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Antonio Silva, anómalo
Prólogo a El Imperio de los Sentimientos: Obra reunida de Antonio Silva
(Cuarto Propio, 2015, 194 páginas)

Por Héctor Hernández Montecinos

 


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I

Sueño de una noche de invierno

Hace exactamente veinte años Antonio Silva y un amigo suyo se reunían en un bar de San Bernardo “bajo el frío glamour de la noche” con el poeta Jorge Teillier. La excusa era una entrevista para una revista local[1]. Ciertamente la cita en tales términos era una de las primeras para Antonio y sería una de las últimas para Jorge. Allí, comienza a relatar el joven poeta, “nuestros cuerpos trocarían en cristal y nuestra alma en vino. Solos, abandonados”. Son estas palabras las que sugieren que dicha tertulia fue algo mucho más relevante que un mero intercambio de preguntas y respuestas, pues no sólo Antonio oye del propio poeta la voz del desencanto, el desencanto y su gracia, sino que se reconoce ahí, en los escombros de una época, en la soberbia de una democracia que los ignora. No puedo dejar de pensar en la reunión de ambos en medio de aquel invierno. Algo de su melancolía me conmueve. Dos extremos de una misma nostalgia, dos testigos de un mundo ya sin evidencias más que su propia fantasmagoría. A pesar de la incomodidad de algunos de sus silencios, el diálogo se interna por entre las enfermedades y el amor, los gitanos y el azar, la renuncia y el dinero, lo paradojal del vino, los poetas y la muerte, sin embargo son los sueños sobre lo cual Teillier se detiene: “Yo tengo sueños, mis poemas son sueños”. Y luego se explaya:

Mi sueño fue muy extraño; soñé que estaba en un laberinto, en una ciudad en ruinas. No podía salir… Había una niña vestida de blanco, el pelo largo. Si bailas conmigo las murallas caerán. Yo le dije que no sabía bailar. No importa, dame la mano. Y las murallas comenzaron a caer y luego un pescador me llevaba a mi casa en un bote...

Tras unas copas regresa al tema con cierto desencanto: “Todo el mundo sueña pero a la mañana se le borra todo”. Antonio, no obstante, lo detiene y le pregunta temeroso por qué a lo largo de su vida y obra ha recordado tanto. Teillier se queda en silencio. No responde. La entrevista termina con estas palabras: “La noche nos arrimaría a otra taberna, de lo cual no puedo confiar nada. Hasta aquí pasajes de nuestro encuentro con un hombre que contempla la feliz amargura contenida en vasijas de vino”. Si Jorge Teillier hubiese permanecido con vida es probable que San Bernardo se convirtiera en su locus amoenus y, tal vez ese mismo bar, en su refugio del mundanal ruido aunque atento al ruido mundanal. Algo hay de tragedia en ambos, pero una tragedia que comienza con una risa de ellos mismos, una risa desde un no lugar, desde una periferia que crearon mentalmente, ya sea una Rusia idealizada o campiña francesa en clave sureña o lo que para Antonio era la metáfora que se iniciaba en la América de la conquista. Una sintomática añoranza que crecía noche a noche no por un territorio inoperante y herido sino por una forma-de-vida que dejaba de existir, esto es, por una ficción que paulatinamente se iba haciendo realidad y con ella todo el peso histórico de un designio.

Quise referirme a esto porque no podríamos entender la figura de Antonio Silva sin esa “feliz amargura”. Sería incongruente no visualizarlo en la pesadilla que fue para él los noventa como contexto literario y escenario político. Mejor dicho, no podríamos entender la incomodidad, el agravio y la irritación que significaron ambos si obviáramos su paso fugaz e insolente por este Chile, aunque él no dejase de repetir hasta el cansancio su conocida frase “biografías no” cuando alguien intentaba rellenar con genealogías un momento que era puro devenir. No me refiero en especial a ninguna de las tantas peripecias de las que fue casi siempre un pathético protagonista sino que a algo más concreto, y que ahora, a tres años de su muerte, se nos vuelve más profundo y sintomático para entender una vida siempre al límite: límite entre el reconocimiento familiar y la ilegitimidad, entre las nulas oportunidades y la autoformación en talleres como el de Carmen Berenguer o seminarios donde leyó a Deleuze o Agamben y conoció a destacados intelectuales y escritores como Roberto Echavarren, Luis Ernesto Cárcamo o el mismo Pedro Lemebel, entre la pobreza y la esclavitud posmoderna de un call center, entre el desprecio de sus conocidos que se instalaron con sorna en la academia, chilena y gringa, y el fulgor de ser una estrella glam que decide convertir el margen en una canción para fiestas que acabaron hace una década[2].

