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ADIÓS A JOSÉ EMILIO PACHECO
Los poetas no mueren: únicamente resucitan

Hernán Lavín Cerda

 



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¿El que se va no vuelve aunque regrese? Vaya uno a saber. Sospecho que los poetas que aún emergen desde el fondo del alma hacia la piel, como José Emilio Pacheco, no se mueren: únicamente resucitan. De cualquier modo, surge la incertidumbre y de improviso, a media voz, una voz cada vez más tenue, uno se pregunta: “¿Quién le dio vida a la muerte?” El autor de obras fundamentales para el desarrollo de la poesía latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX, entre las que se encuentran No me preguntes cómo pasa el tiempo (poemas 1964-1968), Editorial Joaquín Mortiz, serie Las dos orillas, México, 1969, acababa de escribir y enviar a la revista Proceso su colaboración habitual bajo el título de “La travesía de Juan Gelman”, quien falleció recientemente en la Ciudad de México. Una vez más, volvemos a utilizar las mismas palabras: “Los poetas de verdad, como José Emilio Pacheco, no se mueren nunca: únicamente resucitan”. De cualquier modo, uno tiene derecho a preguntarse: ¿Qué sucede, cómo es posible, qué significa esto, hacia dónde vamos? Sin duda que la pregunta es inútil, pero no por ello dejamos de formular esa antiquísima pregunta: ¿Hacia dónde vamos, qué significa todo esto, cómo es posible, qué sucede? ¿Hay una escalera por ahí? ¿Para qué sirve al fin una escalera? Sin duda que la pregunta puede sonar al inolvidable Eugene Ionesco. A José Emilio Pacheco también se le ha vuelto muy difícil caminar, aun dentro de su casa. Caerse de uno mismo en uno mismo, entonces, ya no es un fenómeno imposible. Todos nos caemos o nos caeremos alguna vez, por fuera y también por dentro. Su muy querida esposa Cristina, también dedicada al ejercicio del periodismo y la literatura, dice que José Emilio se movía con dificultad en el interior de la casa. De pronto vino la caída y esa pérdida, incluso, del habla. No volvió a recuperarse. ¿Se fue de este mundo, acaso, sin saber que se nos iba? Pero no para siempre. Allí quedan sus obras, su integridad y fortaleza ética (valor fundamental), su magnífico ejemplo.

En 1971, luego de obtener el Premio Vicente Huidobro en Santiago de Chile por el libro de relatos La crujidera de la viuda (Edit. Siglo XXI, México, 1971), vine por primera vez a la Ciudad de México. Fue el poeta Efraín Huerta quien me obsequió algunos libros que aún conservo en mi biblioteca. Entre ellos, Ladera Este (1962-1968), de Octavio Paz, y No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968), de José Emilio Pacheco. Dos obras esenciales, sin duda. Otro poeta fundamental para el desarrollo de nuestra literatura en Latinoamérica, Enrique Lihn, quien fuera uno de nuestros maestros en Chile y quien había nacido en 1929, fue el primero que nos habló elogiosamente de Pacheco. Cuando hablábamos con José Emilio, siempre nos preguntaba por Enrique Lihn. Recuerdo que Pacheco fue uno de los miembros del jurado que otorgó el Premio Casa de las Américas 1966 al libro Poesía de paso, de Lihn. Los otros miembros de aquel jurado también fueron de muy alto nivel: Jorge Zalamea, Gonzalo Rojas, y Pablo Armando Fernández. José Emilio Pacheco dice en la solapa de aquella edición de la Casa de las Américas, que Enrique Lihn desarrolla un acento muy original “en el contexto de una tradición que modifica y enriquece. Testimonio de una experiencia singular en el mundo del hombre, este libro concilia lo íntimo y lo colectivo, lirismo y prosaísmo, pasión y reflexión. De ahí la unidad en su diversidad y el que estos poemas — ya sean descriptivos, amorosos, políticos— tengan poca semejanza con lo que ahora se escribe en nuestro idioma. El ‘espacio vivido’ de cada hombre no se ajusta a las palabras que otros concibieron, por precisas que sean. Y sin embargo — parece decirnos entrelíneas— más que un momento de ruptura, el nuestro ha de ser un periodo (crítico) de examen y aprovechamiento de la herencia poética nacional y continental, incorporada a nuevas situaciones y otras necesidades”. Sin duda que estas palabras constituyen un proyecto poético de aquellos años. José Emilio Pacheco se refiere a Lihn, pero también a sí mismo. Poesía de paso se publica en mayo de 1966 en La Habana, y No me preguntes cómo pasa el tiempo, de Pacheco, se edita en la Ciudad de México en agosto de 1969. Este libro entrañable está dedicado a Cristina y tiene un epígrafe que dice mucho por venir de quien viene: Ernesto Cardenal. Ese poeta y sacerdote nicaragüense estableció contacto con algunos poetas de habla inglesa, luego de conversar largamente con el inolvidable José Coronel Urtecho. Cardenal tuvo su periodo romántico-modernista y luego se alejó de ese camino. A su modo, Pacheco también experimentó esos cambios, y qué decir de Enrique Lihn y de Nicanor Parra, entre otros. Observen y escuchen estas líneas de Cardenal que Pacheco inserta como epígrafe general de su obra de 1969 publicada por la Editorial Joaquín Mortiz: “Como figuras que pasan por una pantalla de televisión y desaparecen, así ha pasado mi vida/. Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras/ con risas de muchachas y música de radios…/ Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos/ Y las canciones de los radios que pasaron de moda”. En estas líneas podemos apreciar que ya no existe la estética romántico-modernista que tanto valoraba los sentidos figurados a partir del uso de la metáfora. Sin embargo, el ritmo no desaparece. Hay un acercamiento a ciertas líneas de desarrollo que podemos ver en la poesía anglosajona.

