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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Y EL MILAGRO DE LA POESÍA

Por Hernán Lavín Cerda


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Respiración y des-lum-bra-mien-to. Lo digo así, separando las sílabas . Una conmoción de belleza verbal, sin duda. Aún vivíamos en Santiago de Chile cuando leí, más bien releímos por segunda vez y con la lupa en la mano del corazón, los Cien años de soledad, la obra cumbre de Gabriel García Márquez en la edición de Sudamericana impresa el 30 de mayo de 1967 en Buenos Aires. Cuando tuvimos que salir al exilio en 1973 y abandonamos aquella sutil, cruel y no menos hermosa enfermedad llamada Chile, pensé que había perdido para siempre mi biblioteca, pero afortunadamente no todo es para siempre: ni lo que se gana ni lo que se pierde. ¿Por fortuna? Nadie en mí lo sabe: no lo sabemos. ¿Quién se atrevería a pensar que tiene en sus dominios la última palabra?

No muchos años después mi madre, doña Graciela Cerda D’Amico me envió desde Santiago de Chile algunos libros, y entre ellos venía un ejemplar de la segunda edición de Cien años de soledad con mis anotaciones en los márgenes y hasta un vocabulario que fui escribiendo con asombro y alegría en aquellos últimos años de la década del sesenta del siglo pasado. Ay, Dios mío, si parece que todo hubiera ocurrido durante el siglo pasado, ¿casi en el XIX? Alcanzo a vislumbrar en la portada aquel barco celeste suspendido en el aire y deslizándose entre los árboles de la selva.

Recuerdo, entonces, que me dije a media voz: “La poesía, es decir el Arte de la Palabra, en todo su esplendor; pero una poesía encarnada en múltiples personajes no sólo de carne y hueso, sino también de visiones hacia el pasado y el porvenir. Un amasijo de visiones a través de historias obsesivas y profundamente humanas que cruzan por los espacios de la novela, de lo real a lo aparentemente maravilloso, de ritmo en ritmo, de lo maravilloso a lo aparentemente real.

Varios años después, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez dijo que todo empieza y acaba en la poesía. No lo cito de un modo textual en este minuto, aunque la intensidad de la poesía como transformación de la materia es lo que permite el milagro del Arte de la Palabra.

--Yo empecé leyendo poesía desde muy joven. Descubrí que ahí están los orígenes: el ritmo, la belleza, la música del lenguaje. Lo otro es la historia, las anécdotas, las atmósferas, los personajes que son muy importantes, no hay duda, aunque todo al fin debe articularse a través del milagro que no es otra cosa que el arte de la palabra. Yo empecé a leer novelas durante el bachillerato, un poco después. El origen de todo, insisto, fue y seguirá siendo la poesía”.

Vuestro Inseguro Servidor, alias ¿Hernán Lavín Cerda?, tenía menos de 30 años, un poco más, tal vez un poco menos, cuando descubrimos aquel prodigio de los Cien años de soledad. Alguien en mis latidos neuronales aún recuerda que leíamos y releíamos a media voz y en voz alta aquel libro, como si estuviéramos en un círculo vicioso y virtuoso donde imperaba el hechizo. La atmósfera fue como de hipnosis verbal, y aquel antiguo y gran diccionario a los pies. Cuando digo pies, sin duda que pienso en un sentido figurado. Cuánta plenitud y belleza en aquel movimiento verbalmente sinuoso con un juego de cintura exuberante. Y toda la materia novelística encarnándose y vitalizándose a través del tejido de los personajes que van y vienen. Todo allí va naciendo y muriendo y renaciendo en el embrujo de un amasijo de historias.

Quisiera transmitir mis emociones sin pasar por la criba de la razón razonante, pero no es algo fácil. Decir como un niño lo que quiero decir, me cuesta mucho. Lo confieso. ¿Qué sentíamos en ese momento? A la distancia, sin temor a equivocarme, diré que sentía un gran placer: un fenómeno más bien omnívoro instalado en el punto central del alma. ¿Así se dice? ¡Supongamos que se dice así! Aquella memoria me dice aún que yo había publicado mis primeros libros y estaba poseído por los ángeles y los demonios,  más bien los demonios más o menos angelicales de fiel e infiel poesía, así es, Su Majestad la Poesía. Esa Majestad plebeyamente majestuosa. Y esto no es un juego de palabras, aun cuando se parezca cada vez más a un juego de palabras. Así que el muy extenso poema—novela de Gabriel García Márquez me vino como todos los anillos del mundo al dedo original, así es, aquel dedo de los orígenes. ¡Qué sinfonía de las palabras encarnadas en personajes –como algún día nos dijo Luis Cardoza y Aragón en su casa de Coyoacán, al sur de la Ciudad de México--, y los personajes convertidos, a su vez, en instrumentos de música: la sinuosa y envolvente música de las pasiones, los sueños, los delirios, las obsesiones en una especie de marea circulatoria que parece no interrumpirse jamás.

