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La astronomía de la literatura de HHM
Sobre La Divina Revelación (Ciudad de México: Aldus, 2011)

Por Nérvinson Machado


 

 

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Así como en el Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN)  ha provocado las primeras colisiones de iones de plomo, en su afán de despejar más incógnitas sobre los orígenes del Universo, Héctor Hernández Montecinos, con su lengua de ion ha provocado su propio big bang literario que resume en esta obra, que recoge 12 años de trabajo, La Divina Revelación.

Aquí los deseos de dar origen a su propio universo, que a su vez queda resumida en la Letra H –inicial del nombre y primer apellido del autor- abarca una serie de constelaciones de desencantos, críticas y visiones que terminan pariendo  un  “autor [que es]… personaje de la obra”. Aunque le agregaría “víctima” de su propia mano. Y tal vez como Gombrowicz inició sus diarios con un “yo” galáctico que va atraer hacia sí muchos otras galaxias que lograrán coexistir sin tropezarse entre ellas, Héctor nos dice: “H no es muda ni tampoco representa el silencio Hache sobre hache es una escalera por la cual Homónimo podrá entrar”.  No hay que olvidar que el nacimiento de Hernández Montecinos está en estas casi ochocientas páginas.
 
Héctor compone esta trilogía que está llena de claves numéricas, cabalísticas, que ha girado en tres ejes fundamentales: el tiempo, el libro y el lenguaje. También son tres los libros que componen este libro: [guión], [coma], [y punto]. A partir de este número podemos intentar descifrar a un poeta posgolpe militar, a un joven que encarna a un continente maltratado y que lleva en las venas, también, a una generación de un desencanto mordaz que ha aprendido a reírse de la inercia y de los relatos rígidos sobre el futuro. Reinterpretar todo; volver al inicio, a un inicio que trate de resolver la clásica duda: ¿y si todo hubiese sido distinto? El primero de los libros, [guión], nos dice:

“Tanto acá abajo como allá arriba
todo límite toda frontera
es siempre un llamado a volver a empezar
con nuevos ojos”

¿Qué guionista  ha hecho la vida del poeta? Es difícil de aclarar, pues el propio Hernández es un origami de sus páginas. Escribe condicionado por el fracaso ante su propio esfuerzo y se permite así dudar de sí mismo y de lo que le rodea. Para ello crea esta parábola en forma de diálogo que se va a repetir  –al igual que muchos de los personajes a los que les da vida en sus poemas– a lo largo del libro:

“¿Cómo se va a llamar?
La historia va a llevar un título de sueño
¿de cuál sueño?
¿te dormiste?
Creo que estoy muerto”

Héctor no deja ninguna estructura poética sana, ataca por todos lados, del verso pasa a la prosa y de la prosa a las máximas con un lenguaje poco pretencioso e incisivo, no tiene interés en la metáfora “hermosa”. Lo aclara: “no ensuciaré tu belleza”. Y desde el lenguaje del despreciado, y con la idiosincrasia latinoamericana, para ser más específico, la chilena, arma su propia visión de tiempo, lo cual me hace acordar mucho a Paul Ricoeur cuando dijo: “El tiempo se hace tiempo humano cuando se articula en forma narrativa”.  Pero en lo onírico, el tiempo no tiene valor y de esta mezcla se produce la descripción de lo cotidiano como expresión fallida (en muchos casos) de la civilización occidental. Hay que tener en cuenta que la poesía latinoamericana por mucho tiempo ha sido hija del dialecto español. Ha sido el Siglo de Oro lo que ha marcado generaciones que se apresuran a escribir con la corbata puesta, y es a partir de la segunda mitad del siglo XX donde la camisa de fuerza poética impuesta por del viejo continente empieza a aflojar.

Otro de los tópicos de este corpus poético, que anteriormente mencioné, es el libro –ese espejo con el que tomamos forma como humanos–  y que se convierte en un espectador-dios  que narra los alcances y desgracias de nuestra especie. Esa incisión, ya no en el barro como lo hacían los sumerios, sino en el papel y en la piel de quien lee La Divina Revelación. Es un intento de negar uno de los vértices del triángulo equilátero de la obra a la vez que lo reafirma. Esta dialéctica se afirma cuando entendemos que con el libro hablamos con los muertos, también hablamos los muertos con el futuro. Es decir, el tiempo cabe en el bolsillo y a veces lo podemos transportar en el bus y acceder a él cuando nos plazca, basta llegar a la primera página de este libro para comprender mis palabras.

