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EL LÍMITE NOCTURNO DEL PARAÍSO
Sobre Mi último cuerpo de Anita Montrosis
Por Héctor Hernández Montecinos
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En la época de la catástrofe, que de tantas no sabemos cuál es la nuestra, es que los lenguajes se han visto enfrentados a una forzosa renuncia ante un futuro apocalíptico o a regresar a los fundamentos de la civilización. Ya no sabemos que exhiben las palabras o qué han sido obligadas a callar. Quizá su impotencia a lo que hemos convenido llamar lo real o a lo que han querido que entendamos por cultura. Somos testigos de cómo las democracias se arruinan en nosotros, como se devasta el planeta, nuestras ciudadanías. Desastres globales que vemos cada día en televisión y las redes sociales, desastres que nos aplastan como sujetos, como afectividades, como puntos de conexión. Lo vemos y consumimos como entretención. Esa es la catástrofe.
No obstante, en la vida chiquita, en lo molecular de cada sociedad se erigen otras tragedias, otras odiseas y éxodos, otros mitos y leyendas se están fundando cada nuevo día sin que los vecinos lo noten, sin que los amigos se den cuenta y pregunten. Todas las épicas son nuestras porque son cotidianas, tal como el viaje mítico. Ni fueron, están siendo. Los límites del pasado, el presente y el futuro la poesía hace mucho que los sorteó, pues nos enseña un tiempo nuevo en el cual todo está sucediendo a la vez, pero de otra forma. No tan sólo es circular, sino espiral e incluso no euclidiano sino fractal. Las epopeyas son populares y anónimas, como nuestras vidas.
La intimidad de las personas y las comunidades ha sido olvidada en aras de lo público, lo social, lo colectivo, lo global donde todo vale en libertad, menos la autonomía. En un mundo en que creemos estar más conectados que nunca nos damos cuenta que el silencio es el que sobrevuela nuestras cabezas, un silencio incómodo con el capitalismo, el mercado y las instituciones. La vida vuelve a preguntarse a sí misma si vale la pena vivirse. Todo pareciera acabarse antes que empiece y esa es la maldición que nos enseñó el deseo, es decir, disfrutar lo que no necesito y necesitar lo que no disfrutaré, lo cual es antagónico a la constitución de la vida misma.
De eso habla Mi último cuerpo de Anita Montrosis, no de esas vidas expuestas en el mural de los lamentos, sino que de una vida en particular que día a día, noche a noche va envolviéndose en un aura que desaparece junto con ella. Se trata de los días finales de la existencia de una mujer en que ese último cuerpo se convierte en el primero de nosotros, el que se nos adelanta hacia el punto límite del fin y del nuevo comienzo. La metáfora de la poesía misma en su sentido más radical, esto es, la historia de una agonía, pero que al mismo tiempo es el mayor estado de lucidez.
La enfermedad ha sido el real infierno de los seres humanos, el dolor y el dolor de ese dolor. La enfermedad es el resumen de todas las guerras de la historia pero en uno, dentro de uno, en uno mismo padeciéndose como un pequeño dios con las manos atadas. Tiene que ver con esa agonía en su sentido griego, la lucha, el enfrentamiento, el encarar lo que significa el lento y trágico proceso de irse concentrando, agarrotándose, volviendo a ser el feto, parte de una matriz, pero esta vez cósmica. Digamos retornándose, re-habitándose: la resurrección.
La autora se sirve de los últimos destellos de esa vida, de los recuerdos fugaces y escasos, del conjunto de huesos que hablan desde el pasado más remoto, de una piel que como la página en blanco vuelve a decolorarse y a ser nuevamente pura, nueva. Es la voz, el último reducto de la poesía, y el primero, con el cual este libro se construye logrando fundir no tan sólo una vida, sino dos y quizá más, pues lo que desaparece hace que desaparezca algo de nosotros, pero no desaparece: cambia de lugar. Como si fuera un susurro que acompaña esta historia hasta su punto culmine, una canción de cuna y canción de tumba como diría Julián Herbert.
Mi último cuerpo de Anita Montrosis es un libro confrontado a los límites de su propia autoría, es una experiencia tan íntima pero a la vez tan humana, que no sólo lo hace un registro valiente y de alto vuelo, sino que en este arte de morir, la autora ve como desaparece una voz anterior en ella y algo renace, un nuevo tono, un nuevo fraseo, otra yo. Así es la muerte, más generosa que terrible, aunque produzca miedo y obligue a cada uno a verse a sí mismo. Por paradójico que suene es una vivencia necesaria y oportuna. Casi como la poesía, pero más hermosa.
México, mayo de 2013.