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EL PADRE ALFONSO ESCUDERO
VIVIRÁ SIEMPRE EN NUESTRA MEMORIA
Hernán Lavín Cerda
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Alguna vez me dijo Eliseo Diego, aquel gran ser humano y poeta finísimo en La Habana: “Ay, querido Hernán. Tengo la sospecha, más bien el rumor de que los poetas no mueren. Únicamente resucitan”. Dicha sospecha es para mí una certidumbre, casi, como el primer soplo.
Ahora doy un salto en aquel aire que pertenece a la memoria y estoy junto al Padre Alfonso Escudero en esa maravillosa biblioteca del viejo Liceo San Agustín, aquel de los orígenes, allá en el centro de Santiago de Chile, y no muy lejos de la Casa Lavín, aquella tienda de casimires y popelinas que tenía don Julio Lavín Cayuso, el de Santander, mi padre, junto al antiguo Banco Español, casi en la calle Estado con Agustinas. Sobre el jardín principal del Liceo, así como en la iglesia y en los salones de clase, transcurrió mi infancia y la primera juventud. Dios mío, ¿será posible? No me pregunten cómo pasa el tiempo, para decirlo al modo del poeta José Emilio Pacheco, aunque sospecho que Su Majestad el Tiempo es a menudo invisible e inmóvil, y somos nosotros, de sombra en sombra, con o sin luz, los que pasamos.
Fue el Padre Escudero el que hizo publicar mis primeras composiciones o poemas en prosa en la revista Toma y Lee. Yo debo haber tenido unos 15 años. Dos años después, al término de mis estudios en el Liceo, sirvió de puente para que empezara a colaborar en el suplemento literario del periódico La Nación, que dirigía en ese tiempo el maestro Orlando Cabrera Leyva. Recuerdo que entrevisté a varios escritores y publiqué numerosos artículos que en verdad eran ensayos. Fue un alumbramiento para mí. Un poco más tarde ingresé a la sección internacional del mismo diario, así como al área de Literatura Hispanoamericana en la Biblioteca Nacional, que en ese momento estaba dirigida por el nolevista Eduardo Barrios, y no mucho después por el historiador Guillermo Feliú Cruz, quien siempre tuvo un carácter muy difícil, por no decir endiablado. No le gustaba que los empleados ocupáramos nuestro tiempo de oficina en leer libros. Ejercía un fuerte control y una especie de espionaje, aunque parezca difícil de creer. Si leíamos libros en horas de trabajo, estábamos cometiendo un delito grave que podría dejarnos fuera de la ley. Una especie de antiguo suplicio chino: tener miles de libros a tu alcance y no poder leerlos; ni siquiera hojearlos en horas de oficina. ¡Qué mundo de locura ingobernable! Me pregunto ¿qué hubieran dicho San Agustín de Hipona y Santa Mónica, su madre?
Vuelvo al Padre Alfonso Escudero y lo descubro de improviso en su cuarto monacal donde hay una ventana abierta; aparece rodeado de libros, recortes de periódicos, revistas y más libros. Su sotana siempre de luto se cubre de ceniza. ¿Fumaba o no fumaba? La memoria nuestra de cada día ya no es muy fiel. Alguna vez me dijo en voz no muy alta y con una sonrisa casi imperceptible: “Yo creo que te vas a convertir en un escritor, tarde o temprano. Tus composiciones para la revista Toma y Lee van en la dirección del arte de la palabra. Capacidad verbal, visual, musical, y un ritmo envolvente en esa melodía que va por dentro. De cualquier modo, pienso que debieras abrirte a nuevas lecturas. No dejes de leer a los clásicos en voz alta o a media voz. Allí están los orígenes, las historias, y la música interior. Amplía tu vocabulario. No olvides el fraseo, las visiones y aquellos ritmos a menudo insólitos que van configurando la obra literaria. No te olvides, asimismo, de los autores románticos, modernistas y contemporáneos no sólo de Chile. A través de los diversos lenguajes se expresa rítmicamente el ser humano. Tú y yo somos criaturas verbalmente rítmicas, aunque a menudo lo olvidamos y entonces perdemos el rumbo”.
