentando el libro Teoría de la sobrenaturaleza. Pues porque para un ojo convencional el libro que Héctor presenta este día es una especie de antología personal. Salvo la apertura y el cierre de Teoría de la sobrenaturaleza, todos los textos provienen de este libro y de otros que nuestro autor ha publicado a lo largo de las décadas, por ejemplo, de la otra trilogía colosal que tituló Debajo de la Lengua (Cuarto Propio, 2009; 2° ed. RIL, 2021) que provocó una paradoja al crear una monumentalidad rizomática que habló de la poesía latinoamericana del siglo XX y de inicios del XXI. Es la misma genealogía de Whitman y Neruda, pero enrarecida, llevando al límite la codigofagia de las escrituras y registros de los otros, cuyas voces son incrustadas en la proa de un barco fantasmagórico que zarpó de un lejano virreinato de papel.
Sin embargo, desde mi perspectiva, es impreciso pensar que Teoría de la sobrenaturaleza sea una antología personal. Primero porque en una antología personal el poeta selecciona sus poemas a manera de piezas literarias y las presenta haciendo énfasis en su unidad y no necesariamente en una continuidad discursiva. El poeta, en este sentido, toma y presenta al lector sus mejores poemas o la parte más representativa de su trabajo. Este no es el caso del libro que presenta hoy Héctor Hernández Montecinos, pues en realidad se trata de un libro “nuevo”, donde a través de fragmentos y un dispositivo narrativo diferente, presenta una historia derivada u alterna de su propio trabajo poético. Esto no es un collage ni un pastiche, en todo caso, es más cercano a la contaminatio de los antiguos comediógrafos latinos que tomaban piezas y escenas de los griegos para refundarlas, donde la autoría de la idea o el asunto quedaba reservado a un problema secundario, pues lo más importante era la activación de una composición distinta.
Teoría de la sobrenaturaleza es un libro oscuro por su ardua representatividad lingüística. Las palabras aquí, incluso bajo su función poética, son difíciles de asir a un significado dado y fijo, particularmente por su carga simbólica: ¿a qué se refiere el poeta cuando dice “juncos”? ¿Esos pájaros de los que habla nacieron del nido de la tradición lírica o son creaturas extrañas? Aunque el estilo sea a veces coloquial, esto no implica verticalidad y claridad de sentido. Héctor me ha contado previamente que el libro es un tanto neobarroco y, por supuesto, desde el título se ofrece una clave de lectura y homenaje lezamiano. En efecto, el poeta de la calle de Trocadero colocó el poder de la imagen en el sitio de la naturaleza extraviada, donde “el hombre responde con el total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, [está] la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruida”. Ese hombre abstracto, al día de hoy, es Héctor Hernández Montecinos.
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Un viejo y nuevo libro.
La sobrenaturaleza personal de HH
«Teoría de la sobrenaturaleza», de Héctor Hernández Montecinos
Por Manuel de J. Jiménez