En marzo del año recién pasado hablábamos en el Seminario Nueva Poesía Chilena con el también poeta sanbernardino Marcelo Arce, y amigo a la vez de Antonio, sobre lo que significaba simbólicamente esa distancia no sólo paisajística que hay entre la “capital” y dicha “provincia”, que fue quizá la última utopía del progreso a comienzos del siglo XX ante las ruinas que centralizan este país. Es el aura de ese desastre el que el propio Antonio encarnará en su obra, como sujeto cultural y en las operaciones de desajuste de su presencia en el medio literario. Lo conocí justamente hace quince años. Carmen Berenguer me invitó al lanzamiento de una nueva colección de poesía de Cuarto Propio. Eran tres libros de bolsillo, respectivamente, de Sergio Mansilla, Morales Monterríos y Analfabeta de Antonio Silva. El recital de éste nos cautivó a los otrora muchachos que asistimos después de nuestro taller literario. Nos acercamos a saludarlo, queríamos conocerlo, hablarle pero nos ignoró y nos hizo una mueca de asco. “¿Y tú quién eres?” me inquirió con desprecio. Luego le preguntó a Carmen por nosotros. “Son los jóvenes poetas, los poetas del dos mil”, le respondió sonriendo. “No seas mala –agregó-, una nunca sabe las vueltas de la vida”. A pesar del desconcierto de esta primera vez comencé a leer su poesía con fruición, pues era el primer autor de la generación precedente que me parecía interesante, valioso y que en su propuesta justamente podía ver una propuesta. En la Universidad me esmeré en un primer ensayo sobre su obra relacionándola con el travestismo, algo bastante evidente por lo demás[3]. En aquella época Raúl Zurita preparaba su conocida antología de jóvenes poetas chilenos, Cantares[4]. Felipe Ruiz y yo se lo mencionamos, le mostramos sus poemas con la misma emoción que hacíamos con otros compañeros del taller. Estábamos ante un descubrimiento que nos fascinaba. Es así que Antonio figura como el primer poeta de dicha compilación, de algún modo es cabeza de serie ahí y el grotesco rostro que da el tono general especialmente de la segunda parte del libro, que por lo demás era donde se nos antologaba por primea vez. Un “experimentalismo convulsionante” dice Raúl sobre lo de Antonio en el prólogo, idea que desarrollará más tarde en la presentación de Matria donde compartimos mesa además con el poeta Rodrigo Gómez en la SECH el día 4 de abril del 2008. Día que será la última presentación de alguno de sus libros y donde también nos despedimos sin saberlo, pues a los pocos meses me fui a México[5].

Fuimos amigos, muy amigos, entrañables hasta a veces el hartazgo mutuo. Rompimos lo que encontramos a nuestro paso, hicimos escándalo, amamos y odiamos a Chile en las noches que se nos pusieron por delante. Se rieron de nosotros, nos echaron de todas partes, pero también nos reímos de ellos y los expulsamos de nuestra secreta orden. Besamos a desconocidos en los rincones de la ciudad y no pocas veces quisieron matarnos. Era el borde, un placer, una fuga entre el capitalismo y la esquizofrenia. Alguien nos dijo al final de una escandalosa juerga que éramos las nuevas “Yeguas del Apocalipsis”. “No, no es cierto, somos las Perras del Génesis” respondimos ebrios arrojándole el trago en la cara. De algún modo podía leerse así y no nos habíamos dado cuenta, pero nuestro colectivo por suerte duró tan solo esa noche. Luego nos olvidamos del chiste hasta ahora que puedo rememorarlo. Recitamos en congresos literarios como beatas o putas, bailamos en fiestas del underground espectacularizado del nuevo siglo, nos travestimos junto a Gustavo Barrera y otros, nos peleamos el deseo y muchas veces lloramos al amanecer, pero una y otra vez volvíamos a renovar nuestro pacto de hermandad que era la propia noche.