 Pero veamos parte de los otros dos libros, [coma], por ejemplo, es uno de los libros que mejor logrado está. Aquí el autor tiene una madurez que logra afianzar por medio de un creacionismo lejano a Huidobro. Así sale el primer hombre. Sabe de ante mano que el primer hombre es a su vez el último, porque será el que inventará la escritura y a partir de ahí será la escritura misma la que respire y robe el oxígeno al mundo y sea esta la que dé a luz a una nueva raza. Se crean realidades dispares que se prestan fundamentos y terminan por asumir la intertextualidad como condición propia del saber. Borges ya no los había dicho, de alguna manera somos todos los que han muerto antes de nosotros.
    
“Ahora que todo está lleno de agua recorro la habitación buscando mi pequeña casa que se llama noche pero no la encuentro El aire ha sido partido por un relámpago acuático y ya no habrá más aviones en mi camino Yo tuve la premonición Yo tuve la premonición centímetro a centímetro de esa transparente catástrofe Lo vi en sueño pero nadie me creyó Me dijeron que me moría a pedazos porque todo me era más cercano Pero este desastre estaba en algún rincón de mis venas Lo siento Creo que hacer de la noche lo que uno es significa empequeñecer toda distancia Es una forma de decirlo No sé lo que estoy hablando”
 
Eugenio Montejo nos enriqueció con un uno de los mejores versos de la lengua venezolana y que ahora me siento obligado a citar a raíz de esta lectura: “Escribe claro Dios no tiene anteojos”. Hernández no solo escribe claro, sino que oscurece con brutalidad y sencillez, porque la incapacidad del alfabeto necesita ir más allá del sonido. De ahí que muchas partes de [coma] sean casi ideogramas.  Algo a lo que me veo destinado a contradecir a Rosseau cuando comentaba que el alfabeto es la evolución más grande que ha tenido la logocracia humana.
 
La escritura nace con los dioses, nace con Nidaval en Mesopotamia (diosa de los cereales y la escritura), con Toht en el lejano Egipto, pero sea cual fuere el dios al que se quiera citar, ellos solo pueden acceder a la tierra mediante la palabra escrita. Los griegos se caracterizaron por dar visa a todas sus deidades por medio de la escritura, también en saber que la lamentación era propia de eso. La intertextualidad excede el diálogo con el pasado y alcanza una fluidez verbal que lo resume muy bien en uno los capítulos: “Ay de mí [o las palabras que repetí para no olvidar]”. Como si el dolor fuese en realidad la memoria punzante necesaria para vivir. 

 “Ay de mí y los nuevos contextos que hacen que todo sea una mierda menos honesta y más cool
Ay de mí porque nunca más diré nunca más mientras el hombre más solo y más feo escriba el primer poema de amor
Ay de mí y de tantas carreteras sobre buses que nunca me sacaron ni trajeron de mi propia noche”

El último libro, [y punto], como punto final a una etapa, el que habla es un muerto. Desde su condición de no cadáver, sino de conciencia viviente, nos habla de un país donde está encerrado un continente y, a su vez, el planeta entero. Ya fuera de toda atadura. El poeta se describe, al igual que su entorno en tercera persona. Se da tiempo de verse como un extraño y plantea: “El miedo preconiza todo lo que vive El lenguaje es el único don heredado de los muertos”.

La cabeza sangrante del rapsoda puede seguir cantando aún alejada de su cuerpo. Esto nos lo dijo Ovidio. Hernández Montecinos también abrió las puertas del inframundo y desde ahí su cabeza, aún sangrando con la herida chilena, seguirá entonando el mito que llama a la insolencia y reclama la salida de la élite intelectual para que sus pies de páginas en la poesía latinoamericana tracen un nuevo camino, del cual cada quien se hará responsable.     


 

 

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