CONFESIONES DEL LOBO SAPIENS
Conversaciones con Hernán Lavín Cerda
Por Mario Meléndez y Gerardo Miranda
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- M.M.- Hoy, 25 de abril, día lunes, despertamos con la triste noticia del fallecimiento del poeta chileno Gonzalo Rojas, nacido en Lebu en 1917, autor de libros fundamentales para la poesía hispanoamericana como La miseria del hombre (1948), Contra la muerte (1964) y Oscuro (1977) ¿Qué recuerdos tienes de Gonzalo? Sé que fueron muy cercanos.
- H.L.C.- Así es. Con Gonzalo nos conocimos durante una reunión de poetas jóvenes. Éramos los llamados poetas emergentes de la generación de 1960. Fue un encuentro que se celebró en la Universidad de Valdivia en 1965, si no recuerdo mal. Invitaron a poetas jóvenes de distintas zonas de Chile. Aquel evento estuvo organizado por un profesor que fue convirtiéndose, poco a poco, en un especialista de la poesía latinoamericana: me refiero a Jaime Concha. Según el registro de mi memoria, también tuvo una participación destacada Federico Schopf, quien no sólo era un analista riguroso del fenómeno escritural, sino que también incursionaba en el campo de la poesía. Con los años, parece que Schopf ha optado más bien por el ensayo literario y la docencia e investigación, siempre en el ámbito de la poesía, por supuesto. Su sensibilidad surge del arte de la palabra, por supuesto. Aparte de estos autores que ya he mencionado, llegaron a Valdivia dos poetas mayores en aquel tiempo: me refiero a Gonzalo Rojas, quien vivía en Concepción, y Braulio Arenas, quien fue desde Santiago. Poco a poco nos fuimos conociendo: paso a paso. Fíjate lo que es la vida: allí empezó a vivir la llamada Generación de Poetas de los 60, sí, aquellos que empezamos a publicar nuestros libros a partir de ese período. Ya sabíamos de Gonzalo Rojas porque la Editorial Universitaria, en Santiago de Chile, había publicado su libro Contra la muerte. Eso ocurrió en 1964. Dentro del volumen se incluía un grabado del artista Julio Escámez: en él aparece un hombre sobre un caballo gris, y abajo, de pie, hay un niño de unos siete años. Aún conservo el grabado y aquel volumen de 92 páginas. Su dedicatoria es muy breve, pero luminosa: “A Nora y Hernán Lavín Cerda. Al amor: al relámpago. Gonzalo. Casilla 1372, Concepción, Chile”. El libro se abre con un texto fundamental: “Al silencio”, y concluye con otro muy breve y no menos importarte, pues se trata de una especie de arte poética. Se titula “La palabra” y dice: “Un aire, un aire, un aire,/un aire,/ un aire nuevo:// no para respirarlo/ sino para vivirlo”. Sospecho que recién estábamos descubriendo o mejor dicho valorando en toda su dimensión a Gonzalo Rojas. Sabíamos de La miseria del hombre, sin duda, su primer libro publicado en Valparaíso en 1948 (“Una edición horrorosa”, nos decía Gonzalo, con ilustraciones de Carlos Pedraza en la línea del expresionismo doliente). Debo señalar que aquellos poemas fueron descubiertos y valorados por nosotros con cierta lentitud. Transcurrieron varios años. Pero al editarse Contra la muerte en 1964, dieciséis años después de su primer libro, pudimos apreciar la energía que aún habita en las escrituras palpitantes de Gonzalo, a partir de su obra inicial. Nuestra lectura de Contra la muerte nos hizo descubrir o más bien redescubrir esa potencia que viene palpitando desde los tiempos de La miseria del hombre. Con la obra de Gonzalo se dio entonces aquel fenómeno de los descubrimientos algo tardíos, o más bien un redescubrimiento. En lo personal, antes de conocer personalmente a Gonzalo Rojas en aquel Encuentro de Valdivia, debo contar la siguiente historia: yo recién me había casado con Nora Figueroa de la Fuente, quien también es maestra de Literatura Hispanoamericana, y por aquel tiempo tuvimos amistad con un profesor que era muy apasionado por la poesía: me refiero a Vicente Parrini, quien escribía poemas y artículos sobre literatura en el diario El Siglo. Era miembro del Partido Comunista y un defensor entusiasta de la Revolución Cubana. Yo publicaba artículos y ensayos literarios en el periódico La Nación, por allá por 1960, 1961, 1962, si no recuerdo mal, y también empecé a publicar algunos textos de esta misma índole en El Siglo, pero bajo el seudónimo de Ángel Castillo. Yo tenía un poco más de veinte años. Un día llegó Vicente Parrini a nuestra casa. Nora y yo nos habíamos casado en febrero de 1963. Vivíamos en un departamento que rentábamos muy cerca del bellísimo cerro Santa Lucía. Ahí apareció de pronto Vicente, muy emocionado porque había descubierto y leído a fondo La miseria del hombre. Era un hombre mayor que nosotros, muy apasionado, nervioso, que fumaba sin piedad y sin tregua. Recuerdo que me dijo mientras su cuerpo se estremecía de tanta emoción: “¡Ay, mi querido Hernán,tienes que leer a este poeta ahora mismo, lo antes posible, porque es una verdadera bomba, sí, una convulsión, y en el campo amoroso es más bien un animal con inclinaciones carnívoras, sin duda, una especie de antropófago insuperable! Digamos que devora a la mujer, verso a verso, y sin misericordia. Es un fenómeno indiscutible. Prométeme que lo leerás cuanto antes. Gonzalo devora al elemento femenino, como debe ser, ¿no te parece? ¡Después de leer a fondo sus poemas, no hay duda que estamos en presencia de uno de los grandes poetas antropófagos de la humanidad! Te diré que yo entiendo así el amor: es un fenómeno que no está muy lejos de cierto canibalismo; lo digo en sentido figurado, como