Desde el año 2010 comenzó a verse menos. Decía que el trabajo en el call center, al que me llevó por cierto y duré tres días, lo tenía hasta el cuello, o la preparación de su nuevo libro, en realidad cualquier excusa. Ya no asistía a eventos literarios y las tocatas con su banda de rock Matinee eran cada vez más esporádicas. En raras ocasiones respondía los correos electrónicos y su presencia en Facebook era casi nula. No quiero referirme aquí a su enfermedad, ni al trágico destino que le aconteció hasta y después de morir[6]. Samuel Ibarra a mediados de junio del 2012 nos informó del deceso de Antonio acaecido un mes atrás; mi amiga y poeta Paula Ilabaca por su trabajo de aquel entonces pudo aportar más antecedentes al respecto. Por morboso que parezca esto que voy a decir prefiero que queden los escabrosos detalles en la neblina del mito, en el sopor de una negra leyenda como fue la de su admirado Pedro Antonio González, que por coincidencia hoy aparece en Las Últimas Noticias a partir del anuncio de una publicación de su obra. Cuando un poeta muere, muere también la poesía con él, no la suya, sino la de quienes continuamos vivos. Las exequias de Antonio están pendientes como estaba pendiente el volver a su obra. Los libros no son mausoleos aunque toda la vida que está allí ya haya desaparecido. Antonio Silva fue una pesadilla para muchos, la realización de un sueño, tierno y herido, para otros. Quizá la niña con la que soñó Teillier era el propio Antonio que desde el futuro de la muerte lo fue a invitar a bailar. Ciertamente dejaron las copas y se tomaron de las manos para que las murallas del laberinto cayeran a sus pies. Hay un momento en la entrevista que quizá explique y resuma todo esto que siento ahora. Al final de ella un hombre se les acerca a Antonio y Jorge a venderles un juego de azar. El que estaba más borracho de los dos sin levantar la vista le respondió de manera casi automática: “No, gracias. Ya somos millonarios”. Esta era la feliz amargura al parecer. Esto era.

II

Anomalía y bestiario para el ojo neoliberal

La obra poética de Antonio Silva es un solo corpus orgánico y excéntrico desde su plutónico debut con Andrógino (1996), en el cual inaugura un imaginario indiscutiblemente exótico donde las huérfanas y las indias rezan a la animita por un amor perdido, la geisha Li-Tsu toma sol en medio de cañas de bambú, las chicas de San Diego y San Franklin bailan tristes o llorando, la barca de Seth cruza el Nilo o se oyen las voces de los evangélicos que cantan con el cerro Chena de fondo. Casas llenas de familias fantasmas, casas como domésticos infiernos, casas como reliquias de un castigo divino que no es más que la imposibilidad del amor. Este libro pasó desapercibido por la crítica de la época que no vio en él más que un amaneramiento de los recursos que podían ligarse, más por contenido que por forma, a la obra poética de Francisco Casas, en específico, Sodoma mía (1991). Las distancias entre ambas son suficientes para no caer en el juego de la comparación esencialista o la homologación fácil solamente por el gesto minoritario de su discurso.

El andrógino no es el dual sino exactamente quien ha vencido la separación de los contrarios. Instala una “sobrenaturaleza” al decir de Lezama y, por ende, una contra-identidad. El primer hombre es la primera mujer, y viceversa, en un sistema donde “no hay ángel, no hay diablo”. Como si de algún modo el mandamiento número uno de esta poética fuera subvertir la jerarquía celeste, el imaginario moral de sus restricciones y convertir las animitas, santas, vírgenes, ángeles, diablos en pobladores de un civitate dei periférica, una San Bernardo primigenia cruzada de charcos, esteros y todo lo que en sueños significa desgracia. Alicio o Cecilio son otra imagen de lo mismo, del desmontaje del cuerpo como mancha y del alma como templo más bien llevándolos al incesto y el tabú. Dice un verso de Andrógino: “Yo en el camino/ que lleva al país del amor”, casi como sinécdoque del título de este libro que veremos más adelante donde tiene sus primeras correspondencias.