--Para mí  --dijo García Márquez alguna vez, hace muchos años--, la literatura es la poesía. y ya entonces, cuando llegué al colegio de Zipaquirá, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y los recitaba, sino que incluso los cantaba.

Aunque me gustaría transmitirles el embelesamiento que me provocó aquella lectura juvenil de la novela Cien años de soledad, no me resisto a cederle la palabra al escritor colombiano-español Dasso Saldívar, quien es autor de una obra fundamental para comprender algunas claves del trabajo narrativo-poético del gran artista de Colombia. Me refiero a su libro García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía.   

“De abril a agosto o septiembre de aquel año 1944, Carlos Martín, el benjamín del movimiento poético Piedra y Cielo, quien admiraba a esa figura central que fue el poeta Eduardo Carranza, reemplazó como profesor de Literatura Universal al maestro Carlos Hermida en aquel legendario Liceo Nacional de Zipaquirá. El joven García Márquez y otros alumnos lo acogieron con entusiasmo. Se dedicaron, entonces, a estudiar la vida y la obra de Rubén Darío. Podía estarse una hora analizando uno de sus sonetos: los motivos del poema, la invención metafórica, el ritmo poemático. Y entre poema y poema les iba contando la vida del poeta nicaragüense en anécdotas pintorescas y sugestivas. Le hablaba de aquel niño soñador que fue Rubén Darío en una aldea de Nicaragua, al cuidado de su tía abuela, y de la sorpresa que se llevó un día en que apareció una señora muy bella, vestida de negro, envuelta en pieles y con un enorme sombrero emplumado, asegurándole que ella era su verdadera madre. Les contaba también que el padre del modernismo americano se había criado a la sombra de un viejo coronel que le narraba historias de guerras pasadas, que un día el niño poeta había conocido el hielo como una auténtica revelación, que había publicado sus primeros versos rimados a los trece años y había estudiado con los jesuitas. Gabriel García Márquez, que se quedó desde entonces magnetizado por la figura y la obra de Rubén Darío, debió mirarse como en un espejo en los relatos de su profesor, pues él también había sido un niño soñador en una aldea del Caribe, al cuidado de su abuela y de su tía abuela, y un día, teniendo menos de cuatro años, lo había deslumbrado la presencia de una bella y joven señora vestida de rosa, con perfumes y aderezos de ciudad, asegurándole que ella era su madre. Y como el poeta nicaragüense, Gabriel se había criado también a la sombra de un viejo coronel que le contaba mil y una historias de las guerras civiles, el mismo que un día lo llevó de la mano a conocer el hielo, y al igual que el poeta, Gabriel había publicado sus primeros versos rimados a los trece y había estudiado con los jesuitas. Sin duda, las numerosas coincidencias entre su vida y la del poeta nicaragüense reforzaron la admiración que desde entonces sintió por su figura y obra, hasta el punto de que Rubén Darío afloraría de modo particular en El otoño del patriarca como influencia y como personaje”.

Alguna vez le oí a decir a García Márquez que si alguno de sus personajes no contiene el beneficio o más bien el milagro de la euritmia, es decir del buen sonido, sí, del buen ritmo interior, es casi seguro que desaparecerá de su ámbito narrativo. He ahí un ejemplo de conducta poética. Algo semejante ocurre con su fraseo escritural: si no hay cadencia o gradación paulatina, sinuosamente, subiendo y bajando en un río de consonancias y asonancias, hasta su descenso sin premura, no da por terminado el periodo entre un punto y otro punto. Debe existir un ascenso de las frases, un momento de suspensión, arriba, siempre arriba, y luego un descenso hasta el punto y seguido o el punto y aparte. Para lo cual se necesita, antes que nada, tener un oído muy educado y muy sensible: un real oído estético. No es un asunto del decir sino del cómo decir lo que es preciso suspender en el aire rítmico de la escritura y decirlo paso a paso, gradualmente, a cuenta gotas, y de frase en fraseo. Ecos de José María Vargas Vila y de Marcel Proust. No sólo de ellos, como es obvio. Dondequiera que estén, los piedracieliestas de aquellos tiempos colombianos estarán muy honrados y felices, qué duda cabe, con el vigor y el embrujo de Cien años de soledad, esa obra cumbre que constituye un gran homenaje a la lengua hispanoamericana donde el todo y la nada se mestizan otorgándole un nuevo impulso a la imaginación sin límites.   

No se trata del manejo de la escritura narrativa con algunos toques más o menos poéticos, sino de algo esencialmente distinto. El asunto tiene que ver con la aparición de la poesía desde la médula del idioma. La poiesis de ayer, de mañana y de siempre. Esa combustión iluminante que tiene mucho que ver con la esencia medular del lenguaje. Más que iluminaciones, re-ve-la-cio-nes: las cinco sílabas del Milagro de la Escritura.