es obvio. Los verdaderos poetas amorosos o más bien eróticos, lo erotizan todo, a partir del idioma, y acaban por devorarse poéticamente a la mujer. Es un fenómeno apasionante, ¿verdad? Así entiendo el amor: me gustaría vivirlo de ese modo. Yo lo veo y lo siento en la piel, de profundis, más allá de la piel. Sin duda que el amor es una convulsión hormonalmente revolucionaria. No tiene mucho que ver con el juego superficial de la burguesía. ¿Verdad que sí? Recuerdo que todo eso era muy divertido. Había una parte muy graciosa y hasta delirante en aquel juego. A partir de aquellas visitas de Parrini a nuestro departamento junto al cerro Santa Lucía, quedó flotando en el aire el nombre de Gonzalo Rojas. Empecé a leerlo y fui descubriendo la combustión y el juego imantado, siempre imantado de su poesía, así como los distintos grados de su temperatura rítmica. Entonces era muy divertido todo eso, tenía una parte graciosa aquel juego, y a partir de allí me quedó zumbando en el oído la idea de conocer algún día a Gonzalo Rojas. Este fenómeno debe haber comenzado allá por 1961 ó 1962. Poco después se realiza el Encuentro de Poetas Jóvenes al sur de Chile, en Valdivia, y al fin tenemos la fortuna de conocer a Gonzalo en cuerpo y alma. Confieso que lo adoptamos de inmediato como uno de nuestros maestros de mayor altura poética, digámoslo así. Lo inolvidable de aquel encuentro, entre otras cosas, fue que además empezamos a conocernos entre todos. Ahí estaban, si la memoria no me es infiel, Omar Lara, Jaime Quezada, Enrique Valdés, Carlos Cortínez, Oscar Hahn, Waldo Rojas, Floridor Pérez, Jaime Quezada, Gonzalo Millán, Ronald Kay y vuestro inseguro servidor, alias Cayo Valerio Lavín Cerdus, sí, el Lobo Sapiens o Su Majestad la Mano Peluda o más bien el Señor de los Cielos. Por aquel tiempo, yo trabajaba en la sección de Literatura Iberoamericana, dentro de la Biblioteca Nacional, y ya había publicado un artículo sobre el primer libro de poemas de Omar Lara, quien me lo envió desde la ciudad sureña de Concepción. Tendría unos 23 años y ya publicaba artículos en suplementos y revistas literarias de Chile. Escribí mucho en aquel tiempo de mi primera juventud. La buena literatura me deslumbraba. Dicho de otro modo: el Arte de la Palabra y no la basura comercial o no comercial, que inevitablemente se lleva el viento. Recuerdo que Omar me mandó una carta de agradecimiento a la Biblioteca Nacional, allá en Santiago de Chile, y algunos años después, cuando nos conocimos personalmente, me dijo en un tono de sorpresa: “Es curioso, pero yo pensé que tú eras mucho mayor de edad”. Tengo la impresión de que había encontrado muy sesudo, modestia aparte, el artículo que yo había escrito sobre su primer libro, Argumento del día (Editorial Padre Las Casas, Temuco, 1964).
- M.M.- Trilce y Arúspice eran las revistas de esa generación…
- H.L.C.- En ese tiempo, Trilce y Arúspice estaban naciendo. Emergían aquellas revistas que fueron muy importantes para el desarrollo de nuestra literatura y de nuestra poesía en particular. Como ya dije, íbamos descubriendo, paso a paso, que emergía entonces una nueva pléyade de poetas de tonos muy variados, aun cuando teníamos, como es obvio, muchos puntos en común. El crítico y maestro Luis Bocaz siguió los pasos de nuestra generación desde sus orígenes. También descubrimos a Oliver Welden, aquel poeta que venía del norte, de Antofagasta, junto a la inolvidable Alicia Galaz. Por lo que sé, Alicia ya no está en este mundo, pero ¿quiénes son los que van por este mundo todavía? Los exilios, que siempre son en plural, provocan trastornos no sólo geográficos, sino también ontológicos, lingüísticos, carnales, en fin. Su Majestad el Tiempo se trastorna y, paso a paso, vamos convirtiéndonos en sombras como algunos personajes de Juan Rulfo. Hace algunos días recibí un libro de Oliver Welden desde Santiago de Chile. ¡Cuánta emoción! Supe entonces que había vivido en Estados Unidos, posteriormente en Suecia, y ahora me escribía desde La Reina, en Santiago de Chile. El exilio suele ir en plural: hasta la sangre del alma se nos va pluralizando, oh Dios. Recuerdo que Alicia y Oliver prepararon una tesis profesional para la Universidad de ¿Arica o de Antofagasta?, al norte, y me trataron muy bien: descubrieron los aspectos fundamentales de mi escritura poética durante aquellos años. Su estudio también abarcó a buena parte de nuestra generación, si mal no recuerdo, aun cuando esta última frase Si mal no recuerdo, pudiera ser un buen título para un bolero de Álvaro Carrillo, que en paz descansa, o para un tango en la línea de Cambalache. No puedo olvidarme de Jaime Quezada, quien también desarrollaba una actividad muy importante en la difusión de aquella literatura emergente, en especial de nuestra joven poesía de la década del 60, durante el siglo pasado. ¡Oh Virgen del Carmen, allá en Chile, oh Virgen de Guadalupe, acá en México! ¿Cómo es posible que los jóvenes poetas de aquel país situado geográficamente en el fin del fin del mundo, pertenezcamos al siglo pasado? Da la impresión de que todo, casi, hubiera ocurrido en el siglo pasado, ¿casi?
- M.M.- Tú mencionaste a Braulio Arenas, quien junto a Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa conformaban el grupo de la Mandrágora. Si bien Gonzalo Rojas se adscribe a este movimiento en sus inicios, después va alejándose poco a poco. Gonzalo decía que era un movimiento que no alcanzaba una dimensión mayor, a partir de la escritura automática.