Luego, con Analfabeta (2000) la radicalidad de esas subjetividades se torna más proliferante, es decir, abre su abanico a una Latinoamérica que no duda en llamar “antinatural”. Teotihuacán, Nueva York, Cuzco y la madre patria son una sola heterotopía que cubre de un sol hegemónico la piel morena de la ñusta, la “precolombina del amor”, esa que no tiene lengua madre porque toda madre representa y permite una violación. A través del simulacro de esta nueva habla se inscribe en un alfabético desquicio la posibilidad de reconocerse, devenir, Alcohólica, Fatigada, Indígena, Machi, Ñusta, Residuo, etc. Ser analfabeta acá es estar fuera de lo civilizado, fuera de las palabras, fuera de la luz. No sabe leer el poder más que en las vistosas orlas y estampas de los conquistadores, las monarquías, los inquisidores que ante su propio carnaval de espejismos, de palabras que brillan como la suave piel que adolece, terminan siendo su propio sacrificio. Su fiesta luciferina celebra cualquier tipo de superficie y el canto, que es la sabiduría del pueblo, es donde esta lengua envenenada halla su ceremonia de contagio. Sin dudad, una obra indócil, ácida, con un lenguaje fracturado desde su mismo lugar de escritura, tanto por la pobreza que permite una página en blanco como por su posicionamiento decididamente político y confrontacional a su época de obras límpidas, no problemáticas y entronchadamente literatosas, para no decir académicas, pues suele interpretarse maliciosamente el término.

La crítica a Analfabeta fue en cierto modo contradictoria, por un lado Jessica Atal desde El Mercurio señaló que:

Antonio Silva escribe en un lenguaje crudo y violento que impacta, provocando desde pena hasta terror. El tono no deja de ser grave y rabioso, románticamente iracundo... Y cada elemento o imagen de la realidad interna aparece como símbolo del mundo exterior, reflejando un poderoso trasfondo cultural, de sangrienta historia prehispánica e indígena[7].

No obstante, la recepción general del libro si bien es cierto fue exponencialmente mayor que la de Andrógino, y lo será del mismo modo con Matria, no se logró producir un horizonte de lecturas de las crisis que la obra estaba agenciando. Los prólogos de ambas publicaciones son de Carmen Berenguer. En el del primero, que por cierto ganó el Premio Eusebio Lillo de la Municipalidad de El Bosque el año 1996, la poeta previene de la apropiación desde la academia de estos discursos “degenerados” y contraviene de las territorializaciones propias de una tradición nacional mientras que en el segundo se centra no tanto en el desenmarque de un paisaje sino que en las contorsiones de la lengua, en su máscaras lingüísticas, en sus capturas de sentido. Será ya con el tercer libro que se amplíe la atención a su escritura en especial de jóvenes críticos como Víctor Quezada (“Matria: hacia la producción de un espacio, una tentativa” y “Alrededor de Matria: una futura lengua”) o Bibiana Hernández (“Pluralidad, mestizaje, travestismos: Matria, el devenir-mujer, devenir-travesti o la patria invertida”), e incluso desde una posición más visible Patricia Espinosa [8]. En una entrevista en La Nación [9], el propio Antonio se refiere a dicha obra:

Mi libro es parte de un saber contradisciplinario, es decir, es parte de muchas otras propuestas que apelan a la desestabilización de ideas y nociones monolíticas sobre el cuerpo, la política, la identidad y el deseo. Entiendo que esa operación no es aceptada del todo por los aparatos de poder que piden Carnet de Identidad a la literatura. Estoy consciente que mi propuesta no debe caer del todo bien en los circuitos más cercanos al poder, a las hegemonías metropolitanas de la poesía actual. No trabajo para la crítica, trabajo para quienes encuentren en mis textos un argumento para pensar una realidad cada vez menos ingenua y más radical a la vez. Soy más su silencioso entusiasta que su frenético lobista.

Incontables veces le insistí a Antonio llamar a su libro Anómalo, en vez de Matria (2007), para continuar con la saga de ese Andrógino y Analfabeta, que no son más que la reiteración de las primeras letras de su nombre, pero no me hizo caso. Y ahora con el pasar del tiempo creo que tenía toda la razón. Su conciencia literaria preveía en su propia obra una subjetividad autónoma que se reclamaba a sí misma en sus materiales, es decir, si Andrógino correspondía al cuerpo y Analfabeta a los discursos, este tercer libro, Matria, sin duda tenía que devenir territorio. De este modo, máscaras, marcas y mapas respectivamente pueblan la obra del poeta y quizá de ahí su juego con la simulación y el artificio. El título entonces me lleva a escarbar en la semántica de aquella matria, que pareciera remitirme a una materia incompleta, a un cuerpo intermitente, a un territorio virgen y profanado a la vez. Al conocer este libro hace años no tuve dudas en celebrarlo como lo mejor y más próximo que he leído de los poetas que comenzaron a escribir en los noventa. Sin duda, es el más arriesgado formalmente, el que reconduce su obra previa por los senderos más peligrosos de su escritura, porque si de algún modo la crítica a la generación en la que apareció Silva es su pavidez, su carácter insípido y su afán de devolver la poesía, como la que venía haciéndose desde la generación del cincuenta con Lihn, a la página en blanco y al libro como situación y conformidad.

