Desnacido y casi en los huesos, fuma
que fuma, se lo fumaba todo, al Mundo
y al Inframundo, incluso a Dios
y al Diablo, cuando yo lo conocí sin conocerlo
nunca, a los veinte años de su edad, más agudo,
socarrón y eléctrico que un colibrí en el aire
de su rabiosa y cruel incertidumbre.
Le gustaba mucho más el crepúsculo vespertino
que la tibieza del esplendor del mediodía:
siempre fue más infra que el Inframundo,
aunque no supiera muy bien dónde estaba el Inframundo.
Contra todo y contra todos, lejos de Dios
y de la Academia no sólo de la Lengua:
como francotirador, tuvo una puntería inconmovible
para disparar contra el ojo único
en la frente del pianista, que era él mismo,
con la más agria belleza de su leche tan suya.
Alguna día estuve en Barcelona y no fui a verlo:
me gustan, ¿cómo negarlo?, y no me gustan los poetas más “malditos”
que noctámbulos: ya no hay malditos de verdad
en este Mundo o en aquel Inframundo:
se me enrosca y se me sube en su espiral la pituitaria,
tiembla en lo más profundo de mí el Gran Simpático
y me viene el sueño a lo bestia, un sueño a menudo ingobernable.
Recuerdo que se burlaba de casi todo, bendito sea, y de improviso
podía enterrarnos, biliosa y fraternalmente, el cuchillo por la espalda:
pobre niño tonto, menos lúcido que tonto, por fortuna,
¿en qué piensa uno cuando dice por fortuna?
¿Cómo, por qué, cuándo? Ni él mismo lo sabía, mientras
iba mordiéndose el hígado a flor de piel, no hay hígado
que no sea de pronto un cadalso, sí, a flor de bilis
y más bilis, con aquella ternura y soberbia
insuperables, como desde un precipicio aún más hondo que la hondura de Dios.
Lo dijo mejor que nadie en “El burro”, aquel poema que aparece
y de súbito desaparece de su libro Los perros románticos:
“Me subo a la moto y partimos
Por los caminos del norte, la cabeza y yo,
Extraños tripulantes embarcados en una ruta
Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,
Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos
Y ventiscas de arena, el único teatro concebible
Para nuestra poesía”.
Vete al Diablo con tu metamorfosis, Roberto,
aunque el Diablo, como aquel Dios,
seamos nosotros, los que tal vez nunca
te olvidaremos, a pesar de todo.
Descansa en paz o, si lo prefieres, no descanses
en paz o en guerra, y sigue tu camino de animal romántico,
más de romántico que de animal perruno
y hasta la próxima, no te olvides, con dinero
o sin dinero, para decirlo al modo de José Alfredo Jiménez,
quien anda todavía por el Mundo y el Inframundo como tú, detrás de un hígado
de repuesto, la víscera casi inmortal, el higadillo del fervor y el entusiasmo.
Echaremos los hígados a favor tuyo, en tu nombre,
esperando que del manantial aparezca el invisible conejo de luz,
aquel milagro de la resurrección, ¿dónde estuvo la herida?, de una vez y para siempre.