- H.L.C.- Sí, estoy de acuerdo en relación al automatismo escritural. Pienso que podía funcionar bien como un ejercicio para soltar la pluma o la lengua, pero no mucho más allá de eso. No obstante, debemos ver el asunto con un poco de más cuidado. Había que soltar la lengua, no lo dudo, en su poder imaginante; pero luego hay que redondear o pulir el producto. Buscar al fin un equilibrio entre lo informal y lo formal. ¿Onirismo en vigilia y sin perder de vista la razón más o menos razonante? Creo que sí, por ahí va el asunto. Hay por ahí un texto de Braulio Arenas que me parece muy singular y, ¿por qué no decirlo?, fascinante: se trata de La casa fantasma. Lo incorporé dentro de otra atmósfera, ciertamente, en un nuevo libro que publiqué no hace mucho y que lleva por título La belleza de pensar que la palabra perro no muerde (Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, y Ediciones Eón, serie narrativa, México, 2009). Ahí aparece La casa fantasma. Yo se lo escuché alguna vez a Braulio Arenas durante una lectura que hizo en la sala Petit Rex, que estaba junto al cine Rex. Hoy día aquel cine ya no existe con ese nombre, aunque me parece que todavía es un cine, allá en el Paseo Ahumada, si no recuerdo mal, en Santiago de Chile. Íbamos con frecuencia al Rex. Qué sala tan elegante. Nadie comía ni escupía ni estornudaba ni tosía dentro del Rex. Casi no respirábamos de tanta emoción suspendida en el aire. Nunca olvidaré que allí vimos por primera vez algunas maravillas como El Satiricón, de Federico Fellini, uno de los magos de la cinematografía contemporánea. Éramos muy cinéfilos, por fortuna. Pero regreso a Braulio Arenas y digo que su lectura fue notable. Me impresionaron algunos de sus textos: La casa fantasma y el Discurso del gran poder, entre otros. Ahora bien, con respecto a Gonzalo Rojas, diré que sí: él estuvo ligado, aunque no mucho, a La Mandrágora. Lo cierto es que los fundadores fueron Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa. A Braulio y a Teófilo los traté mucho en la Sociedad de Escritores de Chile. Siempre fueron muy curiosos: Braulio cortado al rape y con alguna explosión de risa repentina; hablaba corrigiéndose sobre la marcha, midiendo las palabras, y sus ojos eran como de ave rapaz y algo nocturna. Teófilo había sido un príncipe elegante, según dicen; llegó a tener un cargo en algún Ministerio, si no recuerdo mal. Pero la bohemia y el alcohol lo fueron acabando. Lo conocí en su etapa decadente: una especie de pordiosero con elegancia de espíritu. Uñas sucias, casi azules, un abrigo lamentable y “hasta piojillos en las mangas de la camisa”, como dijo alguna vez Gonzalo Rojas. Cuando los jóvenes aspirantes a poetas de aquel tiempo hilábamos algunas oraciones, él nos corregía con algo de paciencia: ojos profundos y párpados a media luz, tan profundos y violáceos como los ojos. Fueron descendientes, cada uno a su manera, de aquel otro príncipe que sin duda llegó a ser Vicente Huidobro. La película del surrealismo literario, entonces, se echó a correr en Santiago de Chile aquel 12 de julio de 1938, un año antes de mi enigmático y glorioso nacimiento, para decirlo al modo de Salvador Dalí. Dicha película se echó a correr con la lectura de un manifiesto en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, allá en Santiago, casi en el fin del mundo, geográficamente, aun cuando todo fin también es un comienzo. Gonzalo contaba que en aquel evento apareció una especie de público singular y muy divertido: “Alguien reclutó a unos mendigos en la calle San Diego para que animaran el baile. A pesar de que yo no estaba en la tarima de lectura del Salón de Honor (tuvimos una pelea un rato antes con Braulio Arenas y no quise estar ahí), yo era el Mandrágora número cuatro porque habíamos participado juntos en su creación”. Diré que algunos de ellos evolucionaron más allá del surrealismo escolástico; sobre todo Gonzalo Rojas, quien no mucho después abandonó sus filas, y por cierto Braulio Arenas. Los dictados automáticos y las oscuridades lingüísticas quedaron entonces muy atrás. Muchos años después, ya en época de la dictadura militar, Braulio Arenas aceptó recibir el Premio Nacional de Literatura, que se volvió muy oficial. Esto causó mucha molestia no sólo en Gonzalo sino en buena parte de la intelectualidad chilena. En ese tiempo tan cruel para Chile, aceptar un premio reconocido oficialmente y en tales condiciones, fue algo muy doloroso, sin duda, una afrenta en contra de la sensibilidad y la conciencia democrática o libertaria. Más allá de eso, yo estimo que hay varios aspectos enriquecedores en más de alguna obra en verso como en prosa de Braulio Arenas. ¿Cómo olvidarnos de su texto La casa fantasma (1962) y de su antología que va de 1929 a 1969, cuya edición se hizo en Santiago de Chile en 1970 y bajo el título En el mejor de los mundos?
