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Gonzalo Rojas. Consagración del instante

Por Hernán Lavín Cerda
Revista de la Universidad de México, N°88, Junio de 2011


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Me duele un poco esta cabeza dura, más de pájaro que de animal subterráneo, y no sé por dónde comenzar estas visiones un tanto fragmentarias sobre el poeta Gonzalo Rojas, quien ya se fue de este mundo para no volver, pero eso nadie lo sabe, ¿quién podría decir la última palabra? Alguna vez el poeta cubano Eliseo Diego me dijo en una de sus últimas visitas a México: “Nunca olvides, mi querido Hernán, que los poetas no se mueren. Únicamente resucitan”. Ahora escucho desde lejos, aunque muy cerca, esa voz tan profunda, y debo contenerme para no llorar en privado y en público.

Abro en silencio algunos sobres y aparecen, como por arte de magia un poco antigua, algunas cartas, fotografías y poemas escritos por Gonzalo Rojas con una tinta oscura y casi indeleble. Son manuscritos y también algunos textos mecanografiados. En todos ellos palpita el esplendor de su caligrafía ligeramente cargada hacia la derecha: una caligrafía impecable. Junto a mis ojos tengo el manuscrito de uno de sus poemas más célebres, “La palabra placer”. Al pie del texto de una sola cuartilla más larga que de costumbre, hay una nota donde se dice: “Escribió Gonzalo Rojas y copió de su mano en Austin, Texas, a 18 de octubre de 1983”. Seis años antes, desde Caracas, el 15 de abril de 1977, escribe al reverso de una fotografía a color donde aparece el poeta de  La miseria del hombre, aquel libro torrencial de 1948:

Para Hernán Lavín Cerda, Norita e Iván. Te escribo al pie de la ceiba altísima como aquella de Hemingway, y te digo: he recibido un centenar de cartas y críticas impresas o por imprimir, pero ninguna me dio en el corazón (y en los sesos) como la tuya. Por algo estás ahí siempre en el mismo y parpadeante poeta de Rosal,  Asunción  o Tenochtitlán, tan próximo y tan único en ese estado de gracia que es tu amistad. Vengo llegando de USA donde me encontré con Ernesto Mejía Sánchez en un Congreso. Pero yo leí poesía y nada más. Las ponencias son para los sabios, ¿no te parece? Creo que el escritor chileno responsable debe ir a todas las paradas. Hasta en Chile se habla por diarios y revistas de mi libro Oscuro. Qué buenos los poemas de Carlos Oliva. Tus libros últimos, ¡fenomenales! Mándame algo para el suplemento  Papel… Besos a Nora y al hijo. Abrazos de Gonzalo.


La ceiba que aparece en la foto es enorme: la desmesura natural en sus orígenes. El poeta tiene sesenta años no sólo en el cuerpo, aunque los poetas son de repente y no tienen edad. El traje es misteriosamente blanco, de amplia solapa, y el saco mantiene su equilibrio gracias al segundo botón. La camisa es aún del color del vino tinto. Gonzalo nos observa desde el fondo de sus lentes. La sonrisa es apenas perceptible. El cuerpo deslumbrante de la ceiba ocupa casi todo el espacio de la fotografía, y su color es como el de algunos paquidermos.



En otra fotografía casi minúscula en blanco y negro, Gonzalo Rojas no debe tener más de siete años. La camisa es blanca y de cuello muy amplio por encima de la solapa oscura. ¿Cómo habrá llegado a mí ese recuerdo fotográfico? Sospecho que nunca llegaré a saberlo. Y en una tercera foto a color aparece junto a su segunda esposa, Hilda R. May, quien lo acompañó en sus viajes por el mundo y escribió una obra ensayística fundamental, La poesía de Gonzalo Rojas (Libros Hiperión, Madrid, 1991). “Tenme paciencia, querido Hernán”. No deja de transcurrir aquel 25 de julio de 1995. “Gracias por tu carta y la documentación. Hace tiempo entré en el callamiento, y ahora más sin Hilda, que era mi único diálogo. La enterré por coincidencia en su mausoleo, a unos metros de Claudio Arrau. El sábado 15 y el domingo 16 fueron días aciagos. Lo mejor para Nora y para ti. Gonzalo Rojas”. Y el 3 de junio de ese mismo año surge nuevamente su cuidadosa caligrafía sobre un recorte del diario La Época donde lo entrevista Faride Zerán, allá en Chile.