Si en Andrógino el territorio suspendido es San Bernardo, y en Analfabeta, América, Matria llega a convertirse en una zona autónoma, un pago y una vista donde los recovecos y pasillos se ensanchan hasta tensionar las metáforas de la post dictadura que no es otra cosa que un totalitarismo transversal y ya no sólo milico sino que de género, raza, edad, clase, estado de salud y una serie de microdictaduras democráticas que se sustentan en la predación del mercado y en la indiferenciación de izquierdas y derechas, salvo por temas morales, en los cuales siempre gana el sector más convenientemente conservador. “He inventado una patria para los despatriados” dice Silva en el poema homónimo al libro, donde convive la india que habla una futura lengua mapuñol, o un sincrético idioma  "Quechua, Aimará Naguatl”. Esta fuerza de un lenguaje, hoy en día, “terrorista” es la que se sitúa como una bomba de racimo de hortensias en el rostro del lector. No es una representación, ni un enroque, sino que la apropiación de una voz que no existe aún, una proletaria lengua del futuro que será la única que nos podrá narrar como historia y acontecimiento. Esta campesina que “deviene A B E C E D A R I O” va mutando en todas las posibilidades que permite su hermenéutica del sujeto, es tanto Miss Universo en un programa de televisión como el padre Hurtado con sus ángeles indios o Shakira en su “trínico cross-over”. Nada es fijo, nada se mueve. Esta suerte de guión imposible, de bestiario para el ojo neoliberal avanza y retrocede en su lectura de la literatura como excusa de una mirada errática a los agujeros negros que el campo cultural recicla como lugar de la diferencia. Quizá en este sentido no habría tanto que preguntarse cuán distintos somos sino cuánto nos parecemos sin que esa misma cercanía deje de significar un nuevo pacto, pero también un reto.

De todas las ruinas culturales que hoy se celebran como monumentos, la poesía de Antonio Silva hace un caprichoso raspaje, tanto la teleserie mexicana vista en una mediagua donde alguien revisa su estuche “mis cosas” bajo la atenta mirada de Emmanuel o como la vidente Coatlicue frente a un centro comercial que “expone sus grasas y carbohidratos”. Todas las vírgenes tienen nombres de putas y al revés. Las santas o animitas a las que se le pide un deseo tienen el rostro de travestis fantasmas que han sido asesinadas por el desprecio y el dolor, de la misma manera que “el agujero en el corazón de un niño afgano”. Como decía antes, todos estos vestigios y escombros de una invertida memoria, se hacen presentes con retazos de películas viejas, de calles oscuras, de chicos hoscos pero bellos en su delito, en Juana Iris que es la Virgen del Carmen de esta Matria. Tutelar y protectora de la dictadura del deseo. Una mística metáfora que burla a la muchacha francesa quemada por intrigas políticas y religiosas, y la hace hermana de utopía y castigo, pues son Arco e Iris, ambas una sola, exterminada por la mano invisible y celeste del fascismo global.

Matria viene a ser una enérgica relectura de los tópicos de su obra anterior, ampliados hasta horizontes que ni el mismo Silva imaginó. Sus títulos representan un manifiesto, pero sobre todo una videncia literaria sobre sus materiales, sus objetivos y sus límites. Este libro es la más concluyente prueba de que la poesía no estaba muerta en la generación anterior, sino que sólo necesitaba un contexto en que nuevos ojos, nuevas mentes y nuevas sensibilidades y honestidades pudieran apreciar su profundidad, su desgarro y su genialidad. No me cabe ninguna duda de que aquí se cierra un capítulo en lo que a periodizaciones se refiere y se suma a una distinta manera de entender la poesía y la catástrofe. Lo más probable es que sea ésta la cima de un agujero histórico y la utopía que algunos soñamos escribir desde este otro lado de la rebeldía, de la ternura y del odio a una patria en donde, como señala el poeta, “el hombre bueno será juzgado como un criminal”.