Ahora vuelvo a la pregunta y te digo que Gonzalo Rojas se fue distanciando de aquel modus operandi de hacer o fabricar poemas con olor a mecánica de surrealismo literatoso. Aquel surrealismo a la chilena que fue la Mandrágora, no pudo escapar de dicha escolástica o de aquel maquinismo verbalmente artificioso, aun cuando de improviso podía surgir por allí la ley de fino y brotaba, entonces, el auténtico arte de la palabra con poder imaginante. Gonzalo decidió irse al norte del país e hizo amistad con los mineros. El fin era enseñarles las primeras letras, y él dice que aprendió mucho al convivir con ellos: “Fue un despertar para mí, en el sentido más amplio de lo que significa despertar. Realmente, ellos me enseñaron cuál era el surrealismo más auténtico y profundo, aquel que proviene del trabajo del ser humano en contacto directo con la madre naturaleza. Así surge una nueva estética de lo real o de lo surreal maravilloso. Esos mineros eran como niños y se comportaban como padres o abuelos de sí mismos, comunitariamente. ¡Qué experiencia tan esencial e inolvidable! No hay duda que me marcó o más bien me hizo despertar para el resto de mi vida. Descubrí así la poesía encarnada en lo más profundo de los seres humanos de hueso, médula y espíritu”. Pero quisiera no dispararme a campo traviesa, como se decía en el siglo XX, y me voy regresando al encuentro de poetas jóvenes allá en Valdivia, bajo esa lluvia indomable, y las aguas del río por todos los rincones. ¡Oh Virgen de Guadalupe! ¿Cómo se puede vivir con el peso de aquellas aguas que entran y salen como Pedro por su casa, implacablemente? Pienso que fueron muy importantes aquellas reuniones. Todo se efectuó en el auditorio de la Universidad de Valdivia, si no recuerdo mal. Ahí leímos nuestros textos de juventud. Asimismo, algunos maestros dieron a conocer algunas ponencias sobre la escritura de nuestros colegas o compañeros del oficio. Todo fue constituyendo un tejido de dicciones, sugerencias o contradicciones muy enriquecedoras. Fue la primera vez que nos veíamos a nosotros mismos, nos leíamos y establecíamos relaciones o amistades como compañeros en el oficio maravilloso del Arte de la Palabra. De ese modo comenzaba a surgir el corpus de la poesía joven de Chile en los primeros años de la década de 1960. Éramos los muchachos veinteañeros con toda la energía y el entusiasmo. Íbamos no sólo a darle un aire nuevo y vital a la escritura poética, sino también a contribuir para que se diera la transformación social y política de Chile hacia una sociedad más justa e igualitaria, y no con esos desequilibrios y discriminaciones tan crueles. Dicho de otro modo, tomaríamos el cielo por asalto, aunque democráticamente. ¿Soñar no cuesta nada? En fin, sospecho que ese ideal no ha desaparecido del mapa de Chile y del mundo por completo. Hay varias asignaturas pendientes en este planeta de injusticias y locuras que parecen ingobernables. Recuerdo asimismo las conversaciones que sosteníamos en algunas casas o en aquel salón principal del hotel donde estábamos, así como en la habitación donde se alojaba en ese momento Gonzalo Rojas. Allí hubo reuniones inolvidables. Yo no sé si tomé alguna vez apuntes. Todavía no existía el juego de las grabadoras, y aquellas reuniones, como quien dice, fuera del rigor del evento oficial, eran casi más ricas y estimulantes. Gonzalo nos hablaba de muchas experiencias: su vida de viajero permanente, los cambios y las constantes en su escritura poética, los autores de aquí, de allá y de acullá. Todo eso fue muy estimulante: nos abría hacia otras órbitas u otras respiraciones poéticas, como a él le gustaba decir: diferentes estilos de silabear el mundo, aquellos viejos y nuevos mundos. Otras temperaturas. Fue muy enriquecedor para nosotros aquel encuentro con Gonzalo Rojas, ese viejo lobo de mar. Recuerdo que siempre nos decía: lean a este poeta lo antes posible, “es muy navegado”, como quien dice viene de vuelta. “No dejen de silabearlo: todo entrará por el oído, el vaivén rítmico y el sentido”. Su libro Contra la muerte nos impactó vivamente: cuánto rigor y también desaliño. Equilibrio y arrebato a menudo suntuoso. ¿Cierto preciosismo posvanguardista? Es posible, pero ni modo, como se dice en México. Soltar las amarras de la escritura poética, pero con conocimiento del oficio, equivale al balanceo de los grandes, el flujo de la respiración poética que apuesta a lo imposible, románticamente, y pretende ir más allá de todos los límites.
Después vino la diáspora tan dolorosa a partir del golpe militar en Chile, ese infarto al miocardio. ¡Ah los cuatro jinetes del Apocalipsis, que en la república asesinada fueron más de cuatro, como suele ocurrir históricamente! Un infarto casi mortal, durante más de una década, aunque al fin no fue para siempre. Nada es para siempre, por fortuna, ni la palabra siempre es para siempre. Al fin la sociedad chilena se recompuso y regresó la vida democrática. Aquel país tan insólito a partir de su loca geografía, para no olvidarnos de Benjamín Subercaseaux, no murió del todo, fue resucitando desde el agobio y la crueldad de sus propias cenizas, cenizas que también tuvieron la virtud de convertirse en piadosas hacia adentro y hacia afuera. Aquella muerte individual y colectiva no nos mató del todo. A medio morir saltando, volvimos a nacer o a renacer. Bendito sea el renacimiento de Chile y su república asesinada. Ya me estoy repitiendo y lo mejor es guardar tres minutos de silencio por los caídos. Piedad, entonces, respeto y piedad, ahora y en la hora…
- M.M.- Mencionaste este encuentro del año 1965 en Valdivia, pero ya Gonzalo venía de esos grandes encuentros que se habían realizado en la Universidad de Concepción…
- H.L.C.- Claro, por supuesto, aquel Encuentro Internacional fue en 1960.
- M.M.- Donde él decía que se habían juntado los paisanos de Latinoamérica. Gente como Juan Rulfo, Julio Cortázar, y también por primera vez los poetas Beats: Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg. ¿Qué nos puedes contar al respecto?
