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LA PRIMERA ENTREVISTA

Adelanto de Los nombres propios (Ærea, 2018, 280 páginas) de Héctor Hernández Montecinos




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En efecto, Los nombres propios es una precuela de Buenas noches luciérnagas, pero también un complemento. Se trata de la infancia y adolescencia de ese joven de 19 años que llega a un taller de poesía en Balmaceda 1215, pero vistas desde diversos ángulos como el género y la clase, pero entendiendo éstos como lugares de lectura, no tan solo de escritura. Son máscaras útiles para esconder el rostro, perderlo, como las tragedias griegas que sirven también para hablar más fuerte, para resonar mejor. En sí, la homosexualidad no me es interesante salvo en el momento en que la puedo utilizar como una operación. De hecho, Fuguet leyó un fragmento muy entusiasmado y me aconsejó mandar el libro a su editorial. Luego de un par de meses la respuesta fue un no más bien por los textos ensayísticos que por los novelísticos. Sin duda ese es mi interés, que el libro no solo diga algo, sino que sea algo. Un artefacto, un objeto para pensar ciertos temas, una discusión pendiente. Luego del rechazo del editor lo que hice fue contrariamente a su dictamen ampliar la parte de los textos reflexivos, por decirles de algún modo, darle más contingencia al libro. No sé si esto sea una novela, pero al menos quien habla sí, es parte de una, la suya, y mantener esa distancia con respecto a uno mismo permite leerse y verse en tercera dimensión. Ya sea un hinchapelotas o un héroe griego, da igual. Lo que importa es ese espacio donde las ideas pueden moverse, tensionarse, ser parte de una red de fuerzas dentro de lo real.

 

El primer texto que escribí es el primero que aparece, el que trata sobre mi padre. Lo puse hace años en mi blog y Zambra en una fiesta me dijo medio ebrio que le había encantado mi cuento. Le respondí, también medio ebrio, que no era un cuento sino un recuerdo. «Es un cuento perfecto», insistió. Tengo una mala relación con los cuentos y me pareció que sus palabras eran una ironía para decirme que el texto era malo, simplón, inútil. Luego entendí que era el comienzo de algo y eso es lo que él vio. De algún modo ese fue uno de sus comienzos. Luego se fue escribiendo en los viajes. Haciendo tiempo en algún aeropuerto o en largas jornadas arriba de buses en diferentes ciudades. Creo que esas horas muertas en los no lugares pueden ser los momentos más oportunos para escribir con esa distancia, con esa matemática que se necesita para desangrarse sin morir. Tiene que ver con los deseos y afectos, pasiones y complicidades que uno siente a lo largo de una vida que va convirtiéndose en literatura. El amor como tal es el modo en que nos autoconvencemos que no somos unos egoístas de mierda, aunque siempre terminemos siéndolo, digo el amor como enfermedad. Eso es una herencia de la familia como concepto. En una cita, Adrienne Rich habla del patriarcado y lo quiero entender no como el poder de los hombres sino el de los padres, padre y madre. Lo que no nos gusta de la idea de familia creo es justamente que sea la institución que ellos dirigen. Las convivencias de amigos, de compañeros, de parientes lejanos que se quieren, de personas que tienen algo en común aparecen en el libro como una forma de vida y es lo que el Acuerdo de Unión Civil viene a garantizar, al menos en el papel.

 

 