III

cascada y precipicio

Hace exactamente treinta años Beatriz Sarlo publicó El imperio de los sentimientos, sí, este mismo título. Tal homonimia es una más de las operaciones de Silva para desmontar el estatuto de la propiedad privada, en este caso intelectual, tensionar la apoteosis del nombre y poner en crisis su autoridad. No obstante, la autora argentina, a la vez, en el prólogo de su libro reconoce el casi idéntico gesto con un conocido ensayo-bitácora de Barthes sobre Japón: El imperio de los signos. De este modo, el imperio como metáfora, incluso de la civilización, con sus rígidas genealogías acá tiene una contraparte lúdica que se complace en sus múltiples devenires minoritarios, de desacato y corte. Desde la sintomática lectura que hace Barthes de los ideogramas pasando por el brillante análisis crítico de los folletines novelescos de comienzos del siglo pasado en Argentina en donde el sujeto femenino era construido en torno a ideales de belleza, salud y afectación[10] es que este libro de Antonio Silva, consciente o no, conecta con las aristas más problemáticas de sus antecesores, ya sea por la parodia del exotismo y lo poscolonial, o por el modo en que las identidades deben desarticularse en vez de convertirse en objetos culturales en el catálogo estatal. Bárbaros, plebeyos, contraculturales, parasistémicos o como se les pueda llamar a cada uno en su momento es que conforman esta genealogía para nada ‘gris y meticulosa,’ sino que por el contrario, le da un marco tornasolado a esta edición de la obra poética reunida, que lamentable y afortunadamente no nos consta que sea completa, de Antonio Silva.

El Imperio de los Sentimientos, así con mayúsculas, compila los tres libros publicados en vida por el autor además de adjuntar lo que se ha podido rastrear de una tentativa obra inédita, Boca [11], que él mismo me compartió en septiembre del 2010 para una antología de poesía chilena actual que publiqué en Centroamérica un tiempo después [12]. Hasta ahora no son más que estos pocos poemas y no sabemos si queda algo o esto es todo. Sea como sea, decidí hacerme cargo de esta edición por varias razones que creo pertinente enunciar aquí para no volver a repetirlo. En una conversación por Facebook, el día 19 de febrero de 2012, le contaba a Antonio de las ganas de armar un nuevo proyecto editorial para publicar sólo obras completas. Le pedí comenzar con la suya, a lo cual accedió de manera inmediata, pero su reparo fue que los derechos de toda su obra estaban en manos de la editorial Cuarto Propio. El sello no prosperó y la idea quedó en el aire hasta que a fines del año siguiente le propuse a Marisol Vera, directora de la editorial, que nos empeñáramos en poder sacar el libro. A mediados del año pasado le pedí a Pedro Lemebel, autor admirado por ambos sin lugar a dudas, escribir un texto para esta edición, ya fueran unas palabras introductorias o algo para la contraportada. Me sorprendió lo afectado y emocionado de su respuesta en el correo electrónico: “Cómo me gustaría verter algo de esa rabia, pena, ira, amor que me provocó la muerte de Antonio, pero paso por un momento complicado”. Sabía que su enfermedad no iba bien y no le insistí a pesar de que dejó una esperanza de escribir algo si volvía a recuperarse. No se recuperó y falleció hace pocos meses. Así y todo postulamos a un Fondo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura que ciertamente nos fue concedido. Ésta es la historia del libro que presentamos ante sus nuevos lectores. A pesar de toda la tristeza que aún sentimos por las condiciones de la muerte de Antonio, sumada  la de Pedro, y los problemas que subsisten hasta el día de hoy creemos sin lugar a dudas que todo lo que aquí se presenta es el triunfo de una pasión inconmensurable por la poesía de parte de él y una ética que por más que parezca paradójico fue una de las más irrestrictas y lúcidas en la actualidad de nuestro campo literario. Finalmente, dentro de todas estas paradojas, el día de hoy en Chile se ha aprobado por ley el Acuerdo de Vida en Pareja que reconoce por primera vez en la historia del país a las parejas homosexuales. Si esto es el comienzo de un triunfo son también parte de este triunfo Pedro y Antonio.

Esta edición es una sedición, un acto de amor y un visionario autoepitafio de esta “bella pobre”, analfabeta y andrógina, que “ataviada de sol” en su Matria se dio el gusto de odiarnos y besarnos no a todos por igual, pero sí a cada uno en la boca. Y no desde otro imperio sino que del mismísimo Mictlán nos advierte con un sardónico: “sólo yo resucitaré”.


