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LA LUZ DE EDUARDO GALEANO
UNA VEZ MÁS, EN LA MEMORIA

Hernán Lavín Cerda



 


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¡Hasta cuándo tendré que decirles que los verdaderos artistas de la palabra no mueren, únicamente re-su-ci-tan! Lo digo así porque así lo siento desde lo más profundo del alma. ¿En quién estoy pensando cuando digo lo que digo? En Eduardo Galeano, como es obvio. Lo repiten por el radio y por la televisión. Se supone que aún estamos en la Ciudad de México, aunque a estas alturas ya casi nadie, ninguno de ustedes, ni siquiera el que habla, sabe muy bien dónde estamos. La realidad, ¿así se dice?, se nos ha vuelto cada día más vertiginosa, y Vuestro Inseguro Servidor, alias “¿Hernán Lavín Cerda”, escribe a la velocidad del relámpago, modestia aparte, aunque los relámpagos no escriban nunca, jamais de la vie, como dicen en Francia todavía: jamás de los jamases. Pero no existen las últimas palabras, puesto que los relámpagos también pueden escribir a vuela pluma. La memoria suele ser frágil y las fichas se confunden.

En mis manos tengo un ejemplar de la primera edición de una de sus obras fundamentales: Las venas abiertas de América Latina.

Dicha obra ensayística obtuvo una mención especial y se publicó en la Colección Premio, de la Casa de las Américas, en La Habana, durante el mes de noviembre de 1971. El tiraje fue de nueve mil ejemplares. Conservo aún un ejemplar que me enviaron desde La Habana a mi casa en Santiago de Chile. ¿A las calles de Rosal o de Asunción, no muy lejos de los cerros Santa Lucía y San Cristóbal? Seguramente publiqué algún artículo o crónica literaria en algún periódico de Chile. Ese libro fue toda una conmoción. Eran tiempos de mucha efervescencia social, cultural y política en algunos países de Latinoamérica. Algún tiempo después, si la memoria no me es esquiva, empecé a recibir la revista Crisis, de Buenos Aires, donde también escribía Galeano. Y fue entonces cuando empezó esa especie de lluvia de tarjetas postales donde a menudo aparecían chanchitos o cerditos o puerquitos, como ustedes quieran. Las firmaba el propio Galeano, y él mismo, junto a su firma, dibujaba con su propia pluma el rostro más o menos alegre de algún porcino. ¿Así se dice con relativa elegancia? ¡Vaya uno a saber!

¿Ya estábamos en la Ciudad de México o aún en Santiago de Chile? Su Majestad la Memoria se ha vuelto proustianamente sinuosa. Reviso el libro de Galeano por un lado y por otro, y van apareciendo las cruces, los asteriscos, las llaves, las notas a pie de página, y no hay por dónde empezar, puesto que todo es principio y fin a lo largo del libro. Mi madre Graciela o Chelita, como le decíamos, la pianista y maestra de música, me envió el ejemplar, junto con otros libros, desde Santiago de Chile hacia la Ciudad de México, allá por el mes de noviembre de 1973. Está subrayado por todos los rincones: no hay página que se salve. Vuelve aquella conmoción de los orígenes cuando lo releemos. Y surge la sospecha de que en lo general, estamos como entonces, como no hubiésemos querido estar. Las desigualdades sociales se multiplican, así como la concentración de la riqueza en unas cuantas manos. ¿Hay futuro, entonces, o ya no hay futuro? Cuánto quisiéramos que la realidad nos desmintiera, pero por desgracia no sucede así. Aumentan las desigualdades de toda índole, mientras el poderío económico se expande ¿como la buena o mala hierba? Surgen entonces las bombas de tiempo a lo largo y a lo ancho de algunas zonas de Latinoamérica. La cronicidad, en este sentido, nos abruma. ¿Qué hacer, entonces, qué hacer o qué no hacer?

No me resisto a la idea de transcribir de inmediato algunos de los párrafos de aquella obra de Galeano donde aparecen algunas de mis notas al margen, además de los subrayados. Se trata del comienzo de uno de los subtítulos del volumen. Eduardo Galeano lo titula de este modo: La primera reforma agraria de América Latina. Un siglo y medio de derrotas para José Artigas. El texto dice: “A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió una época de cotidianas desdichas. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares oprimidas. Al mismo tiempo, y al ritmo de los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del Imperio Español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional pulverizada. La idea de ‘nación’ que el patriciado latinoamericano engendró, se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela mercantil y financiera del Imperio Británico, con latifundios y socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los partes de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades, brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses  y de los pensadores franceses. ¿Pero qué ‘burguesía nacional’ era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo, pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido como simples instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver ‘la cuestión agraria’, sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó sobre el despojo, a todo lo largo del siglo XX. La reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana”.