Lo sexual tiene varias aristas. Primeramente, en el libro queda claro que los niños son seres sexuados, es lo que hablo de cosas que me pasaron y sentí antes de la pubertad. No es estar confundido como hace creer la psicología o los padres, al revés, es estar completamente seguro que te gustan los hombres y, en este caso, no las mujeres. Puedes sentir atracción por figuras masculinas cercanas, por compañeros de tu edad o cuando ya eres adulto por personas con las que tienes diferencias visibles. Las relaciones, los vínculos se diversifican como se diversifica el mundo. Basta ver las nuevas construcciones de género y los modos en que crean parejas. Es alucinante. En segundo lugar, y más importante creo, es el giro a lo afectivo, es decir, el modo en que la homosexualidad pasa a homoafectividad que es donde se juega lo esencial de lo que creemos y queremos ser. Uno se puede acostar con cien personas a lo largo de su vida y solo ama de verdad a cinco, por poner un ejemplo bien extremo. Lo que sería más estable para definir a una persona serían precisamente sus afectos más que sus deseos que son nómades. De hecho, muchos heterosexuales no se declaran bi, pero tienen vida sexual con otros hombres y sus parejas son o han sido mujeres. Así fueron todas mis primeras relaciones y algunas posteriores que aparecen en el libro. No es que estén mal ellos, sino la sociedad que construye identidad donde hay prácticas, hechos, vínculos. Siempre está esa dualidad, el deseo y la ternura, y no solo deseo sexual sino deseo de estar juntos, de viajar, de convivir y el cariño común que se emprende en todo eso más allá de la etiqueta.

 

 

Hay varios nombres propios partiendo por los míos que en cierta manera son las dos tensiones que a uno siempre le acompañan, el miedo y el deseo, la destrucción y el entusiasmo. También los de familiares, amigos y parejas o algo así que aparecen con sus iniciales. Una letra, un apodo, el propio nombre no son otra cosa que conjugaciones gramaticales para ciertos recuerdos sobre alguien. Lo mismo hablar de épocas. Los raccontos a los años ochenta son en efecto los de la dictadura, pero vistos desde un niño que solo conoce el totalitarismo de una profesora y a los militares que visitan su colegio que queda al frente del regimiento. Sin embargo hay recuerdos fuertes que no aparecen en el libro. Por ejemplo, una noche con toque de queda volvíamos a casa luego de un matrimonio familiar y apareció una tanqueta. Un militar preguntó de donde veníamos y me puso la metralleta en la frente. Habré tenido unos cuatro o cinco años. Sin duda fue un tiempo duro, siniestro, terrible, pero aun así creo que entre los más pobres, que ni siquiera tenían trabajo para estar en un sindicato o estudios para tener algún cargo en algún partido político, la dictadura como tal se sintió de una manera más diagonal. La lucha era contra el sistema, pero el sistema era el hambre, el miedo, el dolor día a día. Eso es lo que olvidamos y nos hace creer actualmente que el sistema es el poder y no: es el resultado del poder. Lo mismo los noventa, pero con menos intensidad y pasando de televisión en blanco y negro al monitor en color con control remoto, luego al VHS y alguna consola de videojuego. Lo mismo el tener teléfono fijo en casa. Son cosas que ahora resultan de hace un millón de años atrás, pero no es mucho más que algo de dos décadas y media. Incluso el propio internet. El cambio de paradigma ha sido económico, no histórico ni menos político. He allí el atolladero de los derechos humanos, la justicia social y la equidad que cruza los dos mil hasta nuestros días.

 

 

Las instituciones como la familia, la religión, la educación son insuficientes en la experiencia de un niño que se hace adolescente y luego adulto. No están a la altura del mundo ni de cada mundo singular. La escuela, el liceo, la universidad son corporaciones económicas de guerra, al igual que las iglesias. Esos espacios colectivos que hay entre el Estado y el mercado terminan siempre en manos del mercado. Por ejemplo, cuando se instala un negocio gay o las librerías hacen rebajas y apuntan sus catálogos hacia el feminismo, eso no es un triunfo LGTB+ sino que del capitalismo neoliberal. Las libertades son un bien de consumo y no un bien común. Lo mismo pasa con la pandemia del sida que se menciona en el libro desde la condición de la obra final de Wacquez hasta el testimonio de un joven poeta amigo mío. Son economías de guerra que sin duda tienen que ver con lo médico desde estos casos a lo que pasa con las personas que están muriendo en Quintero por la contaminación. Zonas de sacrificio es una frase muy fuerte, pero absolutamente decidora y no solo son en esas provincias que van de Tocopilla a Coronel, sino que ya es un concepto que tiene que ver con el país entero. Las luchas por la renacionalización del mar, por las tierras y bosques mapuches tienen víctimas ya concretas, fallecidos y asesinados, y eso es un punto sin retorno. Es una lucha con sangre porque no muera nuestro océano, nuestro suelo, nuestro aire.