Poeta mío Hernán Lavín Cerda: nos perdimos. Voy viviendo entre balones de oxígeno y morfina de cien miligramos por obra de ese cáncer pulmonar de Hilda. Difícil desnacer. Por otra parte, resurrección irrisoria: acaba de reaparecer en edición crítica (333 páginas, 3,000 ejemplares) mi libro La miseria del hombre, tan odiado por los poetas de Chile. Volverá a ser desollada. Ahí va esa entrevista con atropellamiento (45 minutos). Los errores otra vez son míos. Las erratas no. Para Norita y para ti, Gonzalo. Casilla 124, Chillán de Chile.


ANIMAL RÍTMICO

Sin duda que toda materia tocada por el impulso rítmico de Gonzalo Rojas se transfigura, como en un acto de alquimia trascendental. Lo cierto es que la materia fue iluminada desde las orillas de la ilusión, puesto que solamente se toca a sí mismo el lenguaje de la poesía a través del proceso respiratorio de su transfiguración, siempre y cuando no se interrumpan las pulsiones rítmicas que vienen desde lo más profundo de la criatura humana. A menudo le oí decir al poeta que nació en el sur de Chile: “Yo no tengo remedio. Soy un animal rítmico que gira y gira sobre la misma y única Palabra que viene desde lejos, tal vez desde siempre”.

Recuerdo que nos vimos por primera vez en el invierno de 1965, durante el Primer Encuentro de Poesía Joven de Chile que se celebró en la Universidad Austral de Valdivia. Allí, junto al abismo del inmenso río que algún día abandonó, sísmicamente, su cauce materno, nació nuestra amistad. Nos volvimos a ver en Concepción algunos años después, y al fondo de su departamento que era una especie de biblioteca transfigurada en un lugar adecuado para el cultivo del sueño y la vigilia. Nunca me olvido que aquella vez hablamos, entre otras cosas, de tres obras poéticas que lo entusiasmaban por esos días de lluvia intermitente: Dador, de José Lezama Lima; Salamandra, de Octavio Paz; y Escritura de Raimundo Contreras, de Pablo de Rokha.

—Pienso que debiéramos aproximarnos a la región de lo inefable —me decía con algo de seguridad e inseguridad casi didácticas—, pero a partir de un lenguaje sensible que sea capaz de desplegarse en un abanico de infinitas resonancias. Una especie de idioma magnético que provoque a los lectores, que haga las veces de un imán múltiple y, por ello, no los deje nunca indiferentes. En este sentido, yo concibo al arte de la poesía como una convulsión que toque las fibras más profundas del ser.

Aquellos diálogos sobre el ejercicio de la poesía se reanudaron en nuestro departamento del séptimo piso en la calle Rosal 374, a media cuadra del cerro Santa Lucía, en el centro de Santiago de Chile, y posteriormente en nuestra casa verde de la calle Asunción 221, no muy lejos del cerro San Cristóbal. Gonzalo Rojas insistía en la necesidad de que la escritura poética fuese un verdadero rito de transfiguración carnal y ontológica, sí, un arrebato de convulsión lingüística y visionaria. La gran belleza convulsa que fue soñada por André Breton: médula profunda, lenguaje con vibración de órgano que emite sonidos como destellos. Oscuridad, a veces, como destellos, y más y más médula. Al centro de todo, la criatura humana, ese animal que aún nos maravilla o nos confunde, ese loco de atar cuya insidiosa cordura no siempre es envidiable. A lo largo de aquellas conversaciones hilvanadas por la ciencia objetiva del azar, fuimos descubriendo, gradualmente, las palpitaciones angelicales o diabólicas que suelen ocultarse en el lenguaje de los libros o bajo la línea de flotación del habla cotidiana. El asunto reside en la sorpresiva, humana y cada vez más profunda combinación de los niveles llamados cultos y populares. Eso pensábamos. La cuestión es cómo producir la chispa que funcione al modo de un detonante para acabar construyendo la tensa e intensa forma del poema. “Debemos aprovecharnos de los espacios, hay que imantar verbalmente los espacios”, me repetía como si se tratara de una estrategia vinculada con la logística.