- H.L.- La verdad es que yo no asistí a ese encuentro. Qué bueno que me haces la pregunta y lo recuerdas porque fue muy importante para nosotros. Los encuentros internacionales que organizó Gonzalo Rojas fueron muy significativos porque descubrimos las diversas y muy variadas líneas de desarrollo en nuestra poesía, así como en el ensayo y la narrativa de ficción. Diré que muchos poetas también incursionaban en la narrativa que luego conoceríamos como el boom latinoamericano. Hay fotografías y diversos testimonios de aquella época. Recuerdo algunas fotos de Nicanor con Allen Ginsberg y Ernesto Sabato, entre otros. La generación emergente de los beats en Estados Unidos fue receptiva con la obra antipoética de Parra. Ellos se soltaron el pelo audazmente, para utilizar una frase de Jaime Sabines, y fueron muy contestatarios dentro de los Estados Unidos de América. Aquellos poetas circulaban alrededor de la librería “City Lights Books”, en San Francisco, que dirigía Ferlinghetti. Empezaron entonces las influencias cruzadas, de ida y vuelta. “Quien influyó en mi escritura en los años sesenta fue Nicanor Parra”, reconoció Ginsberg en una entrevista con el diario El País, en 1994. El propio Nicanor le informa a la periodista Pamela Zúñiga: “Por eso Allen en su época de beatnik puro vivió un mes en mi casa de La Reina. Andaba con un mameluco que era su vestimenta, y cero peso, recorriendo el país”. Los viajes de Nicanor Parra por aquellos años fueron esenciales para encontrarse definitivamente a sí mismo dentro de un tono antipoético. Estados Unidos, la zona de California, y por supuesto su estancia en la Universidad de Oxford, allá en Inglaterra. Poco a poco, a través de viajes y lecturas, va cocinándose de un modo gradual el tono de la antipoesía. A través de alguna correspondencia con Tomás Lago, quien radica en Santiago de Chile, es posible apreciar los primeros indicios del tono antipoético: el humor negro, la coloquialidad, algunas gotas de absurdo, el tono directo, la aparición de nuevos hablantes, el rescate del aforismo y las frases hechas, cierto espíritu de collage, lo corrosivo y visceral, aunque controlando muy bien el caballo aparentemente desbocado de la escritura. No exiliarse de la razón en modo alguno, pero transfigurarla por dentro mediante el estallido de la risa y de la aparente sinrazón. Debo confesar que estas nuevas visiones fueron muy enriquecedoras para todos nosotros; se nos abrieron de un modo distinto las puertas y las ventanas por donde podíamos observar la realidad de una manera diferente. No hay que olvidar que Chile era y de algún modo sigue siendo, por su ubicación geográfica, un país un tanto insular. La Cordillera de los Andes nos protege, aunque también nos aísla: uno se siente encajonado, a veces, sobre todo durante el largo y duro invierno. Más que peninsular, hay algo insular en el espíritu chileno, aunque los sistemas actuales de comunicación abren muchas puertas, ventanas y cordilleras. Vivimos entre la gran cordillera y el océano Pacífico, ese océano que de tarde en tarde se encoleriza y nos destruye de sunami en sunami. ¡Ah nuestro querido Chile y su loca geografía que también da origen a ese barroco genital que sube, sube y no deja de subir desde lo más profundo de la tierra echando espanto a borbotones! para decirlo con palabras de Pablo de Rokha. Sin duda que vivimos algo encajonados entre la enorme cordillera y el mar, aquel Pacífico de temperatura más bien fría, que casi nunca ha sido allí muy pacífico. Geográficamente, somos una inmensa cornisa que va deslizándose mar adentro, rumbo a las profundidades. Pero estos fenómenos ocurren a lo largo de los siglos. No de un día para otro, según lo que sabemos. Por otro lado, es un territorio muy sísmico que paso a paso va disgregándose o fracturándose, desde la isla de Chiloé hacia las tierras del sur. No podemos olvidarnos, además, de los aspectos sísmicos que van y vienen, pendularmente, desde los tiempos más antiguos. Pareciera que estos aspectos tienen algo que ver, o más de algo, con un tipo de ser emocional que se manifiesta a través de una escritura en verso y prosa igualmente convulsa. Somos abisales, abismales o cataclísmicos, a menudo, desde el fondo de una escritura muy convulsa y torrencial. Una especie de chorro kármico, barroco, genésico, babélico a veces, y profundamente existencial a partir de la respiración de cada día. Oscilamos sobre la cuerda floja que va de lo genésico a lo apocalíptico. He ahí el barroco genital de Pablo de Rokha, por ejemplo. Ya lo vemos con el asunto sísmico, también. Chile es un país que se disgrega geográficamente, sí, va fracturándose desde la isla de Chiloé hacia el sur como ya lo dije. Nos dejamos ir a través de la erupción sinuosa y envolvente del remolino. La tierra en esa región del mundo, como muy bien dice Benjamín Subercaseaux en su libro fundamental Chile o su loca geografía, da origen a un país a menudo imprevisible.
Pienso que esta orfandad humana ante el poder de la naturaleza, ha terminado por enriquecer a la literatura que se cultiva en Chile. En el caso de la poesía en verso y prosa, el fenómeno es evidente. Ahí están los progenitores: Pablo de Rokha, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda. Todos ellos, cada uno a su modo, son genésicos, terrestres, torrenciales y aéreos. A través de sus escrituras, son capaces de volar por encima y por debajo de la tierra. Son torrenciales y testamentarios. Alguna vez, en nuestra casa de la calle Asunción, no muy lejos del cerro San Cristóbal, allá en Santiago de Chile, Gonzalo Rojas me dijo que tenía el propósito de publicar un gran volumen de su poesía reunida bajo el título de Testamento. Lo repito, entonces: existe desde hace mucho tiempo un tono entre genésico y apocalíptico que es más o menos habitual en la poesía que se escribe en Chile. Un estupor testamentario. No es el único tono, por supuesto. No dejo de pensar que esa loca geografía también vuela de un modo subterráneo y sanguíneo por las venas de la escritura poética de aquel país. Hay algo de mesura también, ¿cómo negarlo?, aunque de mucha locura más o menos consciente en el gran río de la poesía chilena. ¿Una especie de temperatura sísmica y baudelerianamente amparada, desamparada o temperamental? En líneas muy generales, como es obvio, tal vez la poesía será convulsa o no será. ¿Tal vez?