 

 

En efecto, la homosexualidad vuelve a ser un blanco del fascismo, desde los neonazis autóctonos hasta Bolsonaro y las ultraderechas europeas; eso sin contar los fundamentalismos de ISIS que decapitan y condenan a la horca a chicos gay o en Chechenia que existen campos de concentración para las comunidades no heterosexuales. Ese es el contexto de este libro. En una entrevista a Pancho Casas se refiere a que la lucha no es el mejor modo de poder enfrentar estos escenarios sino que hay micropolíticas y otros agenciamientos que debemos pensar, soñar, crear y construir en conjunto. En ese contexto es que en el libro incluí algo así como un par de polémicas que tuve referente al cuerpo y la sexualidad, pues me parecen lugares desde donde pensar ciertamente la conciencia sobre estos temas, la autonomía de la enunciación y sobre todo los márgenes de aceptación que tenemos con respecto a pensamientos distintos a los propios. En el caso concreto del tema del aborto, del cual siempre he estado a favor, se armó una caza de brujas y fue Pedro Lemebel desde su Twitter el único que puso paños fríos y pidió un poco de cordura. Sea como sea, cierta parte supuestamente de la disidencia sexual no termina de cuajarme en sus múltiples contradicciones y paradojas desde el hecho de mercantilizar un supuesto margen del cual obviamente no son parte hasta el afán de academizar toda experiencia social que pase por el género sumándose a victorias de luchas que nunca dieron. De allí que me interese problematizar la noción de identidad que ellos y varios otros defienden como una bandera que no hace más que convertirlos en objetos de consumo, de control y de regulación asistida.

 

 

No obstante, el eje del libro no es la homosexualidad sino que la literatura, esto es, las escenas de lectura en el recorte que uno hace de una vida, desde revistas y libros del colegio hasta lo que uno conoció en la universidad y talleres. Aprender a leer es aprender a leer el mundo y de cierta manera ver no solo cómo está escrito sino quiénes lo escribieron y tratar de entender las razones, intenciones y los modos. Uno leyó a personas y obras que hoy con el paso del tiempo se ven como señeras en cuanto a estos temas. Me refiero no solo a Lemebel, Carmen Berenguer o Diamela sino que también a quienes siguieron esas sendas como Juan Pablo Sutherland, Malú Urriola, Fernando Blanco, Rubí Carreño, Óscar Contardo, entre varios más. Asimismo, es un recorrido desde cartas de fines de los ochenta pasando por diarios de vida y primeras creaciones en los noventa hasta llegar a apuntes e ideas que desembocaron en mis primeros libros que comienzan a publicarse desde el 2001. Textos extraños, raros, porfiados, que no se ajustaban a lo que se pedía, por ejemplo en los «ensayos» universitarios que están escritos como obras de teatro o poemas. El género del libro me es fascinante, y ya no me preocupa, en el sentido de que por ejemplo Buenas noches luciérnagas en algunas librerías estaba en la sección novela, en otras en ensayo y en otras en poesía. Los nombres propios es también «un libro que narra mientras narra», pero sobre todo es un ajuste de cuentas conmigo mismo intentando ser otro. Aparecen y desaparecen personas que me siguen importando sea del modo que sea, lo mismo recuerdos, deseos e ideas. Es el sueño de Papelucho de poder haber salido del clóset desde niño. Digo esto pensando que estuve no hace mucho de parranda donde Ester Huneeus escribió todos los libros de la saga. O más aun, que ahora en un liceo de Independencia no quisieron leer a Lemebel por encontrarlo «asqueroso» a él y su obra. En fin. Son materiales, materiales para un ensayo de vida.



 

 

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