Y ya que estamos en esto, quiero detenerme en aquel poema que José Emilio Pacheco titula “Declaración de Varadero”, Cuba, en el centenario de Rubén Darío. Hay un epígrafe del propio liróforo celeste, aquel inolvidable poeta modernista, tomado de su texto “Armonía”: “La tortuga de oro marcha sobre la alfombra./ Va trazando en la sombra/ un incógnito estigma:/ los signos del enigma/ de lo que no se nombra./ Cuando a veces lo pienso,/ el misterio no abarco/ de lo que está suspenso/ entre el violín y el arco”. Y José Emilio Pacheco escribe y a través de sus palabras podemos ver cómo aquellos poetas de la década del 60 van abriéndose hacia otras alternativas. No me resisto a transcribir su texto en verso libre: “En su principio está su fin. Y vuelve a Nicaragua/ para encontrar la fuerza de la muerte./ Relámpago entre dos oscuridades, leve piedra/ que regresa a la honda.// Cierra los ojos para verse muerto./ Comienza entonces la otra muerte, el agrio/ batir las selvas de papel, torcer el cuello/ al cisne viejo como la elocuencia;/ incendiar los castillos de hojarasca,/ la tramoya retórica, el vestuario:/ aquel desván llamado “modernismo”./ Fue la hora / de escupir en las tumbas.// Las aguas siempre se remansan./ La operación agrícola supone/ mil remotas creencias, ritos, magias./ Removida la tierra/ pueden medrar en ella otros cultivos./ Las palabras / son imanes del polvo,/ los ritmos amarillos caen del árbol,/ la música deserta / del caracol/ y en su interior la tempestad dormida/ se vuelve sonsonete o armonía/ municipal y espesa, tan gastada/ como el vals de latón de los domingos”.// Los hombres somos los efímeros,/ lo que se unió se unió para escindirse/ —sólo el árbol tocado por el rayo/ guarda el poder del fuego en su madera,/ y la fricción libera esa energía.// Pasaron, pues, cien años:/ ya podemos/ perdonar a Darío”.