Fíjate que no hace mucho tiempo, dentro del marco de la Feria Internacional del Libro en el Palacio de Minería, aquí en la ciudad de México, yo presenté una de mis obras más recientes. Se trata del volumen La belleza de pensar que la palabra perro no muerde (Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, y Ediciones Eón, 2009). Dos amigos muy queridos que también son poetas y profesores en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, leyeron sus ponencias. Uno de ellos se llama Rodolfo Mata. Fue uno de mis alumnos más destacados, y en la actualidad es investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas. Es un estudioso de los fenómenos literarios, particularmente de la poesía contemporánea de Brasil. En colaboración con su esposa Regina Crespo, ha publicado no hace mucho una estupenda antología que se titula Alguna poesía brasileña (1963-2007), dentro de la colección Poemas y Ensayos, UNAM, 2009. El otro presentador también es un poeta de alto vuelo. Somos colegas en el campo de la literatura y la enseñanza. Se trata de Eduardo Casar. Lo leo y releo desde hace mucho tiempo. Disfruto muchísimo su escritura. La poesía que cultiva es muy suelta. Lúdica, lúcida, y con mucho sentido del humor, lo que no es muy frecuente por estos lados. Debo decir que en un pasaje de su presentación escrita, Casar sostiene con agudeza y generosidad que mi escritura, sea en verso o en prosa, se mueve entre dos polos: la parte culta o culterana, y la otra, completamente salvaje e hilarante. De pronto dice que la poesía de Hernán Lavín Cerda puede llegar a ser bestial, muy culta y absolutamente salvaje. “La poesía de Hernán Lavín es de pronto bestial; lo cierto es que pertenece a una tradición de salvajes”. Y entonces menciona a Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Nicanor Parra y Gonzalo Rojas. Todos ellos son de la época contemporánea, por supuesto, a partir de los primeros años del siglo XX. Antes que ellos, durante el siglo XIX, Chile no tiene mucho que ofrecer. Más bien era un país de cronistas, historiadores y ensayistas. La poesía de altos vuelos y muy alta temperatura surge en los primeros años del siglo XX, casi como un fenómeno de generación espontánea.
- M.M.- Era un país de historiadores…
- H.L.C.- Exactamente. Un país de historiadores y memorialistas. Dicho en líneas generales, por supuesto. Debo decir que el comentario de Eduardo Casar activó de inmediato mi memoria. Hace algunos años veníamos saliendo de un evento artístico en la Casa Lamm, y de pronto distingo a un poeta y narrador de muy alta categoría, y del cual sabemos poco últimamente: me refiero a Álvaro Mutis, quien nació en Colombia en 1923 y reside en México desde hace muchos años. Tiene cinco años más que su compatriota Gabriel García Márquez, otro espléndido poeta en prosa, cuentista y novelista, que nació en Aracataca en 1928, y que también vive en México, así como de repente en Barcelona y en Cartagena de Indias. No recuerdo con exactitud el contexto de aquel diálogo. Sólo sé que Mutis me dijo de improviso: “Lo que sucede es que ustedes, los chilenos, son todos un bola de locos, empezando por Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y el otro Pablo, sí, Neruda, Gonzalo Rojas y los que siguen… Hay una tradición poética de mucho vuelo en Chile. No sé qué sustancia les pusieron en la mamila o en la mamadera cuando eran casi unos recién nacidos. De repente son capaces de escribir obras geniales e increíbles, a riesgo de meter la patas también. Esto último no me lo dijo Álvaro Mutis. Lo agrego yo, aunque sospecho que es la pura verdad.
Nuestra conversación, a estas alturas, empezó a dar vueltas alrededor de Gonzalo Rojas y su poesía. Debo reiterar que Gonzalo, no obstante su investidura universitaria, fue siempre un salvaje lírico y anti lírico, una especie de liricida convulsamente lírico. Lo que acabo de señalar va mucho más lejos que un simple juego de palabras. Rojas, aquel oscuro numinoso, zigzaguea habitualmente a través de unos cortes de verso que me parecen brutales, sí, así es, para bien o para mal. Pero ni modo, como dicen en México, así es la vida. En fin de los enfines, digo con júbilo. Así era y así es Gonzalo.
- M.M.- Un poeta que introduce el desequilibrio a partir de la sintaxis, y obliga al lector a estar muy atento para seguir el juego de su propuesta.
- H.L.- Por supuesto que sí. Gonzalo Rojas tuvo casi desde sus orígenes un gran juego de cintura verbal, un arrebato de temperatura pugilística. El inolvidable Ramón Gómez de la Serna habría estado feliz con esta expresión mía del arrebato pugilístico o “side step”, para decirlo con altura rítmica. Hace algunas décadas vi por televisión un combate boxístico entre Sugar Ray Robinson y otro peleador del que ya ni me acuerdo. Sugar, de raza negra, fue un artista del boxeo, con aquel desliz de cintura que perteneció a lo real maravilloso, para decirlo en palabras de otro gran creador del idioma, entendido de un modo poético: me refiero al cubano Alejo Carpentier. ¿Una pantera elegante encima del cuadrilátero? ¡Por supuesto! ¡Vamos, Sugar, vamos! Vuelvo a Gonzalo Rojas y percibo esos quiebres de cintura en su poesía. Arriba del cuadrilátero, es decir de la página de cada libro, la escritura poética no tiene una presencia inmóvil. El poema nunca está detenido: hay quiebres de cintura, como ya dije, a cada momento, y un ir y venir incesante donde surgen versos de distinta medida. En esto se lleva por delante a muchos jóvenes y no tan jóvenes. Los poemas de Gonzalo Rojas tienen mucho de eso; quiebres de cintura, cambios de velocidad, cortes abruptos e inesperados. En sus escrituras casi nada aparece como dentro de un bloque marmóreo e inmóvil. El ritmo, entonces, se vuelve incesante, jazzístico, picassiano, dalinesco y celanesco. Los lectores deben estar con los ojos en el ritmo, y la temperatura sinuosa en los ojos. De lo contrario, se los puede llevar la corriente… Pienso que Gonzalo descubrió la potencia expresiva de este juego en César Vallejo y en Paul Celan. Lo hablamos en más de alguna oportunidad: primero en Chile y después en México, así como en algún diálogo epistolar que sostuvimos durante algún tiempo. Cuando descubrió a Celan, dijo que de inmediato lo adoptó como si fuese uno de sus ángeles tutelares. Lo llamó de inmediato el Gran Maestro: “Descubrí esa forma espléndida de escandir los versos. Qué modo de cortar las líneas. Yo siempre fui de respiración difícil, desde niño, con algo de convulsión asmática. Entonces vi que podía hacer un experimento semejante a través de los cortes de mis poemas. Me atreví a cortar en nexos oracionales, preposiciones, artículos, conjunciones, lo cual no es o no era muy frecuente, sobre todo en lengua española. Celan lo hizo en alemán como ninguno. Sé que a veces mandé al demonio el concepto del verso como una medida que tiene su historia, pero me atreví a correr todos los riesgos. Por fortuna, yo tengo buen oído, soy un animal muy rítmico. Las cosas me entran por el oído. Hay que silabear el mundo, y eso tú también lo sabes y lo cultivas”. De cualquier manera, hay momentos en que a mi juicio pierde el control y se va en vicio. En algunas de sus composiciones aparece el hermetismo y hasta la confusión. El sentido pierde la vertical o más bien se pulveriza. Pero en los instantes de esplendor, surge la luz y el equilibrio entre el sentido y el sonido, para decirlo al modo de Octavio Paz; emerge entonces el milagro del arte de la palabra, y todo se vuelve letra viva, semánticamente profunda y palpitante como una criatura que no deja de emitir luz y de respirar. Me atrevo a decir que Gonzalo Rojas llegó a ser, a menudo, un maravilloso poeta imperfecto, por fortuna.