Hay que abrirle camino a las pulsiones rítmicas que suelen ir por debajo de la piel del texto. Debiéramos utilizar las fintas, las desviaciones del sentido, los juegos elípticos, el hipérbaton y la hipérbole, las descolocaciones lingüísticas, el aparente sinsentido, las transfiguraciones iluminadoras, el desliz en la estructura sintáctica, los cortes no siempre esperados, y alterando, incluso, la prosodia más o menos normal en el interior de algunos versos, cuando sea conveniente.

Recuerdo que publiqué  Gonzalo Rojas. Antología Breve, bajo el número 66 de la colección Material de Lectura (serie de Poesía Moderna), Departamento de Humanidades, Dirección General de Difusión Cultural, UNAM, 1980. Poco después de conocernos personalmente en Chile, ya había aparecido su segundo libro,  Contra la muerte  (1964) en la Editorial Universitaria. El comentario fue unánime: una vez más Gonzalo Rojas en medio del relámpago. Visión órfica y arrebato suntuoso. La certidumbre de que “el mundo sale volando desde el huevo de la muerte”. Habían trascurrido dieciséis años desde la publicación de  La miseria del hombre  (Valparaíso, 1948), su primer cataclismo sonoro, erótico, ontológico, libérrimo. Recuerdo que Gabriela Mistral, después de leer esta obra, le escribió para decirle:

Su libro me ha tomado mucho, me ha removido, y a cada paso, admirado, y a trechos me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito. Deme algún tiempo para masticar esta materia preciosa. Usted sabe, Rojas, que yo no sirvo para hacer crítica… Lo que sé, a veces, es recibir el relámpago violento de la creación efectiva, de lo genuino, y eso lo he experimentado con su precioso libro.

Para Gonzalo Rojas, todo lenguaje que emerge desde el fondo de la poesía es una partitura que se fundamenta en resonancias múltiples. En ese sentido, escribir es un largo proceso —despliegue de pulsiones, fintas, balbuceos corpusculares— que siempre surge de lo sonoro. Escribimos en “lo abierto de lo sonoro”, dice del poeta. Los mitos adquieren su presencia en el ininterrumpido ritual de la escritura: todo parte del ritmo, entonces, y vuelve al ritmo. El fin del poema no es más que suspensión temporal del mito. Hasta que nuevamente aparece el ritmo convertido en logos, y entonces el poema —ese cuerpo de la fiesta— se extiende y va cambiando de título y también cambian los títulos de los libros que nunca dejarán de ser el mismo poema, y el mismo y único libro.

A raíz de la edición de Oscuro (Monte Ávila, Caracas, 1977), Gonzalo Rojas le dice a Tomás Eloy Martínez en el curso de una entrevista publicada en el suplemento cultural  Papel Literario  (27 de febrero de 1977) de Venezuela:

Echada así la suerte, corto el vuelo en distintas direcciones y pienso que estoy en muchas partes al mismo tiempo. Ello no impide que cada texto juegue su juego libremente, de lo fónico a lo semántico, en un proceso rítmico vertebrante como la circulación de la sangre o de la savia… Así escribo. Cada poema nace en mí como un zumbido en cualquier sitio, en cualquier instante. Un zumbido, sin embargo, que no se asemeja al de ninguna abeja en la tierra. Usted advirtió, acaso, con cuánta frecuencia hablo de William Blake, ese animal libidinoso y siniestro que se entendía con los ángeles. Pienso en él cuando voy por la calle y oigo infinitos arcos de música que se me amarran a la oreja. Y como no conozco la notación musical, trazo una línea que puede ser tensa o distensa, y que representa el ritmo del poema: lo que será, o es ya el poema. Así lo llevo de la oreja al papel: una línea escrita en una libreta. Recuerdo que alguna vez vi morir a una mariposa. La ceremonia funeraria se apoderó de mí. Llegué a mi habitación y anoté esta frase: “Sucio fue el día de la mariposa muerta”. Pasaron tres, acaso cuatro meses, y sólo entonces el poema apareció en mi mano, otras líneas siguieron el curso de aquella música primera: “Acerquémonos / a besar la hermosura reventada y sagrada de sus pétalos / que iban volando libres, y esto es decirlo todo, cuando / sopló la Arruga, y nada / sino ese precipicio que de golpe, / y únicamente nada”. La poesía se me da en la órbita de lo sagrado y en una respiración ritual que para mí es el fundamento del ritmo; esa abeja tenaz a la que hoy hemos convocado tantas veces. ¿Homo religiosus en el sentido de religare? Sí, y homo ludens  también, y homo faber, y homo politicus. Aunque bastante menos  homo sapiens. Todo puede llegar a ser uno. Eso me lo dijo siempre la poesía.

TONTOS O SABIOS

El amor, el exilio, los muertos de cada día, el misticismo concupiscente, el vaivén de los sumergidos, los errabundos, los sonámbulos, los resurrectos: la fiereza y suavidad del relámpago en el útero universal, y ese mismo útero en el interior del Gran Relámpago, dicho así de pronto, pensando en Roberto Matta. “También escribo para los muertos todavía sin sepultura”. Eso y mucho más es para mí la poesía de Gonzalo Rojas, poeta de arrebato suntuoso que surge y resurge con las furias del primer minuto, atado umbilicalmente a una cosmogonía mayor: la de no saber a qué vinimos. Poesía intensa y fragmentaria: espasmo del ser y abismo por donde es posible tocar el infinito. Poesía de un rey ciego y vidente. El corazón en llamas: acorde de una sinfonía cuyo ritmo es la perpetua respiración del caracol. Círculo, vuelo del relámpago y más círculo. “Por eso veo claro que Dios es cosa inútil”, sonríe el poeta y aparecen algunas lágrimas en sus anteojos. “Cosa inútil como el furor de las ideas que vagan en el aire haciendo un remolino de nacimientos, muertes, bodas y funerales, revoluciones, guerras, iglesias, dictadura, infierno, esclavitud, felicidad. Y todo expresado en su música y su signo”.

Desde el fondo de uno de los libros de Gonzalo Rojas aparece de improviso una carta mecanografiada y con la firma al pie de Octavio Paz. Me la envió el propio Rojas desde Caracas, posiblemente. Hay una dirección impresa al margen derecho de la media cuartilla:  Lerma 143-601. México 5, D.F. En aquel domicilio vivió el poeta de  Libertad bajo palabra, entre tantas obras de un variado registro. La carta está fechada el 5 de abril de 1976, y hoy la transcribo íntegramente:

Muy querido Gonzalo. Recibí hace tiempo tu carta y tus poemas. Quise escribirte largo pero me lo impidieron muchos quehaceres y cuidados. Pequeños pero urgentes. Verdaderas montañas de minucias. Perdóname. 
He leído y releído tus poemas. Me han impresionado y conmovido. Reconocí en ellos tus antiguos dones: el arrebato suntuoso, la materia verbal rica y densa. Pero ahora todo se ha purificado y, sin perder cuerpo, se ha vuelto esencial y —¿por qué no emplear esa palabra?— espiritual. Tu espíritu se ha bañado en el agua del tiempo. Se adivina que has pasado —aunque tú nunca las mencionas expresamente— por experiencias hondas, de ésas que nos aniquilan o nos resucitan, nos vuelven tontos o nos hacen sabios: el destierro, la edad, el amor, las muertes. En tus poemas hay un rey ciego y vidente, el ritmo —ese ritmo que es el corazón que arde, fulgura y parpadea (como un ojo y como un astro) en muchas de tus páginas. (No hago sino citarte). Hacía mucho que yo no leía poemas tan intensos, palabras cargadas de la verdad de este mundo y quemadas por el roce del otro. Poesía en los límites y de los límites… Te iba a decir esto que ahora te digo y decirte también que mi prólogo sería inútil y que ni tú ni tu alta poesía lo necesitan, cuando recibí tu carta con otro poema (uno de los mejores tuyos: “Conjuro”). En el próximo  Plural  lo publicaremos, con “Numinoso”, “Desde abajo” y “A veces pienso quién”. Te envío un gran abrazo hecho de amistad y admiración, Octavio.