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Ya estamos en la Ciudad de México y podemos ver el desarrollo en plenitud de José Emilio Pacheco, tanto en la poesía en verso y en prosa, así como en el ensayo y la narrativa. Un artista infatigable y múltiple en sus registros. Lo repetiremos siempre: un auténtico y fiel artista de la palabra en su dimensión estética. Pudimos apreciar sus obras a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo. Iba de la novela al relato y al ensayo, aunque su ombligo materno era la Poesía. De ahí parte y hacia ella vuelve todo. Amaba y amó siempre a su país, aun cuando su amor era a menudo una especie de llaga viva. En este sentido, ¿cómo olvidarnos de la imagen y el legado de José Revueltas? Amor y dolor por México. Un intelectual a cabalidad que tiene la virtud de no olvidarse de los otros. No lo decimos ahora que ya no está entre nosotros. Lo cierto es que lo dijimos desde siempre. Me tocó verlo junto a los estudiantes en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde ya no cabía ni un pobre alfiler, para decirlo con un lugar común que tal vez esté a la altura de la significativa pobreza de los alfileres. (Pido perdón por esta referencia no muy afortunada).

Recuerdo aquella vez que me obsequió uno de sus bellos libros, La arena errante, publicado por ERA en 1999. Fue durante la Feria Internacional del Libro en Guadalajara. En sus páginas puede apreciarse la madurez. Escritura reflexiva y muy humana. Veamos, a modo de ejemplo, su poema “Edades”: “Llega un triste momento de la edad/ en que somos tan viejos como los padres./ Y entonces se descubre en un cajón olvidado/ la foto de la abuela a los catorce años.// ¿En dónde queda el tiempo, en dónde estamos? Esa niña/ que habita en el recuerdo como una anciana,/ muerta hace medio siglo,/ es en la foto nieta de su nieto/ la vida no vivida, el futuro total,/ la juventud que siempre se renueva en los otros./ La historia no ha pasado por ese instante./ Aún no existen las guerras ni las catástrofes/ y la palabra muerte es impensable.// Nada se vive antes ni después./ No hay conjugación en la existencia/ más que el tiempo presente.// En él yo soy el viejo/ y mi abuela es la niña”.

Cómo me recuerda su sensibilidad más reciente a la de Emil Cioran o a la de Nicanor Parra y, ¿por qué no decirlo?, a la de mis pequeños libros Neuropoemas (Santiago de Chile, 1966) o Cambiar de religión (Santiago de Chile, 1967). Lo cierto es que estábamos en una temperatura semejante. ¿Quizá porque habíamos nacido en el mismo 1939, aquel año de la guerra mundial? Observen lo lapidario de su texto “En el camión de la basura”, que pertenece a su libro Como la lluvia (Editorial ERA y El Colegio Nacional, 2009): “En el camión de la basura todo se va:/ Los objetos inútiles, los envases de plástico,/ Las ruinas de la vida, los tributos desiertos/ Pagados a la muerte de los días,/ Los papeles, las cartas que ya nunca/ Volverán a escribirse/ Y las fotos de ayer.// Todo lo nuestro está hecho/ Para acabar en la basura”. ¿De qué podemos presumir, entonces? Como ustedes ven, la función de un verdadero poeta es dinamitar los falsos orgullos y la estupidez humana. Nada es para siempre, amigos. Ni la palabra siempre es para siempre. ¿Entendido? ¿Estamos o no estamos? ¿De qué podemos presumir, entonces? ¡No me hagan reír a lo bruto porque a Vuestro Inseguro Servidor se le caen los dientes que ya casi no tiene! La verdad es que José Emilio Pacheco venía, viene y vendrá siempre de vuelta. Hay que atreverse a atreverse, pero con conocimiento del oficio. Sospecho que siempre fue un verdadero artista de la palabra. Un poeta total y a toda hora, minuto a minuto, mientras escribía y mientras dejaba de escribir. Es decir nunca, es la pura verdad, casi nunca. Por supuesto que amaba a su país y también le dolían en lo más profundo del alma los dolores de México, ese México Nuestro de cada día.