Santiago, 13 de abril, 2015.

 

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Notas


[1] Silva, Antonio y Jaime Aliaga. San Bernardo: El Charco, n° 2, 1995.

[3] “El disfraz travesti representa una identidad hecha de retazos falaces y paródicos. Por esto el travestido vendría a ser símbolo de la fugacidad, primeramente de los géneros sexuales y sociales, de los roles culturales, de la fiesta, de la moda, del poder y el glamour. Su figura es grotescamente poderosa porque ‘grande es la mentira, pero mayor la verdad’ (…) [En el poema “Instalación] El/la hablante muestra el espacio celeste de la Virgen, a la que ve como una estatua marmórea instalada como espectadora pasiva de una payasada travesti y prostituta en el mundo, de la cual sin embargo es protagonista al mismo tiempo. Contradicción y ambigüedad que voltea los papeles de sacritud y profanía. Es la madre mundana de un cristo mundano, y aquí está la parodia a las imágenes celestiales masculinas y femeninas del cristianismo, tanto María como su hijo están en el mundo cada uno con su sacrilegio. El hecho de ‘ocultar las mugres del hijo. Los clavos’ hace de ella no la Gran Madre, sino que la prostituta solidaria con su proxeneta hijo”. “Revisión del género travesti en cuatro poemas de Analfabeta de Antonio Silva”. Paper inédito, segundo semestre, 2000.

[4] Zurita, Raúl. Cantares: nuevas voces de la poesía chilena. Santiago: LOM, 2004.

[5] Comparto acá este documento que sin duda expresa lo que fue nuestra separación. Es del 9 de noviembre del 2008, tiene el encabezado Diamantes para ti y es el único en que firma con su nombre completo y me llama a mí de la misma manera, siendo que entre nosotros siempre hubo apodo travesti: “Seguramente  cuando  leas este mail ya estarás en tierras de Coatlicue. Te extrañaré demasiado. Lo único que sé es que en este ‘Chile culiao’, como lo dices tú, fui testigo del paso de un cuerpo celeste, arrastrando en su cabellera una de las terceras partes del universo (la otra soy yo, jejeje) y la otra está por venir. Recuerda lo que te dije siempre: nosotros estamos escribiendo para el futuro, así ese desencanto que tenemos, y en especial tú, es parte de esa bella profecía de odio y ternura, como señalaste en algún momento. No te digo adiós, pues tengo la certeza que nos reencontraremos pronto, en este o en el próximo mundo. Sólo desearte lo mejor, yo te regalo el sol para que guie tu paso junto a Quetzalcóatl. Diademas y zafiros para tu vida con Yaxkin, esmeraldas y rubíes para tu corazón, jade y mirra para tu escritura y una lágrima de esta pobre loca que soy yo, que te verá pronto, muy pronto. Adiós hermano  hermana, Héctor Hernández Montecinos, miembro de la Orden del Mutante y recuerda que los secretos de nuestra orden están prohibidos para los seres simples y vulgares, los heterosexuales. Un beso en el corazón de tu corazón. Antonio  Silva Fuentes”.

[6] “¿Qué clase de cosa es la Enfermedad (siempre se trata de una y sólo una: en el siglo XIX, en el XX, en el XXI), y en qué sentido nos sirve para pensar la literatura? Una cosa imaginaria, una cosa en el registro de lo Imaginario y, por esto, parte de la ecología de la Imaginación. La Enfermedad, disturbio de la salud, al mismo tiempo que representa un desorden de la naturaleza, es aquello que se sustrae del aparato jurídico. Lo señala Michel Foucault en su curso Los anormales (1974-75) y en los libros que de ese curso se deducen, como Vigilar y castigar (1975) o el primer tomo de Historia de la sexualidad (1976): la teratología del siglo XIX es una teoría donde lo monstruoso es aquello que desafía a la vez las leyes naturales y las leyes del sistema jurídico (…) El siglo XX sigue la política del monstruo: recodifica y al mismo tiempo revaloriza la Enfermedad, sus metáforas y su principio de inteligibilidad. Se trate de Los raros (1905) para Rubén Darío, del Demonio para Mann, el Minotauro para los acefálicos, la transgresión en George  Bataille y Foucault, la abyección en Genet o cierta zona de la teoría feminista de la década del 90, por todas partes el Monstruo impone su presencia y su voz es un llamamiento a la destrucción, a la soledad o a la apatía (…) En el siglo XXI, la Enfermedad recupera viejas metáforas y personajes ilustres (contagio por contacto, transfiguración nocturna), porque vuelven los terrores del siglo XIX (la tuberculosis y las demás enfermedades de las vías respiratorias: neumonía, asfixia). Pero la novedad del HIV (mucho más que la del SIDA) es que la Enfermedad conecta indefinidamente, y de manera masiva, al ser humano con la maquinaria médico-farmacológica (la industria farmacológica es la tercera, después de las armas y el petróleo). Y esa conexión, a diferencia de las radioterapias y quimioterapias propias del siglo XX, no es tanto un envenenamiento como una suspensión indefinida del combate. El SIDA es, efectivamente, la Enfermedad del capitalismo tardío”. Link, Daniel. “Enfermedad y cultura: política del monstruo” en Literatura, cultura, enfermedad. (Wolfgang Bongers y Tanja Olbrich, comps). Buenos Aires: Paidós, 2006.