Recuerdo que al atardecer de algún día de otoño en Santiago de Chile, seguramente de 1964, el escritor Vicente Parrini llegó a nuestro departamento ubicado en la calle Merced, muy cerca del cerro Santa Lucía, aquel cerro de terrazas, miradores y jardines inolvidables, y me prestó su ejemplar de La miseria del hombre, forrado en cartulina azul, un azul marino muy suave como de terciopelo español, diciéndome:

Aquí tienes a otro endemoniado de la familia de Pablo de Rokha, César Vallejo y los grandes novelistas rusos. Se habla poco de él, todavía, pero es cosa de tiempo: hay que darle tiempo al tiempo. Gonzalo Rojas vive en la ciudad de Concepción, junto a las lluvias casi infinitas, el indomable océano y los grandes ríos. Su escritura tiene algo de volcánico, de geológico, aunque su geología humana también es metafísica. Aparece William Blake por dentro, ya lo verás, y algo del Conde Lautréamont y del estremecimiento rokhiano, como ya te dije. En el torrente de su poesía descubrirás el dolor de los mineros, la injusticia, el aullido del viento en los desfiladeros y en los arrecifes, el amor y su potencia erótica, profunda y a veces terrible, así como el drama y la farsa, la comedia cruel, y la orfandad casi absoluta en este mundo. Mucho cuidado con ese ejemplar que se publicó en Valparaíso porque vio la luz en 1948, hace ya varios años, y aunque Gonzalo diga por ahí que la portada es una de las más feas del mundo, ese volumen es para mí como un tesoro.

Vuelan los años aparentemente inmóviles. El tiempo transcurre sin transcurrir nunca. ¿Dónde estamos? ¿En Santiago de Chile, tal vez en Nueva York o en la Ciudad de México? Vuela de improviso la noticia de que Hilda May, su esposa inolvidable, ha desencarnado y ya no respira en este mundo. Dice la voz del poeta desde la viudez del texto “Asma es amor”:

Más que por la A de Amor estoy por la A
de asma, y me ahogo
de tu no aire, ábreme
alta mía única anclada ahí, no es bueno
el avión de palo en el que yaces con
vidrio y todo en esas tablas precipicias, adentro
de las que ya no estás, tu esbeltez
ya no está, tus grandes
pies hermosos, tu espinazo
de yegua de Faraón, y es tan difícil
este resuello, tú
me entiendes: asma
es amor.

En su diálogo con la periodista Faride Zerán —uno de los más lúcidos en los últimos años, entre la no viudez y la viudez—, Rojas no oculta su esperanza de que Chile pueda sobreponerse al marasmo, a la confusión y al predominio del dinero, “el dinerillo” que todo lo confunde y lo corrompe. Señala que nunca fue un animal de consignas porque descubrió muy pronto que su espíritu es el de “un disidente y un anarca, es decir, uno que ve el mundo sin tener la adhesión total. Yo mismo soy un animal libérrimo y nunca me funcionaron las consignas… El anarca a secas, el disidente, el que hizo suyo aquello de no ser nunca un animal de consignas es lo único que nos puede sacar de este marasmo. Lo que falta es una apuesta a lo que pudiéramos llamar la intemperie, sin temor a quedarse solo”.

