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Un viaje hacia los enigmas de Adonis
y su Concierto de Jerusalén
Por Hernán Lavín Cerda
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Alguna vez le oí decir a Pablo Neruda en la Casa Central de la Universidad de Chile, allá en Santiago, aquel Santiago del Nuevo Extremo, como lo bautizaron los conquistadores: “El secreto reside en aquella luz que se eleva y al fin queda vibrando en el tejido de la escritura. Esa luz misteriosa no sólo tiene la virtud de iluminarse, incluso, a sí misma por dentro y por fuera”. Debo decir esta noche que dicho fenómeno es el que me sucede cuando vamos sumergiéndonos en las escrituras muy nuevas y muy antiguas de Adonis, sí, muy nuevas quizá por ser muy antiguas en su piel y en la médula de sus ecos que van proyectándose en distintas direcciones: hacia el pasado, el presente y el porvenir.
Por lo poco que aún sé, Alí Ahmad Ésber, quien nació en las honduras de Siria, allá en Latakia, durante el año de 1930 después de Jesucristo, desde los diecisiete años adoptó como seudónimo Adonis, el primero y tal vez el último. Como lo señala en el prólogo al volumen Concierto de Jerusalén (Editorial Praxis, México, 2013), el maestro Fernando Cisneros dice a la letra que el sonido y el sentido del término Adonis provienen “del pasado anterior a la propagación del Islam en el Medio Oriente, con lo cual asumía una identificación con las culturas antiguas de la región”. Pero no sólo eso, puesto que Adonis también establece puentes con otras culturas y con distintos registros en el campo de la filosofía, el periodismo y las vanguardias europeas, por decirlo así, un poco al aire, o acaso del aire al aire, como lo hubiese dicho Pablo Neruda hundiéndose luminosamente en las Alturas de Macchu Picchu: “No hay nadie. Escuchas? Es el paso del puma en el aire y las hojas./ No hay nadie. Escucha. Escucha el árbol, escucha el árbol araucano./ No hay nadie. Mira las piedras. Mira las piedras de Arauco./ No hay nadie, sólo son los árboles./ Sólo son las piedras, Arauco”. ¿Y dónde están los que alguna vez estuvieron aquí? Sólo permanecen los signos en las piedras. Algo semejante parece decirnos Adonis, pero desde aquel Jerusalén en una especie de concierto mudo por venir de aquellas sombras humanas. Adonis cede la palabra a otros poetas o más bien profetas como Imru l-Qays, quien anduvo por Ankara, entonces parte de Bizancio, el país de Rum. Según una breve noticia al pie, dicho artista de la palabra estuvo presente en la época de la “ignorancia”, es decir la anterior al islam. Dice aquel filósofo en traducción al idioma castellano que nos llegó por conquista: “La sangre derramada en los bordes del Mediterráneo/ desde los comienzos tiene una historia profana”. Y Adonis continúa en la misma vibración o tesitura: “Para esa historia terrena/ hay un compendio celeste llamado Jerusalén./ Empero, ¿por qué la gente en ella es de dos clases:/ muerta e instalada en el yermo/ o viva e instalada en la tumba?/ El día y la noche combatían, trataban ambos de estrangularse/ el uno al otro en nombre de Jerusalén./ En tanto, el tiempo se empeñaba en mirar un clip documental./ Cuando Imru l-Qays decía despidiéndose: “Al comienzo del mundo, fue la palabra. Al comienzo de la palabra, hubo sangre derramada”. Pareciera que aquí todas las calles están cortadas por lo Oculto. “Tan eficiente es el arte de encubrir,/ tan entrenados sus muros en seguir huellas./ Cada que tratas de abrazar a una mujer/ hay un guardián que pregunta si tienes permiso del cielo./ Claro que sí. Cualquier fruto es amargo por estas calles”.
¿Ven cómo llora uno por dentro, no solamente por dentro, al descubrir una vez más que con religión o sin religión a cuestas, más allá de los hombros, no podemos vivir sin dejar de matarnos? ¿De qué nos sirven Dios o los dioses, por muy antiguos y muy puros que sean? Nadie en mí lo sabe de cierto o lo sospecha, para decirlo a través de aquel eco más o menos lejano de Jaime Sabines. De cualquier modo, sangre arábiga corre y va palpitando a través de las venas no solamente de Sabines, sino de todos nosotros, casi. ¿Por qué digo casi? Adonis va y viene desde los tiempos antiguos a los tiempos modernos, estableciendo, como todos los poetas o filósofos de altura, un tejido de fundación donde no está exenta, de improviso, aquella otra dimensión de lo real, mestiza por luz divina, que surge de las profundidades del ser humano. A través del tono de la crónica histórica, Adonis acude al Arte de la Palabra y establece desde allí un tejido en su dimensión especular, a menudo críptica, al menos para nosotros. “Ahora estás bajo otro cielo”, nos dice, y “a tu alrededor los muros se vacían de sangre, cabezas semicercenadas e incapaces del habla./ Sosiégate tú, Viento,/ los ardides que has dispuesto esconden tras de sí selvas de fuego./ Hay sangre que brota del ojo de una aguja que embadurna la mano del cielo”.
Y así nos vamos sinuosamente. Vámonos de hallazgos y de pronto muy duras bellezas verbales y filosóficas a través de un movimiento de cintura rítmica que conduce a nuevas bellezas y nuevos hallazgos. Aquí todo se funde, pero a partir del ritmo: alusiones a los poetas o profetas antiguos, crónica histórica y periodística, mitos que suben hacia la superficie y al fin se fusionan carnal y espiritualmente con nuestras emociones. Eso y mucho más es Adonis navegando en las aguas a menudo imprevisibles de su propia escritura, cuyos ecos emergen sustancialmente de muy lejos, al menos para nosotros, pero quién sabe. Sospecho que en esa lejanía también vive y palpita nuestra cercanía. Es muy posible que vengamos de allí, aun cuando no siempre lo reconocemos.