Galeano lo resume de este modo: frustración económica, frustración social, frustración nacional. “Una historia de traiciones sucedió a la independencia y América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el Decreto de Trujillo para proteger a los indios del Perú y reordenar allí el sistema de la propiedad agraria; sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos pese a los buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempos antes y transcurriría un siglo antes de que rebrotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas.

“Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares de los territorios que hoy ocupan el Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820. Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreynato del Río de la Plata y fue el más importante y lúcido de los jefes federales que pelearon  contra el centralismo aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio Británico, y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo”.

Me olvido por un instante de Eduardo Galeano, aun cuando no puedo olvidarme de sus cartas o más bien sus tarjetas breves, con un gran sentido del humor, enviadas desde Montevideo y luego Buenos Aires. ¿No fue justamente una especie de crónica-ficción, sí, una especie de texto antropológico, sobre la santería de tono afro-sudamericano lo que dio origen a mi relato La crujidera de la viuda, incluido en el volumen de relatos que se titula justamente así, y que publicó la Editorial Siglo XXI de México en el año 1971? Todo se agolpa y va amalgamándose en el espacio de la memoria.

“Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Airees, que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy ocupa el Uruguay, provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del caudillo, en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas con las caballadas y las carretas, y en el norte establecería, poco tiempo después, su gobierno. En 1815, Artigas controlaba vastas comarcas desde su campamento de Purificación, en Paysandú. ‘¿Qué les parece que vi?’, narraba un viajero inglés (tomado de J.P y G.P. Robertson: La Argentina en la época de la Revolución. Cartas sobre el Paraguay. Buenos Aires, 1920). “¡El Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos…”. De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno popular. Dos secretarios --no existía el papel carbónico— tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria de América Latina, que se aplicaría durante un año en la ‘Provincia Oriental’, hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Te Deum, honor al invasor, ante los altares de la catedral”.

En fin de en fines. ¿Así se dice? Estoy un poco cansado y compruebo que la cruel Historia con mayúscula se repite desde siempre. Pareciera que los humanos no tenemos remedio. Uniones. Traiciones. Desuniones. Afán de poder por todos lados. Pasan los días, los meses, los años, los siglos, y la historia se repite. Cambian los nombres de los personajes, pero no se esfuma el afán de dominio y poder. ¿Una suerte de ley de la selva donde los peces gordos y grandes devoran a los peces más chicos y menos gordos? Pareciera que no hay remedio. ¿Estamos condenados a repetir el juego vertiginoso de la misma locura del Poder? ¡Qué aburrimiento, Dios mío, y qué decadencia! Sospecho que ya me voy a dormir, aunque no tengo mucho sueño, todavía. ¿Qué hora es? ¿Supongamos que la misma hora de ayer a esta misma hora?, para decirlo con un aparente sentido del humor que más bien es una bobería sin pies ni cabeza.

Ya nadie sabe o adivina lo que digo o estoy a punto de decir. ¿Qué nos diría Eduardo Galeano desde el otro mundo? ¿Y si el otro mundo se parece cada vez más a este mundo con sus alturas y sus honduras? ¿Qué haremos, entonces, qué haríamos? ¿Horror de horrores? ¿No sería mejor salir a dar la vuelta al caer la tarde por Coyoacán, acá en la Ciudad de México, o por la Plaza de Armas de Santiago de Chile?

Aún esperamos que Eduardo Galeano nos envíe, aunque sea desde el otro mundo, una de sus tarjetas postales donde sólo aparecer cerditos o cochinitos o puerquitos acompañados por su madre, Doña Puerca, la más feliz y rozagante, la Divina Puerca de los puerquitos de oro. Hasta siempre, por dondequiera que vayas, queridísimo Eduardo Galeano. ¿Hasta la victoria? No lo sé, no lo sabemos, nadie lo sabe. Tal vez no haya más victoria que el cultivar el ¿Arte de la Resurrección?



 



 

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La luz de Eduardo Galeano una vez más, en la memoria.
Por Hernán Lavín Cerda