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CELEBRACIÓN DE HERNÁN LAVÍN CERDA

Por Marco Antonio Campos

 

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Trato de precisar el primer momento cuando conversé con Hernán Lavín Cerda, y la primera imagen que me viene es una mañana clara de la primavera de 1974 en el estacionamiento de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Eran días muy difíciles para los exiliados chilenos que habían llegado a México después del golpe militar contra el gobierno socialista de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, pero no recuerdo nunca haberlo oído lamentarse, como si el dolor y la tristeza de estar lejos de su país, de enterarse de las muertes y los encarcelamientos de amigos, fueran sólo de él y de nadie más. Apegados y pegados a la tierra de México, Hernán y su inseparable Nora no quisieron regresar a vivir a Chile como cientos o miles de sus compatriotas ni durante la dictadura ni después de ella. No sé la causa. Pero una cosa sé bien y es comprobable a diario: los únicos que ganamos sin su regreso al país natal fuimos los mexicanos.

Recuerdo con viva gratitud que luego de darle mi primer libro de poemas en el otoño de aquel 1974, al volvérmelo a encontrar en Filosofía y Letras, me lo comentó y no dejó de decir palabras estimulantes. Siempre afable, siempre afectuoso, hablando como un niño que llega a una Ciudad Encantada, descubriendo con asombro las cosas del día como un gorrión en el aire que las contempla para no olvidarlas, con los ojos siempre muy abiertos al momento de conversar, nuestras pláticas se centraban sobre todo en la poesía y en las realidades mexicana y chilena. No con frecuencia, pero un buen número de veces, a lo largo de cuarenta años, hemos conversado de la figura y la obra de Gabriela Mistral y de Pablo Neruda, de Vicente Huidobro y de Pablo de Rokha, de Nicanor Parra y de Gonzalo Rojas, de Jorge Teillier y de Enrique Lihn, de Gonzalo Millán y Manuel Silva Acevedo, a quienes, por demás, no se ha cansado de divulgarlos entre nosotros. Sin ningún titubeo puedo decir que si alguien ha llevado bajo el brazo la poesía chilena por los caminos difíciles de México, por el país “florido y espinudo” como lo llamaba Neruda, ha sido Hernán Lavín Cerda.

Como profesor, Lavín ha sabido encender la imaginación y tocar los sentimientos de sus alumnos, que encontraban –cuando decía un verso, o leía un poema, o hablaba de tal poeta o de tal narrador o de  tal libro- cómo repartía a manos llenas pepitas de oro. Poseedor de una elocuencia lírica, en lo oral es siempre tan poeta como a la hora de la escritura. He dicho alguna vez que el trabajo del maestro se ve principalmente, pasado el tiempo, en los mejores discípulos en los cuales se continúa. Por ejemplo, un alumno de la universidad, alguna vez, con el correr de los años, se da cuenta de súbito que una parte de su formación literaria, en la que caben libros iluminadores y juicios estéticos, se la debe al maestro, y por otro lado, el poeta o el narrador, que lo ha oído y ha leído los libros que le ha recomendado, descubre también en su corazón y en los versos que hay detrás una invisible y honda huella. De esa clase de maestros ha sido Hernán Lavín Cerda.

La narrativa de Lavín, con sus aguas líricas desbordadas, es una continuación natural de su poesía. Ambas se reconocen y se miran en el espejo y son una. Si viviera Rubén Darío, si leyera su poesía o su narrativa, lo hubiera considerado como un raro. Al leer de Lavín un buen número de sus poemas o al leer sus narraciones encontramos cruzándose aquí y allá historias extrañas y maravillosas.

Me uno con viva emoción sincera a la celebración de Hernán Lavín Cerda y le agradezco de corazón a su gran corazón lo mucho que nos ha dado a los mexicanos, y quisiera decirle, como muchos también se lo dirían, que lo sentimos como uno de los nuestros, y más, como uno de los buenos entre los nuestros.

 

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Dos poemas de Hernán Lavín Cerda

 

EL FANTASMA
Cuando murió Marcello Mastroianni, mi mujer se puso a llorar con un entusiasmo envidiable, como si nuestra galaxia, que nunca ha sido nuestra, se hubiese desprendido apocalípticamente de sí misma, evaporándose entre las nebulosas de otra galaxia.
–No te preocupes –le dije con una sonrisa de monje medieval–. Aquí estoy yo, no sufras tanto, no me atormentes y ya no llores así, a lo bestia. Ven y abrázame, amor mío, micifuz, Muñeca de los Espíritus, fucsia mía, ragazza, Minina del Perpetuo Socorro. Ven semidesnuda y tócame una vez más: recuerda que aún soy tu fantasma de carne y hueso. ¿Por qué no me abrazas y me besas con absoluta devoción, como en la primera noche del primer día? Tratándose de fantasmas, todos somos iguales. ¿Qué virtudes tiene aquel Mastroianni que no tenga yo?

 

EL ARTE DE AMAR

(La danza del péndulo)
Celestino amaba a Leticia, la que amaba locamente a Segismundo, el que amaba con entusiasmo y sin entusiasmo a Valeria, la que amaba con furia uterina a Luis Alberto, el que observaba las estrellas, solitario, y sólo amaba a Nora del Carmen, la que no amaba a nadie, casi loca en su amor platónico.
Celestino se fue a la Unión Soviética en el otoño de 1960. Leticia tuvo una crisis religiosa y se enamoró de Maimónides, un poco antes de ingresar al convento de las Hijas del Buen Pastor. Segismundo se volvió loco sin saber por qué, luego de amar con entusiasmo y sin entusiasmo. Valeria descubrió el Arte de la Soledad en su casa llena de gatos equívocos, famélicos, esquivos, y junto a la sombra de Pericles, aquel loro inmortal que sólo hablaba en una lengua muerta: una especie de esperanto en resurrección casi permanente, aunque ustedes no lo crean.
Luis Alberto se suicidó en una noche de verano, no muy lejos del cerro San Cristóbal, cerca del principio y del fin del mundo, en Santiago de Chile, con un calor insuperable, más bien olímpico, y Nora del Carmen se casó al fin con Hernán Rodrigo Lavín Cerdus, un loco que nada tenía que ver con la historia, pero lo sospechaba todo a través de la sutileza de su espíritu.
Psicosomáticamente, Lavín Cerdus lo sospechaba todo.

 

 

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Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.

 

Fotografía de Marcela Meléndez



 

 

 

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