Adonis es afortunadamente hijo del mestizaje cultural. Lo fagocita casi todo, en el mejor y más amplio de los sentidos. Su poética se nutre de todo. A través del río múltiple de su escritura, van y vienen los mitos, las alusiones históricas en sus distintas épocas, así es, las alusiones y las alucinaciones. Hay briznan que parecen volar de Oriente a Occidente, de Occidente a Oriente, a través de una marea verbal que de pronto puede arremolinarse. “¿Qué es esta cabeza acribillada de alucinaciones?”, se pregunta en alguna de sus páginas. “¿Qué es este cuerpo roído por las garras de la sospecha? ¿Acaso el hombre es sólo ilusión de sangre y carne?” Y algunas líneas después: “¡Mirad! En cada umbral y en cada bocacalle hay un muerto/ confundido en su ataúd:/ ¿Qué lo carguen los ángeles?/ ¿O tiene que cargarlo él mismo?” Como ustedes ven, los muertos tienen que cargar sus propias muertes cada día más incomprensibles. Adonis ya casi no es capaz de controlar aquel vaivén rítmico que va y viene a lo largo y a lo ancho de su propio pensamiento sensible. “Ya no hay Oriente en el Oriente de Jerusalén. Los pueblos alrededor, desperdigados, aislados, abrumados por policías de todo tipo. --¿Dónde queda el derecho internacional? –No tiene vigencia; antes bien, pasa por ser un crimen. --¿Por qué permanece en silencio? –Quizás por solidaridad con la “expulsión silenciosa”, o puede que sea el eco”.
Hay otro aspecto sobre el que vale la pena detenerse. Fernando Cisneros lo señala con mucha propiedad en su introducción. Dice a la letra: “Además del acercamiento simbólico a las civilizaciones antiguas, en su obra se hace presente la búsqueda por encontrar una amalgama entre la cultura árabe clásica de los comienzos del islam y anterior a éste con la literatura mundial contemporánea, algo que se hace patente en la presente obra con la mención explícita de James Joyce y de Friedrich Nietzsche… En la poesía de Adonis se manifiesta una búsqueda de sentido y significado dentro de la lengua , una semiótica particular, la cual se nutre a la vez en la tradición árabe, pero ‘situado voluntariamente en una encrucijada de culturas literarias. Adonis parte de su conocimiento de la tradición poética árabe para volverla del revés, volcándose con rara intensidad no sólo en una experimentación formal y lingüística continua sino también en la revisión y corrección de lo ya publicado”. Así lo advierte el ensayista Federico Arbós en el prólogo al volumen de Adonis Este es mi nombre, que Alianza Editorial publicó en Madrid, el año 2006.
Adonis va leyendo la ciudad de Jerusalén a medida que la recorre. Con la facultad de la imaginación, el poeta, es decir el demiurgo, intenta llegar a lo desconocido, paso a paso, con el fin de ver lo invisible y oír lo inaudito. Sabemos muy bien que las ciudades pueden leerse como si fueran un libro abierto. Los verdaderos artistas de la palabra son capaces de leer, hacia atrás y hacia adelante, cuando avanzan, paso a paso, a través de las partituras o las páginas de un libro con ilustraciones o sin ellas. Toda escritura, a su modo, participa de la esencia que no solamente está en el interior de los edificios. Sin duda que también hay algo en el ambiente. Sonidos articulándose y desarticulándose, siluetas que van y vienen, voces a menudo desconocidas, colores, ritmos, y aquella trenza de olores deslizándose sin rumbo fijo, puesto que no hay nada escrito para siempre, y el todo y la nada son al fin y al cabo una suerte de palimpsesto.
Observo el perfil de Adonis, poeta ¿más de preguntas que respuestas en el aire del mundo? Leo percibo como un ser que a cada instante emerge de de una especie de región coloidal donde habitan las preguntas, más y más preguntas. ¿Siria, Palestina, qué ocurrirá al fin, después de casi todo? ¿Existirá el porvenir para ese racimo inagotable de preguntas? ¿Religiones que podrían unir y sin embargo confunden, desuniendo lo que alguna vez, en su día, estuvo unido? Pareciera que la luz divina desune y mortifica, al ser un instrumento de los hombres. Intereses de toda índole por debajo de las creencias religiosas. ¿Apuesta de los humanos más que de los dioses y del Dios que debiera hacernos mejores e iluminarnos en el respeto y la concordia? De no ser así, que me perdone Dios: ¿Para qué nos sirve el religare de las religiones? Dolor, fanatismo supuestamente amoroso, y más dolor. ¿Síganme los buenos porque los otros no lo son? Y por debajo el afán de poder, todo tiene su precio, venid y vamos todos, la suerte está echada, sólo yo tengo la capacidad y el privilegio de establecer la comunicación directa con Dios. Quien no está conmigo, fielmente, está contra mí. Desde las honduras de la poesía, permitiendo que emerja de pronto lo desconocido que habita en la criatura humana, Adonis nos alimenta con sus flechas de luz y restituye aquel Origen cuya esencia parece cada vez más amenazada y en vías de una pulverización inevitable. Pero también sabemos que estamos destinados a ese milagro de seguir naciendo, nuevamente, en cada día. “No levantes tu dedo, historia. Pero tú, Eternidad, levántalo”. Levántanos, levántalo, levántanos en medio del secreto inagotable de las cosas.