LA COSMOGONÍA CORPORAL DE H.H.
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Por Manuel de J. Jiménez
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I ... LA REVELACIÓN VIVA
Formar y asimilar una ética en acción: robustecerse con delirio y ternura; contrarrestar y unir los vértices del lenguaje presente y futuro; consumirse entre las líneas de fuga que el mismo autor ha creado para sí y para todos los demás que coadyuvan su ánimo y fe en la escritura.
La historia del libro de Héctor Hernández Montecinos (Santiago de Chile, 1979) se perpetúa entre una numerología vitalista. Por un lado, está la trayectoria del nueve como dígito divino, hermético y transitorio; por otro lado el número once representa la potencia ante los nuevos órdenes, una vez trascendidos los valores primarios del status quo literario y político. Alrededor de doce años, la Divina Revelación registró, con incalculable talento y vehemencia, los acontecimientos que Héctor vivió, vive y vivirá aún; porque paradójicamente, fue la Divina Revelación, el libro escrito por él, quien eligió a ese personaje ficticio, fantasmagórico y sentimental llamado Héctor Hernández Montecinos –simplemente abreviado por ella como H.H.‑ para mostrar toda la locura, la pasión y el desbordamiento visceral, a veces venerable, otras veces mundano, que las páginas reclamaban desde sus centros hasta sus márgenes.
La Divina Revelación más allá de ser un corpus lleno de geografías literarias e islas fortificadas con versos luminosos, es un ánimus que trastoca los arquetipos de lo eterno masculino/femenino, que sintoniza la consciencia regenerativa del yo ‑a la manera de Whitman o Vallejo‑, que se enlaza a través de moléculas con las tradiciones literarias de América Latina, recorriendo camaleónicamente el espíritu de la nueva poesía del continente.
A partir de Guión, el poeta se presenta con el coraje enquistado en su nombre. La historia de su apellido, las grafías que representan los elementos de su vida cercana ‑sociedad, familia y nación‑, son la vía de lucha, tanto simbólica como real, entre el sordomudo-niño y las mentalidades-centinelas, entre la poesía y los circuitos chilenos de la poesía lupanar. Ya en Coma, el poeta, para decirlo con sus palabras, “cree en el lenguaje sagrado y herido”, donde se despliega la “R” de la reescritura hasta llegar al espacio del Teatro Tiempo, donde las palabras se destensan y se descomponen. De este extraordinario libro, Coma, se hace el corte y la continuación, a manera de palimpsesto, para generar el Debajo de la lengua, trilogía que continúa con el sentido integracionista, celebratorio y libertador del Canto General. Es en esta coordenada de la escritura, cuando Héctor ya no puede regresar, porque en un determinado punto la literatura te exige toda la sangre y toda la bilis para seguir floreciendo.
II... El OJO QUE ESCRIBE
La naturaleza guarda sus secretos bajo los continentes ideológicos. Existe una superficie cubierta en el alma que sólo la poesía llega a intuir, pues es sabido que no hay certezas en el campo del espíritu. La revelación común se da cuando el sujeto mira con nitidez su mismo entorno y vuelve a configurarlo bajo otras características dimensionales. Para esta modalidad se puede profesar la acética, el quietismo o el anabaptismo, por mencionar las más importantes del siglo XVI.
Sin embargo, una revelación se vuelve divina, cuando el sujeto traduce el hermetismo de Dios en un lenguaje umbral: que le es propio y ajeno al sujeto en cuestión. Héctor Hernández logra y logrará, con la unión de sus dedos, lenguas y ojos, una poesía profética que traduzca la palabra de los Libros de la Vida. Sin embargo, estos libros, aunque abiertos por el poeta, no son susceptibles de hermenéuticas, “porque quien une sus letras / con los hilos de luz que cuelgan de los ojos / jamás puede volver a reconocer palabra alguna”. He aquí los inconvenientes de sufrir la Divina Revelación. Las palabras ya no se entienden como unidades lingüísticas, la re-significación las trasfigura en puntos caóticos: los círculos cumplen proporciones anormales.
La conciencia poética parece traspasar, en el trascurso de los tres libros, un espacio indeterminado, de fondo negro, para levantarse en una atmósfera sórdida. En Punto, los animales mueren, el mundo deja de ser mundo, los elementos naturales se subvierten; las colinas y quebradas son de agua; la sal y el hielo son las nuevas maravillas de la materia. Para contemplar estos escenarios, que se sitúan después del apocalipsis íntimo, Héctor Hernández tuvo que huir de la vida y todas las instituciones mentales que la conforman: el poeta respira desde la no-vida en un tránsito que tampoco es muerte.
Finalmente allá, bajo el tarot de Héctor, las letras o números son manchas que vuelven a unir al mundo en un sueño, abriendo así cada uno de los sueños colectivos.
México, DF., 9 de octubre de 2011.