No me resisto a la tentación de transcribir varios poemas brevísimos de José Emilio Pacheco. Aparecen en ese estupendo volumen Como la lluvia. Pero permítanme, un poco antes, tocar la cuerda de lo insólito en su poema “Realidad virtual”, que aparece en el volumen La arena errante, un título que surge de aquella escritura de Federico García Lorca: “…la arena errante se pondrá amarilla”: “Hay que decirlo aunque se ría la gente:/ la realidad virtual fue inventada en México, /en la colonia del Valle,/ alrededor de 1950.// El telescopio de mi primo Juan/ — un juguete comprado/ de segunda o tercera mano en La Lagunilla— / era capaz de reinventar la luna/ como base de ovnis y morada/ de criaturas de otra galaxia./ Dibujaba marcianos de tres cabezas/ en donde ahora sabemos que todo es piedra.// Ya en el colmo del misticismo,/ descubrió el cielo en Venus/ y el infierno en Saturno”. Los poemas que se agrupan bajo el título general de “Astillas” son breves y muy desnudos. Van directo al mentón. Ganan la batalla por nocaut o la pierden sin misericordia. He aquí algunos de ellos. “Fundaciones”: “Cuando se funda una ciudad/ Lo primero que erigen/ Son los lugares del poder:/ El palacio, la sede del comercio,/ El Mercado, la iglesia, los cuarteles,/ El tribunal, la cárcel y el patíbulo./ En seguida levantan/ El burdel, el panteón y el matadero”. “Cortesía”: “Qué amable el ogro./ Con su garra impune/ Me destrozó la cara./ Después de cercenarme la yugular/ le dijo a mi cadáver: ‘Perdóneme’ ”. “Consejera del aire”: “Cada vez que me creo importante/ Llega la mosca y dice: “No eres nadie”. “A los poetas griegos”: “Sí, Cavafis:/ Dondequiera que vaya llevaré la ciudad./ Sí, Seferis:/ Dondequiera que voy me sigue hiriendo México”. “Quevediana”: “Mayo se fue/ Y junio no ha llegado./ Hoy se está cayendo/ Y se acabó el pasado”. “Canción”: “Aún te sigo abrazando en esa canción/ Que a veces de repente vuelve a escucharse:/ La más cursi, la más vulgar,/ La más bella canción del mundo”. “Pabellón de incurables”: “Sombrío este teatro del dolor,/ La vida cruel, absurda, inexplicable”. “Ciudad de México”: “Paso por el lugar que ya no está,/ Me abandono a lo efímero, me voy/ Con las piedras que adónde se habrán ido”. “Plegaria”: “Dios que estás en el No/ Bendice esta Nada/ De la que vengo y a la que regreso”. “El fin del mundo”: “El fin del mundo ya ha durado mucho/ Y todo empeora/ Pero no se acaba”.

Sin duda que a José Emilio Pacheco le afectaba la realidad del mundo. No veía cercano el alumbramiento de un mundo más fraternal y amoroso, donde el hombre no sea el lobo del hombre, con el perdón de los lobos que no siempre son como los pintan. La crueldad humana parece no tener límites en este mundo de ambiciones y desigualdades donde reina la inclemencia. Nuestro muy querido poeta cuya vida y obra mereció un amplio y significativo reconocimiento más allá de los límites de la República Mexicana, se fue de este mundo después de escribir acerca de la vida y la obra de Juan Gelman. Y uno entonces se pregunta: ¿Qué significa todo esto? Y aunque suene a una sensibilidad enfermiza, ¿por qué se nos están muriendo los poetas cuyas obras constituyen el canto libérrimo de la otra voz, para decirlo al modo de Octavio Paz? ¿Vendrán tiempos mejores? Por ahora, ¿indigencia no solamente moral? Vámonos, por el momento, recordando los versos de José Emilio Pacheco en su poema “De sobra”: “Al planeta como es/ no le hago falta.// Proseguirá sin mí/ Como antes pudo/ Existir en mi ausencia.// No me invitó a llegar/ Y ahora me exige/ Que me vaya en silencio.// Nada le importa mi insignificancia./ Salgo sobrando porque todo es suyo”.

Como hubiera dicho Pablo Neruda, José Emilio Pacheco fue cayéndose desde la piel al alma, tal vez sin percibir del todo la profundidad de la caída. ¿Una caída hacia la Nada donde sólo se escuchan, gota a gota, los latidos del Arte de la Resurrección? No lo sé. Tal nadie lo sabe, todavía. Todo está por verse y el inolvidable José Emilio habita casi inmóvil, aunque no del todo, en las dimensiones luminosas del Misterio.



 



 

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