Dice el artista en uno de sus textos: “El hombre nace y muere solo / con su soledad y su demencia / natural, en el bosque / donde no cabe la piedad ni el hacha”. El joven y anciano del sur de América piensa que a los poetas se les concedió el don de la palabra, lo cual es una responsabilidad de la que no pueden presumir. A los poetas jóvenes les aconseja:

Escriban en el viento y no transen. No sean míseros escribas al servicio de la publicidad vergonzosa, libretistas de show, mercaderes de la estulticia mañana, tarde y noche. Dejen eso a la fanfarria. Apuesten el seso a las estrellas aunque no los oiga nadie… Pobres poetas, ¿nunca aprenderemos la condición del desollado vivo, del animal a la intemperie que somos por naturaleza, frente a lo efímero del poder? Apuesten el seso a las estrellas, aunque no los oiga nadie. ¿Quién oyó en su día a Hölderlin, a Baudelaire, a Vallejo? ¿A Celan, quién lo oyó? Sólo la marginalidad nos hace libres. Lo demás es estruendo. Premios, becas, renombre aquí o allá: polvo efímero. Da risa tanto divo en el corral. Los grandes poe - tas —y eso lo dijo Cesare Pavese— son raros como los grandes amantes. No bastan las veleidades, las furias y los sueños; se necesita algo mejor: testículos duros. Cuando hace cincuenta años escribí La miseria del hombre, Alone  pontificó ese domingo: “Al paso que van, las letras nacionales no prometen nada bueno”. Y eso me encantó. El dictamen oficial me puso de una vez frente a mí mismo y asumí la intemperie que desde niño fue mi espacio, sin más techo protector que las estrellas altas.

Gonzalo Rojas veía el desliz de la desesperanza por todos lados, así como el vértigo de la confusión que aumenta, y el conformismo.

Ese conformismo —advierte levantando el índice de su mano izquierda— se funda para mí en la aceptación de la pudrición o de la podredumbre o de la peste. Y la peste, sin duda, es el dinero. Se ha desjerarquizado todo porque el dinero lo ha podrido todo. Sin embargo, yo no creo en el desconsuelo. Eso no se hizo para mí. No soy un desconsolado. Tengo cierta fiereza vital, y esa fiereza es lo que me alimenta, lo que me permite ser yo mismo, persistir obsesivamente en que la mudanza viene, una mudanza distinta, por supuesto, porque al fin, después de casi todo, no se ha perdido casi nada…

Reviso mis notas, los recuerdos, las cartas que aún sobreviven. Nunca olvidaré que el poeta fue un viajero inagotable. Vivía en los aviones y en los aeropuertos: un Visiting Professor  que iba y venía por el mundo dando clases y lecturas de su obra. Si por ejemplo lo invitaban a dar una conferencia sobre algún autor determinado, Gonzalo Rojas decía que sí, muchas gracias, y a la hora de la hora se permitía cambiar absolutamente el plan y terminaba ofreciendo una lectura de su propia poesía. Los organizadores y el público no salían de su asombro, pero a menudo aceptaban estas muestras de anarquismo poético. “Que ya no nos inviten a otras cosas sino a leer en público nuestros poemas, ¿no te parece?”, me dijo en más de una ocasión. “Seremos fieles a tu propuesta”, le dije alguna vez con una sonrisa de aprendiz de brujo o más bien de niño travieso. Gonzalo sonrió y me dijo desde sus anteojos: “Ah, cuánto vértigo en la danza y en la contradanza. ¿No te aburre a veces el espectáculo?”.

Las imágenes se han vuelto indelebles. En este mismo instante, una voz como de otro mundo me dice al oído, este oído que aún se alimenta y se multiplica en el aire:

“Nunca olvides que los poetas no mueren. Ni ayer, ni hoy ni mañana. Únicamente resucitan”.



 



 

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Gonzalo Rojas. Consagración del instante.
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Revista de la Universidad de México, N°88, Junio de 2011