- M.M.- Gonzalo Rojas se consideraba un poeta larvario, así es, alguien que se demoraba. Entre La miseria del hombre, de 1948, y Contra la muerte, de 1964, transcurren dieciséis años; y de Contra la muerte a Oscuro,de 1977, trece años más. Son sus tres primeros libros fundamentales. ¿Cómo ves ese proceso de irse demorando en el camino? ¿Qué te parece su manera de trabajar así los textos, con varias versiones, incluso, como lo hacía por ejemplo Dylan Thomas?
- H.L.C.- Sí, yo diría que sí. Por supuesto que era un poeta larvario y sin prisa, sobre todo al principio. Después empezó a publicar con más frecuencia. Todo ocurrió a partir de Oscuro. Antes de eso, durante su primera y larga temporada en Chile, la docencia ocupaba la mayor parte de su tiempo; docencia y difusión universitaria. Disfrutaba con ello, aunque también soñaba con tener más tiempo para dedicarse a la escritura. La crisis, entonces, era inevitable: cosa de tiempo. Lo conversamos más de alguna vez. Habitualmente viajaba desde la ciudad de Concepción, al sur de Chile, y aparecía en Santiago. Nos escribíamos o nos hablábamos por teléfono. A menudo pasaba a visitarnos. Nora Figueroa de la Fuente y yo vivíamos en un departamento pequeño con una vista inmejorable, allá en la calle Rosal, y al fondo el cerro San Cristóbal en todo su esplendor. Esa calle conserva un aire más o menos parisino: un cine club al fondo, algunos cafés, la Plaza del Mulato Gil, donde se reúnen los artistas, y aquel inolvidable Parque Forestal muy cerca de allí. Y al otro lado, a media cuadra de nuestro edificio, aquella maravilla del cerro Santa Lucía con sus terrazas, su elevador de color verde oscuro y cristales, y aquel mirador en la cumbre. A nuestro departamento que estaba en un séptimo piso, llegaban Gonzalo Rojas, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Jaime Quezada, Gonzalo Millán, Manuel Silva Acevedo, y el editor Armando Menedín, quien fundó esa colección de pequeñas obras emblemáticas; pienso en “El viento en la llama”, esos libros hicieron historia. Hasta Neruda, Rosamel del Valle, Luis Oyarzún, Juvencio Valle, Ángel Cruchaga Santa María, Teófilo Cid y Jorge Teillier publicaron ahí, entre otros. Mi libro se titula Poemas para una casa en el cosmos, y es de 1963. Recuerdo que las tertulias duraban a veces hasta el amanecer. Alguna tarde apareció Teillier con una novia muy bella. Se hizo de noche y de repente dijo que iba a comprar cigarrillos y que regresaba muy pronto. Cuando salió del departamento, la novia hizo el siguiente comentario: “Jorge ya no vuelve, ustedes saben, lo conozco más que a la palma de mi mano”. Y así fue. Se iba a los bares y se hundía en alcohol hasta quedar tirado como un trapo viejo. Lamentable, aunque la vida puede ser cruel. Un magnífico poeta y un gran ser humano. Después de un tiempo nos fuimos de la bella calle Rosal. Compramos una casa en la calle Asunción, entrando por la calle Loreto. Eran nuestros rumbos desde la infancia. El Parque Forestal y los cerros: el San Cristóbal y el Santa Lucía. Y aquel río Mapocho con su caudal a menudo muy escuálido. ¡Qué tiempos y qué paisajes de nuestra infancia y juventud! Me parece estar viendo aquel paisaje de un modo casi ontológico. Vislumbro el ser o no ser de aquella realidad. ¿Vamos hacia el cerro San Cristóbal? Yo los invito. Aquel cerro no está junto a nosotros, todavía, pero aparece, desaparece y aparece una vez más, como por arte de magia. Recuerdo que Gonzalo Rojas llegó más de una vez a nuestra casa, sí, la casa verde. Aparecía con Hilda May, su esposa. Desayunábamos, comíamos, y alguna vez hasta se dio una ducha en un baño más o menos antiguo. Hablábamos de este mundo y del otro, por supuesto, y luego ellos partían a hacer sus cosas. Una vez se inquietaron mucho cuando me vieron con un pañuelo rojo en la frente. ¿Qué te pasa, te golpeaste con algo, es una herida? Nada de eso, les dije sonriendo: Estoy con un ataque de sinusitis. Se me parte la bendita o maldita cabeza. Esta rinitis alérgica y este invierno tan frío me dan en la torre, como dicen en México. En fin. Ya ni sé por qué estoy hablando de estas cosas. ¿A propósito de qué digo esto que digo y por qué lo digo como lo digo? Ya me parezco a uno de los personajes de Cantinflas.
- M.M.- A propósito de la condición de poeta larvario, sin prisa.