[7] Atal, Jessica. “Furias Crípticas”, Revista de Libros, El Mercurio, 8 de Julio, 2000

[8] “Por cierto, el verdadero apagón cultural está sucediendo a nuestra vista y paciencia. Es por ello que me parece tremendamente importante que emerjan escrituras que se nieguen a este apagón cultural programado por las políticas culturales del Estado. La poesía de Antonio Silva se ubica en la otra vereda, en un lugar de repudio y reciclaje tanto literario como ideológico.  Entonces, oscilar por el neobarroco y por el camp. Privilegiando la figura del sujeto mujer y homosexual (…) El recargamiento de la palabra, la proliferación adjetivante en la construcción del verso, la hiperbolización de la mirada que no duda en imbricarse con la eroticidad genera ornamento ligado a la idea, al concepto, al régimen discursivo. Un ornamento que asimilado a una realidad que emerge ingenua, a ratos prístina, pero también mancillada, infecta el engranaje lírico llevándolo hacia la marginalidad, hacia lo lumpenesco, callampero, poblacional. Silva consigue manejarse en un doble movimiento, el del artificio y a su vez la potenciación de la política del artificio. Es decir, instala la teatralización  performativa;  en el sentido en que ésta opera en tanto el lenguaje produce la realidad a partir de la creación de una escena”. Página web Proyecto Patrimonio. 13 de febrero, 2008.

[9] Ruiz, Felipe. “Antonio Silva, poeta del margen”. La Nación, 17 de noviembre, 2009.

[10] “Una figura de mujer se repite a lo largo de estos relatos: el de la bella pobre, alguien que merece mejor destino, aunque probablemente no lo alcance. Foco de identificación para las lectoras jóvenes, este tópico (que forma también parte de la literatura de folletín y que Dickens no desdeñó) es compartido por la literatura sentimental y por el cine, recorriendo la narrativa sentimental como uno de sus hilos conductores. La bella pobre puede ser el eje de apasionantes tramas, porque al no tener otras armas que las de su belleza, se arroja al mundo en una lucha desigual y se convierte en protagonista de las aventuras del sentimiento vivido bajo condiciones adversas. Si su destino desdichado es previsible y confirma expectativas sociales, su eventual victoria sobre las desigualdades injustas es consuelo y ejemplo de lectoras, probablemente también pobres, aunque quizás no tan perfectamente bellas”. Sarlo, Beatriz. El imperio de los sentimientos: narraciones de circulación periódica en la Argentina (1917-1927), Buenos Aires: Norma, 2000, pp 25. (1° edición, 1985).

[11] El poeta Sergio Alfsen-Romussi me dio el título de este libro. Me cuenta que en sus últimas conversaciones con Antonio éste ya no hablaba de Boca sino de El Imperio de los Sentimientos, título con el que he querido englobar toda su obra poética hasta la fecha ya que no sólo en su intertextualidad sino que en su abrupta insolencia y candidez hay algo que explica de mejor manera todo lo que hemos intentado hacer hasta acá.

[12] Hernández Montecinos, Héctor. Réplica: poesía chilena contemporánea (1970-1985). Ciudad de Guatemala: Catafixia, 2012.

 


 


 

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Antonio Silva, anómalo
Prólogo a El Imperio de los Sentimientos: Obra reunida de Antonio Silva
(Cuarto Propio, 2015, 194 páginas)
Por Héctor Hernández Montecinos