Diré que el cuarto es de una sobriedad monástica. Hay una cama en el fondo que aparece rodeada por una muralla china de libros, recortes de periódicos, tarjetas, revistas y toda una papelería de varia invención, para decirlo al modo del maestro Juan José Arreola. Cuelga de un muro la imagen de Jesucristo en aquel espacio abismal de la cruz. De pronto, como por arte de magia se transfiguran el espacio y el tiempo. Entonces, de la pluma del Padre Escudero brota la figura de Rubén Darío en la época del modernismo. Darío, nuestro liróforo celeste, como en su tiempo lo fue Paul Verlaine para la lengua de Francia, se encuentra en San Salvador y debe participar en el Instituto Secundario. Alfonso Escudero elabora el siguiente relato con mucha precisión, como si hubiese estado allí: “Rubén hace a los alumnos una clase que no es de gramática sino de recitación y lectura de versos propios o ajenos, con lo cual a lo mejor los alumnos aprendieron más que si se les hubiera enseñado ortografía, morfología y sintaxis (…) Un día Rubén recibe un nuevo mensaje del Presidente en el que le comunicaba que el 24 de julio de 1883 el gobierno salvadoreño celebraría el natalicio de Simón Bolívar, y que él, Rubén Darío, debería escribir para aquella fiesta un poema. Nuestro autor accede y escribe cincuenta y una estrofas en el molde popularizado por el agustino Fray Luis de León. El poema concluye: ‘¡Bolívar! Las edades/ escriben ese nombre, alto y bendito,/ llevan las tempestades/ ese poema escrito,/ ¡y se escucha un rumor en lo infinito!’
“El general Presidente felicita al poeta y lo gratifica con otros quinientos pesos. Rubén se va al Gran Hotel, ordena servir champaña para él y para sus cuatro invitados: Homero, Píndaro, Virgilio y Cervantes, y como ninguno de sus invitados acude, él se bebe las cinco copas”.
A estas alturas, será mejor que volvamos a Santiago de Chile. Aún transcurre aquel fenómeno que todavía llamamos tiempo, de tic-tac en tic-tac. Alguien se acerca para decirme que el Padre Escudero ha sido internado en la Clínica Santa María. Recuerdo que fuimos a verlo en compañía del novelista Cristián Hunneus. ¿Enfermedad prostática? Aquella tarde lo vimos bien, tranquilo y con buen sentido del humor. “¿Cómo va la Sociedad de Escritores?”, nos preguntó con una sonrisa un tanto escéptica. “¿Se ponen o no se ponen de acuerdo?” Fue la última vez que lo vimos. Abandonó el espacio de este mundo de un modo silencioso, y con la sombra no sólo de Rubén Darío en su espalda.
Algún tiempo después, la República de Chile pasó de la convulsa y loca geografía, para decirlo al modo de Benjamín Subercaseaux, al enloquecimiento de la geografía humana con sus jinetes del Apocalipsis: El imperio de la crueldad por encima de la razón más o menos pura. Debimos abandonar aquel país de la loca y no menos fértil o hermosa geografía, y nos vinimos a México donde he podido, como aprendiz de maestro, ofrecer a los jóvenes mexicanos lo que no tuve la fortuna de ofrecer a los jóvenes chilenos. Mis inquietudes y preguntas, más que mis incertidumbres, que por fortuna no son pocas. ¿Sólo sé que nada sé?, para decirlo socráticamente. ¿Casi nada? Sea como sea, los abraza en Cristo, agustinianamente, Hernán Rodrigo Lavín Cerda, alias el Lobo Sapiens.
Ahora pienso una vez más en mi maestro, el Padre Alfonso Escudero, y recuerdo aquella sabiduría en la voz del inolvidable poeta de La Habana, Eliseo Diego: “Los seres como el Padre Escudero no se mueren nunca, así es, nunca jamás. Única y milagrosamente resucitan”.
Ciudad de México, a 10 de junio del año 2012 después de Jesucristo.
¿Por qué después?