- H.L.- ¡Ah, sin duda, Gonzalo Rojas nos hablaba siempre de este punto fundamental. “No se precipiten, escriban, lean mucho, vivan con intensidad, pero deteniéndose. Sean fieles a sus obsesiones, sus experiencias de todo tipo, y no se dejen ganar por el aplauso más o menos repentino. Mucho cuidado con el exhibicionismo y la farándula”. Yo me demoro, tú te demoras, él se demora, ellos se demoran, en fin, hay que demorarse. Mucho cuidado con los elogios y las publicaciones precipitadas”. ¡Ah, pero que tuvo su crisis, no hay duda, de eso no hay duda, como decía hace algunos minutos! La disyuntiva fue: o me voy totalmente del lado del profesor y del mundo académico, o le robo tiempo al tiempo para dedicarme al oficio mayor, que no es otro que el cultivo de la poesía. Afortunadamente, optó por lo segundo, aunque nunca dejó de ser un maestro en el campo de la creación literaria. Asistió a varios congresos en universidades del mundo, pero siempre llevó aguas a su molino: la poesía, no sólo la suya, a través de su voz en distinta frecuencia y ritmo a menudo cambiante e inesperado. Volvamos a la idea central: bienvenida la docencia, siempre y cuando no termine por agobiarnos y por debilitar nuestra energía creadora.
- M.M.- Lo que le sucedió a Sergio Hernández, por ejemplo…
- H.L.C.- Sin duda. Creo que Sergio vivió en la disyuntiva, aunque muy dedicado a la docencia. Sin embargo, pudo mantener cierto equilibrio, pero oscilando sobre la cuerda floja. No sé si me equivoco. Pienso que mientras su vida avanzaba en años, logró regresar al cultivo del oficio fundamental: su escritura poética. En el caso de Gonzalo Rojas, tal vez los encuentros académicos que organizaba le hicieron ver que corría el riesgo de acartonarse un tanto con los asuntos de la academia. No obstante, se aferraba a la academia porque necesitaba vivir. Ya sabemos que en Chile la vida es muy dura: ayer, hoy y tal vez siempre. ¡Qué duro es vivir en ese país tan espartano, y dentro del marco de esa fría y bella y loca geografía! Pero Gonzalo, por fortuna, tuvo un trabajo seguro; siempre fue un profesor admirable y muy reconocido. Toda una personalidad. Ahora vuelvo a lo mismo. ¿De otro modo lo mismo? ¿Metamorfosis de lo mismo? Transcurren varios años entre sus dos o tres obras fundamentales, y luego empieza a publicar más seguido, aun cuando algunos de sus textos emigran de un volumen a otro. A él siempre le gustaba repetir que uno escribe un sólo libro en su vida.
- M.M.- Por cierto, en Gonzalo Rojas se daba esa circularidad que cultivaron Walt Whitman y Charles Baudelaire…
- H.L.C- Así es, por supuesto. De pronto se da cuenta que los años vuelan, van volando y hay que detenerse y trabajar a fondo, verticalmente en su poesía, como hubiera dicho Roberto Juarroz, quien ya tampoco está en este mundo. Gonzalo era cuidadoso en este sentido, pero también cultivaba un temperamento de corte romántico; un romántico de la vanguardia y hasta de la posvanguardia. Esto funcionaba como un motor y se ponía a enviar sus poemas a diestra y siniestra, en copias a máquina de escribir, o aun en forma de manuscritos. Su conducta propiciaba el diálogo o el intercambio de opiniones de variada índole. Entonces le escribía a medio mundo. Yo recibí muchas cartas con sus poemas entre medio. En cada uno de esos testimonios epistolares incluía un racimo de poemas de la más variada índole. A veces sólo me llegaban sus poemas con alguna nota al pie, así como recortes de periódicos de Chile, Venezuela, España y los Estados Unidos de América. Ha llegado el momento de no detenerse: Gonzalo se vuelve cada vez más convulso y vertiginoso. Un parto poético y otro y otro más, de una manera infatigable. Empiezan a salir nuevos libros suyos de una manera casi compulsiva. Esos libros contienen textos antiguos que dialogan con otros de factura más reciente. Dicho de otro modo, siempre se incorporan algunos textos nuevos junto a otros más antiguos, pero cambiando el orden. Dichos cambios generan una especie de resemantización a lo largo de sus volúmenes de poesía. Una metamorfosis en el sentido y en el sonido. Por eso, ya en plena madurez, llega a titular una de sus obras fundamentales con el siguiente eneasílabo: Metamorfosis de lo mismo.
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Hernán Lavín Cerda nació en 1939 en Santiago de Chile. Es licenciado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en 1965, dentro del área de Comunicaciones. Fue redactor y columnista de varios periódicos y revistas de Chile durante la década del 60 y principios del 70. En 1970 obtuvo el Premio Vicente Huidobro por su texto de narrativa poética La crujidera de la viuda, que luego publicó en México la Editorial Siglo XXI. Durante 1971 fue becario del Taller de Escritores Jóvenes dirigido por Enrique Lihn en la Universidad Católica. Pertenece a la generación del 60, que también se conoce como la generación violentada, disgregada o del exilio. Reside en México a partir de octubre de 1973. Desde 1974 es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, dentro del área de Letras Hispánicas. De 1975 a 1979 dirigió el Taller de Poesía del Instituto Nacional de Bellas Artes, que se impartió en la Capilla Alfonsina (casa de Alfonso Reyes). A partir de 1992 es miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Ha publicado alrededor de sesenta libros de poesía, novela, cuento y ensayo. Ha sido traducido al alemán, y parcialmente al inglés e italiano. Aparece en el Diccionario de Escritores Mexicanos, tomo IV, publicado por el Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, en 1997. Su obra, tanto poética como narrativa, se incluye en antologías de Latinoamérica, Estados Unidos y España.
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Adelanto del libro “Confesiones del Lobo Sapiens. Conversaciones con Hernán Lavín Cerda”. Colección Sueños de lluvia y otros tiempos. Laberinto ediciones. México, 2013.
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Fotografía de Marcela Meléndez