Cuando leímos aquella novela--poema por primera vez, un maestro de la Universidad de Chile nos dijo que había algunos antecedentes importantes en esta dirección de la nueva narrativa latinoamericana. Nos habló de Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias y José Eustasio Rivera, entre otros. El propio Gabriel García Márquez, algunos años más tarde, reconoció que había algo de ellos en su escritura, en especial del cubano Carpentier. Olvidémonos por un momento de estos nombres tutelares y vayamos a la escritura de Cien años de soledad. Casi al azar recojo en una red invisible el siguiente fragmento:

“La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios. Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre. Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana. Sabía que la mula del correo no llegaba sino cada quince días, pero ella la esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un día cualquiera por equivocación. Sucedió todo lo contrario: una vez la mula no llegó en la fecha prevista. Loca de desesperación, Rebeca se levantó a medianoche y comió puñados de tierra en el jardín, con una avidez suicida, llorando de dolor y de furia, masticando lombrices tiernas y astillándose las muelas con huesos de caracoles. Vomitó hasta el amanecer. Se hundió en un estado de postración febril, perdió la conciencia, y su corazón se abrió en un delirio sin pudor. Úrsula, escandalizada, forzó la cerradura del baúl, y encontró en el fondo, atadas con cintas color de rosa, las dieciséis cartas perfumadas y los esqueletos de hojas y pétalos conservados en libros antiguos y las mariposa disecadas que al tocarlas se convirtieron en polvo”.

Sin la presencia de un lenguaje medularmente poético, creo que el paisaje que acabo de reproducir no hubiera sido posible. Pongo en cursivas el término medularmente porque, en efecto, el Arte de la Palabra, es decir la poesía, no aparece en toda la novela como un recurso pintoresquista o externo sino en la esencia del torrente narrativo, y dicho tratamiento se convierte en un factor predominante. Ahora bien, los personajes, los parentescos, las anécdotas e historias cruzadas son también algo fundamental que va configurando la arquitectura novelesca. Estamos, pues, ante un gran tejido que se compone de lo fáctico y de lo trascendente. A esto último se llega a través del plus, ¿y en qué consiste dicho plus? Sin duda que en esa especie de encantamiento hipnótico que provoca la lectura de la novela. Es decir, un largo y complejo poema con múltiples personajes de carne, imaginación, pasiones, memoria y hueso. Más y más espesura verbal y más médula. Memoria, lenguaje multiforme, sinuoso, plural, y más memoria no exenta de cierto preciosismo. Sin el recuerdo acústico y sensorial de Rubén Darío y de Pablo Neruda, por mencionar sólo a dos poetas fundamentales o elementales, sí, de fundamento, tal vez no hubiera sido posible construir todo el edificio a lo largo y a lo ancho y a lo alto, que se convirtió al fin en Cien años de soledad.

Pienso en “el cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir”. Lo digo así, con sus propias palabras que fueron dichas al recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, el 10 de diciembre de 1982. Su texto de gratitud se titula justamente Brindis por la poesía. Gabriel García Márquez, vestido de blanco desde las alturas de la piel hasta las honduras del alma, lo dijo aquel día mejor que nadie:

“Quiero creer, amigos, que éste es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que enumeró en su Ilíada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene en el delgado andamiaje de los tercetos de Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en Alturas de Macchu Picchu de Pablo Neruda, el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos. En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o mejor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias”.

Algún día del siglo pasado, tal vez un viernes, intercambiamos no muchas palabras en un restorán de San Ángel, al sur de la Ciudad de México. Recuerdo que Gabriel García Márquez nos dijo a media voz:

--Alguna vez anduvimos por Buenos Aires y tuve una extrañísima sensación. Me sentía como una araña colgando del techo del mundo, allí donde el mundo se acaba. Yo era una especie de araña deslizándome por debajo del globo terráqueo. Fue una sensación muy extraña e ingobernable, al menos por algunos minutos. Un fenómeno muy difícil de explicar.

Recuerdo que la maestra Nora Figueroa de la Fuente le dijo, entonces:

--Si usted viaja a Chile durante el invierno, aquel invierno tan largo, le aseguro que todo se vuelve mucho más crítico porque hace un frío insoportable que va carcomiendo hasta la médula de los huesos.

Nunca olvidaremos aquellas palabras de Gabriel García Márquez, mientras cruzaba los brazos al modo oriental:

--Ayyy, no, madre mía. ¿Cómo han sobrevivido ustedes en aquellas tierras tan largas y, sobre todo, tan frías? Yo pienso que en una situación como ésa, lo mejor es morirse. Sin duda que en Chile hay poetas extraordinarios, a pesar del frío. De cualquier modo, el frío me paraliza no solamente el cuerpo con todos sus huesos y sus músculos, sino también el alma. Y a propósito de estos asuntos, ¿saben ustedes dónde está, sí, dónde se encuentra el alma?



 

 

 

 

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